El rostro de buda
¡Om, mani padmé, hum!
¡La gota de rocío se
pierde en el seno del mar deslumbrante!
Ni las marchas, ni las nuevas elecciones, nada evitará que
prosperen los negocios ilegales, la extorsión. Dado que el Estado es funcional
a proteger solo los intereses de una capa muy selecta de la sociedad -una ley
para exonerar a los casinos de pagar impuestos- el poder nace del fusil -ejército
y policía solo cuidan a sus dueños- al resto nos lanzan a la arena para
batirnos entre nosotros por los huesos: la ausencia de servicios eficientes
para proteger a la clase trabajadora -la policía es eficiente, para lo que le
conviene a sus dueños- escala a la creación de suedos poderes públicos que
ordenan la calle y los negocios -las bandas cobran impuestos por protegerte de
que otros te cobren-. No se trata de un Estado ineficiente, el Estado es
absolutamente eficiente, sino, la clase que se embolsica la riqueza que genera
este país sin crear nada, salvo extraer recursos naturales, no sería tan rica.
Javier Arévalo
El poder nace de la nada y perece en ella
Uno puede dudar absolutamente de todo, afirmarse como un
nihilista, y sin embargo caer enamorado como el más grande de los idiotas. Esta
imposibilidad teórica de la pasión, que la vida real no cesa de burlar, hace
que la vida tenga cierto encanto, indiscutible, irresistible. Uno sufre, uno se
ríe de sus sufrimientos, uno hace lo que quiere, pero esta contradicción
fundamental es quizá finalmente lo que hace que la vida valga aún la pena de
ser vivida...".
Emil Cioran
LIBRO PRIMERO I
La Escritura del Salvador del mundo, el Señor Buda — llamado
en la tierra el príncipe Siddartha —, incomparable sobre la Tierra, en los
Cielos y en los Infiernos, honrado por todos, el más sabio, el mejor, el más
compasivo el que enseñó el Nirvana y la Ley. He aquí como nació de nuevo entre
los hombres. Bajo la esfera más alta están sentados los cuatro Regentes que
gobiernan nuestro mundo; y bajo ellos se encuentran las zonas más próximas,
elevadas, sin embargo, donde los espíritus de los santos difuntos esperan tres
veces diez mil años, y luego tornan a la vida. Y sobre el Señor Buda,
aguardando en este cielo, cayeron para nuestra felicidad los signos inequívocos
del nacimiento, de modo que los Devas1 comprendieron los signos y dijeron:
“Buda irá de nuevo a salvar al mundo”. “Sí —dijo—, ahora voy a salvar al mundo,
y esta será la última vez; porque de aquí en adelante el nacimiento y la muerte
concluyen para mí y para los que aprendan mi Ley. Voy a descender entre los
Sakyas, al Sur del nivoso Himalaya, donde viven un pueblo piadoso y un rey
justo”. Esa noche, la esposa del rey Sudhodana, la reina Maya, dormida al lado
de su señor, tuvo un sueño extraño; soñó que una estrella del cielo espléndida,
con seis rayos, y color de rosada perla, sobre la cual se veía un elefante
armado con seis colmillos y blanco como la leche de Kamadhuk2 , atravesaba el
espacio, y brillando en él penetraba en su seno del lado derecho. Cuando
despertó, una felicidad sobrehumana henchía su pecho, y sobre la mitad de la
tierra una luz deliciosa precedió a la aurora. Las poderosas montañas se
estremecieron, se apaciguaron las olas, todas las flores, que se abren al calor
de la mañana reventaron como en pleno mediodía, y en los más remotos infiernos
la alegría de la Reina pasó como el sol ardiente que arroja un rayo de oro en
los bosques tupidos; y en todas las profundidades corrió un tierno murmullo que
decía: “¡Oh sí! ¡Los muertos que van a tornar
a la vida, los vivos que fallecen, se levantan, escuchan y
esperan! ¡Llegó Buda!” Un gran pez se extendió también en los limbos
innumerables, el corazón del mundo palpitó, y un viento de dulzura desconocida
sopló sobre las tierras y los mares. Y cuando llegó la mañana y todo esto fue
referido, los viejos augures de cabellos grises dijeron: “El sueño es bueno,
Cáncer está en conjunción con el sol; la reina tendrá un hijo, u niño divino,
dotado de ciencia maravillosa, útil a todos los seres, que libertará de la
ignorancia a los hombres, o, si se digna a hacerlo, gobernará al mundo”. He
aquí cómo nació el santo Buda: Al terminar su gestación, la reina Maya se
encontraba a la hora de la siesta en los jardines del palacio, a la sombra de
un árbol palsa, de tronco robusto, recto como la columna de un templo, adornado
con una corona de hojas brillantes y de flores perfumadas; sabiendo que el
tiempo había llegado —porque esto lo sabían todas las cosas—, el árbol
consciente inclinó sus ramas flexibles para rodear de un bosquecillo la
majestad de la reina Maya, y la tierra hizo brotar repentinamente un millar de
flores para cubrir su lecho, mientras la roca dura hizo saltar una fuente de
agua cristalina para que le sirviese de baño. Entonces ella dio a luz, sin
dolor, a su hijo que tenía en sus formas perfectas los treinta y dos signos del
nacimiento bendito. Esta gran nueva llegó al palacio. Pero cuando trajeron el
palanquín de brillantes colores para transportar el niño a la casa, los
portadores fueron los cuatro Regentes de la tierra, que bajaron del monte
Sumerú3 —que escriben las acciones de los hombres en placas de bronce—; el
Ángel del Este, cuyos ejércitos ataviados con túnicas de plata, llevan escudos
de perlas; el Ángel del Sur cuyos caballeros, los Kumbandas cabalgan en
corceles azules y tienen escudos de zafiro; el Ángel del Oeste, seguido de los
Nagas, jinetes en caballos de color sangre, con escudos de coral; el Ángel del
Norte, rodeado de sus Yakshads cubiertos de oro, sobre caballos amarillos, con
escudos de oro. Y estos Ángeles, disimulando su esplendor, descendieron y
tomaron las pértigas del palanquín, semejándose a los portadores por su traje y
aspecto, aunque eran dioses potentes; y ese día los dioses se pasearon entre
los hombres, que lo ignoraban; porque el cielo estaba lleno de alegría, a causa
de la felicidad de la tierra, sabiendo que el Señor Buda había tornado a ella.
Pero el rey Sudhodana ignoraba esto, temía presagios funestos, hasta el momento
en que sus adivinos auguraron un príncipe dominador de la tierra, un
Chakravartin4 , tal y como nace uno cada mil años para gobernar el mundo; tiene
siete dones: el disco divino, llamado Chakra-ratna5 , la gema; el caballo
Aswaratna, valiente corcel que galopa en las nubes; un elefante blanco como la
nieve, el Hastiratna, nacido para llevar a su Rey; el Ministro sagaz, el
General invencible, y la Mujer de gracia incomparable, Isti-ratna, más bella
que la aurora. En espera de estos dones destinados al niño maravilloso, el rey
ordenó a su ciudad que celebrase una gran fiesta; por lo tanto, barrieron las
calles regándolas con esencia de rosa, adornaron los árboles con linternas y
banderas, mientras la multitud, alborozada, rodeaba curiosamente a los
esgrimistas, los bailarines, los juglares, los hechiceros, los danzantes de
cuerda y las bailadores de natuch6 , con trusas lentejueleadas, que hacían
repiquetear alegremente los cascabeles de sus pies ágiles; había también máscaras
vestidas con pieles de oso o de gamo, domadores de tigres, atletas, hombres que
hacían combatir codornices, otros que golpeaban tambores o hacían vibrar
cuerdas de bronce, y todos, por orden, divertían al pueblo. Además, vinieron
mercaderes de países lejanos, trayendo, a la nueva de este nacimiento, ricos
presentes en platos de oro; chales de pelo de cabra, nardo, jade, turquesas
color de cielo crepuscular, tejidos tan finos que doce veces plegados no
velaban un rostro pudoroso, cinturones bordados de perlas, madera de sándalo,
homenajes de las ciudades tributarias; y llamaron a su Príncipe Savarthasiddh
(el que hace prosperar todo), y para abreviar, Siddartha. Entre los extranjeros
vino un santo de cabellos grises, Asita, cuyos oídos, desde hacía largo tiempo
cerrados a los ruidos de la tierra, percibían las armonías celestes, y mientras
estuvo en oración bajo su árbol pipal7 , oyó que los Devas cantaban en honor
del nacimiento de Buda. Estaba dotado de maravillosa ciencia, gracias a su edad
y ayunos, y cuando se aproximó, tenía tan venerable aspecto, que el Rey le
saludó, y la reina Maya puso a su hijo a los santos pies del asceta; pero
cuando vio el Príncipe, exclamó el anciano: “¡Ah Reina, no hagas esto!” Y se
prosternó, hundiendo ocho veces en el polvo su rostro curtido, diciendo: “¡Oh
niño, te adoro! ¡Tú eres Él! Veo la luz rosada, las líneas de las plantas de
los pies, la dulce huella encorvada del Swastika8 , los treinta y dos signos
sagrados principales y las ochenta señales de menor importancia. Tú eres Buda,
tú predicarás la Ley y salvarás a todos los seres que la aprendan, pero yo no
te escucharé, porque moriré muy pronto, yo que no hace mucho llamaba a la
muerte, sin embargo, te vi. Sabe ¡oh Rey! que eres la flor de nuestro árbol
humano que sólo una vez se abre en muchas miríadas de años, pero que una vez
abierta llena el mundo con el perfume de la Ciencia y la miel del Amor; de tu
cepa real sale un loto celeste. ¡Feliz hogar! Sin embargo, no por completo
dichoso, porque una espada, ¡oh Rey! atravesará tus entrañas a causa de este
niño; y tú, dulce Reina, cara a todos los dioses y a todos los hombres, merced
a este gran nacimiento, te has vuelto demasiada sagrada para sufrir por más
tiempo; y como es un sufrimiento la vida, dentro de siete días alcanzarás el
término del dolor”. Lo que aconteció, porque la séptima noche la reina Maya se
durmió sonriente y no despertó ya, y pasó, feliz, al cielo Trayastrinshas,
donde innumerables Devas la honran y con cuidado velan a esta madre
bienaventurada. Para el niño eligieron como nodriza a la princesa
Mahapradhapati; su seno alimentó con noble leche a Aquel cuyos labios confortan
a los mundos. Cuando cumplió ocho años, el Rey, previsor, pensó en enseñar a su
hijo cuanto un príncipe debe aprender, porque pretendía desviar de él el
destino milagroso demasiado sublime que le predijeran, las glorias y los
sufrimientos de un Buda. Reunió por esto su Consejo de ministros, y les
preguntó: “¿Cuál es el hombre más sabio, monseñores, para enseñar a mi príncipe
lo que un príncipe debe saber?” Inmediatamente respondieron todos con voz
unánime: “¡Oh Rey! Viswamitra es el más sabio, el más versado en las Escrituras
y el más apto para enseñar las artes manuales y todo lo demás”. Entonces
Viswamitra vino y escuchó las órdenes; y en el día propicio, tomó el Príncipe
sus tablillas de sándalo rojo, cubiertas de fino polvo de esmeril y cuyos
márgenes estaban ornados de piedras preciosas. Tomó también su estilo para
escribir, y con los ojos bajos se colocó frente al sabio, que le dijo: “Niño,
escribe esta Escritura”, y le dictó lentamente la estrofa llamada Gayatri, que
sólo las personas de lato nacimiento deben escuchar: Om, tatsa viturvarenyam Bhargo
devasta dhimahi Dhiyo yo ra prachodayat.9 “Atcharya10 , escribo”, respondió dulcemente
el Príncipe; y rápidamente trazó en el polvo, no en una escritura, sino en
muchos caracteres, la estrofa sagrada; la escribió en Nagri, en Dakshin, Ni,
Mangal, Parusha, Yava, Tirthi, Uk, Darad, Sikhyani, Mana, Madhyachar, empleó
las escrituras pintadas y el lenguaje de los signos, las lenguas de los hombres
de las cavernas y de los pueblos del mar, de los que adornan las serpientes que
viven bajo la tierra y de los que rinden culto a la llama y al sol, de los
Magos y de los que habitan fortalezas; trazó una después de otra, con estilo,
todas las escrituras de todas las naciones, leyendo los versos del maestro en
cada lengua; y Viswamitra dijo: “Esto basta; pasemos a los números. Repite
después de mí tu numeración hasta que alcancemos el lakh11 : uno, dos, tres
cuatro, hasta diez, y en seguida por decenas hasta los cientos y los mil”.
Después de él, el niño contó las unidades, las decenas, leas centenas, y no se
detuvo en el lakh, sino que murmuró dulcemente: “En seguida viene el koti, el
nahut, el ninnahut, khamba, viskhamba, abad, attata; después se llega a los
kumuds, grundhikas y utpalas, a los pundarikas, y por último, a los padumas,
que sirven para contar las moléculas más ínfimas de la tierra de Hastinagir
hasta el polvo más fino; pero más allá hay otra numeración, el Katha, que sirve
para contar las estrellas de la noche; el Koti-katha, para enumerar las gotas
de agua del Océano; Ingá, el cálculo de los círculos, Sarvanikchepa, por medio
del cual se cuentan todas las arenas del Ganges, y en fin, llegamos a los
Antah-Kalpas, cuya unidad es la arena de diez crores12 del Ganges. Si se desea
una escala más vasta, la Aritmética emplea el Asankya, que es la numeración de
todas las gotas de agua que caerían sobre los mundos durante una lluvia
incesante de diez mil años; por último, se llega a los Maha-kalpas13, por los
cuales cuentan los dioses su futuro y su pasado”. “Está bien —replicó el
sabio—, muy noble Príncipe; si sabes esto, ¿es necesario que te enseñe la
medida de las líneas?” El niño respondió modestamente: “Atcharya, escuchadme.
Diez paramnus hacen un parasukshma; diez de estos últimos forman el trasarene;
y siete trasarenes tienen la longitud de un átomo que flota en un rayo de sol;
siete átomos son del grueso de un pelo del bigote de un ratón, y diez de éstos
hacen un likya, diez likyas un yuca, diez yucas un corazón de grano de cebada,
que está contenida siete veces en una talla de avispa; se llega de esta manera
al grano de mung14 y de mostaza, y al grano de cebada, de los que diez hacen una
coyuntura de dedo; doce coyunturas forman un palmo; después llegamos al codo, a
la pértiga, a la longitud del arco, de la lanza; veinte longitudes de lanza
forma lo que se llama “un soplo”, que es el espacio que un hombre puede
recorrer sin recobrar aliento, un gow es cuarenta veces la medida precedente,
cuarenta gows forman un yodhana, y, Maestro, si lo deseáis, os enumeraré
cuántos átomos hay en un vodhana”. E inmediatamente el joven Príncipe indicó
sin equivocarse el número total de átomos. Pero Viswamitra, al escucharlo, se
prosternó ante el niño, exclamando: “Tú eres el maestro de tus maestros; eres
tú, y no yo, el que es el Gurú.15 ¡Oh! Te adoro, dulce Príncipe, que no has
venido a mis escuela sino para mostrarme que sabes todo sin libros y que también
sabes practicar el sincero respeto”. El Señor Buda tuvo este mismo respeto para
todos sus profesores, aunque supo más que ellos; hablaba de modo amable, aunque
era tan sabio; tenía aspecto de príncipe con maneras dulces; era modesto,
deferente, tenía tierno el corazón, y sin embargo, dotado de un valor
intrépido; ningún caballero era más atrevido en la alegre caza a las tímidas
gacelas; ningún conductor de carro más diestro en las carreras que se
efectuaban en los patios del palacio; sin embargo, en medio del juego, el niño
se detenía a menudo dejando escapar el gamo; frecuentemente abandonaba una
carrera casi ganada, porque los corceles fatigados, ya no tenían aliento, o
porque veía a los príncipes compañeros de sus juegos afligidos de perder, o
porque se apoderaba de él algún ensueño pensativo. Y con los años, este
carácter compasivo no hizo sino crecer como un árbol que sale de dos tiernos
renuevos y acaba por extender su sombra a lo lejos; no conocía la tristeza, el
dolor y las lágrimas; los conocía sólo como nombres extraños que se aplican a
cosas que los reyes no experimentan ni deben sentir jamás. Sucedió entonces que
en el jardín real, un día de primavera, pasó una bandada de cisnes silvestres
que volaban hacia el Norte para buscar sus nidos en el corazón del Himalaya;
los pájaros, alegres, volaban, guiados por el amor, marcando el paso de su
banda nivosa con sus tiernos gritos; y Devatta, primo del príncipe, tendiendo
su arco, disparó una flecha bien apuntada que alcanzó las anchas alas del primer
cisne, tendidas para deslizarse por el libre camino azul, de manera que cayó
atravesado por la punta cruel, y grandes gotas de sangre escarlata mancharon
sus plumas inmaculadas, viendo esto, el príncipe Siddartha levantó tiernamente
al pájaro, y lo oprimió contra su seno, se sentó con las piernas cruzadas como
lo hace le Señor Buda, ya para calmar el terror del animal silvestre, arregló
sus alas maltrechas, calmó su precipitado corazón, le acarició dulcemente con
sus manos buenas y ligeras, tersas como hojas de plátano frescamente abiertas;
y mientras que con su mano izquierda retenía al pájaro, con la mano derecha
quitaba el acero cruel y ponía hojas frescas y miel calmante en la herida. Y a
tal grado ignoraba el niño lo que era el dolor, que apretó curiosamente la
flecha con su mano, y se sobresaltó al sentir su punta, y llorando acarició de
nuevo a su pájaro. Entonces vino alguien que dijo: “Mi Príncipe tiró contra un
cisne que cayó aquí en medio de las rosas, y os ruega que se lo enviéis.
¿Queréis hacerlo?” “No —respondió Siddhartha—; si el pájaro hubiese muerto,
estaría bien devolvérselo al que lo mató; pero el cisne vive, mi primo no dio
muerte sino a la celeridad divina que agitaba esta ala blanca”. Y Devatta
replicó: “El ave silvestre, viva o muerta, es del que la abatió; en las nubes a
nadie pertenece; pero caída es mía. Dame mi presa, primo”. Entonces nuestro
Señor oprimió contra su tierna mejilla el cuello del cisne y dijo gravemente:
“¡Os digo que no! El pájaro es mío: es la primera de las miríadas de cosas que
me pertenecerán por el derecho de la piedad y de la omnipotencia del amor.
Porque ahora se, por lo que en mí se agita, que enseñaré la compasión a los
hombres y seré un intérprete del mundo que no puede hablar, y disminuiré el
flujo maldito del dolor universal. Pero si el Príncipe contesta, que someta el
caso a los sabios y esperaremos su decisión”. Así se hizo; el asunto fue discutido en pleno diván16 , y unos eran
de una opinión y otros de otra, cuando apareció un sacerdote desconocido que dijo:
“Si la vida vale algo, el salvador de una vida posee más al ser vivo que el que
intentó matarlo. El matador estropea y destruye, el protector socorre; dadle el
pájaro”. Todos encontraron atinado este juicio; pero cuando el rey buscó al
sabio para honrarlo, había desaparecido, y alguien vio una serpiente cobra17
que se deslizaba fuera. ¡Los dioses vienen a menudo bajo esta forma! Es así
como nuestro Señor Buda comenzó su obra de misericordia. Sin embargo, no
conocía aún otro dolor que el del pájaro que, curado, alcanzó jubilosamente a
los suyos. Pero otro día el Rey dijo: “Ven, mi querido hijo, y mira el encanto
de la primavera, y cómo la tierra fecunda está deseosa de producir sus riquezas
para el segador; como mi reino —que será el tuyo cuando la pira flamee para mí—
alimenta todas sus bocas y llena el cofre del rey. La estación es bella en su
atavío de hojas nuevas, de flores ostentosas y de hierba verde; escucha los
gritos alegres de los labradores”. Caminaba así a través de una comarca de
fuentes y jardines, contemplando los bueyes que recorrían los fértiles
barbechos alargando sus cuellos robustos bajo el yugo opresor; la tierra feraz
brotaba y se enrollaba en largas olas suaves detrás del arado, y el labrador
apoyaba los dos pies en la reja para hacer más profundo el surco. Entre las
palmeras burbujeantes arroyos murmuraban, y la tierra gozosa bordaba sus
márgenes de balsaminas y toronjiles de hojas barbadas. Por otro lado había
sembradores que iban regando la simiente; y todo el juncal reía, con las
canciones en los nidos, y todas las malezas se estremecían con la vida de seres
minúsculos, el lacerto, la abeja, el escarabajo y todas las bestias que se
arrastran, porque estaban alegres con la primavera, En las ramas de los
manglares chispeaban los colibríes; sólo en su fragua verde, el calderero18
trabajaba ruidoso; los abejarucos de pico encorvado perseguían las mariposas
multicolores; más allá las ardillas rayadas19 cazaban; las mainas,
engallándose, pecoreaban; las siete hermanas morenas20 chillaban en los
zarzales; el gato montés, abigarrado, comedor de peces, estaba en acecho a la
orilla del estanque; las garzotas caminaban apaciblemente entre los búfalos;
los milanos revolaban en el aire dorado; cerca del templo de brillantes colores
volaban los pavos; las palomas zureaban en cada muro; a la distancia resonaban
los tambores de la ciudad para una fiesta nupcial; todas las cosas hablaban de
paz y de abundancia, y el Príncipe las veía y se regocijaba. Pero contemplando
el fondo de las cosas, vio las espinas que crecían bajo esta rosa de la vida;
vio que el campesino tostado gana su salario con el sudor de su frente,
padeciendo para tener el derecho de vivir; que hostigaba a los bueyes de
grandes ojos en la horas ardientes, aguijoneando sus flancos afelpados; reparó
en que el lacerto se come a la hormiga; y el milano a los dos, y que el halcón
pescador roba al gato montés la presa que éste hiciera; vio a la urraca
persiguiendo al ruiseñor que cazaba mariposas de colores de carbúnculos; de
modo que por doquiera cada uno daba muerte a un matador, y a su vez era muerto,
viviendo la vida de la muerte. De modo que el espectáculo encantador ocultaba
una vasta, salvaje, horrible conspiración de asesinato mutuo, desde el gusano
hasta el hombre, que también mataba a su semejante, mirando esto —al labrador
hambriento y a sus bueyes desollados por su yugo cruel, y esta rabia de vivir
que empujaba al combate a todo ser viviente—, el príncipe Siddartha suspiró: “¿Es ésta —dijo— la tierra
feliz que me mostraron? ¡Cuánta sal con el pan dulce del campesino! ¡Qué dura
es la servidumbre de los bueyes! ¡Cuán feroz es la guerra del débil contra el
fuerte en las malezas! ¡Qué de complots en el aire! ¡Ni un refugio en la misma
agua! Retiraos un poco, a un lugar separado, y dejadme reflexionar sobre lo que
me habéis hecho ver”. Al hablar así, el buen Señor Buda tomó asiento bajo un
árbol, con las piernas cruzadas, como están las estatuas santas, y por la
primera vez se puso a meditar acerca del mal profundo de la vida, si origen
lejano y su posible remedio. Le llenó una piedad tan vasta, un amor tan grande
por los seres vivos, tal apasionamiento por aliviar el dolor, que, por su
potencia, su real espíritu cayó en éxtasis, y emancipado de la mancha mortal de
la sensación y la personalidad, el niño alcanzó entonces el Dhyana, que es el
primero paso en “el sendero”. En este momento, muy alto en los aires, volaban
cinco Espíritus, cuyas libres alas vacilaron al pasar encima del árbol: “¿Qué
poder superior nos detiene en nuestro vuelo?”, dijeron, porque los Espíritus
resienten toda fuerza divina y reconocen la presencia sagrada de un ser puro.
Entonces mirando hacia abajo, vieron al Buda coronado de una aureola rosada,
pensando en salvar a los seres; en tanto que de la arboleda una voz exclamó:
“¡Rishis!21 He aquí al que salvará al mundo; descended y honradle”. Entonces
los santos ilustres se aproximaron y cantaron un himno de alabanza plegando las
alas; en seguida continuaron su camino y les llevaron buenas nuevas a los
dioses. Pero alguien comisionado por el Rey para buscar al Príncipe lo encontró
todavía meditando, aunque ya era más de mediodía, y el sol se precipitaba hacia
los montes del Oeste; sin embargo, mientras que todas las sombras se movían,
sólo la del árbol permanecía inmóvil, cubriendo a Buda, para que los rayos
oblicuos no hiriesen cu augusta cabeza, y el que vio este espectáculo oyó una
voz que decía en medio de las flores de los manzanos rosados: “Dejad tranquilo
al Hijo del Rey; en tanto que la sombra no salga de su corazón, la mía
permanecerá inmóvil”.
LIBRO SEGUNDO II Cuando nuestro Señor llegó a la edad de
dieciocho años, ordenó el Rey que se construyesen tres casas magníficas, una de
vigas pulidas, cubierta de madera de cedro, caliente para los días de invierno;
otra de mármoles veteados, fresca para el verano; la tercera de ladrillos,
cubierta de tejas azules, agradable para el tiempo de las siembras, cuando los
champaks22 están cubiertos de renuevos. Subha, Suramma y Ramma eran los nombres
de las tres moradas; en su derredor florecían jardines deliciosos cruzados por
arroyos juguetones, sembrados de bosquecillos olorosos, con gran número de
pabellones brillantes y de bellos prados. Siddartha vagaba a su sabor,
encontrando a cada instante nuevas delicias, y pasó horas felices, porque
sangre joven y rica corría por sus venas; pero bien pronto las sombras de la
meditación tornaron, tal y como el espejo de plata de un lago se obscurece por
el paso de las nubes. Al notar esto el Rey, llamó a sus ministros y les dijo: “Reflexionad,
monseñores, en lo que dijo el viejo Rishi y en lo que me explicaron los que
interpretan los sueños. Este niño, que me es más querido que la sangre de mi
corazón, será un dominador del mundo que hollará a todos sus enemigos, un Rey
de reyes —y tal es mi deseo—, o bien caminará en el triste y humilde sendero de
la abnegación y de los piadosos sufrimientos, para ganar quién sabe qué bien,
después de haber perdido cuanto vale la pena de ser conservado; y a este fin se
dirigen sus ojos pensativos en medio de mis palacios. Pero sois sabios y me
aconsejaréis. ¿Cómo podrán volverse sus pasos por la senda gloriosa en que debe
caminar, y cómo podrán realizar todos los signos felices que le han dado la
tierra para gobernarla, si él lo quiere?” El más anciano respondió:
“¡Maharadja! El amor curará este ligero malestar. Tejed el encanto de los
artificios de la mujer en torno de este corazón desocupado. ¿Qué sabe este
noble niño de la hermosura, de los ojos que hacen olvidar el cielo y de los
labios embalsamados? Encontrad mujeres acariciadoras y agradables compañeros de
juegos, los pensamientos que no se pueden contener con cadenas de bronce los
ata fácilmente un cabello de mujer”. Todos aprobaron estas palabras. Pero el
Rey respondió: “Si nosotros le buscamos mujeres, ¿qué acontecerá? El amor elige
a menudo de manera distinta; si arreglamos un jardín de bellezas para que pueda
elegir la flor que desee, sonreirá y evitará dulcemente la voluptuosidad que
ignora”. Entonces otro dijo: “El barasingh23 corre hasta que es disparada la
flecha fatal; le sucederá al Príncipe lo que a los espíritus menos grandes;
ciertos encantos, un rostro, le parecerán un Paraíso; tal forma le parecerá más
bella que la pálida aurora cuando despierta la mundo. Hazlo así, ¡oh Rey mío! Dispón
una fiesta donde los jóvenes del reino rivalicen en gracia y juventud en los
juegos habituales de los Sakyas. Que el Príncipe de el premio a la hermosura, y
cuando las encantadoras victoriosas pasen frente a su trono, se notará si una o
dos de ellas cambian la tristeza obstinada de su dulce rostro; así podremos
elegir para el amor con los propios ojos del amor, y por medio de este
artificio procurar la felicidad de Su Alteza”. Este parecer se juzgó bueno. Así
pues, desde el día siguiente, los pregoneros invitaron a las mujeres jóvenes y
bellas para que viniesen al palacio, donde se efectuaría un concurso en el que
el Príncipe distribuiría los premios: un objeto precioso para cada una, el más
precioso para la que fuese juzgada la más bella. Entonces las jóvenes de
Kapilavastu se aglomeraron a la puerta; cada una acabada de peinar y anudar su
cabellera sombría, de lustrar sus pestañas con el surma24 , de bañarse y
perfumarse; todas estaban cubiertas de chales y con vestidos de los más rientes
colores; sus manos y sus finos pies estaban frescamente teñidos de carmín y sus
tilkas brillaban. Era un hermoso espectáculo el de todas las jóvenes indias,
que desfilaban con lentitud frente al trono, fijos en tierra los ojos negros y
rasgados; porque cuando vieron al Príncipe, lo que hizo latir los turbados
corazones, más que el respeto de su majestad, fue que estaba sentado tan
tranquilo, tan amable, pero tan superior a ellas. Cada joven tomó su regalo con
los párpados bajos, no atreviéndose a mirarle; y si los asistentes aclamaban a
alguna de ellas como la más hermosa y digna de las sonrisas reales, permanecía
como una gacela amedrentada al tocar la graciosa mano, después corría a unirse
con sus compañeras, temblando por este favor: tanto así parecía. El divino, augusto,
sagrado y por encima del mundo. Así que desfilaron una en pos de otra las
bellas jóvenes, las flores de la ciudad, terminó toda esta procesión magnífica,
y se hubieron agotado los presentes, llegó la última, la joven Yosodhara, y los
que estaban sentados al lado de Siddartha vieron turbarse al Príncipe cuando se
acercó la virgen radiosa. Sus formas parecían modeladas en el cielo; su anda
como era el de Parvati25 ; sus ojos como los de una corza en la estación del
amor; su rostro era tan bello, que las palabras no pueden pintar su encanto; y
ella sola miraba al Príncipe al rostro, con las manos cruzadas sobre el seno y
con el gracioso cuello descubierto. “¿Hay un presente para mí?”, preguntó
sonriendo. “No hay ya regalos —respondió el Príncipe—; pero toma éste en
compensación, querida hermana, cuya gracia es el orgullo de nuestra ciudad”. Al
decir esto, se quitó su collar de esmeraldas y lo abrochó al cuello sedoso y
moreno de la joven; sus ojos se encontraron, y de esta mirada brotó el amor.
Largo tiempo después —cuando se esparció la luz—, si se preguntaba al Señor
Buda por qué su corazón se había inflamado así a la primera mirada de la joven
Sakya, respondía: “No éramos extraños,
como nos pareció a nosotros y a todos los asistentes; en edades remotas, el
hijo de un cazador, jugando con las jóvenes de las selvas cerca de los
manantiales de Yamuna, donde se levanta Nandalevi26 , fue elegido como árbitro,
mientras ellas corrían bajo los pinos, como las liebres que se recrean en sus
rondas alegres a la hora del crepúsculo; coronó a una de flores brillantes como
estrellas, a otra con largas plumas arrancadas a los puntados faisanes y a las
perdices de los juncales, a una tercera con bellotas de pino; pero la que llegó
al último fue la primera para él, y el mancebo le dio un cervatillo domesticado
y el amor de su corazón. Y vivieron en la selva largos años felices, y en la
selva murieron unidos. ¡Ved cómo la simiente oculta brota del suelo después de
años de sequía! De igual modo, el bien y el mal, los sufrimientos y los
placeres, los odios y los amores, y todas las acciones pasadas tornan de nuevo
a la luz trayendo hojas brillantes o sombrías, un fruto dulce o amargo. Y bien,
yo fui ese joven, y ella era Yasodhara, y mientras gire la rueda de la vida y
de la muerte, lo que fue subsistirá entre los dos”. Pro los que espiaban al
Príncipe durante la distribución de los presentes vieron y oyeron todo, y
contaron al Rey, atento, cómo había permanecido atento su hijo hasta que llegó
Yasodhara, la hija del gran Suprabudha, como súbitamente se demudó a su vista,
cómo se habían visto los dos, y el regalo de la joya, y el brillo de sus ojos
elocuentes. El buen Rey dijo sonriendo: “Mirad; hemos encontrado un cebo;
busquemos, sin embargo, un medio de servirnos de él para atraer a nuestro
halcón fuera de las nubes. Enviemos mensajeros para pedir a la joven en
matrimonio para mi hijo”. Pero era costumbre entre los Sakyas que cuando
alguien pedía a una joven de noble casta, bella y codiciada, probase su destreza
en las artes de la guerra, en un concurso contra todos los pretendientes, y esa
costumbre no sufría excepción ni para los reyes. Por esto el padre respondió:
“Decidle al Rey: las joven es solicitada por príncipes vecinos y lejanos; si su
muy noble hijo puede armar el arco, manejar la espada y montar a caballo mejor
que ellos, será el mejor en todo y el mejor para nosotros, ¿pero cómo podrá así
ser dados sus hábitos claustrales?” Entonces el corazón del Rey se afligió
porque le Príncipe solicitaba en vano a la dulce Yasodhara, ya que tenía como
rivales a Devadatta, el más diestro en el manejo del arco; Ardjuna, domador de
todos los corceles fogosos, y Nanda, maestro en esgrima; pro el Príncipe se rió
con disimulo, y dijo: “También aprendí estas cosas. Haz proclamara que tu hijo
se medirá con todos los que vengan, en los juegos escogidos por ellos. Creo que
no perderé por tales mi amor”. Se hizo saber que de allí a siete días el
príncipe Siddhartha desafiaba a todos los que quisiesen medirse con él en los
ejercicios viriles, y que la corona del vencedor sería Yasodhara. Al séptimo
día, los señores de los Sakyas y la gente de la ciudad y del campo a la redonda
se reunieron en el maidán27 , y la joven vino también, rodeada de su familia,
en un cortejo de novia, con música, literas vistosamente adornadas y bueyes con
los cuernos dorados, con caparazones de flores. Devadatta, de cepa real, pidió
su mano; lo mismo hicieron Nanda, Ardjuna, ambos de noble linaje, la flor y
nata de los jóvenes que allí se encontraban; en seguida llegó el Príncipe,
caballero en su corcel blanco, Kantaka, que relinchaba, sorprendido de ver esa
multitud extraña, a la que no estaba acostumbrado, Siddhartha miraba también
con ojos asombrados a todo este pueblo nacido a los pies del trono, que vivía y
se alimentaba de manera distinta a la de los reyes, y sin embargo tan
semejante, quizá, en sus goces y dolores. Pero cuando el Príncipe vio a la
dulce Yasodhara, una sonrisa iluminó su
rostro, detuvo el caballo con las bridas de seda, saltó a tierra y exclamó: “No
es digno de esta perla el que no sea el más digno; que mis rivales prueben si
fui demasiado atrevido para aspirar a su mano”. Entonces Nanda propuso la
prueba del arco, y colocó un tambor de bronce a seis gows28, Ardjuna igualmente
a seis y Devadatta a ocho; pero el príncipe Siddhartha les rogó que colocaran
el tambor a diez gows de la línea, de manera que este blanco no apareciese más
grande que un kauri29 . En seguida tiraron, y Nanda atravesó su tambor, Ardjuna
el suyo y Devadatta lo mismo, de manera que la multitud lanzó un grito de
admiración y la dulce Yasodhara cubrió con su sari30 de oro sus ojos tímidos,
temerosa de ver que la flecha de su Príncipe no diera en el blanco. Pero él
tomó su arco de junco barnizado de laca, atado con nervios y provisto de una
cuerda de plata, que sólo unos brazos vigorosos podían tender; lo hizo resonar,
riendo a hurtadillas, tendió la cuerda torcida hasta que las puntas se tocaron
y la parte gruesa del arco se rompió. “Está hecho para jugar, no para servir
—dijo—; ¿nadie tiene un arco más conveniente para los señores Sakyas?” Y
alguien dijo: “Hay el arco de Sinhahanu, conservado en el templo desde no sé
cuándo, que nadie pudo tender, y que no podría tirar si lo hubiese tendido”.
“¡Id a buscarme —exclamó— esta arma digna de un hombre!” Trajeron el viejo arco
de acero negro incrustado de guirnaldas de oro y curvado como los cuernos del
bisonte, y por dos veces Siddhartha ensayó la resistencia del arma sobre su
rodilla; después dijo: “Tirad ahora con éste, primos míos”. Pero no pudieron
tender el arco inflexible el largo de una mano. Entonces el Príncipe,
inclinándose ligeramente, tendió el arco, aproximó el ojo a la muesca y tiró
firmemente la cuerda, que, como un ala de águila, hizo resonar el aire con un sonido
tan claro y tan fuerte, que los enfermos que se habían quedado en sus casas ese
día preguntaron: “¿Qué sonido es ese?” Y se les respondió: “Es el sonido del
arco de Sinhahanu, que el hijo tendió y que va a disparar”. Entonces, ajustando
una buena flecha, tiró y aflojó la cuerda y el dardo agudo hendió el cielo,
atravesó el tambor más lejano, después, sin detener su vuelo, se deslizó por la
llanura hasta perderse de vista. En seguida Devadatta desafió a sus rivales con
la espada, y hendió un árbol de seis dedos de grueso. Ardjuna uno de siete, y
Nanda uno de nueve; pero dos troncos semejantes estaban juntos, y la hoja de
Siddhartha los cortó de un tajo chispeante, profundo, pero dado tan recto que
los dos troncos permanecieron derechos, y Nanda gritó: “Su hoja se ha vuelto”.
Y la joven tembló de nuevo al ver en pie a los árboles; pro en este momento los
Devas del aire, que vigilaban, soplan ligeras brisas del Sudeste, y las dos
coronas de verdura cayeron con estrépito en la arena, completamente abatidas.
Trajeron entonces los corceles, de sangre pura, fogosos, y tres dieron vuelta
al maidán; pero el blanco Kantaka dejó al más rápido de ellos muy atrás; iba a
tanta velocidad, que en el espacio que tardó en caer la espuma de su boca a
tierra, había recorrido veinte lanzas; pero Nanda dijo: “Nosotros también
podríamos ganar con un corcel como Kantaka; traed un caballo cerril, y veremos
quien lo monta mejor”. Entonces los sais31 trajeron un garañón negro como la
noche, atado con tres cadenas, con los ojos salvajes, los ollares dilatados,
sin freno ni silla, porque ningún caballero lo había montado aún. Cada uno de
los jóvenes Sakyas saltó sobre su ancho lomo, pero el fogoso corcel corcoveó
tan fuertemente que los arrojó al suelo, cubiertos de polvo y la vergüenza.
Sólo Ardjuna pudo sostener un instante, y habiendo hecho desatar las cadenas,
fustigó los flancos del negro corcel,
tiró del bocado y contuvo con mano firme la boca soberbia del animal, de manera
que en una tempestad de furor, de rabia y de temor, el garañón salvaje dio una
vez la vuelta a la llanura, medio domado; pero repentinamente se volvió
enseñando los dientes, hizo presa en un pie de Ardjuna, lo desarzonó, y lo
habría matado si los palafreneros, que corrieron en su auxilio, no hubieran
arrastrado a la bestia furiosa. Entonces todos los hombres gritaron: “No dejéis
que Siddhartha monte este Bhut32 , cuyo hígado es una tempestad y cuya sangre
es una llama roja”. Pero el Príncipe dijo: “Desatad las cadenas; dadme
solamente su melena”. Tomó ésta con tranquilidad y diciendo algunas palabras en
voz baja colocó su mano derecha frente a los ojos del garañón y la pasó
suavemente por su cabeza irritada a todo lo largo del suelo y por los flancos
jadeantes; y los espectadores, asombrados, vieron perder su arrogancia fogosa
al corcel negro como la noche, y quedarse apaciguado y tranquilo como si
conociese a nuestro Señor y lo respetara. Y no se movió mientras Siddhartha lo
montaba; después caminó dócilmente bajo la dirección de la rodilla y de la
brida, ante las miradas de todos, de manera que el pueblo gritó: “No luchéis
más, porque Siddhartha es el mejor”. Y los pretendientes respondieron: “Es el
mejor”. Y Suprabudha, padre de la joven, dijo: “El deseo de nuestros corazones
era verte alcanzar el premio, porque es a ti al que preferimos; pero dime, ¿por
qué sortilegios aprendiste las artes viriles, en medio de tus bosquecillos de
rosas y de tus sueños, cuando otros no los han aprendido en la guerra, la caza
y todos los ejercicios? Lleva ¡oh Príncipe! El tesoro que ganaste”. A estas
palabras, la adorable joven india se levantó de levantó de su sitio, atravesó
entre la multitud, tomó una corona de flores de mogra33 , suavemente levantó
sobre la frente su velo negro y oro, pasó altivamente frente a los jóvenes y llegó
al sitio en que se encontraba Siddhartha en su gracia divina, realzada por el
corcel negro, que, inclinando su cuello vigoroso, lo pasó dulcemente bajo el
brazo de su señor. Se inclinó ante ella el Príncipe, mientras su rostro
irradiaba con la alegría celeste del amor feliz; después ató a su cuello el
collar perfumado y apoyó su cabeza exquisita sobre el pecho de Siddhartha, y se
prosternó a sus pies con los ojos brillantes de felicidad, diciendo: “¡Querido
Príncipe, mírame que soy tuya!” Y toda la multitud se regocijó al verlos pasar,
con las manos unidas y latiendo al unísono sus corazones, mientras el velo
negro y oro cubría nuevamente a la joven. Largo tiempo después —cuando se
esparció la luz de la fe— se preguntó al Señor Buda, respecto a esos acontecimientos,
por qué llevaba ella ese velo negro y oro y caminaba tan altivamente, y aquel
al que honra el universo, respondió: “Antes de mí se ignoraba esto, aunque
parecía saberse a medias: mientras la rueda del nacimiento y de la muerte gire,
las cosas y los pensamientos pasados y las vidas existentes tornan. Me acuerdo,
sin embargo, remontando miríadas de años, de la época en que vagaba en las
montañas boscosas del Himalaya, siendo un tigre hambriento de piel rayada, yo,
que soy ahora Buda; acostado en la hierba kusa34 acechaba con los verdes
entrecerrados los rebaños que pasaban, y se aproximaban más y más a su muerte,
avanzando a mi guarida; o bajo las estrellas vagaba, salvaje, insaciable, en
busca de una presa, olfateando en los senderos la huella de un hombre o de un
gamo. En medio de los felinos, que eran entonces mis compañeros, huéspedes del
juncal espeso o del djihl35 cubierto de cañas, una tigresa, la más bella de la
selva, provocaba la guerra entre los machos; su piel era de oro brillante, bordada de negro, como el velo que llevaba Yasodhara
para mí; el combate fue ardiente en la selva, los dientes y las garras
destrozaron, en tanto que, bajo un nim36 la soberbia tigresa veía como nos
desangrábamos, heridos cruelmente. Y recuerdo que al final vino gruñendo, pasó
frente a los otros reyes de la selva cubiertos de mordidas, a los que yo había
vencido, y con su lengua acariciadora lamió mi flanco jadeante; luego,
caminando altiva, vino conmigo al juncal, amorosamente. La rueda del nacimiento
y de la muerte gira abajo y arriba”. Entonces la joven fue dada al Príncipe por
unión voluntaria37 ; y cuando los astros fueron favorables —Mesha, el Ram rojo
era el señor del cielo— se celebró la fiesta del matrimonio según las costumbre
de los Sakyas. El gadi38 de oro fue colocado, tendidos los tapices; colgaron
las guirnaldas nupciales, ataron los hilos a los brazos de los prometidos,
después fue partido el dulce pastel; se regó arroz y attar39 , flotaron las dos
pajas sobre la leche rojiza y se aproximaron, lo que presagiaba el amor hasta
la muerte; los esposos dieron en seguida los siete pasos alrededor del fuego40,
se regalaron presentes a los religiosos, se hicieron limosnas y ofrendas a los
templos, y, en fin, cantaron los mantras41 y ataron juntos los vestidos del
novio y la novia. Entonces, el padre anciano dijo: “Honorable Príncipe; la que
era nuestra, desde ahora es tuya solamente; se bueno para ella, que ha puesto
su vida en ti”. Luego acompañaron a la dulce Yasodhara a la casa conyugal, con
cantos y trompetas, y la pusieron en brazos del Príncipe, todo fue sólo amor.
Pero el Rey no tenía en cuenta nada más al amor; les hizo construir una prisión
de amor magnífica, tal, que sobre toda la tierra no había maravilla semejante a
Vishramván, el palacio del recreo del Príncipe. En medio del inmenso terreno
que rodeaba al palacio se elevaba una montaña verdegueante, cuya base bañaba el
río Rohiui, que desciende murmurando del Himalaya para llevar su tributo a las
olas del Ganges. Al Sur, un boscaje de tamarindos, tapizado de flores de ganthi
color azul pálido, cerraba el horizonte; sin embargo, el ruido de la ciudad
llegaba en las del viento, tan suave como el zumbido lejano de las abejas en
los sotos. Por el Norte se levantaban, con saltos prodigiosos, los picos
inmaculados del Himalaya enorme, alineando sus hileras deslumbradoras de
blancura que suben al asalto del cielo azul —vírgenes, infinitos,
maravillosos—, y este universo erguido de crestas y de rocas agudas, redondas o
planas de verdosas pendientes y de agudas de hielo, de barrancas desgarradas y
escarpados precipicios, elevaba tan alto el pensamiento, que creía alcanzar el
cielo y conversar con los dioses. Debajo de las nieves se extendían selvas
sombrías, donde brillaban cascadas bulliciosas veladas por las nubes; más abajo
crecían las encinas rosas y los grandes pinos, donde resonaban los reclamos de
los faisanes, el rugido de la pantera, el balido del carnero salvaje sobre las
rocas y el grito de las águilas inquietas; más abajo aún, brillaba la pradera
como un tapiz de plegaria al pie de estos divinos altares. Enfrente, los
arquitectos construyeron el pabellón espléndido sobre una elevada terraza, lo
flanquearon con torres y lo rodearon con galerías de columnas. Los tallados de
las vigas representaban historias de los viejos tiempos, Radha42 y Krishna; las vírgenes de los bosques, Sita43 , Hunaman44 y
Draupadi45 ; y sobre el pórtico de en medio, el dios propicio Ganesha46, con su
disco y su garfio —colocado allí para obtener la sabiduría y la prosperidad—,
estaba sentado, enrollando su trompa oblicua. Por los caminos sinuosos del
jardín y del patio se llegaba a la puerta interior de mármol blanco veteado de
rosa; el dintel era de lapislázuli, el umbral de alabastro, y las puertas de
sándalo, con los paños adornados de pinturas, franqueando el umbral, se paseaba
uno, encantado, en vestíbulos soberbios y en cámaras sombrosas, subía por
escaleras magníficas, atravesaba galerías enrejadas, admiraba ricos artesonados
y haces de columnas y frescas fuentes bordeadas de lotos y de nelumbos con
surtidores de aguas y peces que brillaban en el cristal, escarlatas, dorados y
azules. En las soleadas alcobas las gacelas de grandes ojos ramoneaban las
rosas abiertas; los pájaros color de arco iris revolaban entre las palmas, las
palomas verdes y grises construían sus nidos sobre las cornisas doradas, en las
losas brillantes, los pavos desplegaban los esplendores de sus colas, mientras
las garzas blancas como la leche y los pequeños búhos domésticos los
contemplaban tranquilamente. Los pericos de collares color de ciruela se
balanceaban de fruto en fruto, los colibríes volaban de flor en flor, los
tímidos lagartos se calentaban sin recelo en los enrejados; las ardillas venían
a comer en la mano, porque la paz reinaba en todas partes, la cuta serpiente
negra, que da la buena suerte a las familias, dormía, calentando sus anillos al
sol, bajo las flores; cerca de allí, los monos de ojos obscuros hacían gestos a
los cuervos. Y toda esta casa de amor estaba llena de servidores dóciles; a la
menor señal acudía gente de rostro amable, de habla suave y de servicio
diligente, cada uno era feliz de hacer feliz a alguien, experimentaba placer al
dar, estaba orgulloso de obedecer, de modo que la vida se deslizaba encantadora
como un río guarnecido de flores perpetuas, y Yasodhara era la reina de esta
corte encantada. Pero más allá de estas cien cámaras magníficas estaba oculto
un aposento donde el arte prodigara todas sus deliciosas fantasías para
apaciguar el espíritu. Se penetraba a él por un patio cerrado, a cielo abierto,
en medio del cual se encontraba una fuente mármol blanco como la leche, cuyos
bordes, escalones y friso estaban incrustados de ágatas, matizadas
delicadamente. Era grato pasar horas indolentes en este refugio de frescura
deliciosa, como el caminar sobre la nieve en el estío; los rayos del sol
filtraban sus oros, y al pasar a través del porche y del hielo, se suavizaban,
tomaban tintes argentinos, se volvían pálidos y casi sombríos, como si la luz
se detuviera y se cambiase en crepúsculo en el amor y en el silencio que
reinaba a la puerta de esta agua. Porque tras esta puerta se encontraba la
cámara maravillosa y exquisita, maravilla del mundo; la suave luz de las
lámparas perfumadas resbalaba, a través de las ventanas de nácar y de los
cortinajes sembrados de estrellas, sobre las tapicerías de tela de oro, los
lechos de seda, y el esplendor de las pesadas purdahs47 , que no se levantaban
sino para dejar pasar a la más bella. Nadie sabía si allí era de noche o de día,
porque la luz se filtraba siempre tenue, más brillante que la aurora, pero
también más suave que el crepúsculo, y siempre soplaban brisas deliciosas más
agradables que las de la mañana, pero tan frescas como las de la media noche, y
noche y día cantaban los laúdes, noche y día llevaban manjares deliciosos,
frutos cubiertos de rocío, helados hechos
con nieve del Himalaya, delicadas confiterías, y leche de cocotero en su copa
marfileña. Y noche y día se encontraba allí una cuadrilla escogida de
bailarinas de nautch, de coperos y de músicos, agradables servidores del amor,
que abanicaban los ojos del Príncipe feliz, y cuando se despertaba, llevaban
sus pensamientos a la alegría, por la música que resonaba en medio de las
flores, por el encanto de las canciones amorosas y las danzas alucinantes
acompañadas del repiqueteo de los cascabelees atados a los tobillos de las
bayaderas, por los movimientos de sus brazos y los sonidos de la vina48 de
cuerda de plata, mientras las esencias del almizcle y champack y las niebla
azul que esparcía los aromas quemados hacían languidecer nuevamente su alma y
lo invitaban otra vez a dormir en los brazos de la dulce Yasodhara, y así vivía
Siddartha, olvidado del resto del mundo. Además, el Rey ordenó que dentro de
los muros de este palacio jamás de hablara de la muerte, de la vejez, del
pesar, del dolor o de las enfermedades. Si alguna hermosura se marchitaba en
esta corte amable, si sus pies no podían ya danzar, la inocente criminal era
expulsada de este paraíso, por temor de que el Príncipe sufriese al ver su
desgracia. Vigilantes intendentes cuidaban de ejecutar la sentencia contra
cualquiera que hablase del triste mundo exterior donde reinan los sufrimientos
y las quejas, los temores y las lágrimas, y el llanto de los afligidos y el
humo horrible de las piras. Se consideraba como traición el que apareciera un
hilo de plata en la cabellera de una cantadora o de una bailarina, y a cada
aurora recogían las rosas marchitas, barrían las hojas muertas y separaban todo
lo que pudiera ser motivo de tristeza. Porque, decía el Rey: “Si pasa su
juventud lejos de todas estas cosas que incitan a meditar y a incubar los
huevos vacíos del pensamiento, la sombra de este destino, demasiado vasto para
un hombre, se debilitará quizá, y lo veré transformarse en un soberano
todopoderoso que gobernará todos los países, si quiere, y será el Rey de los
reyes y la gloria de su tiempo”. Así, pues en torno de esta prisión encantada
en la que el amor era el carcelero y los deleites las rejas, pero lejos de las
miradas, hizo construir el Rey un muro grueso, con una puerta de dos batientes,
de bronce; eran necesarios cien hombres para moverla sobre sus goznes, y el
chirrido formidable se extendía a media vodjana de distancia. Hizo una segunda
puerta y luego una tercera tras la anterior, de manera que era preciso
franquear tres puertas para salir del palacio del gozo. Eran tres puertas con
aldabas, reforzadas con barras, y cerca de cada una estaba colocado un guardia
fiel; y la consigna del rey decía: “No dejéis pasar a nadie, aunque fuese a mi
hijo el Príncipe, porque me respondéis con vuestra cabeza”.
LIBRO TERCERO III
Nuestro Señor Buda descansaba en esta apacible morada de
vida feliz y de amor, sin saber nada de la necesidad, del dolor, de la
melancolía, de la vejez, y de la muerte; sin embargo, así como al dormir vaga
uno en sueños por mares obscuros, y llega, extenuado, a las riberas del día,
trayendo extraños recuerdos de este viaje sombrío, así también mientras
descansaba su graciosa cabeza adormecida en el pecho moreno de Yasodhara, cuyas
manos amantes abanicaban dulcemente sus párpados cerrados, se levantaba
repentinamente gritando: “¡Mi universo!, ¡oh universo! ¡escucho! ¡sé! ¡voy!” Y
ella le preguntaba: “¿Qué tenéis mi Señor?”, con los ojos dilatados por el
terror; porque en esos momentos la compasión que expresaba la mirada del
Príncipe inspiraba temor, y su rostro se asemejaba al de un dios. Entonces
sonreía de nuevo, para calmar las lágrimas de su esposa, y pedía que le tocasen
una melodía de vina; pero una vez colocaron en el umbral un calabazo con
cuerdas templadas, en un sitio en que el viento pusiese suspirar sus notas y
tocar a su sabor —porque el viento arranca a las cuerdas de plata una música
extraña—, y los que se encontraban en torno a él no escuchaban más que esto,
pero el príncipe Siddartha escuchó a los Devas, y he aquí las palabras que
cantaron a su oído: “Somos las voces del viento vagabundo, que suspira después
del reposo, y no puede hallarlo jamás; ¡ved! tal es el viento, tal es también
la vida mortal; un lamento, un suspiro, un sollozo, una tormenta, una lucha.
“No podemos saber la razón de nuestra existencia, ni su origen, ni el manantial
de la vida, ni su objeto; somos como vosotros, los fantasmas de la nada; ¿qué
placer tenemos en nuestro dolor, que cambia sin cesar? “¿Qué placer tienes en
tu felicidad inmutable? ¡Ah! Si durase el amor, podría dar la felicidad, pero
la vida es como el viento; todas las cosas no son sino voces pasajeras que
soplan sobre las cuerdas vibrantes.
“¡Oh hijo de Maya! Porque vagamos sobre la tierra es por lo
que gemimos en estas cuerdas; no cantamos la alegría, porque vemos muchos
dolores en muchos países, infinidad de ojos que lloran y de manos que se
tuercen de desesperación. “Pero nos burlamos en medio de nuestros gemidos,
porque si pudiesen saber los hombres que esta vida a la cual se aferra sólo es
una vana apariencia, sería para ellos tanto como ordenarle a una nube que se
detuviera, o contener el curso de un río. “¡Pero tú, que debes ser el Salvador,
tu hora se acerca! El triste mundo espera en su miseria, el mundo ciego gira
bamboleándose en su círculo de dolor; ¡levántate, hijo de Maya! ¡despierta!
¡cesa de descansar! “Somos las voces del viento vagabundo; vaga también ¡oh
Príncipe! Para encontrar tu reposo; abandona tu amor por el amor de todos los
seres amados; ten piedad del dolor y deja tu jerarquía para aliviar la angustia
y llevar a cabo la liberación. “Así suspiramos, al pasar, por las cuerdas de
plata, para ti que no conoces todavía nada de las cosas de la tierra; así
hablamos, y nos burlamos, de estas apariencias con las cuales juegas”. Algún
tiempo después, en una ocasión que estaba sentado en medio de su corte
magnífica, teniendo de la mano a la dulce Yasodhara, una muchacha contaba para hacer
agradable esta hora crepuscular, una vieja historia —con intermedios de música
en los momentos en que su voz armoniosa se apagaba—. Era un cuento de amor; se
trataba de un caballo sorprendente y de países prodigiosos, lejanos, donde
vivían pueblos pálidos en los que el sol, al acercarse la noche, se hundía en
el mar. Entonces dijo él suspirando: “Tchitra me recuerda la canción del ciento
en las cuerdas, con su bella historia; dale tu perla Yasodhara, para
recompensarla. Pero tú, perla mía, dime: ¿existe un mundo tan inmenso, hay un
país que vea al gran sol rodar en las olas, se encuentran allí corazones como
los nuestros, innumerables, desconocidos, desgraciados quizás, que pudiéramos
socorres si los conociéramos? A menudo, cuando el sol, al elevarse por el
Oriente, hace su regio camino de oro, me pregunto, con asombre cuál es el
extremo del mundo, entre los hijos del Levante, el primero que saludó sus
rayos; a menudos, aun en tus brazos y sobre tu seno, ¡oh encantadora esposa
mía!, mi corazón palpitó dolorosamente, al declinar el sol, por el deseo de
seguirlo al ocaso empurpurado, para ver los pueblos del Poniente. Deben existir
allí muchos corazones que amaríamos; ¿cómo podría ser de otro modo? Aun en este
momento, tengo una cuita, que un beso de tus labios dulces no podría disipar.
¡Oh joven! ¡oh Tchitra! tú que conoces los países encantados, ¿adónde está el
rápido corcel de tu relato? ¡Que no pueda yo, por un día, poner sobre su
espalda mi palacio, y cabalgar, cabalgar, para ver la extensión de la tierra; o
mejor, si tuviese las alas de este buitre joven —esta carroña que debe heredar
reinos más vastos que el mío—, cómo tendería el vuelo hacia las cimas del
Himalaya, donde brilla la nieve teñida de rosados reflejos, para buscar con la
mirada los países que en su redor se extienden! ¿Por qué nunca vi ni traté de
ver? Dime lo que se encuentra fuera de nuestras puertas de bronce”. Entonces,
alguien respondió: “Desde luego la ciudad, Príncipe feliz, los templos, los
jardines y los bosques, en seguida campos y más campos todavía con nullahs49 ,
mercados, el juncal, koss y koss, hasta desaparecer en el horizonte; luego el
reino del rey Bimbasara, y por último las vastas llanuras del mundo, con
miríadas y miríadas de habitantes”. “Bien —dijo Siddartha—, haz decir a Tachnna
que unza mi carro; mañana al mediodía iré a ver lo que está fuera del palacio”.
Entonces dijeron al Rey: “Señor, quiere tu
hijo que sea uncido su carro mañana al mediodía, para que pueda salir y
ver la Humanidad”. “Sí —dijo el sabio monarca—; es tiempo de que la vea. Pero
ordenad, por medio de los pregoneros, que adornen mi ciudad de modo que no se
encuentre ningún espectáculo aflictivo, que no salga ningún ciego o estropeado,
ningún enfermo, ningún hombre cargado de años, ningún leproso”. En consecuencia,
barrieron los pisos; los aguadores, con sus odres, regaron todas las calles;
los criados regaron polvo rojo en los umbrales de las casas, colgaron nuevas
guirnaldas y colocaron una rama de tulsi50 en sus puertas. Con grandes
pincelazos restauraron las pinturas de las murallas, llenaron de banderas los
árboles, redoraron los ídolos; en las encrucijadas, Suryadeva51 y los grandes
dioses brillaron sobre altares de follaje; de manera que la ciudad parecía la
capital de algún reino encantado. Los pregoneros recorrieron las calles en el
tambor y el gong, gritando en voz muy alta: “¡Escuchad, ciudadanos! El rey
ordena que ningún espectáculo triste pueda ser visto ahora; no dejéis salir
ningún ciego, ningún lisiado, ni enfermo, ni hombre cargado de años, ni
leproso, ni achacoso. Que nadie queme un muerto o lo saque hasta la caída de la
noche. Porque tal es la orden de Sudhodana”. De modo que todo era agradable a
la vista, y las casas estaban adornadas en Kapilavastu cuando el Príncipe llegó
en su carro de bellos colores, tirado por dos novillos blancos como la nieve,
que balanceaban sus cuellos y frotaban sus anchos hocicos en el yugo esculpido
de laca. Era grata a la vista la alegría del pueblo aclamando a su Príncipe, y
Siddartha era feliz al contemplar a todos sus fieles súbditos vestidos con
trajes de fiesta, y riendo, como si la vida fuese buena. “El mundo es hermoso
—dijo— y me agrada, y estos hombre que no son reyes son hermosos y amables, y
suaves son mis hermanas que trabajan y cuidan la casa; ¿qué he hecho a estas
gentes para volverlas así? ¿Cómo saben estos niños si yo los amo? Dejad, os lo
ruego, que suba en el carro este joven Sakya que nos arroja flores. ¡Qué bueno
es reinar en un reino como éste; qué placer tan puro si esta gente está contenta
porque voy entre ella! ¡Cuántas cosas me son inútiles si estas casitas
contienen bastante alegría para llenar de sonrisas nuestra ciudad! ¡Ve más de
prisa Tchanna! Pasa las puertas y hazme ver desde luego este mundo encantador y
que desconocía”. Entonces pasaron las puertas en medio de una jubilosa multitud
que se aglomeraba en las calles; algunos corrieron delante de los bueyes,
arrojándoles coronas; otros acariciaban sus flancos sedosos; otros más les
traían arroz y pasteles, y todos gritaban: “¡Djai! ¡Djai52 nuestro noble
Príncipe!” De modo que todo el camino estaba lleno de rostros felices y de
agradables espectáculos, siguiendo las órdenes del Rey, cuando un miserable
desarrapado, hosco y mugroso, salió tambaleándose del agujero en que se
ocultaba, se arrastró a la mitad del camino; era viejo, muy viejo y su piel
arrugada, curtida por el sol, se pegaba como un pellejo de bestia a sus huesos
descarnados; se rostro se encorvaba al paso de los largos años; sus órbitas
rojizas estaban roídas por viejas lágrimas; sus ojos eran turbios y legañosos;
sus mandíbulas desdentadas estaban contraídas por la parálisis y el espanto de
ver tanta gente y tanta alegría. Una de sus manos falcas se apoyaba en un
bastón gastado para sostener sus piernas vacilantes, y con la otra oprimía su
pecho flaco, del que se escapaba un soplo penoso. “Dadme una limosna, buenas
gentes —gemía—, porque moriré mañana o pasado”.
Luego le sacudió la tos, mientras continuaba con la mano
extendida, parpadeando y refunfuñando en medio de su espasmo: “¡Una limosna!”
Entonces los que le rodeaban lo arrastraron violentamente del camino, diciendo:
“¡Que no lo vea el Príncipe! ¡Vuelve a tu agujero!” Pero Siddartha gritó:
“¡Dejadle! ¡dejadle! Tchanna, ¿quién es este ser que se parece a un hombre, pero
del que seguramente tiene la apariencia nada más, tan encorvado está, tan
miserable, horrible y espantoso? ¿Hay hombres que nacen hechos así? ¿Qué quiere
decir con esta palabras: “moriré mañana o pasado”? ¿Por qué no encuentra
alimento y están sus huesos tan visibles? ¿Qué desgracia hirió a este
lastimoso?” Entonces el conductor de carro respondió: “Príncipe encantador,
sólo es un hombre viejo. Hace ochenta años su espalda estaba recta, claros sus
ojos y sano su cuerpo; sin embargo, los años rapaces agotaron su savia,
doblegaron su vigor y hurtaron su voluntad y su espíritu; su lámpara perdió el
aceite, la mecha se carbonizó; lo que le resta de vida no es más que un vago
fulgor que vacila antes de extinguirse; tal es el efecto de la edad; ¿por qué
se fijó en él vuestra alteza?” El Príncipe dijo entonces; “¿Pero esto le sucede
a otros hombres, o a todos, o bien es raro que alguien llegue al estado de
éste?” “Noble Señor —respondió Tchanna—, todas las personas presentes se
tornarán como éste, si viven tan largo tiempo”. “¿Pero —preguntó el Príncipe—
si vivo tanto tiempo seré así, y si Yasodhara vive ochenta años, la vejez
producirá en ella los mismos efectos? ¿Y le sucederá lo mismo a Djalini, a la
pequeña Hasta, a Gautami, Gunga y las demás?” “Sí, Señor”, respondió el
conductor del carro. Entonces dijo el Príncipe: “Da vuelta y condúceme al
palacio. Vi lo que no pensaba ver”. Y reflexionando en esto, Siddartha,
pensativo, regresó a su corte encantadora, triste de humos y de semblante; no
gustó de los blancos pasteles ni de los frutos servidos en la comida de la
noche, ni concedió su mirada a las mejores bailarinas del palacio, que se
esforzaban por cautivarle, y no despegó los labios si no fue para proferir
estas tristes palabras, cuando Yasodhara, afligida, se arrojó a sus pies
suspirando: “¿No tiene mi Señor la felicidad en mí?” “¡Ah! Querida esposa
—dijo—, es la felicidad que mi alma padece al considerar que terminará, que los
dos tornaremos viejos. Yasodhara, sin amor, deformes, débiles, encorvados. Sí;
aunque nuestros labios hayan unido nuestra vida y nuestro amor tan íntimamente
que noche y día nuestros alientos se confunden, pasará entre nosotros el tiempo
para llevarse mi pasión y tu gracia, como la noche negra borra los rayos
rosados que brillan en la cima d los montes y poco a poco los cubre con un velo
sombrío. He aquí lo que descubrí, y mi corazón se obscureció por completo de
espanto a esta idea, y mi corazón entero no piensa sino en el medio de
preservar el amor de los ataques del tiempo implacable que envejece a los
hombres”. Y así pasó toda la noche, sin poder dormir ni consolarse. Y durante
toda esa noche, el rey Sudhodana estuvo agitado por turbadores ensueños. Vio
primero desplegado un estandarte glorioso, en el que brillaba un sol de oro,
emblema de Indra53 pero se levantó un viento impetuoso que desgarró los
pliegues del divino estandarte y lo hizo rodar en el polvo; luego llegó una
bandada de espíritus que levantó el estandarte manchado, colocándolo al Este de
las puertas de la ciudad. Vio en seguida diez elefantes enormes, con los
colmillos de plata, que conmovían el suelo con su marcha pesada; venían por el
camino del Sur; el hijo del Rey montaba el primero, los otros le seguían. La
tercera visión fue un carro que brillaba con cegadora luz, arrastrado por
cuatro corceles cuyos ollares arrojaban humo blanco y que tascaban una espuma
de fuego; y el príncipe Siddartha iba sentado en este carro. La cuarta visión
fue una rueda que giraba y giraba sin cesar, con un cubo de oro en fusión,
rayos constelados de pedrerías y extrañas cosas escritas en las llantas; y al
girar esta rueda, parecía producir al mismo tiempo fuego y música. La quinta
visión fue un tambor inmenso colocado a medio camino entre la ciudad y la
montaña, sobre el cual golpeaba el Príncipe con una maza de hierro, de manera
que el sonido repercutía como el estallido de un trueno rodando a lo lejos en
el cielo y en el espacio. La sexta visión fue una torre que subía siempre
dominando la ciudad, de manera que su remate altivo aparecía coronado de nubes,
y en cuya cima se encontraba el Príncipe sembrando con las manos llenas, en
todas direcciones refulgentes carbúnculos; se hubiese dicho que llovían
jacintos y rubíes, y todo el mundo venía disputando por escoger estos tesoros
que caían a los cuatro vientos. Pero su séptima visión de espanto fue un
concierto de gemidos y la vista de seis hombres que lloraban, rechinaban los
dientes y se cubrían las bocas con las manos, abismados en su
desesperación.Tales fueron las siete espantosas visiones que en sueños tuvo,
pro ninguno de los augures más expertos se las pudo explicar. Entonces el Rey,
irritado, exclamó: “Debe caer una desgracia sobre mi casa, y ninguno de
vosotros es bastante perspicaz para ayudarme a saber lo que los dioses
poderosos me presagian enviándome estos sueños”. La ciudad estaba afligida de
que el Rey hubiese soñado estas amenazadoras visiones que nadie podía explicar;
pero he aquí a un hombre viejo, vestido con una piel de animal, una especie de
ermitaño que nadie conocía, se presentó a la puerta y exclamó: “Llevadme ante
el Rey, porque puedo explicarle la visión de su sueño”. Y cuando hubo escuchado
el relato de los siete misterios de este sueño, se inclinó con respeto y dijo:
“¡Oh Maharadja! ¡Saludo esta casa afortunada donde se levantará un esplendor
más deslumbrante que el del sol! Ved como estos siete motivos de temor son
siete causas de alegría; en efecto, esa bandera desplegada, gloriosa, marcada
por el emblema de Indra, que viste derribada y levantada, significa el fin de
las antiguas creencias y el comienzo de la nueva, porque los dioses cambian
como los hombres, y pasan los palpas como los días, andando en el tiempo. Los
diez grandes elefantes que hacían estremecer la tierra significan los diez
grandes dones de la sabiduría, con cuya fuerza el Príncipe dejará su estado y
sacudirá al mundo, haciendo pasar la Verdad. Los cuatro caballos de aliento de
fuego, uncidos aun carro, son las cuatro virtudes intrépidas que conducirán a
tu hijo de la duda y las tinieblas a la luz benéfica; la rueda que giraba con
su cubo de oro en fusión es la Rueda muy preciosa de la Ley perfecta, que
girará a los ojos del mundo entero; el tambor que batía tu hijo, de modo que su
sonido repercutía en todos los países, significa el trueno d la Palabra que
predicará; la torre que se levanta hasta los cielos representa la elevación del
evangelio de Buda, y las joyas regadas desde lo alto de esta torre son los
tesoros inapreciables de esta buena Ley, cara a los dioses y a los hombres, y
que todos desean; tal es la interpretación de la torre. En cuanto a los seis
hombres que gemían cubriéndose la boca, son los seis principales predicadores a
los que tu hijo convencerá de su error por el esplendor de la verdad y de sus
discursos irrefutables. ¡Oh Rey, regocíjate! La fortuna de monseñor el Príncipe
sobrepasa la de todos los reinos, y sus harapos de ermitaño valdrán más que las
telas de oro. ¡Tal fue tu sueño! Y estas cosas sucederán dentro de siete días
con sus noches”. Así habló el santo hombre, luego se prosternó ocho veces
inclinándose profundamente tocando tres veces la tierra, se levantó y salió;
pero cuando le mandó buscar el Rey para ofrecerle un rico presente, los
mensajeros regresaron, diciendo: “Venimos del templo de Tchandra54, donde
entró, pero allí solo se encontraba un búho gris, que voló del altar”. Algunas
veces los dioses vienen bajo esta forma.
El Rey, entristecido, se asombró, y dio orden que se rodeara
a Siddartha de nuevas delicias para retener su corazón en el palacio del gozo;
por otra parte, redobló la guardia de las puertas de bronce. ¿Pero quién podía
impedir que entrase el destino? En efecto, el Príncipe tuvo nuevamente el deseo
de ver el mundo y la vida humana, que sería muy agradable si sus ondas no
fuesen a morir en las playas del Tiempo. “Os lo ruego, dejadme ver nuestra
ciudad tal como es —dijo al rey Sudhodana—. Vuestra Majestad, en su tierna
solicitud, ordenó al pueblo la última vez que ocultara los seres que sufrían y
los espectáculos vulgares, y que pusieran rostros alegres para regocijarme y
hacer más agradable todas las calles; sin embargo, aprendí que no era esa la
vida de todos los días, y puesto que soy el que más cerca está de vos y del
reino, quisiera conocer el pueblo y las calles, su aspecto habitual, los
trabajos cotidianos y la vida que viven estos hombres que no son reyes. Dadme
permiso, mi querido Señor, para salir de incógnito de mis jardines felices;
regresaré contento, padre mío, a sus apacibles umbrías, o por lo menos, más
sabio. Dejadme pues, os lo ruego, ir mañana a mi guisa, con mis servidores, a
través de las calles”. Y el Rey dijo en medio de sus ministros: “Puede ser que
esta segunda salida corrija el efecto de la primera. Ved cómo se turba el
halcón de cuanto ve si se le quita la caperuza, y por el contrario, qué mirada
tan apacible le da la libertad; dejad que mi hijo vea todo, y dadme nuevas del
estado de su espíritu”. Así, pues, al día siguiente el Príncipe y Tchanna
atravesaron las puertas, que se abrieron a la vista del sello real; pero los
que hicieron girar sobre los goznes los pesados batientes no supieron que el
que pasaba con ese traje de mercader era el hijo del Rey, y el conductor de su
carro el que iba con traje de religioso. Avanzaron a pie por la vía pública,
confundidos entre todos los ciudadanos Sakyas, mirando lo que había de alegre y
de triste en la ciudad; las calles pintorescas, animadas por el rumor de la
vida diaria; los mercaderes en cuclillas en medio de sus especias y de sus
granos; lo compradores con su dinero en los pliegues del vestido55 ; las
disputas de las compras; los gritos penetrantes para hacerse sitio; las pesadas
ruedas de piedra; los bueyes robustos de paso lento con sus pesados fardos; los
portadores de palanquín que cantaban; los hamals56 de anchos cuellos, sudando
al sol; los criados llevando agua de pozo balanceando sus tchatties57 y con sus
hijos de ojos negros a horcajadas en las espaldas; las tiendas de confiterías
llenas de moscas; el tejedor en su oficio haciendo sonar su lanzadera; las
piedras de molino listas para moler el trigo; los perros vagando en busca de
algunas piltrafas; el hábil armero fabricando cotas de malla con el alicate y
el martillo; el herrero ocupado en enrojecer en su fragua un azadón y una
lanza; la escuela donde, en torno de su Gurú, los niños Sakyas, sentados en
semicírculo, cantaban gravemente los mantras y aprendían las historias de los
dioses y de los semidioses; los tintoreros extendiendo al sol telas
anaranjadas, rosas o verdes que sacaban todavía húmedas de sus cubas; los
soldados que caminaban haciendo tintinear sus espadas y sus escudos; los
conductores de camellos, balanceándose, sobre las jorobas de sus monturas; el
sabio Brahmán, el Kchatrya marcial, el humilde Sudra trabajador58; aquí se
oprimía para ver a un encantador de
serpientes que charlaba enrollando en torno a su puño la joyería viva del áspid
y del nag, o que obligaba a la terrible cobra a bailar erguida de cólera al son
de su calabazo adornado de brujerías; allá, una larga fila de tambores y de
trompas, corceles adornados de colores brillantes y de gualdrapas de seda, que
conducían a una novia a la casa conyugal, y aquí, una mujer que iba a ofrecer
al dios pasteles y guirnaldas, para conseguir el regreso de su marido que
partiera a un largo viaje, o el nacimiento próximo de un hijo; más lejos se
encontraban las tiendas donde los negros caldereros batán el cobre sonoro para
hacer lámparas y lotas59 . De allí pasando bajo los muros del templo y las
puertas monumentales, llegaron al río y al puente, bajo las murallas de la ciudad.
Acababan de franquearlas, cuando a la orilla del camino una voz desconsolada
gimió: “¡Socorredme, monseñores! Levantadme sobre mis pies; ¡oh, socorredme, o
muero antes de llegar a mi casa!” Era un desgraciado que temblaba atacado de
peste mortal, y se retorcía en el polvo, cubierto de pústulas de un rojo
ardiente; un sudor frío perlaba en su frente, su boca se contraía en los
terrores de su dolor, y sus ojos extraviados se anegaban en las tormentas de la
agonía. Se afianzaba, jadeante, a las hierbas del camino para levantarse, y se
levantaba a medias para caer de nuevo, con todos sus miembros temblorosos, con
un grito de terror, diciendo: “¡Ah, qué dolor! ¡buena gente, socorredme!”
Inmediatamente acudió Siddartha, levantó al desgraciado con sus manos caritativas,
mirándolo dulcemente, colocó la cabeza del enfermo sobre sus rodillas, y luego,
cuando le hubo confortado con sus tiernas caricias, le preguntó: “Hermano,
¿cuál es tu sufrimiento? ¿Qué mal te aqueja? ¿Por qué no puedes levantarte?
¿Por qué, Tachnna, palpita, y gime, y trata en vano de hablar, y se lamenta de
un modo tan conmovedor?” El conductor del carro respondió: “Gran Príncipe, este
hombre está atacado de alguna peste, sus elementos están confundidos; la sangre
que corría por sus venas como un río salutífero salta y rebulle como un
torrente de fuego; su corazón que palpitaba con regularidad late, ya demasiado
aprisa, ya lentamente, como un tambor al que se golpea sin descanso; sus
músculos están relajados como la cuerda de un arco distendido; la fuerza
abandonó sus jarretes, su cintura y su cuello; y toda la gracia y la alegría
humana huyeron lejos de él; es un hombre enfermo y atacado en este momento de
un acceso. Ved cómo se araña sin cesar para asir su mal, cómo mueve sus ojos
inyectados en sangre, cómo rechina los dientes y respira con pena, como si su
aliento fuese humo sofocante. ¡Ved! Quisiera haber muerto, pero no morirá antes
de que el mal haya hecho en él su obra, matando los nervios, que mueren antes
que la vida; después, cuando todos sus músculos crujan en la agonía y todos sus
miembros pierdan la sensación del dolor, el mal lo abandonará para ir a
abatirse lejos. ¡Oh Señor! No es bueno que lo tengas así, la enfermedad puede
ser contagiosa y alcanzarte también”. —Pero—dijo el Príncipe mientras seguía
consolando al hombre— ¿hay otros, hay muchos que estén así? ¿Y podría sucederme
que llegara a este estado? —Amo —respondió el cochero—, esto ataca a todos los
hombres bajo formas variadas; los males y las heridas, la enfermedad, los sarpullidos,
las parálisis, las lepras, las fiebres calientes, las disenterías y las
pústulas atacan a todas las criaturas y penetran doquiera. — ¿Las enfermedades
llegan sin que se las vean? —preguntó el Príncipe. Y Tchanna dijo:
—Vienen como la astuta serpiente, que muerde sin ser vista;
como el tigre real emboscado en el matorral karunda, cerca del sendero de los
juncales, esperando el momento favorable para saltar; o como el rayo, que hiere
a unos y perdona a otros, al azar. Entonces, ¿todos los hombres viven en el
temor? —Así es como viven, ¡oh Príncipe! — ¿Y nadie puede entonces decir: Esta
noche me acuesto feliz y tranquilo y así me despertaré? —No nadie puede
decirlo. — ¿Y el fin de estos numerosos sufrimientos, que llegan invisibles y
cuando quieren, es éste: un cuerpo roto y un alma afligida, y luego la vejez?
—Sí, cuando se vive largo tiempo. —Pero si no puede uno soportar su agonía, o
si no quiere soportarla, y si desea ponerle término; o si la soporta y es uno
como ese hombre, y sólo puede gemir, si vive todavía y llega a viejo, y se hace
más viejo aún, ¿entonces cómo acaba esto? —Muere uno, Príncipe. — ¿Muere? —Sí,
y al fin llega la muerte, cualesquiera que sea el sitio y la hora. Algunos
hombres se vuelven viejos, la mayor parte sufren y se ponen enfermos, pero
todos deben morir. ¡Mirad he aquí a la muerte que pasa! Entonces Siddharta
levantó los ojos, y vio desfilar lentamente, en dirección al río, una procesión
de gente llorosa; a la cabeza marchaba un hombre que agitaba un vaso de tierra
lleno de brasas; detrás seguían los parientes, con la cabeza rasurada,
cubiertos de signos de duelo, con los vestidos desechos y diciendo en voz alta:
“¡Oh Rama, Rama, escucha! ¡Implorad a Rama, hermanos míos!” Después venía el
sarcófago, hecho con cuatro perchas y bambúes trenzados, sobre los cuales
estaba tendido el cadáver, con los pies hacia delante, rígido, descarnado, con
la boca sumida, sin mirada, con los flancos excavados, crispado, cubierto d
polvo rojo y amarillo; en las encrucijadas, los cargadores hacían que primero
pasase la cabeza y gritaban: “¡Rama! ¡Rama!” Y llevaron el cadáver a la orilla
del río, donde se levantaba una pira, sobre la cual lo colocaron, cubriéndolo
de ramas —el que reposa en semejante lecho duerme un sueño profundo, no lo
despertará el frío, aunque esté desnudo expuesto a todos los vientos—. En
seguida encendieron en los cuatro ángulos la llama, que se extendió lentamente,
lamió la pira, saltó repentinamente, y alcanzando el cuerpo, lo devoró,
haciendo silbar sus rápidas lenguas de fuego; después, la piel, desecada, se
rajó, y las articulaciones de quebraron; por último, se aclaró y las cenizas se
aplastaron, escarlatas y grises, sembradas aquí y allá de un hueso blanco: era
el residuo del hombre. Entonces dijo el Príncipe: — ¿Este es el fin que alcanza
a todos los que viven? —Este es el fin que a todos les está reservado
—respondió Tchanna— el que estaba en la pira —y cuyos restos son tan poca cosa,
que los cuervos hambrientos, crascitando, desdeñan esta vana comida—, este
hombre comió, bebió, rió, amó, vivió y amó la vida. ¿Qué sucedió después?
¿Quiñen lo sabe? Una ráfaga del juncal un paso en falso en el sendero, algo
sucio en el estanque, la mordedura de una serpiente, una pulgas de acero
mortal, el frío, una arista, o la caída de una teja, y se destruyó la vida, y
el hombre está muerto. No tiene ya ni apetitos, ni placeres, ni dolores; un
beso en sus labios o la quemadura de la llama lo dejan insensible, no siente
que su carne se tuesta, ni el olor del sándalo y los aromas que se queman;
perdió el gusto su boca; no escuchan ya sus oídos; ya no se ven sus ojos; gimen
desolados los que él amaba, porque es preciso también destruir este cuerpo, en el que brillaba la vida, esta lámpara
interior, si no se quiere dar a los gusanos un horrible festín. He aquí el
destino común de la carne; poderosos y miserables, buenos y malos, deben morir,
y luego, según se enseña, recomenzar una nueva existencia — ¿quién sabe dónde y
cómo? — y ser así dedicados nuevamente a las angustias de la partida y a las
llamas de la pira. Tal es el ciclo del hombre. Entonces Siddartha levantó al
cielo sus ojos, en los que brillaban lágrimas divinas, luego los bajó a la
tierra, inundados de celeste piedad. Contempló ya el cielo, ya la tierra, como
su buscara su espíritu, en un esfuerzo solitario, alguna visión lejana que
uniera el uno a la otra, visión perdida y desaparecida, proa no podía conocerse
y encontrarse de nuevo. Entonces, en una noble actitud, exaltada por la pasión
ardiente de un amor inefable y el ardor de una infinita esperanza insaciable,
gritó: “¡Oh mundo que sufres! ¡Oh hermanos conocidos y desconocidos que os
debatís en las garras del dolor y de la muerte, donde la vida os retiene! Veo,
siento la inmensa necesidad de la agonía de la tierra, la vanidad de sus
alegrías, la ironía de sus aventuras, la angustia de sus penas; sus placeres
terminan en el dolor, la juventud en la vejez, el amor en la pérdida del objeto
amado, la vida en la muerte odiosa y la muerte en desconocidas existencias, que
no hacen sino sujetar nuevamente a los hombres a su rueda, para hacerlos girar
en el círculo de falsas delicias y de reales sufrimientos. También yo me dejé
engañar por este señuelo, y la vida me parecía amable y como corriente de agua
soleada que de continuo se desliza en medio de una inalterable paz, mientras
que el río insensato sólo corre con rapidez por los prados floridos, para
verter más rápidamente sus ondas cristalinas en las ondas saladas del mar
impuro. El velo que me cegaba se desgarró. Soy como todos estos hombres que
imploran a sus dioses sin ser escuchados. ¡Y sin embargo, debe existir una
ayuda para ellos y para mí, para cuantos tienen necesidad de socorro! ¡Quizás
los mismos dioses experimenten la necesidad de que se les ayude, y son tan
débiles que no pueden salvar a los desgraciados que los invocan! ¡No querría yo
dejar llorar a un ser que pudiera salvar! ¿Cómo puede ser que Brahma haya
creado al mundo y lo abandone a la desgracia, porque si siendo todopoderoso lo
deja en este estado, no es bueno, y si no es todopoderoso, no es Dios?
¡Tchanna, regresemos a casa! ¡Es bastante! ¡He visto demasiado!” Cuando el Rey
supo esto, colocó una triple guardia en las puertas, y ordenó que nadie entrase
ni saliese, ni de día ni de noche, antes que hubiese transcurrido el número de
los días marcados en su sueño.
LIBRO CUARTO IV
Pero cuando
transcurrieron los días partió nuestro Señor —como debía suceder—, y hubo
gemidos en la casa dorada, el Rey estaba desolado y afligido todo el país, pero
se llevó a cabo también la liberación de todos los seres, y esta Ley que
liberta a cuantos la escuchan. La noche india se extendía dulcemente en las
llanuras, en la época de luna llena, en el mes de Tchaitra Shud60 , cuando
enrojecen los manglares, y los asokas61 perfuman la brisa, y se acerca el día
en que se conmemora el aniversario del nacimiento de Rama, y son felices todos
los campos y las ciudades. Caía dulcemente esa noche sobre Vishramvan,
embalsamada de flores, sembradas de estrellas sin cuento y refrescada por las
brisas que venían de las nevadas cimas del Himalaya; porque la luna apareció
tras los picachos del Este, subió por la bóveda estrellada, derramó su claridad
sobre las hirvientes olas del Rohini, sobre los montes, los valles y la
adormecida llanura, y plateó la techumbre de la casa feliz en la que dormían
todos, salvo los centinelas de las puertas exteriores que gritaban la palabra
de guardia: Mudra, y la respuesta: Angana, cuando batían los tambores para una
ronda. Descansaba la tierra silencios, y sólo se oían los aullidos de los
rondadores chacales y el chirrido incesante de los grillos en los jardines. La
luna brillaba a través de las piedras caladas, iluminaba los muros de nácar y
los pavimentos de mármol veteado, y sus rayos iluminaban una reunión tan
exquisita de indias jóvenes, que parecía que fuese una cámara deliciosa de
paraíso habitada por las Devis62. Todas las hermosuras escogidas de la casa del
príncipe Siddartha estaban reunidas ahí, las más encantadoras y las más felices
de la corte; cada una era tan adorable en su tranquilo sueño, que dirías: “Esta
es la perla de todas”. Pero mirando a su vecina de la derecha, después a la de
la izquierda, encontraríais a cada una más bella, y vuestra vista, cautivada habría
vagado de hermosura en hermosura, como vaga de joya en joya, atraída por el
brillo de cada una de ellas, cuando se admira un trabajo de orfebrería.
Descansaban en su gracia indolente, con sus miembros morenos velados en parte y
en parte descubiertos; sus cabellos lustrosos estaban atados hacia atrás por
coronas de oro o de flores, o rodaban en olas negras sobre sus nucas y sus
graciosos cuellos. Sumergidas en sueños encantadores por la fatiga de sus juegos,
dormían cansadas como pájaros que cantan y aman todo el día, y luego ocultan la
cabeza bajo el ala hasta que la aurora los invita nuevamente a las canciones y
el amor. Lámparas de plata cincelada suspendidas del techo por cadenas de plata
y llenas de perfumados aceites, hacían con los rayos de la luna una suave luz
que permitía ver las formas perfectas de estas encantadoras muchachas, sus
senos que se elevaban apaciblemente, sus manos teñidas63 , abiertas o cerradas,
sus bellos rostros sombríos de arqueadas cejas, sus labios entreabiertos, sus
dientes semejantes a las perlas que ensarta un mercader para hacer un collar,
sus ojos de sedosos párpados, cuyas pestañas, abatidas, caían sobre sus tiernas
mejillas, sus puños redondos, sus finos piececillos cubiertos de campanillas y
de ajorcas que tintineaban dulcemente cuando alguna se agitaba, y la hacían
soñar, sonriendo con alguna danza nueva estimada por el Príncipe, que le daba
una sortija maravillosa, dulce presente de amor. Allí estaba recostada una
joven, con la vina cerca de la mejilla y los menudos dedos oprimiendo aún las
cuerdas, como cuando tocaba las últimas notas de su canción para adormecer sus
brillantes ojos, hasta que se cerraron. Otra dormía, teniendo entre los brazos
un antílope del desierto, cuya fina cabeza, ornada de cuernos negros y
oblicuos, se ocultaba entre sus senos, en los que encontrara un suave nido; el
gracioso animal se ocupaba en comer rosas rojas, cuando la muchacha y él se
adormecieron, y la mano entreabierta aún tenía una rosa medio comida, mientras
uno de sus pétalos se enrollaban en los belfos de la bestia. Más allá dos
amigas se adormecieron juntas, mientras trenzaban guirnaldas de mogra, cadena
salpicada de flores que las unía estrechamente en un abrazo fraternal, miembros
contra miembros y corazón contra corazón, la una acostada sobre flores y la
otra sobre su amiga. Otra, antes de dormirse, ensartaba piedras para hacer un
collar; ágatas, ónices, sardónicas, corales y selenitas; un cordón de color
deslumbrante brillaba alrededor de su muñeca, y tenía la piedra que debía
terminar el collar: una turquesa verde, incrustada de divinidades y de
inscripciones de oro. Arrulladas por el murmullo del riachuelo del jardín, se
habían acostado así sobre los tapices apilados, parecidas a rosas nuevas de
cerradas hojas, que esperan la aurora para abrirse y embellecer a la luz del
día. Tal era la antecámara del Príncipe pero cerca de la franja del purdah
dormían las más bellas: Gunga y Gotami, las primeras sacerdotisas de esta
silenciosa mansión del amor. El purdah colgaba, purpúreo y azul, con bordados
de oro, a lo largo de una portada de sándalo esculpido; tres escalones
conducían a la cámara magnífica en la que estaba el lecho nupcial colocado
sobre un estrado cubierto con telas de plata, en las que se hundían los pies
como sobre una capa de flores de nim. Todos los muros estaban cubiertos de
perlas arrancadas a las olas de Lanka64 ; y en el lecho de alabastros, ricos
mosaicos de lapislázuli, de jade, jacinto y jaspe, representando lotos y pájaros,
se desarrollaban alrededor de la cúpula, sobre los muros y sobre los
encuadramientos de las rejas talladas, por donde penetraban, con la luz de la
luna y la brisa, los perfumes de las campánulas y los jazmines; pero no había
gracia y ternura comparables a las que esparcían en este sitio el Príncipe
encantador de los Sakyas y su esposa, la adorable Yasodhara. Incorporada a
medias sobre su blando cojín al lado del príncipe, con el tchuddar65 que se le
había deslizado hasta la cintura y con la frente entre las manos, la amable
princesa se inclinaba suspirando y dejaba correr lentamente sus lágrimas. Con
sus labios tocó tres veces la mano de Siddartha, y luego gimió: “Despierta, ¡oh
Señor! ¡Habla para tranquilizarme!” “¿Qué tienes? —respondió él—, ¡oh vida
mía!” Pero ella continuó gimiendo, sin poder proferir una palabra; después
dijo: “¡Ay Príncipe mío! Me había dormido feliz, porque el hijo tuyo que llevo
en mi seno se agitó esta noche, y mi corazón latió con esta doble pulsación de
vida, de felicidad y de amor, cuya música jubilosa me encantaba; pero ¡ay! en
mi sueño vi tres presagios nefastos, cuya imagen espanta aún mi corazón. Vi un
toro blanco de inmensos cuernos, el rey de los pastos, que pasaba por las
calles, llevando en frente una joya que brillaba como una estrella o como la
piedra khanta que guarda la gran Serpiente66 para producir bajo la tierra una
luz tan deslumbradora como la del día. Pasaba lentamente por las calles, se
dirigía hacia las puertas, y nadie podía detenerlo, aunque una voz que venía
del templo de Indra gritaba: “Si no lo detenéis, terminará la gloria de la
ciudad”. Y sin embargo, nadie podía detenerlo. Entonces me puse a llora
gritando, y rodeé su cuello con mis brazos, con todas mis fuerzas, y ordené que
cerraran las puertas; pero este rey de los toros bramó, y sacudiendo
ligeramente su orgullosa cabeza, se escapó a mi abrazo, derribó las barreras y
pasó derribando a los guardias. El otro extraño sueño fue el siguiente: cuatro
Apariciones espléndidas, de ojos relampagueantes, tan bellas que parecían a los
Regentes de la tierra que viven en el monte Sumeru, brillaron en el cielo en
medio de un innumerable cortejo de Seres celestes, y rápidamente se
transportaron a los muros de nuestra ciudad, donde vi el estandarte de oro de Indra
flotar sobre la puerta y caer; y repentinamente se levantó en la plaza una
gloriosa bandera, cuyos pliegues todos refulgían con los fuegos de rubíes
sembrados en abundancia en hilos de plata, haciendo lucir palabras nuevas y
sentencias eficaces que hacían felices a todas las criaturas, y por el Oriente
se levantó el viento de la aurora, que desplegó los pliegues refulgentes de la
bandera par que todo el mundo pudiese leer, lloviendo sobre ella maravillosas
flores, cortadas en no se qué país, de colores desconocidos en nuestros
jardines”. Entonces dijo el Príncipe: “Todo esto, mi flor de loto, era grato
verlo”. “¡Ay mi Señor! —dijo la Princesa; oí en seguida una voz espantosa que
gritó: “¡Se acerca el tiempo, el tiempo está próximo!” Luego vino el tercer sueño;
como yo quería tocarte, mi querido Señor, ¡ay! encontré sobre nuestro lecho una
almohada sin ajar y un traje vacío. ¡Ya no había nada de ti, de ti que eres una
luz y mi vida, mi Rey, mi universo! Y completamente dormida, me levanté y vi tu
cinturón de perlas, que está ahí, atado bajo mi seno, que se transformaba en
una serpiente que me mordía; las ajorcas de mis tobillos cayeron, mis anillos
de oro se quebraron, los jazmines anudados a mis cabellos se redujeron a polvo;
nuestro lecho nupcial fue volcado y desgarrado el purdah de púrpura; entonces,
a lo lejos, oí bramar al toro blanco, y a lo lejos flotaba la bandera bordada,
y de nuevo repercutió este grito: “¡Llegó el tiempo!” Pero a este grito, que
todavía agita mi alma, desperté ¡Oh Príncipe!, ¿qué pueden significar estas
semejantes visiones, si no es que debo morir, o, lo que es peor que cualquier
muerte que debes abandonarme, o que te arrebatarán de mi lado?” Siddartha posó
en su afligida mujer una mirada dulce como la postrera sonrisa del sol poniente,
y dijo: “¡Consuélate, amada, si el consuelo reside en una amor inmutable!
Porque aunque tus sueños sean las sombras de cosas que están por venir, y por
más que los dioses se hayan conmovido en sus pedestales, y acaso el mundo esté
en víspera de encontrar un socorro; aunque a ti y a mí nos suceda cualquier
cosa, está segura que amé y amo a Yasodhara. Sabes que desde hace muchos meses
pienso en la manera de salvar al mundo miserable que vi, y cuando llegue el
momento sucederá lo que tenga que suceder. Pero si mi alma está afligida por
almas desconocidas, y si padezco por males que no son los míos, piensa como mis
alados pensamientos deben cernerse sobre todas estas existencias, entre las
cuales se difunde la mía y que me son tan caras; la tuya es la más querida para
mí, la más encantadora, la mejor y la más próxima a mi corazón. ¡Ah! Tú que
eres la madre de mi hijo, tú cuyo cuerpo se unió al mío para engendrar esta
dulce esperanza, mi espíritu recorre las tierras y los mares —tan lleno de
compasión por los hombres como la paloma de rápido vuelo está llena de ternura
por su nidada—, pero torna siempre al hogar, con alas felices y temblorosas de
pasión las plumas, hacia ti, que eres la más exquisita de mi especie, la más
perfecta, la más tierna, y que eres más mía que todas las cosas. Así es que,
cuando llegue más tarde, acuérdate de este toro altivo que bramaba, de esta
bandera adornada de joyas, que, en tu sueño, agitaba sus pliegues, y está
segura de que siempre te he amado, de que te amo siempre, y de que lo que busco
para todos lo busco sobre todo para ti. Pero consuélate más todavía pensando
que reinará la paz sobre la tierra, gracias a nuestro sufrimiento, y recibe en
este beso todo lo que puede expresar de gratitud un amor fiel y cuanto puede
imaginar de bendiciones. Es muy poco, ¡ay! porque la fuerza del mismo amor es
muy débil. Bésame en la boca, y bebe estas palabras que mi corazón vierte en el
tuyo, para que sepas lo que otros ignoran; que te amo más que a todas las almas
vivientes, para las cuales tengo, sin embargo, un amor tan profundo. ¡Ahora,
quédate aquí, princesa!, porque quiero levantarme y velar”. Entonces ella se
durmió, llorando, pero gimió en sueños, porque se le apareció la misma visión y
escuchó de nuevo estas palabras: “¡Ha llegado la hora, ha llegado la hora!” No
obstante, Siddartha desvió de ella sus miradas, y he aquí que la luna brilló en
el signo de Cáncer, y las estrellas de plata, colocadas como había sido
predicho largo tiempo antes, dijeron: “He aquí la noche; elige el camino de la
grandeza o el de la bondad; escoge entre reinar como un Rey de reyes, o vagar
solitario sin corona y sin hogar, para salvar el mundo”. Entonces los soplos de
las tinieblas cuchichearon nuevamente a sus oídos los consejos que los Devas le
dieran por la voz del viento, y seguramente los Dioses rodearon y acecharon a
nuestro Señor, que contemplaba los astros brillantes. “¡Quiero partir —dijo—;
llegó la hora! Tus tiernos labios, amada que duermes, me obligan hacer lo que
debe salvar a la tierra, pero vamos a separarnos; y en el silencio de este
cielo, leo mi destino en letras relucientes. Logro el fin hacia el cual me
encamino desde hace tantos días y tantas noches, porque no quiero la corona que
pudiera ser mía, rehúso estos reinos que esperan el relámpago de mi espada
desnuda; no rodará mi carro, con ruedas ensangrentadas de victoria en victoria,
para que la tierra conserve de mi nombre un rojo recuerdo. Prefiero recorrer
sus senderos con mis pies inmaculados y pacientes, haciendo mi lecho de su
polvo, de sus desiertos mi morada, y mis compañeros de sus cosas más viles, sin
otros vestidos que los que llevan los descastados, sin otro alimento que el que
me den las gentes caritativas, sin otro abrigo que las cavernas obscuras o las
malezas de los juncales. He aquí lo que haré, porque los gritos desgarradores
de la vida y de todos los seres vivientes penetran en mis oídos, y toda mi alma
está llena de piedad para la miseria de este mundo, al que salvaré, si es
posible, por una abdicación absoluta y una lucha encarnizada. Porque, ¿cuál de
los dioses, grandes o pequeños, posee el poder y la compasión? ¿Quién los ha
visto? ¿Qué han hecho para ayudar a sus adoradores? ¿Para qué le sirve al
hombre rogar, pagar el diezmo del grano y del aceite, cantar las fórmulas
mágicas, inmolar víctimas que aúllan, edificar templos magníficos, sostener a
los sacerdotes e invocar a Visnú, Siva, Surya, que no salvan a nadie —ni aun al
más digno— de los males enumerados en estas letanías de adulación y de temor
que suben cada día, como humo vano? ¿Algunos de mis hermanos, por este medio,
escapó a los sufrimientos de la vida, a las amargas penas del amor y a la
pérdida del objeto amado, a la fiebre ardiente que nos hace estremecer, a las
lentas injurias de la vejez que debilita el espíritu y el cuerpo, a la horrible
muerte sombría, y a la que después nos aguarda hasta que haya girado nuevamente
la rueda, y nuevas existencias hagan nacer dolores nuevos, nuevas generaciones
llenas de nuevos deseos que concluyen en los antiguos desencantos? ¿Alguna de
mis tiernas hermanas recogió los frutos de sus ayunos o la cosecha de sus
himnos; se le evitó el dolor de la procreación por una ofrenda de leche cuajada
muy blanca, o un adorno de hojas de tulsi? ¡No! Quizá algunos dioses sean
buenos, y otros malos, pero todos son demasiados débiles para obrar; son a la
vez compasivos e implacables, y todos están —como los hombres— atados a la
rueda de la transformación y pasan por existencias sucesivas. Porque, como
parece enseñarlo nuestras Escrituras con razón, una vez comenzada la vida
—cualquiera que sea su lugar de origen y su causa— recorre su cielo de
existencias, ascendiendo del átomo al insecto, al gusano, al reptil, al pez, al
pájaro, y a la bestia cubierta de pelos, y por último hasta el hombre, al
demonio, al Deva y al Dios, para descender a la tierra y al átomo; así estamos
emparentados con cuanto existe. ¡Si el hombre, pues, pudiese salvarse de esta
transmigración, el mundo entero participaría en la disipación de esta horrible
ignorancia, cuyo mudo temor es la sombra, y la crueldad el salvaje pasatiempo!
¡Sí, si alguien puede salvar al mundo, y deben existir los medios! ¡Y debe
haber un refugio! Los hombres perecieron helados por los vientos del invierno,
hasta que a uno de ellos se le ocurrió hacer saltar del sílex la roja chispa,
partícula del fuego solar, que ocultaba la piedra fría. Se hartaban de carne
como lobos, hasta que uno de ellos sembró el trigo, que brotó como una mala
hierba, y que hace vivir, sin embargo, a los hombres; gesticulaban y balbucían,
hasta que una lengua inventó la palabra y los dedos pacientes escribieron el
sonido de las letras. ¿Qué don poseen mis hermanos que no provenga de la
investigación, de la lucha y del sacrificio inspirado por el amor? Si, pues, un
hombre poderoso y afortunado, rico, lleno de salud y con vagares, designado por
su nacimiento para reinar, si lo desea, y ser un Rey de reyes; si un hombre no
está agotado por una larga serie de años, sino feliz, en la primavera de la
vida, aún no satisfecho de los deliciosos festines del amor, antes bien,
hambriento de ellos; si un hombre no gastado, arrugado y tristemente sabio,
sino alegre en la gloria y en la gracia que se mezclan a los males de aquí
abajo, y libre para elegir a su capricho de lo que hay de más amable en la
tierra; si un ser como lo soy yo, sin pesares, sin necesidades, sufriendo nada
más con los sufrimientos de otros —salvo los inherentes al hombre—; si un ser
como éste, que tiene todo para darlo y lo da todo, abandonando esto por el amor
de los hombres, y gastando después él mismo su vida en la investigación de la
verdad, para arrancar el secreto de la liberación —sea que se oculte en los
infiernos o en los cielos, sea que permanezca ignorado muy cerca de nosotros,
en el seno de las cosas—, seguramente al final, muy lejos; no sé cuándo ni
cómo, se levantará ante sus ojos el velo desgarrando las tinieblas, se abrirá
el camino a sus pies doloridos, alcanzará
el fin por el cual repudiara el imperio del mundo, y la Muerte encontrará a su
Señor. Es lo que quiero hacer, yo que tengo un reino que perder; lo quiero
porque amo a mi reino, porque mi corazón late al unísono de todos los corazones
que sufren, conocidos o desconocidos, de los millones de seres que son míos o
lo serán, y serán salvados por el sacrificio que desde ahora ofrezco. ¡Oh
estrellas consejeras, voy! ¡Oh tierra afligida, por ti y los tuyos renuncio a
mi juventud, a mi trono, a mis júbilos, a mis días dorados, a mis noches, a mi
palacio feliz y a tus brazos querida Reina, a los que abandono con más pena que
a los demás! Pero también a ti te salvaré salvando a la tierra; y al que se
agita en tu tierno seno, a mi hijo, flor oculta de nuestros amores, que
debilitaría mi resolución si lo esperase para bendecirlo. ¡Oh esposa mía! ¡hijo
mío! ¡padre mío! ¡pueblo mío! Es necesario que experimentéis durante algún
tiempo la angustia de esta hora, para que brille la luz y todas las criaturas
aprendan la Ley. Ahora estoy decidido, quiero partir, y no tornaré antes de
encontrar lo que busco, si deben triunfar mis fervorosas investigaciones y mis
esfuerzos”. Tocó entonces con su frente los pies de la Princesa, derramó una
inefable mirada de adiós sobre su rostro adormecido, bañado todavía de
lágrimas, y suavemente dio tres vueltas entorno del lecho, con respeto, como si
fuese un altar, con las manos juntas sobre su agitado corazón: “Para siempre
jamás me acostaré ahí.” Y tres veces intentó irse, tres veces regresó, tan
poderosa era la hermosura de Yasodhara, tan grande era el amor del Príncipe.
Luego, alzando el vestido sobre su cabeza, se volvió y levantó un extremo del
purdah. Ahí descansaba el adorable grupo de sus jóvenes indias, en un sueño
profundo como el del lirio de agua; de un lado y otro estaban Gunga y Gotami,
como botones gemelos del loto de pétalos sombríos, cerca de sus hermanas de
sedosas hojas. “Sois encantadoras, mis dulces amigas —dijo—, y me es penoso
abandonaros, pro si no os dejo, a todos nos herirán la vejez fatal y la muerte
inexorable. Tal y como descansáis en vuestro sueño, moriréis, y cuando la rosa
muere, ¿dónde van su perfume y su esplendor? Cuando se apaga la lámpara, ¿dónde
vuela su llama? ¡Oh noche, entorpece sus párpados cerrados, y sella sus labios
para que ninguna lágrima, ninguna voz fiel me detenga! Porque mientras más feliz
hicieron mi vida estas jóvenes, me es más amargo pensar que ellas y yo, y todas
las criaturas, viven como los árboles, que nacen en la primavera, soportando
tantas lluvias, heladas e inviernos, luego cubriéndose de hojas muertas, para
renacer quizá en la primavera o ser derribados por el hacha. ¡No quiero que
esto suceda, yo, cuya vida aquí era la de un Dios! No lo querré, aunque todos
mis días fuesen divinos, mientras los hombres giman en las tinieblas. ¡Adiós,
pues, amigas mías! Mientras pueda ser ofrendada mi vida, la ofrendo, y me voy a
buscar la liberación y la Luz desconocida.” Después, pasando suavemente en
medio de las jóvenes dormidas, Siddartha entró en la noche, cuyos ojos, ya
vigilantes estrellas, lo miraban con amor; cuyo soplo, el viento vagabundo,
besó la orla flotante de su túnica; las flores del jardín, plegadas por la
aurora, habrían sus aterciopeladas corolas, para ofrendarle sus perfumes con
sus incensarios rosados y purpúreos; en el campo, del Himalaya al mar de las
Indias, pasó un calofrío, como si el alma de la tierra estuviera agitada por
desconocida esperanza; y los libros santos que narran la historia de nuestro
Señor dicen también que suaves y celestes músicas resonaron, tocadas por
bandadas de Apariciones brillantes que se aglomeraban del Este y del ocaso,
iluminando la noche y sembrando la alegría en el espacio, al Norte y al Sur.
Además, los cuatro temidos Regentes de la tierra descendieron cerca de la
puerta del palacio, de dos en dos, con sus brillantes legiones de Invisibles,
de armas de zafiro, de plata, de oro y de perlas; contemplaron con las manos
juntas, al Príncipe indio, que, con los ojos anegados de lágrimas, miraba las
estrellas, y, con los labios cerrados quedó sumergido en sus proyectos de
prodigioso amor. Después avanzó en la obscuridad y gritó; “¡Tchanna, despierta
y haz salir a Kantaka!” “¿Qué quiere mi Señor? —respondió el conductor del
carro, levantándose dulcemente del sitio donde se había acostado cerca de la
puerta—. ¿Cabalgar en la noche, cuando los caminos están obscuros?” “Habla
quedo —dijo Siddartha—, y trae mi caballo, porque llegó la hora en que debo
dejar esta prisión dorada en la que mi corazón vivió cautivo, para ir en pos de
la verdad, que quiero buscar de aquí en adelante, para la salud de los hombres,
hasta que la encuentre”. “¡Ay querido Príncipe! —respondió el conductor del
carro—; ¿hablaron en vano estos hombres sabios y santos, que observan las
estrellas, cuando nos dijeron que esperásemos la época en que el gran hijo del
rey Sudhodana gobernara muchos reinos y sería el Rey de reyes? ¿Queréis partir,
y dejar el mundo y sus riquezas, renunciar a vuestro poder, para tomar el
calabazo de los mendigos? ¿Queréis ir a los desiertos áridos, vos, que poseéis
aquí el paraíso de los placeres?” El Príncipe respondió: “Esto es lo que
quiero, y no poseer tronos; la realeza que deseo vale más que muchos reinos y
que todas las cosas sujetas a mudanza y a la muerte. Tráeme a Kantaka. “Muy
honorable Señor —dijo todavía el conductor del carro—, ¡piensa en la pena de
monseñor tu padre! ¡Piensa en la aflicción de aquella para quien eres la
felicidad! ¿Cómo los socorrerías si comienzas por abandonarles?” Siddartha
respondió: “Amigo, es un falso amor el que se cifra en un objeto amado para
extraer de él egoístas placeres; pero yo, que amo a mi padre y a mi esposa más
que a mis propias alegrías, más aún que a las suyas, parto para salvarlos a
ellos y a todas las criaturas si el amor intenso puede triunfar; ve y tráeme a
Kantaka”. Entonces Tchanna dijo: “Maestro, voy contigo”. Y después fue
tristemente a la cuadra, tomó el bocado de plata, las bridas, el pretal y la
barbada, ató las correas, enganchó las hebillas y sacó a Kantaka; luego lo ató
a una anilla, lo peinó y lo enjaezó, acariciando su piel nivosa, brillante como
seda; colocó sobre el corcel el numdah67 cuadrado, lo cubrió con la gualdrapa,
sobre la cual puso la silla magnífica, apretó las cinchas cuajadas de piedras
preciosas, apretó las correas de atrás y la martingala, bajó los estribos de
oro cincelado, por último cubrió todo con una red de seda dorada, sembrada de
bellotas de perlas, y condujo el soberbio corcel a la puerta del palacio, donde
se encontraba el Príncipe, y el caballo, feliz de ver a su amo, relinchó
alegremente, dilatando los ollares escarlatas, y las Escrituras dicen:
“Seguramente todo el mundo hubiera oído el relincho de Kantaka, y el piafar de
sus cascos ferrados, si los Devas no hubiesen colocado sus alas invisibles
sobre las orejas de los que dormían y no les hubiesen impedido, de esta manera
oír”. Siddartha inclinó afectuosamente la cabeza altiva del caballo, acarició
su cuello y dijo: “Cálmate, mi blanco Kantaka, cálmate y llévame en el viaje
más largo que haya hecho nunca un caballero, porque esta noche parto para
encontrar la verdad y no sé donde terminará mi viaje; pero sólo terminará
cuando la haya encontrado. Así es que sé fogoso y atrevido, mi buen corcel, y
que nada te detenga, ni millares de espadas que obstruyan tu camino, ni muros
ni fosos que impidan nuestra carrera. ¡Escucha! Si toco tu flanco, gritando:
“¡Ve, Kantaka!”, sé más rápido que los torbellinos, sé como
el fuego y el aire, caballo mío, para servir a tu Señor; así participarás con
él de la grandeza de esta aventura que salvará al mundo, porque parto para
ayudar, no sólo a los hombres, sino también a todos los seres mudos, que
comparten nuestras penas y no tienen esperanza ni inteligencia para reclamar.
Lleva, pues, ahora valerosamente a tu amo”. En seguida saltó ligeramente sobre
la silla, acarició la crin de Kantaka, y éste partió arrancando chispas a los
guijarros con sus ferrados cascos y haciendo resonar el freno que tascaba; pero
nadie oyó este ruido, porque los Devas Suddjas68 que lo acompañaban cortaron
flores rojas de mogra y las regaron en alfombras gruesas bajo sus pies,
mientras que invisibles manos ensordecían el sonido del bocado y las
cadenillas. Está escrito también que, cuando llegaron al pavimento cerca de las
puertas interiores, los Yakshas del aire colocaron telas mágicas bajo las patas
del garañón y sofocaron así el ruido de sus pasos. Pero cuando llegaron a la
triple puerta de bronce que apenas cien hombres podían abrir con gran esfuerzo,
he aquí que se abrieron silenciosamente los batientes, aunque de ordinario se
escuchase a dos koos de distancia el rumor de trueno de los gonces enormes y de
las pesadas cadenas. La puerta maciza de en medio y la última se abrieron
también en silencio cuando Siddartha y su corcel se aproximaron, mientras a su
paso, silenciosos como muertos, los guardianes escogidos, capitanes y soldados,
habían dejado caer sus espadas y sus lanzas y soltado sus escudos —porque
soplaba por el camino del Príncipe un viento más soporífero que sobre las
soñolientas llanuras de Malwa69 , y que adormecía todos los sentidos—; y así
salieron libremente del palacio. Cuando la estrella de la mañana se encontraba
a media lanza del horizonte, al Este, y la brisa matutina soplaba sobre la
tierra, rizando las ondas del río Anoma, que formaba la frontera del reino, el
Príncipe detuvo su caballo, saltó a tierra, y después de acariciar al blanco
Kantaka entre las orejas, dijo con suave voz a Tchanna: “Lo que has hecho te
traerá felicidad a ti y a todas las criaturas; está seguro que te amaré
siempre, por el afecto de que me has dado testimonio. Llévate mi caballo y toma
mi penacho de perlas, mis vestidos de príncipe, que desde hoy me son inútiles,
mi cinturón adornado de pedrería, mi espada y los largos tufos de mis cabellos,
cortados sobre mi frente con esta arma brillante. Da todo esto al Rey, y dile que
Siddartha le ruega olvidarlo, hasta que vuelva diez veces príncipe después de
adquirir la ciencia real por sus investigaciones solitarias y su lucha por la
luz. Si la conquista, toda la tierra, díselo, será mía, por este servicio
capital, mía por el amor. Porque no hay esperanza para el hombre sino en el
hombre, y nadie la ha buscado como yo quiero hacerlo, yo que abandono el mundo
para salvarlo”.
LIBRO QUINTO V
En torno de Radhagrija se yerguen cinco hermosas montañas,
que guardan la ciudad silvosa del rey Bimbisara; son éstas la verdegueante
Baibhara, cubierta de juncos olorosos y de palmeras; Bipula, a cuyo pie la
fuente de Sarsuti corre hirviente; la umbrosa Tapován, cuyos estanques brumosos
reflejan las rocas negras que dejan filtrar de sus cimas salvajes las aguas
alimentadoras de la tierra; al Sudeste se levanta el pico de Sailagiri, refugio
de buitres, y al Este, Ratnagiri, la montaña de las gemas. Un sendero
tortuosos, cubierto de piedras gastadas por el roce de los pies, y que pasa a
través de los campos de azafrán y las espesuras de bambúes, bajo los manglares
de follaje sombrío y de los azulaifos, cerca rocas de jaspe y de mármol
lechoso, de peñascos escarpados y de eras de flores de los juncos, conduce a un
sitio sonde el dorso de la montaña, vuelto al ocaso, domina una caverna
cubierta de higueras silvestres. ¡Ved! Vos que venís ahí, descalzaos e inclinad
la cabeza, porque la tierra inmensa no guarda un lugar más precioso ni más
santo. Es ahí donde nuestro Señor Buda se sentó, sufriendo los tórridos
veranos, las lluvias torrenciales, las auroras y los crepúsculos helados, para
salvar a los hombres, llevando el traje amarillo70 , comiendo como un mendigo
las magras pitanzas debidas a los azares de la caridad; acostándose por la
noche en la hierba, sin abrigo, solo; mientras los chacales que no duermen
aullaban alrededor de su caverna, o los tigres hambrientos rugían en los
bosques. Allí permaneció noche y día, aquel al que honra el mundo, castigando
su hermoso cuerpo, hecho para ser feliz, por el ayuno y las largas vigilias y
las profundas y silenciosas meditaciones, tan prolongadas, que a menudo,
mientras reflexionaba, tan inmóvil como la roca en que estaba sentado, saltaba
una ardilla sobre sus rodillas, un tímida codorniz traía su pollada entre los
pies, y las palomas torcaces picoteaban los granos de arroz en la escudilla
colocada al lado de su mano. Así meditaba desde el mediodía, mientras el calor
abrumaba la tierra, y los muros y los templos llameaban en al aire quemante,
hasta la puesta del sol, sin darse cuenta ni del globo flamígero que rondaba en
los cielos ni de la noche que rápidamente caía, arrojando un reflejo de púrpura
sobre las llanuras sosegadas, ni de la llegad silenciosa de las estrellas, ni
del redoble de los tambores en la ciudad ruidosa, ni de los gritos del búho y
las luchas nocturnas; tan ocupado estaba en desenredar el hilo de su
pensamiento y atravesar los laberintos de la existencia. Permanecía sentado asó
hasta la media noche, cuando todo se apaciguaba en la tierra, salvo las bestias
de las tinieblas que se arrastran y gritan en los zarzales, como gritan el odio
y el temor, como se arrastran la concupiscencia, la avaricia y la cólera en los
juncales obscuros de la ignorancia humana. Luego dormía el tiempo que necesitaba
la luna rápida para recorrer la décima parte de su ruta nubosa, y solevantaba
antes del alba, y seguía pensativo de nuevo sobre una de las sombrías
plataformas de su montaña, contemplando la tierra adormecida con ojos ardientes
y pensamientos que abrazaban a todos los seres vivos, mientras sobre las
ondulosas llanuras se deslizaba ese murmullo que es el beso de la mañana que
despierta los campos, y por el Oriente asomaba y crecía el milagro de la
aurora. Primero en un crepúsculo tan sombrío, en el que parece que la noche no
escuchaba todavía los cuchicheos del alba; pero bien pronto —antes de que el
gallo de los juncales cante dos veces— una línea de blancura deslumbradora, más
y más ancha y brillante, aparece, a la altura de la estrella del pastor, que nada
en sus olas de plata, se tiñe de oro pálido, es envuelta por las nubes más
altas, alumbra sus orlas con una llama de oro en fusión y colora el horizonte
de azafrán, de escarlata, de rosa y amatista, después el cielo se torna de un
azul espléndido, y, vestido con sus rayos de jubilosa luz, el Rey de la Vida
aparece en su gloria. Entonces, nuestro Señor, a la manera de un rishi,
saludaba al astro naciente, y después de hacer sus abluciones, descendía a la
ciudad por el sendero tortuoso, y a la manera de un rishi, iba de calle en
calle, con la escudilla del mendigo en la mano, recogiendo la exigua pitanza
necesaria para su subsistencia. Su escudilla se llenaba bien pronto, porque
todos los habitantes le gritaban: “Toma de nuestro alimento, Señor”, y “toma de
lo nuestro”, habiendo su rostro divino y sus profundos ojos; y las madres,
cuando veían pasar a nuestro Señor, decían a sus hijos que le besaran los pies
y tocaran sus frentes con la orla su túnica, o que corriesen a llenar su jarra
y le trajeran leche y pasteles. Y a menudo, cuando pasaba, amable y tranquilo,
irradiando celeste piedad, lleno de cuidado por estas gentes, que no conocía
sino como semejantes, los asombrados ojos negros de alguna muchacha india eran
heridos por repentino amor, y quedaban extáticos ante su majestuosa hermosura,
como si viese realizados sus sueños más dulces, y una gracia sobrenatural
abrasaba su seno. Pero él pasaba con su escudilla y su amarilla veste, pagando
con una dulce palabra las dádivas de estos corazones, y regresando a su montaña
solitaria para sentarse entre los religiosos, escucharles e interrogarles sobre
la ciencia y los medios de llegar a su objeto. A medio camino de los tranquilos
sotos de Ratnagiri, por encima de la ciudad, pero bajo las cavernas habitaban
hombres que consideraban el cuerpo como enemigo del alma, y la carne como una
bestia que es preciso encadenar y domar con sufrimientos crueles hasta que la
sensación del dolor se aniquile, y que torturaban sus nervios como lo hubiese
hecho un verdugo. Eran los Yoguis, los Brahmatcharis, los Bhikehus71, rebaño
lúgubre y descarnado que vivía separado.
Unos tenían levantados noche y día sus brazos, hasta que,
exangües y minados por la enfermedad —anquilosadas sus articulaciones y rígidos
sus miembros—, salían de sus espaldas secas como ramas muertas sobre los
árboles. Otros, habían cerrado sus manos tan largo tiempo y con una energía tan
feroz, que las uñas aceradas habían atravesado sus palmas ulceradas. Otros más,
caminaban sobre sandalias guarnecidas de clavos; otros laceraban su pecho, su
frente y sus muslos con guijarros cortantes, o los escarificaban con fuego,
atravesando su carne con espinas de juncos y puntas de acero, frotándose con
lodo y cenizas, acostándose sobre inmundicias y cubriendo su cintura con harapos
quitados a los muertos. Algunos habitaban los sitios impuros, donde arden las
piras, y vivían en la compañía de cadáveres, rodeados de milanos que lanzaban
gritos penetrantes por encima de los fúnebres despojos. Otros gritaban
quinientas veces por día los nombres de Siva, tenían víboras sibilantes
enrolladas en sus cuellos curtidos y en sus flancos excavados, manteniendo los
pies paralíticos replegados sobre las corvas. Tal era la espantosa asamblea;
sus cráneos estaban cubiertos de pústulas por el calor tórrido, sus ojos
legañosos, sus nervios y músculos encogidos, sus rostros hoscos y pálidos como
los de los muertos de cinco días. Aquí yacía en el polvo un hombre que cada
tarde contaba mil granos de mijo, los comía uno por uno con hambrienta paciencia,
y moría así de hambre; allá, otro molía con su alimento hojas amargas, temeroso
de no experimentar agrado en el paladar; a su lado se encontraba un desgraciado
santo que se había mutilado él mismo de tal modo, que no tenía ojos, ni lengua,
ni sexo, y que estaba lisiado y sordo; de esta manera su alma se había
desprendido del cuerpo, para tener la gloria de sufrir mucho, y para obtener la
felicidad reservada, dicen los libros santos, a aquellos cuya desgracia hace
enrojecer a los dioses que nos la envían, y hace a los hombres semejantes a los
dioses, y más fuertes para sufrir que el infierno para torturar. Nuestro Señor,
mirando tristemente a uno de ellos, el jefe de estos desgraciados, le dijo:
“¡Oh! Tú que sufres tanto; desde hace varios meses que habito esta montaña, yo
que busco la verdad, y veo a mis hermanos y a ti torturaros de modo tan
lamentable; ¿por qué añadís males a la vida que ya es mala?” El sabio
respondió: “Está escrito: si un hombre mortifica su carne, hasta que su dolor
sea tan intenso que no le reste sino un soplo de vida y la esperanza de la
muerte voluptuosa, semejantes males borrarán la inmundicia del pecado, y el
alma, purificada, volará de la fragua de su aflicción hacia las esferas
gloriosas y el esplendor inconcebible”. El Príncipe replicó: “Esta nube que
flota en el cielo, desplegada como una tapicería de oro en torno del trono del
vuestro Indra, se levantó del mar tumultuoso, pero debe volver a caer en gotas
semejantes a lágrimas, pasar luego por caminos rudos y penosos, por grietas y
nulahs y ríos cenagosos, para llegar al Ganges y retornar en seguida al mar de
donde salió. ¿Sabes tú, hermano mío, si no sucede así, después de tantos
sufrimientos, a los santos y su felicidad? Porque lo que se eleva vuelve a
caer, lo que se compra se gasta, y si vos compráis el cielo con vuestra sangre
en el doloroso mercado del infierno, cuando el negocio esté concluido vuelve a
comenzar la pena”. “Puede recomenzar —suspiró el eremita—. ¡Ay! No sabemos
esto, y no estamos seguros de ninguna otra cosa, y sin embargo, el día viene en
pos de la noche, y la calma después de la tormenta, y nosotros aborrecemos esta
carne maldita que impide al alma anhelante tomar impulso; así, pues, para la
felicidad del alma, jugamos con los dioses nuestras breves agonías contra las
alegrías infinitas”. “Pero —dijo Siddartha— admitiendo que estas alegrías duren
millones de años, se marchitarán a la larga; o si no, ¿hay, pues, alguna
existencia abajo o arriba, o al lado de la
nuestra y tan diferente que no cambiará? Decidme, ¿son eternos vuestros
dioses, hermanos míos?” “No —dijeron los Yoguis—; el gran Brahma sólo
permanece; los dioses no hacen sino vivir”. Entonces el Señor Buda dijo:
“¿Queréis ser tan sabios como sois santos y animosos? Renunciad a estos juegos
crueles, en los que arriesgáis vuestros gemidos y vuestros suspiros para ganar
las puestas, que no son tal sino sueño y que no durarán. ¿Queréis, por el amor
de vuestra alma, aborrecer así vuestra carne, castigarla, mutilarla de tal
manera que no pueda aprisionar el espíritu que busca un refugio, que se abate
en el camino antes de la caída de la noche, como un caballo dócil pero agotado?
¿Queréis, tristes ascetas, estragar y destruir esta bella morada que habitamos
después de un doloroso pasado, cuyas ventanas nos dan la luz —la pequeña luz—,
por cuyo medio miramos afuera para saber si la auroraza a aparecer y dónde se
encuentra el mejor camino?” Entonces exclamaron: “Hemos elegido este camino y
lo seguiremos hasta el fin, Radhaputra72 —aunque todas sus piezas fuesen de
fuego—, esperando la muerte, Dinos si conoces un camino mejor, si no, ve en
paz”. Continuó su camino agobiado de tristeza, mirando que temen tanto los
hombres morir, que están espantados por el temor, que desean vivir tanto que no
se atreven a amar su vida, antes bien, la atormentan con atroces penitencias,
quizá para halagar a los dioses que rehúsan la felicidad del hombre, acaso para
caer en el infierno, después de haber iluminado para ellos mismos otros
infiernos, acaso en un acceso de santa locura, en espera de que el alma se
escapara más fácilmente de su carne adolorida: “¡Oh florecillas de los campos
—dijo Siddartha—, que volvéis vuestras tiernas corolas hacia el sol, felices de
la luz, y reconocidas del dulce perfume y de los fastuosos vestidos, dorados,
argénteos y purpúreos que se os dieron, ninguna de vosotras renuncia a su pura
existencia, ninguna se despoja de su feliz hermosura! ¡Oh palmeras que os
erguís, deseosas de perforar el cielo y de beber el soplo del viento que viene
del Himalaya y de los frescos océanos azules!, ¿cuál es vuestro secreto para
crecer tan contentas, desde vuestro primer brote hasta la época en que dais
frutos, murmurando canciones soleadas en vuestros follajes tupidos? ¡Y
vosotros, que tan alegremente vivís en los árboles, pericos de vuelo rápido,
abejarucos, ruiseñores y palomas, ninguno de vosotros detesta su existencia y
no esfuerza por obtener otra mejor procurándose sufrimientos! Pero el hombre
que os mata —puesto que es el amo— es sabio, y su sabiduría nutrida de sangre,
crece así en el medio de los tormentos que a sí mismo se ocasiona”. Mientras
hablaba el Maestro, vio elevarse en la montaña una nube de polvo levantada por
un rebaño de cabras blancas y de carneros negros que avanzaban lentamente,
deteniéndose para ramonear entre las breñas, y separándose del sendero en
lugares donde espejeaban arroyos y donde colgaban higos silvestres. Pero en
cuanto se alejaban, gritaba el pastor, les arrojaba piedras con su honda, y
seguía conduciendo hacia la llanura al dócil rebaño. Encontró una oveja con dos
corderillos, uno de ellos había recibido un golpe que le estropeara, y caminaba
sangrando y penosamente, mientras el otro retozaba, y su madre, inquieta,
corría de aquí para allá, por el temor de perder a uno u otro de sus pequeños.
Cuando nuestro Señor notó esto, tomó tiernamente al corderillo herido entre sus
brazos, diciendo: “Pobre madre de lanoso vellón, tranquilízate; dondequiera que
vayas, yo llevaré a tu querido hijito; es preferible impedir que sufra una
bestia que permanecer sentado contemplando los males del universo en estas
cavernas, en compañía de los sacerdotes que rezan”. “Pero —dijo a los pastores—
¿por qué, amigos míos, traéis este rebaño a la llanura al declinar el día?
¿Desde cuándo se conduce así en la tarde al ganado?” Y los pastores
respondieron: “Nos ordenaron llevar cien cabras al sacrificio, y cien carneros,
que nuestro Señor el Rey quiere inmolar esta noche en honor de sus dioses”.
Entonces dijo el Maestro: “Quiero ir con vosotros”. Y los siguió pacientemente,
cargando al corderillo, a pesar del polvo y el sol, mientras que la oveja
atenta, balaba dulcemente a sus pies. Cuando llegaron a la orilla del río, una
muchacha de ojos de paloma, con las mejillas bañadas de lágrimas y las manos
juntas, le saludó prosternándose: “Señor —dijo—, tú eres el que ayer tuvo
piedad de mí, en esta espesura de higueras donde vivía sola, educando a mi
hijo; pero éste, jugando entre las flores, encontró una serpiente, que se le
enrolló en la muñeca, mientras reía y exasperaba a la lengua bífica que se
agitaba en la boca abierta de su frío compañero de juego. Pero ¡ay! pronto se
puso pálido y silencioso; no podía imaginarse por qué dejaba de jugar y por qué
caían sus labios de mi seno, y alguien dijo: “Está envenenado”. Otro: “Va a
morir”. Pero yo, que no quiero perder a mi querido hijo, les pedí un remedio
que hiciera abrir nuevamente sus ojos a la luz; era tan pequeña esta mordedura
de serpiente, y no podía, creo yo, este animal aborrecer ni herir a este niño
tan gracioso que jugaba con él. Y alguien dijo: “Hay un hombre santo en la
montaña, mira, por allí se acerca, vestido con su traje amarillo; pregúntale a
ese Rishi si existe algún medio de curar el mal que tu hijo padece”. Entonces
vine temblorosa hacia ti, cuya frente se parece a la de un Dios, y, llorando,
levanté el velo que cubría el rostro de mi hijo, y te rogué que me dijeras que
hierbas serían eficaces. Y tú, Señor, no me rechazaste, sino que le miraste con
enternecidos ojos y le tocaste con mano paciente; después, extendiendo de nuevo
el velo sobre su rostro, me dijiste: “Sí, hermanita; hay una cosa que os podría
curar, desde luego, a ti y a él también, si puedes encontrarla; porque los que
consultan a los médicos les llevan lo que prescriben. De modo que, te lo ruego,
busca una tola73 de semilla de mostaza negra; pero ten cuidado de no tomarlo de
ninguna casa en la que el padre, la madre, el hijo o el esclavo hayan muerto;
triunfarás si encuentras esta semilla. Así hablaste, mi Señor”. El Maestro
respondió con una sonrisa inefable: “Sí, dije esto; ¿pero encontraste la
semilla?” “Fui, Señor, apretando contra mi seno a mi hijo, que estaba frío, y
pedí en cada choza, aquí en los juncales, y a orillas de la ciudad: “Os ruego
que seáis buenos y me deis una tola de mostaza negra”. Y todos los que la
tenían me la dieron, porque los pobres son compasivos con los pobres; pero
cuando pregunté: “¿Hay por acaso, amigos míos, alguien que haya muerto antes en
lustra casa, el marido, la esposa, un hijo o un esclavo?”, respondían: “¡Oh
hermana mía!, ¿qué preguntáis? Los muertos son numerosos y los vivos son
raros”. Entonces, dándoles las gracias tristemente, devolvía la mostaza y me
iba dirigiéndome a otras personas, pero éstas me decían: “Aquí está la semilla,
pero hemos perdido a nuestro esclavo”. “Aquí está la semilla, pero mi buen
marido murió”. “Aquí está la semilla, pero el que la sembraba murió entre la
estación de lluvias y la cosecha”. “¡Ah, Señor! No he podido encontrar mostaza
en una sola casa en la que nadie hubiera muerto. Por esto dejé, bajo las viñas
silvestres, a la orilla del río, a mi hijo que quería mamar ni sonreír, y vine
a ver tu rostro, a besarte los pies y a suplicarte que me indiques dónde podré
encontrar esta semilla sin encontrar la
muerte al mismo tiempo, si a pesar de todo no ha muerto mi hijo, como lo temo,
y como me lo dijeron”. “Hermana mía —dijo el Maestro—, buscando lo que nadie
puede encontrar, encontraste este bálsamo amargo que quería darte. El que amas
durmió ayer el sueño de la muerte sobre tu seno; ahora, ya sabes tú que el
mundo inmenso llora un dolor semejante al tuyo; sufrimiento que soportan todos
los corazones se hace menos pesado para uno de ellos, ¡Mira! Derramaría yo mi
sangre si esto pudiera detener tus lágrimas, y darme el secreto de esta
maldición que hace del amor una causa de angustia, y que, a través de prados
floridos, lleva al sacrificio, como conducen a estas bestias mudas los hombres
que son sus amos. Yo busco este secreto. ¡Sepulta tú a tu hijo!” Los pastores y
el Príncipe llegaron juntos a la ciudad, a la hora en que doraba el sol con sus
rayos postreros las ondas del Sona y proyectaba grandes sombras sobre la calle
y por la puerta donde los soldados del Rey hacían centinela. Pero cuando vieron
a nuestro Señor que traía el cordero, retrocedieron los guardias, la gente
reunida en el mercado, colocó en filas sus coches; en el bazar, mercaderes y
compradores suspendieron sus locuaces regateos para contemplar este rostro
augusto; el herrero que tenía en el aire su martillo cesó de golpear, el
tejedor abandonó su trama, el escriba su rollo, el cambista su cuenta de
kauris; el toro blanco de Siva comió el arroz que nadie cuidaba; la leche
derramada corrió fuera del lota74 , mientras los lecheros veían pasar a nuestro
Señor, que tenía tan dulce aspecto, a pesar de la majestad de su marcha. Y las
mujeres, aglomeradas junto a la puerta, preguntaban: “¿Quién es este hombre que
trae el sacrificio con un aire tan lleno de gracia, y que a su paso derrama la
paz? ¿Cuál es su casta? ¿Por qué tiene ojos tan dulces? ¿Es quizás un Sakra75 o
el Devaradja76?” Y otros decían. “Es el hombre santo que habita con los Rishis
en la montaña”. Pero el Señor pasó, absorto en sus meditaciones, pensando:
“¡Ay! No tienen pastores todos mis carneros; caminan en la noche, sin guía, y
balan al aproximarse ciegamente al cuchillo de la muerte, como estas bestias
mudas que son sus hermanas”. Entonces alguien dijo al Rey: “Acaba de llegar
aquí un santo ermitaño, conduciendo el rebaño que condenaste para coronar tu sacrificio”.
El Rey se encontraba en la sala de los holocaustos. Los Brahmanes, con trajes
blancos a su lado, musitaban sus mantras, avivando el fuego, que crepitaba en
el altar colocado en el medio de la sala. Las claras lenguas de las llamas
saltaban de las maderas perfumadas, silbando y torciéndose al lamer las
ofrendas de grasa, de aromas y de jugo de soma77 alegría de Indra. Alrededor de
la pira, un arroyo espeso y lento, de color escarlata, humeaba y corría,
absorbido por la arena, pero renovado sin cesar; era la sangre de las baladoras
víctimas. Una de ellas, una cabra manchada de largos cuernos, estaba extendida,
con la cabeza atada hacia atrás con hierba mundja78; un sacerdote apoyó el
cuchillo en su cuello estirado murmurando: “¡He aquí, oh dioses terribles, el
principio de los numerosos yadjaras79 ofrecidos por Bimbisara; regocijaos de
ver correr sangre, y gozad con el humo de la carne tostada en las llamas
ardientes; haced que las culpas del Rey sean colocadas sobre esta cabra, y que
el fuego las consuma al quemarla; voy a dar el golpe fatal!”
Pero Buda dijo dulcemente: “¡No le dejéis herir, gran Rey!”
Y al mismo tiempo desató los lazos de la víctima, sin que nadie lo detuviera;
tan imponente era su aspecto. Entonces, después de haber pedido permiso, habló
de la vida que todos pueden quitar, pero no puede dar nadie; de la vida que
aman todas las criaturas y por la cual luchan; la vida, cosa maravillosa,
querida y agradable para todos, aun para los más humildes; sí, un don preciosos
para toda criatura que siente piedad, porque la piedad hace al hombre dulce
para los débiles y noble para los fuertes. Prestó a las mudas bocas de su
rebaño palabras enternecedoras para defender la causa; demostró que el hombre
que implora la clemencia de los dioses no tiene misericordia, él que es como un
dios para los animales; que a pesar de todo, cuanto tiene vida está unido por
un lazo de parentesco, y que las bestias que matamos nos dieron el dulce
tributo de su leche y de su lana, y colocaron su confianza en las manos de los
que las degüellan. Habló también de esto que los Libros Santos enseñan de una
manera cierta; a saber: que después de la muerte, algunos de nosotros se tornan
pájaros y bestias, y éstas se vuelven hombres, cambiándose la chispa viajera en
fuego purificado. Por lo mismo, el sacrificio sería un nuevo pecado, si detenía
la transmigración a la cual está destinada un alma. Nadie —agregó— puede
purificar con sangre su espíritu; si los dioses son buenos, no puede serles
grata la sangre, si son malos, no puede colocarse sobre la cabeza de una bestia
atada el peso del cabello, de los males y los errores de que personalmente se
debe responder, porque cada uno debe dar cuenta de sí mismo, según esta
aritmética invariables del universo que distribuye el bien para el bien y la
mala para el mal, dando a cada uno su medida según sus actos, sus palabras y
sus pensamientos, del que es vigilante, exacto, implacable e inmutable, y hace
que todos los futuros sean fruto de los pasados. Habló así. Con palabras tan
misericordiosas y con tal dignidad, inspirada por la compasión y la justicia,
que los sacerdotes se despojaron de sus ornamentos y lavaron sus manos rojas de
sangre, y el Rey, aproximándose, le saludó con las manos juntas. Sin embargo,
nuestro Señor continuó enseñando cuán feliz sería la tierra si todos los seres
estuvieran unidos por los lazos de la benevolencia, y no se alimentase sino de
cosas puras, sin derramamiento de sangre; los granos dorados, los frutos
brillantes, las hierbas sabrosas que brotan para todos, las apacibles aguas,
bastarían para alimentar y saciar a todo el mundo. Tanto convenció a los
sacerdotes el poder de sus nobles palabras, que ellos mismos derribaron sus
altares inflamados y arrojaron lejos el cuchillo del sacrificio. Y al otro día
fue proclamado un decreto por los pregoneros en todo el reino, y fue grabado
sobre las rocas y en las columnas, en estos términos: “He aquí la voluntad del
Rey: hasta ahora se ha dado muerte a animales para ofrecerlos en sacrificio o
para alimentarse; pero desde hoy nadie derramará la sangre de un ser vivo ni
comerá de su carne, porque sabemos ya que la vida es una, y que la misericordia
está reservada para los misericordiosos”. Tal fue el edicto promulgado, y desde
esa época una dulce paz reinó sobre todas las criaturas, el hombre, las bestias
que la sirven los pájaros, sobre estas riberas del Ganges donde nuestro Señor
predicó con una santa piedad y su dulce lenguaje. Porque también fue así de
compasivo el corazón del Maestro para todos los que poseen el soplo de la vida
pasajera y están sometidos a las mismas alegrías y a idénticas penas que
nosotros; está escrito, en efecto, en los Libros Santos, que en los tiempos
antiguos, cuando Buda vivió bajo la forma de un Brahmán, habitando la roca
llamada Munda, cerca de la ciudad de Dalid, la sequía desolaba todo el país; el
arroz moría antes de ser bastante alto para cubrir una codorniz, en los claros
de las selvas, el sol tórrido evaporaba los estanques; las hierbas se desecaban,
y todas las criaturas de los bosques vagaban en busca de subsistencia. En este
tiempo, nuestro Señor vio entre los muros ardientes de un nulah una tigresa muriéndose de hambre,
tendida sobre las piedras desnudas. El hambre encendía en sus ojos una llama
verde, su lengua seca tenía un palmo fuera; su rayada piel colgaba en anchos
pliegues sobre sus costillas, como entre las vigas se hunde un techo de paja
podrida por las lluvias, y dos cachorros gemían de hambre, chupando y estirando
sus mamas vacías de leche; mientras ella, su madre descarnada, lamía a los
cachorros que criaba con un gemido en la atraganta y un amor más fuerte que la
miseria, sofocando el salvaje rugido de dolor, sonoro como un trueno, que lanzó
apoyando en la arena su hocico hambriento. Al ver esta cruel angustia, y no
escuchando sino su inmensa compasión de Buda, nuestro Señor pensó. “Sólo hay un
medio de salvar a este asesino habitante de los bosques. Al declinar el día,
morirán estos animales faltos de alimentos; ningún corazón tendrá piedad de
esta bestia teñida con la sangre de sus víctimas, y que no está flaca sino por
que le falta sangre. ¡Veamos! Si la alimento, nadie más que yo sufrirá, ¡y cómo
puede sufrir el amor si cede aún a sus más generosos impulsos!” Al decir esto,
se quitó Buda silenciosamente sus sandalias, dejó su bastón y su cordón
sagrado80 , su turbante y su vestido, y saliendo de un matorral avanzó por la
arena, diciendo: “¡Oh madre, aquí está el alimento para ti!” Inmediatamente la
bestia que moría lanzó un grito ronco y penetrante, saltó lejos de sus
cachorros, derribó a esta víctima voluntaria, y se alimentó, lacerándole la
carne con sus garras amarillas, parecidas a curvos puñales, que bañaba en la
sangre; y el ardiente soplo del gran felino se mezcló a los últimos suspiros de
amor del intrépido Buda. Tal fue el gran corazón de Buda, largo tiempo antes de
este día en que, con su misericordia llena de gracia, hizo cesar los crueles
sacrificios en honor de los dioses. Y el rey Bimbisara, al conocer el regio
origen y las santas enseñanzas de nuestro Señor, le rogó que permaneciera en la
ciudad repitiéndole: “Tú que eres Príncipe no puedes soportar semejantes
abstinencias, tus manos están hechas para tener cetros, no para recibir
limosnas. Quédate conmigo, que no tengo hijo que gobierne, y enseña la
sabiduría a mi reino hasta mi muerte; habitarás en mi palacio, y te daré una
bella esposa”. Pero Siddartha respondió siempre de una manera invariable: Tenía
yo estas cosas, muy noble Rey, y las abandoné para buscar la verdad, que
todavía busco y buscaré siempre sin detenerme, aunque el palacio de Sakra me
abriese sus puertas y me rogaran los Devas que entrase. Quiero fundar el reino
de la Ley; parto para Gaya y sus selvas umbrosas, donde, como creo, vendrá a mí
la luz; porque esta luz no viene aquí, entre los Rishis, ni de los Shastras81 ,
ni de los ayunos sufridos hasta que el cuerpo caiga desvanecido, hambriento por
el alma. Y sin embargo, hay que esperar una luz y una verdad que descubrir. Y
seguramente ¡oh fiel amigo! Si las encuentro, tornaré y pagaré tu afecto.
Entonces el rey Bimbisara, caminó por tres veces a pasos lentos en torno del
Príncipe, se inclinó con respeto a los pies del Maestro, y le deseó que
triunfara. Después nuestro Señor partió para Uralviva, pero no fue reconfortada
todavía su alma, y su rostro estaba pálido, y estaba débil por seis años de
investigaciones. No obstante, se detuvo entre los sabios de la montaña y los
que habitaban en los bosques, entre los de Alara y de Udra, y entre los cinco
ascetas que le dijeron que está escrito claramente en las Shastras: que nadie
puede llegar más alto que el Sruti y el Smiriti82 —no, ni aun los santos más
grandes—, porque ¡cómo podría ser un mortal más sabio que el Gnana-Kand83 , que
dice que Brama es incorpóreo, que no obra, que es tranquilo, sin pasión, que no
puede calificársele, que es inmutable, y que es una existencia pura, un
pensamiento puro, una pura felicidad! O bien, ¿cómo podría ser el hombre mejor
que el Karma-Kand84 , que enseña como puede uno despojarse de la pasión y de la
actividad, romper los lazos del yo y salir así de su esfera, volverse Dios,
fundirse en el infinito divino, volar de lo falso hacia lo verdadero, de las
luchas de los sentidos a la paz eterna, donde reina el silencio? Pero el Príncipe
los escuchó sin que fuese consolada su alma.
LIBRO SEXTO VI
Si queréis ver el
sitio donde, al fin, se le apareció la luz, id al Noroeste de los Mil jardines,
en el valle del Ganges, al pie de las verdes montañas, donde brota el manantial
de los ríos Niladhan y Mohana; seguidlos a la sombra de los mahouas de anchas
hojas, y entre los breñales de sansar y de bir, hasta el lugar en que los dos
hermanos de olas brillantes se unen en el lecho de Falgu, que corre sobre
roquedas hacia Gaya y las rojas montañas de Barabar. Cerca de este río se
extiende un terreno inculto, cubierto de plantas espinosas y de montículos de
arena, llamado en otro tiempo Uruwelaya; en su término agita una selva sus
penachos y sus frondas glaucas, que se destacan sobre el cielo, y en los claros
corre un agua apacible; adornada de lotos azules y blancos y poblada de peces
alertas y de tortugas. Después se encuentra la apacible ciudad de Senani, con
techos de paja, acurrucada entre palmeras y habitada por gente sencilla
entregada a los trabajos campestres. Allí el señor Buda vivió nuevamente en la
soledad de los bosques, reflexionando en los males de la Humanidad, en los
senderos del destino, en las doctrinas de los libros, en las lecciones que le
daban las criaturas de los bosques, en los secretos del silencio de donde viene
todo, en los secretos de las tinieblas adonde vuelve todo, y en la vida que une
estos puntos extremos, semejante al arco iris tendido entre dos nubes,
soportado por la niebla y apoyado por vaporosos pilares, y que repentinamente
se desvanece en el espacio, en el que se funden sus bellos colores de zafiro,
de granate y de crisoprasa. Durante meses y meses permaneció sentado nuestro
Señor en esta selva, de tal manera sumergido en sus meditaciones, que a menudo
olvidó la hora de la comida, y al salir de sus reflexiones, prolongadas desde
al aurora hasta el mediodía, vio hacia su escudilla y tuvo que comer frutos
silvestres caídos de las ramas que estaban encima de su cabeza y que había
desprendido un mono chillón o un perico purpúreo. De este modo se marchitaba su
gracia, su cuerpo, gastado por el ardor de su alma, perdía poco a poco los
treinta y dos signos distintivos del Buda, y no se parecía al joven Príncipe,
flor de su país, que él había sido en otro tiempo, como la hoja de sal seca y marchita que rodaba a sus pies no
recordaba el retoño verde y tierno de la primavera. Ahora bien; en aquel
tiempo, extenuado el Príncipe, cayó al suelo presa de un desvanecimiento
mortal, agotado por completo, como un hombre asesinado que no respira ya y cuya
sangre cesó de circular: tan pálido e inerte estaba. Pero un pastor joven, al
pasar por allí y ver a Siddartha tendido, con los párpados cerrados y los
labios contraídos por un dolor indecible, mientras el tórrido sol del mediodía
asaeteaba con sus rayos la cabeza del Príncipe, cortó unas ramas de manzana
rosa, las unió en pila e hizo un boscaje para dar sombra a este rostro augusto.
Luego vertió entre los labios del Maestro gotas de leche caliente que exprimió
de su odre de piel de cabra, temeroso de manchar, si lo tocaba, siendo de baja
casta, a este hombre que parecía noble y santo. Pero cuentan los libros que las
ramas del árbol colocadas así prendieron bien pronto, se cubrieron de hojas, de
abundantes flores y de frutos brillantes, enlazadas y apretadas, de manera que
el boscaje se parecía a una tienda de seda levantada para un rey en la cabeza
cubierta con puntas de plata y de bolas de oro rojo. Y el joven lo adoró,
pensando que era un Dios; pero al recobrar el sentido nuestro Señor, se levantó
y pidió al pastor que le diera de beber leche en su lota. “¡Ah Señor! No puedo
dártela —respondió éste—, lo ves, soy un Sudra y mancha mi contacto”. Entonces
aquel al que honra el mundo dijo: “La compasión y la necesidad unen a todos los
seres en un lazo. No hay casta en la sangre, que con el mismo color corre en
todas las venas, ni casta en las lágrimas, que tienen un acre gusto en todos
los hombres; y el hombre no nace con la marca tilka en la frente y el cordón
sagrado en torno al cuello. El que es justo en todos sus actos se regenera, y
el comete malas acciones es vil. Dame de beber, hermano mío; cuando logre el
fin de mis investigaciones te alcanzará algún bien”. Estas palabras regocijaron
el corazón del campesino, y le dio lo que pedía. Otra vez pasó por el camino
una bandada de muchachas con vestidos bordados; eran bailarinas de nautch85 del
templo de Indra, situado en la ciudad, acompañadas de sus músicos; uno que
golpeaba sobre un tambor adornado con plumas de pavo, otro que soplaba en un
bansuli86 de sonido chillón, y otro más que tocaba una cítara de tres cuerdas.
Descendían con ágil paso por las colinas, los matizados senderos, para ir a una
alegre fiesta; las campanillas de plata repiqueteaban dulcemente en sus menudos
pies morenos y respondía el tintineo de sus brazaletes; mientras el citareda
hacía resonar sus hilos de cobre y la bailarina que iba cerca de él cantaba.
“La danza alegre comienza cuando está afinada la cítara; afina la cítara para
nosotras, ni muy alta ni muy baja, y haremos palpitar los corazones de los
hombres. “La cuerda demasiado tensa se rompe, y la música se va; la cuerda muy
floja queda muda, y la música muere; afina la cítara para nosotras, ni muy alta
ni muy baja”. Así cantaba la bayadera a los sones de la cornamusa y de las
cuerdas, revoloteando como una brillante y frívola mariposa, de claro en claro,
a lo largo del camino selvático, y no pensaba que su volandera canción resonara
en los oídos del hombre santo, sentado bajo una higuera cerca del sendero, y
sumergido en el éxtasis. Pero Buda levantó su frente augusta cuando pasó el
alocado grupo, y dijo: “Los locos dan a menudo lecciones a los sabios; quizá
tendí demasiado la cuerda de la vida, queriendo hacer oír la armonía que
salvará a los hombres; están turbios mis ojos, no obstante que ven la verdad; mi fuerza está agotada
cuando pudiera necesitar todavía de ella. Ojalá y pueda recibir el socorro que
necesito, porque si no, moriré yo, cuya vida era la esperanza de los hombres”.
En esa época vivía a orillas de este río un propietario piadoso y rico, que
poseía numerosos rebaños; amo bienhechor y amigo de todos los pobres; y la
ciudad se llamaba Senani, del nombre de su familia. Vivía feliz y tranquilo en
unión de su esposa Sudhata, la más encantadora de las jóvenes de ojos negros de
la llanura; era suave y fiel, simple y amable, de noble continente, y para
todos tenía palabras graciosas y sonrientes miradas; era, en una palabra, la
perla de las mujeres, y vivía años tranquilos de felicidad doméstica cerca de
su señor en esta apacible casa india; no tenía sino un pesar: que no hubiese
coronado la felicidad de su unión el nacimiento de un hijo hombre. Por esto
había dirigido muchas plegarias a Lukshmi87 , y muchas noches durante la luna
llena, diera nueve veces nueve vueltas en torno del gran Lingam88, ofreciéndole
arroz, guirnaldas de jazmín y aceite de sándalo, en demanda de un hijo; Sudhata
había hecho también el voto de darle al Dios de la selva, si se realizaba su
deseo, la ofrenda de un plato copioso y delicado servido en un vaso de oro,
bajo sus árboles, y tal que los labios de los Devas sintieran placer al
gustarlo. Y se había realizado su deseo, porque le había nacido un hijo
encantador, de tres meses ahora de edad, que descansaba en el seno de Sudhata,
mientras que, agradecida, se dirigía al altar del Dios de la selva, teniendo en
un brazo su sari de púrpura que envolvía al niño, la joya de su corazón, en
tanto que el otro, graciosamente doblado, mantenía sobre la cabeza el vaso y el
plato que contenían los deliciosos manjares destinados al Dios. Pero el Radja,
enviado antes de barrer el suelo y rodear el árbol con hilos escarlatas, vino a
su encuentro gritando: “¡Ah querida ama; mirad, el Dios de la selva se ha
aparecido; está sentado ahí, con las manos cruzadas sobre sus rodillas! ¡Ved
cómo brilla la luz en torno de su frente, qué dulce parece y que grandes son
sus ojos celestes! Es una buena fortuna encontrar así a los dioses”. Entonces,
pensando que era de esencia divina, Sudhata se prosternó temblando, besó la
tierra y dijo, inclinando su dulce rostro: “Me atrevería a suplicar al Ser
santo que habita este boscaje, y dispensador del bien, que fue tan compasivo
conmigo, su sierva, para agradecérseme, que aceptase nuestra pobre ofrenda,
este plato de leche blanco como la nieve o el marfil recién esculpido”. Al
decir esto, colocó los manjares en el plato de oro, y derramó en las manos de
Buda el attar, esencia de corazón de rosas, contenida en un frasco de cristal;
y él comió sin decir nada, mientras que la madre feliz se mantenía a respetuosa
distancia. La virtud de este plato fue tan maravillosa, que nuestro Señor
sintió que le volvían la fuerza y la vida, como si las noches de vigilia y los
días de ayuno sólo hubieran sido un sueño, como si su espíritu se hubiese
reconfortado al mismo tiempo que su cuerpo, y de nuevo agitara las alas, como
un pájaro que, fatigado de volar por los ilimitados desiertos se regocija al
encontrar un río para lavarse en él el cuello y la cabeza cubiertos de polvo. Y
Sudhata siguió adorando a nuestro Señor, contemplando su rostro majestuoso:
“¿Eres realmente el Dios —preguntó en voz baja—, y te agradó mi presente?” Pero
Buda dijo: “¿Cuál es este manjar que me trajiste?” “Santo personaje —respondió
Sudhata—, tomé en nuestros establos la leche de cien vacas que acababan de dar
a luz, y con esta leche alimenté a cincuenta vacas blancas, y con la leche de
éstas alimenté a veinticinco, después con la de éstas a otras doce, y por último,
con la leche de estas últimas engordé a las seis más bellas y mejores de
nuestros rebaños. Hice hervir la leche así obtenida en lotas de plata con
sándalo y especies finas, le añadí arroz, que provenía de una siembra escogida,
plantado en un campo recientemente removido, y del que cada grano, cuidadosamente
trillado, parecía una perla. He aquí lo que hice con un corazón fiel, porque
había hecho el voto de colocar bajo tu árbol una ofrenda que testimoniara mi
alegría, si daba a luz un niño, y ahora tengo a mi hijo y mi vida toda es sólo
felicidad”. Nuestro Señor levantó suavemente el velo de púrpura, y colocando
sobre la cabecita sus manos que salvan los mundos, dijo: ¡¡Qué tu felicidad sea
duradera! ¡Y que el fardo de la vida sea ligero para este niño! ¡Porque me
socorriste a mí, que no soy un Dios, sino uno de tus hermanos; fui en otro
tiempo un Príncipe, y ahora soy un viajero que noche y día busca, ha seis años
penosos, la luz que luce no sé donde, y que alumbraría las tinieblas donde se
encenagan todos los hombres, si la conociesen! Y encontraré esta luz; sí, ella
brilló ante mis ojos, gloriosa y caritativa, en el momento en que moría mi
débil carne, que restauró ¡oh hermana encantadora! este puro alimento que pasó
por varios seres para tomar fuerza vivificadora, lo mismo que pasa la vida por
varias existencias sucesivas para elevarse, tornarse más feliz y purgarse de
sus culpas. ¿Pero encontraste que la vida sola constituye una felicidad
suficiente? ¿Pueden bastar la existencia y el amor?” Sudhata respondió:
“¡Venerable Señor! Mi corazón es pequeño, y una lluvia insignificante, que
apenas humedeciera la llanura, llena la corola de las azucenas. Me basta sentir
brillar el sol de la vida en la gracia de mi esposo y en la sonrisa de mi hijo,
y hacer que reine en nuestra casa el eterno estío del amor. Transcurren
agradablemente mis días, ocupados por los cuidados de mi hogar; al levantarse
el sol me despierto para rogarles a los dioses y ofrecerles granos, cuido mi
plato de tulsi y distribuyo las bendiciones más tarde, inclina mi esposo su
cabeza en mi regazo y se aduerme con sueños felices, bajo el moviente abanico;
y al comer, a la hora del tranquilo crepúsculo, estoy cerca de él y le sirvo
pasteles. Después las estrellas encienden sus lámparas de plata para el sueño,
tras las plegarias en el templo y las conversaciones con los amigos. ¿Cómo no
había de ser feliz, estando tan colmada de bendiciones, y habiéndole dado a mi
marido este hijo cuya manecita conducirá su alma al Swarga89 cuando sea
preciso? Porque los Libros Santos enseñan que cuando un hombre planta árboles
para que den sombra a los viajeros, abre un pozo para el pueblo, y le nace un
hijo, tiene asegurada para después de la muerte. Y creo humildemente en lo que
dicen los libros, porque no soy tan sabia como los grandes sabios de los
antiguos tiempos que conversaban con los dioses, y conocían los himnos y los
sortilegios y todos los caminos de la virtud y de la paz. Pienso, pues, que el
bien debe venir del bien, y lo malo del mal —seguramente— para todas las cosas
—en todo lugar y en cualquier tiempo—; porque veo que los frutos agradables
nacen de los troncos sanos, y las cosas amargas de las plantas venenosas; veo
que la mezquindad engendra el odio, y la benevolencia la amistad, y la
paciencia la paz durante nuestra vida; y cuando haya sonado la hora de nuestra
muerte, ¿no seremos entonces tan felices como antes? Quizá lo seremos más,
porque un grano de arroz hace nacer un penacho verde ornado de cincuenta
perlas, y todas las estrelladas flores de los champaks blancos y dorados se
ocultan en estas malezas delgadas, denudas y grises. ¡Ah, Señor! Sé que tienen
que soportarse dolores que trastornan la dulce paciencia, con el rostro hundido
en el polvo. Si mi hijo muriese antes que yo, creo que me rompería el corazón,
hasta espero que se romperá, porque abrazaré entonces a mi hijo muerto, e iré
por el mundo adonde van las esposas fieles, a esperar con sumisión a mi dueño
hasta que suene su hora. Pero si la Muerte llamase a Senani, subiría a la pira,
colocaría su querida cabeza sobre mi regazo, como lo hago todos los días, y me
regocijaría cuando la antorcha hiciese brillar la llama rápida y torbellinear
el humo sofocante, porque está escrito que si una mujer india muere así, su
amor dará al alma de su esposo un millón de años en el Swarga por cada cabello
de su cabeza. ¡Por eso estoy sin temor, y por esto, santo personaje, es feliz
mi vida, aunque no olvide a las otras vidas dolorosas, pobres, débiles y
miserables, para las cuales acordaron los dioses la piedad! Pero en cuanto a
mí, trato de hacer modestamente lo que me parece bueno, y vivo obediente a la
ley, con la esperanza de que lo que llegará y debe llegar será bueno”. Nuestro
Señor dijo entonces: “Tú das lecciones a los maestros. Tu sencilla instrucción
es más sabia que la ciencia. Regocíjate de ser ignorante, puesto que así
conoces tu camino de deber y de justicia: brota como una flor, abrigando a tu
pequeñuelo bajo tu sombra; la luz demasiado viva de la verdad no está hecha
para las tiernas hojas que deben desplegarse bajo otros soles y levantar en
otras vidas hasta el cielo sus cabezas floridas. Te honro a ti que me honraste,
excelente corazón; a ti que inconscientemente conoces el camino, como la paloma
a la que hace regresar al nido el amor. Enseñas por qué hay esperanzas para el
hombre y como depende de nuestra voluntad la rueda de la vida. ¡Que yo pueda
acabar mi obra como tú realizaste la tuya! El que tomaste por un Dios te ruega
que formules este anhelo”. “Que puedas acabar tu obra”, dijo ella, mirando con
amor a su hijo, que tendía sus tiernas manos a Buda, sabiendo quizá, como saben
los niños, más cosas de las que nos imaginamos, y saludando a nuestro Señor.
Pero éste se levantó, fortificado por el puro alimento que había tomado y
dirigió sus pasos hacia un gran árbol, el árbol Bodhi90 (que desde entonces no
debía marchitarse, y debía permanecer siempre como un homenaje a la
Naturaleza). Fue bajo este follaje donde, según las órdenes del Destino, debía
aparecérsele la verdad a Buda; ahora bien, el Maestro sabía esto ya, así es que
avanzó con mesurado andar, firme y majestuoso hacia el árbol de la ciencia. ¡Oh
mundos, regocijaos; nuestro Señor llegó bajo el árbol! Cuando pasó bajo la
vasta sombra, bajo las galerías formadas de renuevos semejantes a columnas, y
bajo la cúpula de verdura brillante, la tierra consciente le honró haciendo
brotar bajo sus pies hierbas ondulantes y flores abiertas. Las ramas se
abatieron para abrigarlo, las brisas frescas, perfumadas en los senderos de
loto, vinieron del río, enviadas por los dioses de las aguas. Los grandes ojos
asombrados de los huéspedes de la selva, panteras, jabalíes y gamos, todos en
paz en esa noche, contemplaron su dulce rostro desde la caverna o desde el
matorral. La serpiente venenosa, deslizándose fuera de su fría morada, agitó su
cabeza en honor de Nuestro Señor; las mariposas agitaron sus las azulosas,
verdes o doradas, para abanicarlo; el cruel milano dejó caer su presa,
cracitando; la ardilla de rayada piel saltó de rama en rama para verlo; el
pájaro tejedor gorjeó al borde su nido movedizo; el lacerto corrió; el koil
cantó su himno; las palomas torcaces revolaron a su alrededor, hasta los
reptiles estuvieron atentos y felices. Las voces de la tierra y del aire se
mezclaron en un mismo canto, diciendo: “¡Señor y amigo! ¡Salvador que ama al
mundo! ¡Tú que venciste la cólera y el orgullo, los deseos, los temores y las
dudas, tú que te diste a ti mismo para cada uno y para todos, ve hacia el
árbol! El triste mundo te bendice, a ti que eres el Buda que apaciguará sus
dolores. ¡Ve, glorioso y venerado, gana para nosotros la postrera victoria, Rey
y gran conquistador! ¡Llegó tu hora; he aquí la noche que esperaban los
siglos!” Cayó entonces la noche, en el momento en que Nuestro Señor se sentaba
bajo el árbol. Pero el Príncipe de las tinieblas, Mara, sabiendo que allí
estaba Buda, que debía libertar a los hombres, y que había llegado la hora en
que encontraría la Verdad y salvaría al mundo, dio órdenes a todos los poderes
del mal. Entonces todos los demonios que combaten la Sabiduría y la Luz, salidos
de todos los profundos abismos, se reunieron; eran Arati Trishna, Raga y sus
rebaños de pasiones, de horrores, de ignorancias, de concupiscencia, y todos
los hijos de la obscuridad y del temor, todos odiando a Buda y tratando de
perturbar su espíritu, y nadie, aun entre los más sabios, sabe cómo esos
demonios del infierno batallaron durante aquella noche para separar la verdad
de Buda; ya en medio de los terrones de la tempestad, ejércitos de demonios
llenaban el espacio con el rodar del trueno, y cegadores relámpagos semejantes
a jabalinas que desgarraban los cielos empurpurados; ya, usando de estratagemas
y de palabras armoniosas, hacían aparecer, en medio de los quietos follajes y
del aire tibio, formas de una hermosura hechiceresca, y hacían escuchar cantos
voluptuosos y cuchicheos de amor, ya le tentaban ofreciéndole el poder; ya, con
dudas burlonas, le representaban la verdad como cosa vana. ¿Pero estos ataques
fueron exteriores y visibles, o bien luchó Buda en el fondo de su corazón
contra los espíritus crueles? Juzgad: yo transcribo lo que está escrito en los
antiguos libros. Vinieron los diez pecados capitales —eran los poderosos
aliados de Mara, los Ángeles del mal—, desde luego Attavada, el pecado del
Egoísmo, que se complace en contemplar en el universo su imagen reflejada como
en un espejo, que grita: “Yo”, y que todo pereciera cuando él sufre. “Si eres
Buda —le dijo—, deja a los otros andar a tientas en las tinieblas; te basta con
ser Tú inmutablemente; levántate y toma la felicidad de los dioses, que no
sufren ni cambio, ni zozobra, ni lucha.” Pero Buda respondió: “La justicia en
ti es menospreciable, la injustita es una maldición, ve a engañar a los que se
aman a sí mismos”. Después vino la pálida Duda, el pecado irónico, que silbó al
oído del Maestro: “Todas las cosas son ilusiones, y vana es la ciencia de su
vanidad; tú no persigues sino la propia sombra; levántate y deja estos lugares,
no hay mejor recurso que un paciente desdén, y no hay ningún socorro para el
hombre que no puede detener la rueda que siempre gira”. Pero nuestro Señor
respondió: “Nada tienes que hacer conmigo. Visikitcha91 engañadora, tú el más
sutil de los enemigos del hombre”. En tercer lugar vino lo que da su poder a
las creencias ignorantes, Silabbatparamasa la hechicera, que en muchos países
se viste con el manto de la Fe modesta, pero que engaña siempre a las almas con
ceremonias y plegarias, teniendo en sus manos las llaves que cierran los
infiernos y abren los cielos. “Tienes audacia —dijo ella—; has a un lado nuestros
libros sagrados, destrona a nuestros dioses, despuebla todos los templos y
derriba esta Ley que alimenta a los sacerdotes y sostiene a los reinos”. Pero
Buda respondió: “Lo que me pides que destruya no es sino la forma que pasa,
pero la libre verdad permanece; torna a tus tinieblas”. Después avanzó
galantemente un Tentador más atrevido: era Kama, el Rey de las pasiones, que
ejerce su imperio sobre los mismos dioses, el Maestro de todos los amores, el
Soberano del reino del placer. Vino riendo bajo el árbol, trayendo su arco de
oro, con guirnaldas de rojas flores, y las flechas del deseo, cuyas puntas son
cinco lenguas de llama clara que pican el corazón que hieren de una manera más
cruel que un dardo emponzoñado; en torno a él llegaron a estos lugares desiertos
ejércitos de hermosuras exquisitas, de ojos y labios celestes, que cantaban, en
términos voluptuosos, el elogio del Amor al son de instrumentos armoniosos e
invisibles; y era tal su encanto, que hasta la noche parecía detenerse para
escucharlas, y atentas las estrellas y la luna, detuvieron su curso, mientras
que cantaban a Buda las deliciosas perdidas, y le decían que un mortal no puede
encontrar en los tres mundos inmensos nada preferible a los senos perfumados de
la hermosa amante que se abandona, y a sus botones de rosa, rubíes del amor;
no, nada sobrepuja a la suave armonía de la forma que hace experimentar la
vista de las líneas y de los encantos de la persona amada; armonía indecible,
aunque habla de alma a alma, que hace saltar nuestra sangre y que adora y desea
nuestra voluntad, sabiendo que ahí reside lo mejor, que ése es el verdadero
cielo, donde los mortales son como dioses, creadores y soberanos, que ése es el
don de los dones, siempre renovado, y que por él pueden soportarse mil dolores.
Porque ¿Quién ha sufrido cuando lo enlazan tiernos brazos, y toda su vida se
funde en un respiro de felicidad, y tiene el mundo entero en un beso ardiente?
Ha aquí lo que cantaban con ademanes de sus lánguidas manos, con ojos
relucientes de llamas amorosas, con sonrisas seductoras; y en una danza lasciva
descubrían a medias sus caderas y sus miembros ágiles, como botones de flores
entreabiertas que manifiestan sus matices pero ocultan todavía sus corazones.
Nunca gracia más incomparable encantó los ojos como la de estas nocturnas
bailarinas, que se aproximaban al árbol, cada una más deliciosa que la
precedente, murmurando: “¡Oh gran Siddartha! Soy para ti, gusta de mi boca, y
mira si es deleitable mi juventud”. Después, como nada quebrantase el espíritu
de nuestro Señor, Kama blandió su arco mágico, y repentinamente se apartó el
tropel de bailarinas, y una forma, mucho más bella y majestuosa que todas las
demás, avanzó con el aspecto de la dulce Yasodhara. Sus negros ojos, anegados
de lágrimas, expresaban la pasión más tierna; sus brazos abiertos hacia él, se
torcían de dolor, y con suave gemido, la sombra encantadora le llamó por su
nombre, y suspiró: “¡Príncipe mío! ¡Muero por tu abandono! ¿Qué cielo
encontraste comparable al que conocimos a orillas del claro Rohini, en la casa
del Placer, donde por tu causa lloro desde hace numerosos y crueles años?
Vuelve, Siddartha, ¡oh! vuelve. ¡Al menos besa otra vez mis labios, y déjame
una vez todavía descansar sobre tu pecho y terminarán estos sueños estériles! ‘Oh!
¡mira! ¿No soy lo que amas?” Pero Buda dijo: “Por el dulce amor de la que así
imitas, sombra bella y falaz, es vana tu astucia, no te maldigo, a ti que has
tomado una forma tan querida, aunque seas como todas las apariencias
terrestres. Fúndete nuevamente en el vacío”. Entonces resonó un grito en el
bosque, y la encantadora bandada se desvaneció con sus estandartes de llama que
ondeaban junto con las telas vaporosas. Después, bajo los cielos sombríos y al
rumor de la tempestad naciente, vinieron los pecados más feroces formando la
retaguardia de los Diez: Primero Patigha, el Odio. Con serpientes enroscadas en
torno del pecho, que chupaban envenenada leche en sus mamas colgantes, y
mezclaban a las imprecaciones de él sus irritados silbidos. Produjo poca impresión
en el santo, que con una mirada de sus tranquilos ojos redujo al silencio sus
labios amargos, e hizo retorcerse alas negras serpientes, que escondieron los
colmillos. Después vino Ruaparaga, la Concupiscencia; este pecado sensual, que
en su avidez por gozar de la vida se olvida de vivir; y después de él la
concupiscencia de la gloria, Aruparana, de un carácter más noble, cuyo encanto
seduce a los sabios, que es la madre de las acciones audaces, de los combates y
de las fatigas. Vinieron en seguida el altivo Mano, demonio del Orgullo; y el
Amor propio, el adulador Uddhatcha; —y rodeado de odiosas bandas de criaturas
viles que rastreaban y voltejeaban, semejantes a sapos y murciélagos— la
Ignorancia, madre del Miedo, y la Injusticia, Avidya92, odiosa hechicera, cuyo
paso ensombreció más la noche, mientras las montañas se sacudían en sus bases,
y los vientos salvajes aullaban, y las nubes rotas, vertían la lluvia a
torrentes; las estrellas cayeron del cielo; la tierra tembló como si se hubiese
puesto fuego en sus abiertas heridas; el espacio sombrío, desgarrado por los
relámpagos, se llenó de sibilantes alas, de gritos de angustia y de aullidos de
perversas figuras que miraban, y de vastas frentes, majestuosas y terribles,
las de los Señores del Infierno, que venían a través de un millar de Limbos, y
traían sus ejércitos para tentar al Maestro. Pero Buda no puso atención, y
permaneció sentado en su actitud serena, protegido por su virtud perfecta, como
lo está una plaza fuerte por sus puertas y murallas; y el árbol sagrado, el
árbol Bodhi, también se sacudió en medio de esta tempestad, y brillaron tan
serenas sus hojas como en las noches de luna cuando ni el más leve soplo hace
caer las gotas del rocío; porque todo este clamor se enfurecía fuera del claustro
umbroso formado por sus ramas. A la tercera vigilia, la tierra quedó
silenciosa, volaron las legiones infernales, y una brisa suave sopló bajo la
luna que se ocultaba. Entonces nuestro Señor alcanzó el Samma-Sambuddj; vio,
con ayuda de la luz que brilla por encima de nuestra raza mortal, el curso de
sus existencias en todos los mundos, muy lejos, más lejos aún, y éstas
existencias eran en número de quinientas cincuenta. Así como un viajero, que
descansa en la cumbre de una montaña, contempla la tortuosa senda que siguió,
la profundidad de los precipicios, de las quiebras y los bosques tupidos que de
lejos parecen un punto negro, a través de los pantanos brillantes de un verde
engañador y de las frondas, por donde caminó agotado, si aliento; las cimas vertiginosas,
donde su planta estuvo a punto de resbalar, y más abajo las soleadas praderas,
las cascadas, las cavernas y los estanques, y a lo lejos hasta perderse la
vista, las llanuras de donde partió para alcanzar la bóveda azulada; así
también contempló Buda la larga ascensión de sus existencias sucesivas, desde
las bajas llanuras, donde es precaria la vida, hasta las cúspides más y más
elevadas, donde las diez grandes Virtudes esperan al viajero para encaminarlo
al cielo. Buda vio también cómo cada existencia cosecha lo que sembró la
precedente; cómo después de cada detención, la vida reanuda su marcha,
conservando el provecho adquirido y respondiendo de la pérdida anterior, y
cómo, en cada vida, el bien engendra más bien, y el mal un mal nuevo; porque la
muerte no hace sino detener la cuenta de la deuda o del crédito, y, por una
aritmética infalible, la suma de los méritos y los deméritos se imprime a sí
misma, exacta y justa, sin el menor error de cálculo, sobre una nueva vida que
comienza, donde son acumulados y llevados en cuenta los pensamientos y las
acciones pasados, las luchas y los triunfos, las reminiscencias y las huellas
de existencias desaparecidas. Y en la vigilia de la media noche, nuestro señor
alcanzó el Abhidkna, visión grandiosa que abarca esta esfera y las esferas
superiores innombradas, los diferentes sistemas estelares, los innumerables
soles y mundos que se mueven con regularidad maravillosa, por grupos unidos,
aunque distintos, y no forman sino un todo, aunque separados; estos mundos, que
son las islas de plata del mar de zafiro sin playas, insondables, que jamás
disminuye, y cuyas agitadas olas ruedan en la mareas incesantes del cambio. Vio
a estos reyes de la luz que retienen con invisibles lazos sus satélites y que
giran ellos mismo con obediencia alrededor de las esferas más poderosas, las
cuales a su vez están sujetas a astros más lejanos, de manera que cada estrella
envía a otra luz incesante de la vida, que va de centros siempre fuera de
lugar, hacia circunferencias infinitas. He aquí lo que reveló su visión, y vio
también el cielo y el epiciclo de todos estos mundos, y su cuenta de Kalpas y
de Mahakalpas, medidas de tiempo que nadie puede asir (aunque pudiese contar
las gotas de agua que tiene el Ganges desde su origen hasta el mar) y que
indican el término durante el cual crecen estos mundos y desaparecen, durante
el cual cada uno de estos habitantes de los cielos realiza su vida brillante, y
luego de obscurece y muere. Sakwal93, después de Sakwal, pasó revista a las
profundidades y a las cimas, transportado a través de los infinitos azules, y
observó —bajo todos los modos, en todas las esferas, bajo el movimiento de cada
globo abrasado— esta Ley invariable, que se cumple silenciosamente que quiere
que la sombra evoluciones hacia la luz, y la muerte hacia la vida; que llena el
vacío, da una forma a lo que todavía no la tiene, cambia lo bueno en mejor, y
lo mejor en perfecto, por un orden tácito que nadie da ni nadie contradice,
porque está por encima de todos los dioses, y es inmutable, inefable y
soberana; es un poder que crea, destruye y vuelve a crear, gobernando todas las
cosas según la regla de la virtud que resume en sí lo hermoso, lo verdadero y
lo útil, de manera que le opone es malo; en el que obra el gusano conforme a su
naturaleza, y el milano también, llevando presas sangrientas a sus polluelos;
la gota de rocío y la estrella brillan con idéntico fulgor y colaboran en la
obra universal, y el hombre, que vive para morir, muere para una buena causa,
si toma por guías una conducta irreprochable, y la firme voluntad, no sólo de
socorrer, sino de desviar de la evolución a todos los seres, pequeños y
grandes, que sufren el mal de la existencia . Esto es lo que vio nuestro Señor
durante la vigilia de la media noche. Pero cuando vino la cuarta vigilia,
conoció el secreto del Dolor, que pone obstáculos a la ley con la ayuda del
mal, lo mismo que humo y las escorias sofocan el fuego del orfebre. Entonces la
Dukka-Satya, la primera de las nobles virtudes, le fue descubierta, vio que el
Dolor es la sombra de la vida, que camina con ella, y que no es posible dejarlo
sino con la existencia misma, y sus diversos estados: el nacimiento, el
crecimiento, la decrepitud, el amor, el odio, el placer, el sufrimiento, el ser
y la acción. Nadie escapa a estos triples placeres y estos sufrimientos,
ocultos bajo agradables apariencias, si no posee la ciencia que le da a conocer
sus emboscadas; pero el que conoce la Avidya (la Ilusión) las esquiva, no
continúa amando la vida, sino que trata de escapar de ella. Los ojos de ella
son perspicaces, ven que la ilusión engendra Sankhara (el declive perverso) y
Vidman (la Energía), de donde vienen Namarupa cuanto sirve a este poder es
bueno, y todo lo que se (la forma individual, la personalidad, la envoltura
corpórea), que hace del hombre, con sus sentidos entregados sin defensa a la
sensación, un espejo expuesto a todas las apariencias que cruzan por su
corazón, y así crece Vedana ( la vida de los sentidos, con sus falsas alegrías
y sus penas crueles, pero que, triste o feliz, engendra Trishna (el Deseo),
esta sed que hace beber a grandes tragos a los vivos, estas ondas saladas y
engañosas sobre las cuales flotan: los placeres, las ambiciones, la riqueza, la
gloria, el renombre, la dominación, la conquista, el amor, y los majares
delicados, los vestidos magníficos, los palacios suntuosos, el orgullo del
nacimiento, la concupiscencia, y la lucha por la vida, y los frutos de esta
lucha, unos dulces y otros amargos. De este modo la sed de la viña se engañan con
bebidas que aumentan la sed; pero el sabio extirpa a Trishna de su alma, y no
alimenta largo tiempo de falsas apariencias sus sentidos; acostumbra a su
espíritu firme a no buscar, a no luchar, a no hacer daño y a soportar con
resignación los males causados por sus pasados errores, hace morir de hambre a
sus pasiones, de este modo la suma de la vida completa, el Karma, este total del alma, formado de sus actos y
pensamientos anteriores, este Yo que tejió ella con la trama imperceptible del
tiempo sobre la cadena de los hechos invisibles, su resultado en el universo se
torna puro y sin pecado. Entonces, o bien no tiene necesidad de encontrar su
cuerpo y un lugar, o bien pule la nueva forma que toma en una nueva existencia,
de tal manera, que sus nuevos sufrimientos se vuelven más y más ligeros, hasta
desaparecer, y así llega el fin del Sendero. Se ha librado de todos los engaños
de la tierra y todos los Skandhas94 de la carne, ha roto sus lazos (Upadanas),
y no está obligado ya a volver sobre la Rueda, está despierto y satisfecho,
como un hombre al que se arranca una pesadilla. En fin, más grande que los
reyes, más feliz que los dioses, ve terminarse la dolorosa decrepitud de la
existencia, y una nueva existencia, que no es ya la vida, comienza para él; es una
calma inefable, un gozo indecible, es el NIRVANA bendito, este reposo sin
pecado y sin turbación, esta cambio que no cambia nunca. Repentinamente
apareció la aurora alumbrando la victoria de Buda. Los primeros fuegos del día
radioso brillaron por el Oriente, a través de los pliegues que formaban las
negras tapicerías de la noche. Muy alto en el azul que se desplegaba, palidecía
el brillo argénteo de las estrellas del pastor, mientras sus claridades
rosadas, más y más brillantes, rayaban el gris del cielo. A lo lejos, las
umbrosas montañas vieron al gran sol antes de que se despertara el mundo, y
cubrieron de púrpura sus coronas; el soplo tibio de la Mañana, descendiendo
sobre las flores, abrió uno por uno sus tiernos párpados. La encantadora Luz,
avanzando a pasos rápidos, rasó las hierbas cuajadas de rocío y cambió en
claras joyas las lágrimas de la Noche, cubrió la tierra con un radioso fulgor,
bordó con franjas de oro a las nubes tempestuosas, que huían, doró los penachos
de las palmeras, que se inclinaban en alegres zalemas; asaeteó con rayos de oro
las florestas, con su varilla mágica tocó el río, que parecía que arrastraba
rubíes, fue a encontrar en las malezas los dulces ojos de las gacelas, y les
dijo: “Es de día”, besó en los nidos las cabecitas ocultas bajo las alas,
murmurando: “Hijos, admiraos de la luz del día” Entonces comenzaron las
antífonas de los pájaros. El aflautado canto del koil, el himno del ruiseñor,
el “mañana, mañana” del abigarrado zorzal, el trino de los colibríes, que
volaban para encontrar la miel antes que salieran las abejas, el cracitar del
cuervo sombrío, el grito penetrante del perico, los golpes del “pico verde”, el
canto del maina, el zureo de amor perpetuo de las torcaces. Y tan benéfica fue
la influencia de esta aurora augusta que apareció con la victoria, que después
y a lo lejos se esparció una paz desconocida en las moradas de los hombres. El
asesino ocultó su cuchillo, el ladrón abandonó su botín, el sharaff95 dio la
cuenta exacta de las monedas, todos los corazones ruines se volvieron buenos,
los que eran buenos se tornaron mejores, cuando el bálsamo de esta aurora
divina se derramó sobre la tierra. Los reyes que guerreaban tuvieron una
tregua, los enfermos se levantaron riendo de sus lechos de dolor, los que
agonizaban sonrieron como si supieran que esta alba feliz hubiera brotado de
los manantiales más lejanos que los horizontes del Este. Y el corazón de la
triste Yasodhara abandonada, sentada cerca del lecho del príncipe Siddartha, se
sintió inundado de una repentina felicidad, y le pareció que su amor no podía
engañarla y que su aflicción inmensa terminaría con un gran júbilo. Y el mundo
fue tan feliz, sin saber la causa, que por encima de los desiertos desolados se
oyeron vagos cantos de alegría, modulados por los Pretas y los Buthis sin
cuerpo96 que presentían la victoria de Buda; y los Devas en el aire exclamaron:
“¡Todo concluyó, todo concluyó!” Y los sacerdotes se encontraban en las calles
con el pueblo asombrado, contemplando estos dorados esplendores que abrasaban
el cielo, y dijeron: “Sucedió algo grande”. Y en el ran97 y el juncal, reinó
ese día la amistad entre las criaturas; el gamo retozó sin temor cerca del
lugar donde la tigresa amamantaba sus cachorros; las tchitas98 abrevaron en el
estanque al lado de los corzos, las liebres morenas corretearon bajo la roca
donde el águila acariciaba son su pico cruel el ala perezosa; la serpiente
calentó al sol su piel con reflejos de carbúnculos y escondió sus colmillos
mortales; el milano dejó pasar al pinzón, ocupado en hacer su nido; los
alciones de color de esmeralda ensoñaban, en tanto que los peces jugueteaban
cerca de ellos, y el abejaruco no cazaba, aunque las mariposas purpúreas,
azules o ambarinas revolaban en bandadas; así se hizo sentir el espíritu de nuestro
Señor entre los hombres, los pájaros y las bestias, en tanto que bajo el árbol
Bodhi meditaba, árbol célebre por la victoria alcanzada para todos los hombres
y alumbrado por una luz más deslumbradora que la del día. Por fin, radioso,
rejuvenecido y fuerte, se levantó bajo el árbol, y en voz alta dijo estas
palabras destinadas para ser escuchadas por todos los tiempos y en todos los
mundos: “Habité muchas moradas de la vida, buscando siempre al que construyó
estas prisiones de los sentidos llenos de aflicción, y mi combate incesante fue
penoso. “¡Pero desde ahora, a Ti, constructor de estos tabernáculos, a Ti te
conozco! No construirás ya estos muros que contiene el sufrimiento, no
levantarás ya la techumbre de tus artificios ni colocarás nuevas vigas sobre la
arcilla: ¡Tu casa está destruida, y su principal sostén roto! ¡Es la ilusión
quien la construyó! “Desde ahora voy a caminar sin cesar para alcanzar la
liberación”.
LIBRO SÉPTIMO VII
El pesar agobiaba al rey Sudhodana durante estos largos
años, y en medio de su corte de señores Sakyas añoraba la voz y la presencia de
su hijo; el pesar agobiaba también a la dulce Yasodhara, que durante estos
largos años no conoció ninguna de las alegrías de la vida, estando viuda de su
señor y Amo. Y cada vez que había oído hablar de un anacoreta que había sido
visto en países lejanos por camelleros pastores, o por mercaderes que el cebo
de la ganancia condujera por apartados senderos, los mensajeros del Rey partían
y regresaban, contando que habían visto santos ascetas solitarios y sin morada;
pero no se tuvo nueva ninguna del que había sido el coronamiento de la raza
pura Kapilavastu, la gloria y la esperanza de su monarca y el único amor de la
dulce Yasodhara, y que, a pesar de todo, partiera lejos, olvidoso, muy
cambiado, acaso muerto. Pero un día de la estación Vasanta99 , cuando las yemas
argentadas brillaban sobre los manglares y toda la tierra estaba revestida de
un manto primaveral, la Princesa estaba sentada cerca del claro río del jardín,
cuyo brillante cristal guarnecido de lotos, reflejaba tan a menudo en los
tiempos felices ya pasados, sus manos enlazadas y sus labios unidos en un beso.
Sus párpados estaban fatigados por las lágrimas, sus tiernas mejillas
enflaquecidas, la graciosa curva de sus labios contraída por el dolor; sus
cabellos de brillantes reflejos estaban ocultos y anudados como los usan las
viudas, no traía ningún adorno, y ninguna joya prendía su vestido de duelo
tosco y blanco cruzado sobre su pecho. Sus piececitos delicados se movían
lentamente y con pena; ellos, que en otro tiempo tenían la agilidad de los de
la gacela y la ligereza de la hoja de rosa, cuando la voz amante de su esposo
la llamaba. Sus ojos, esas lámparas del amor, que en otro tiempo eran como
rayos del sol brillante en el seno de la profunda obscuridad, opacos ahora y
vagando al acaso, apenas de daban cuenta de las maravillas de la naciente
primavera, tan bajos tenía los párpados sedosos. En una de las manos tenía un cíngulo adornado de
perlas, el de Siddartha, que guardaba como un tesoro desde la noche de su
partida. —¡ Ah noche cruel, madre de los días de la aflicción! ¿Qué amor fue
tan implacable para el amor como aquel que desdeñó reducirlo a los límites de
la vida?— Con la otra mano conducía a su hijo, un niño de hermosura divina,
prenda dejada por Siddartha; se llamaba Rahula, y tenía entonces siete años.
Caminaba alegremente al lado de su madre, con el corazón regocijado al ver
abrirse sobre el mundo las floraciones primaverales. Se detuvieron cerca de los
estanques cubiertos de lotos, y Rahula, riendo a sus reflejos, arrojó arroz a
los peces azules y rojos; y ella, mirando a las grulla de rápido vuelo,
suspiró: “¡Oh criaturas aladas! Si en vuestros viajes veis el sito donde mi
amado Señor está oculto, decidle que Yasodhara está lista para morir a una
palabra de su boca, a una caricia de su mano”. Mientras la madre suspiraba y
jugaba el niño, algunas damas de las corte vinieron y le dijeron: “Gran Princesa,
entraron por la puerta del Sur unos mercaderes de Hastinpur, llamados Tripusha
y Bhaluk, hombres de importancia, que vienen de las playas del mar tempestuoso,
y que traen maravillosos tejidos bordados de oro, hojas flameantes de acero
dorado, vasos de cincelado cobre, marfiles, especias, hierbas y pájaros
desconocidos, tesoros de los pueblos lejanos; pero traen uno que sobrepuja a
todos, porque vieron a Él, a tu Señor, a nuestro Señor, la esperanza de todos
los países, ¡Siddartha! Le han visto cara a cara, y lo han adorado inclinando
sus frentes hasta el polvo, y le ofrecieron presentes; porque se volvió, como
estaba predicho, un Revelador de la Sabiduría, honrado por todo el mundo santo
y prodigioso, un Buda que ha liberado a todos los hombres, y salva a todas las
criaturas con dulces palabras y una compasión inmensa como el cielo, y he aquí
que viene él hacia estos lugares, a juzgar por lo que dicen”. Entonces la
sangre Yasodhara saltó alegremente en sus venas, como las aguas del Ganges
cuando comienzan a fundirse las primeras nieves en la montaña; se levantó,
batió las manos y rompió a reír con los ojos bañados en lágrimas; —“¡Oh! —gritó
ella—. Hacedles venir de prisa cerca de mi purdah100, porque mis oídos tienen
sed, como una garganta seca, de beber sus nuevas benditas. Introducidles y
decidles que si es exacto, llenaré sus cinturones de tanto oro y piedras
preciosas, que los envidiarán los reyes; venid también vosotras, mis damas,
porque tendréis en esta ocasión recompensas, si los presentes pueden expresar
el reconocimiento de mi corazón”. Llegaron los mercaderes al palacio del Placer
y adelantaron a pasos lentos por sus dorados senderos, con los pies desnudos,
en medio de las jóvenes que los miraban, y se maravillaron de los esplendores
de esta corte, Cuando llegaron tras el purdah escucharon una voz tierna y llena
de ansiedad, trémula y melodiosa, que dijo: “Venís de muy lejos, hermosos
Sires, y habéis visto a mi Señor, y lo habéis adorado, porque se tornó un Buda
adorado por el mundo entero, santo y libertador de los hombres, y está en
camino hacia estos lugares. ¡Hablad! Porque si es así, seréis los amigos de mi
casa, bien venidos y amados”. Tripusha respondió: “Vimos a este Maestro
sagrado, ¡oh Princesa! Nos prosternamos a sus pies, porque el que era un
Príncipe se tornó más grande que el Rey de los reyes. Bajo el árbol Bodhi, a
orillas del Falgu, se realizó por él la obra que debe salvar al mundo, por él,
el Amigo y el Príncipe de todos los hombres, que es tuyo sobre todo, noble
dama, cuyas lágrimas le valieron al mundo el consuelo de la palabra del
Maestro. ¡Escucha! Se encuentra bien, como un hombre que está por encima de
todos los males, exceptuado como un Dios
de todas las miserias terrenas, radioso de la Verdad que acaba de aparecer,
dorado y deslumbrador. Cuando pasa de ciudad en ciudad, predicando los nobles
medios que conducen a la paz, los corazones de los hombres siguen su camino,
como se juntan las hojas al soplo del viento o como el ganado sigue al que
conoce dónde están los pastos. Nosotros mismos escuchamos con respeto, cerca de
Gaya, en el verde bosque Tchirnika, su boca maravillosa. Estará aquí antes de
las primeras lluvias”. Así habló y Yasodhara, sofocada de alegría, apenas pudo
responder. “¡Sed felices ahora y siempre, dignos amigos que traéis buenas
nuevas! Pero en cuanto a esta grande obra, ¿sabéis cómo se realizó?” Entonces
Bhaluk contó, según el decir de la gente del valle, esta noche terrible de
luchas, cuando se obscureció el aire con sombras diabólicas, tembló toda la
tierra y las aguas se hincharon a la cólera de Mara, Dijo también que
espléndida apareció el alba radiosa con las esperanzas que nacían para los
hombres, y cómo fue encontrado el Señor regocijándose bajo su árbol. Pero, dijo
él, durante muchos días el fardo de la liberación descansó sobre su corazón
como un lingote de oro, porque era preciso hacerlo escapar a todos los
tormentos de la duda para llevarlo sin daño a las riberas de la Verdad; porque,
como pensó Buda, los hombres que aman sus pecados y se engríen con los engaños
de los sentidos y beben en mil fuentes del error, no tienen entendimiento para
ver ni energía para romper el lazo carnal que los ata, ¿cómo podrían conocer
las doce Nidanas101 y la Ley liberatriz, cuya novedad les espanta, lo mismo que
el pájaro enjaulado se aleja de la puerta abierta? No habremos gozado de las
ventajas de la victoria, si en esta tierra sin refugio, Buda que encontró el
camino, la hubiese juzgado demasiado ardua para los pies de los mortales y
hubiese pasado sin ser seguido por nadie. Así, pues, nuestro Señor, en su
compasión, reflexionó; pero en este momento resonó una voz tan desgarradora
como el grito del alumbramiento, como si la tierra gimiese; “Seguramente
estamos perdidas mis criaturas y yo”. Luego, después de un silencio, el viento
del Oeste murmuró esta imploración: “¡Oh Ser poderoso, permite que sea
divulgada tu gran Ley!” Entonces el Maestro demoró en las criaturas sus
miradas; vio que eran las que debían escuchar la Ley y las que debían
esperarla, lo mismo que el sol ardiente que dora los lagos cubiertos de lotos
ve cuáles botones están próximos a abrirse a sus rayos y cuáles los que aún no
salen de sus tallos; entonces dijo sonriendo divinamente: “Sí, voy a predicar;
que los quieran escucharme aprendan la Ley”. Después —dijeron— atravesó las
montañas que fue a Benarés, donde instruyó a los Cinco, mostrándoles como deben
ser destruidas la vida y la muerte, y cómo el hombre no sufre otro destino que
el que se creó por sus acciones pasadas, ni otros infiernos que el que él se
hace, que ningún cielo está bastante elevado para aquellos que vencieron sus
pasiones. Esto aconteció el décimoquinto día de Vaishaya102, en pleno mediodía,
y esa noche hizo luna llena.
Entre los Rishis, Kaundinya el primero adquirió las cuatro
Verdades y entró en el Sendero, y después de él Bkadraka, Asvadith, Basava,
Mahanama; luego, en el parque de los gamos, el príncipe Yasad y cincuenta y
cuatro gentiles-hombres, sentados a los pies del Buda, escucharon la palabra
bendita del Maestro, le adoraron y le siguieron; porque la paz y la ciencia de
la era nueva abierta a los hombres nacieron en los corazones de todos los que
le escucharon, como brotan la verdura y las flores cuando salta el agua en una
llanura sabulosa. Estos sesenta discípulos —siguieron diciendo— fueron enviados
por nuestro Señor para enseñar la Ruta después de que hubieran aprendido a
dominarse y estuvieron libres de sus pasiones; por lo que hace al que honra al
mundo, dejó el parque de los gamos e Isipathan para ir hacia el Sur, a Yashti,
y en el reino del rey Bimbisara, donde predicó durante numerosos días; después
que fueron convertidos el rey Bimbisara y su pueblo, aprendieron la Ley del
Amor y las reglas de la vida. Y dio él al Maestro (después de verter agua en
las manos de Buda)103 el Jardín de los bambúes, llamado Weluvana, donde se
encuentran ríos, cavernas y claros deliciosos, y el Rey colocó allí una piedra
en la que hizo grabar esta inscripción: “Los efectos y la causa de la vida,
Tathagata104 nos lo enseñó claramente, lo que libra del mal de la vida, nuestro
Señor nos lo hizo saber”. Y en este jardín —dijeron— hubo una gran asamblea,
donde el Maestro enseñó la sabiduría y el poder, ganando todas las almas que le
escuchaban, de tal modo, que novecientas personas vistieron el traje amarillo,
semejante al del Maestro, y propagaron su Ley, y he aquí el precepto por el
cual termina: “El mal aumenta las deudas que tienen que pagarse, el bien
liberta y paga; evita el mal, haz el bien; conserva tu imperio sobre ti mismo.
Tal es la Ruta”. Cuando hubieron terminado de hablar de él, la Princesa los
recompensó con presentes y cumplimientos más preciosos que las joyas: “¿Pero
por qué camino pasa mi Señor?, preguntó ella. Los mercaderes dijeron: WA
sesenta vodhans de los muros de la ciudad, en dirección de Radhagriha donde el
sendero fácil pasa por Sona y las montañas. Nuestros bueyes, que hacen ocho
koss por día, llegan en un mes”. Al saber esta nueva, el Rey envió
gentiles-hombres de su corte de caballeros en soberbios corceles, nueve mensajeros
separados, y cada embajador estaba encargado de decir: “El rey Sudhodana,
envejecido por los siete años, durante los cuales estuvo privado de ti no cesó
de buscarte; ruega a su hijo que vuelva a tomar posesión del trono y del pueblo
de este reino que suspira después de él, por el temor de morir antes de haber
visto nuevamente tu rostro”. Yasodhara envió también nueve caballeros
encargados de decirle: “La Princesa de tu casa, la madre de Rahula, desea
ardientemente ver tu rostro como el grávido corazón de las caléndulas suspira
por la luna, como los pálidos botones de asokas aguardan el pie de una
mujer105; si encontraste más de lo que habías perdido, ella reclama su parte,
la de Rahula, pero sobre todo te reclama a ti”. Los Señores Sakyas partieron
apresuradamente, pero aconteció que cada uno de ellos entró en el Jardín de los
bambúes a la hora en que Buda enseñaba su Ley; y cada uno al escucharle, se
olvidó de hablar, no pensó más en el Rey y su mensaje ni en la triste Princesa;
no tuvieron miradas sino para el Maestro, sus corazones seducidos estuvieron
suspensos de los labios sagrados, que murmuraban palabras llenas de compasión y
de autoridad, perfectas, puras y que iluminaban todas las cosas. ¡Ved! Como una
abeja robando para su colmena, que ve mogras en abundancia y siente esparcido
en el aire su exquisito perfume, no piensa en que está ya plena de miel; no le
da cuidado que caigan la noche o la lluvia, es preciso que sacie su instinto
sobre estas flores deliciosas y beba su néctar, así estos mensajeros, uno
después de otro, escuchando los discursos del Buda, descuidaron el objeto de su
viaje, y olvidados de todos los demás, se mezclaron al auditorio del Maestro.
Por esto envío el Rey a Udayi, el más grande personaje de la corte y el más
fiel, que había sido el compañero de juegos de Siddartha en días más felices:
éste atravesando el Jardín, se tapó los oídos con copos de algodón; escapó así
al peligro sublime de estos lugares, y repitió el mensaje del Rey y de la
Princesa. Entonces nuestro Señor abatió dulcemente su cabeza, y dijo delante de
la multitud congregada: “Seguramente iré; es mi deber y es mi voluntad; que
nadie omita reverenciar a los que dieron la vida, de donde viene el medio de no
vivir ya ni de morir, sino de llegar sano y salvo al Nirvana bendecido, si se
observa la ley, si se libra uno de pasados errores, sin añadir nuevos, y si se
alcanza el amor perfecto y la caridad que inspira el amor. Decidle al Rey y a
la Princesa que me pongo ya en camino para ir a encontrarlos”. A esta nueva el
pueblo de Kapilavastu la blanca y de los contornos se preparó para recibir a su
Príncipe. En la puerta del Sur se levantó un brillante pabellón con pilares
enguirnaldados de flores y tapicerías de seda roja y verde bordadas de oro; se
alfombraron los caminos con ramas olorosas de nim y de mango, y se regaron
opulentamente muhsukhs106 de esencias de sándalo y jazmín en el polvo, y
flotaron las banderas; y el día en que llegaría, una orden previno cuántos
elefantes de haudas107 de plata y de dorados colmillos debían alinearse frente
al vado; dónde redoblarían los tambores para anunciar la llegada de Siddartha,
adónde saldrían a su encuentro los señores para saludarlo, y en qué lugar
debían arrojar las flores las bayaderas, danzando y cantando, de modo que su corcel
se hundiese hasta las corvas en las rosas y las balsaminas, y que los senderos
estuviesen bellos, y la ciudad vibrara a los sones de la música y la alegría
ruidosa. Tal fue la orden dada, y cada uno escuchó atentamente para oír el
primer sonido del tambor que anunciaba su llegada. Pero Yasodhara, deseosa de
preceder a los demás, fue en su litera hasta los muros de la ciudad, en el
lugar en donde se levantaba el brillante pabellón. Alrededor se extendía un
magnífico jardín, llamado Nigrodha, sombreado por datileros, de verdes
penachos, recientemente arreglado, de aspecto risueño, con sus senderos
tortuosos y sus cuadros de frutos y flores; porque la ruta del Sur se dilataba
de un lado guarnecida por árboles floridos, y del otro por chozas del barrio donde
vivían, fuera de las puertas de la ciudad, las gentes de baja casta, pueblo
pobre y paciente, cuyo contacto sería una grave mancha para el Kshatrya y el
sacerdote de Brama. Esta gente también esperó con ansiedad, levantándose antes
de la aurora para ver el horizonte, para treparse a los árboles y escuchar
desde allí el lejano bramido de los elefantes o el sonido del tambor de la
pagoda, y como nadie venía, se pretendían arreglar modestos adornos en honor
del Príncipe, barriendo los umbrales de sus puertas, desplegando banderas,
ensartando acanaladas hojas de higuera para hacer guirnaldas, limpiando el
Lingam, cubriendo con follajes nuevos el arco de triunfo de la ciudad, ya
marchito, y preguntando sin cesar a los viajeros si se había encontrado algún obstáculo
en el camino el gran Siddartha. La Princesa los miró con sus hermosos ojos
lánguidos, y como ellos exploraba el camino del Sur, como ellos aguzaba el oído
para oír si los transeúntes daban nuevas
de la ruta. Sucedió que vio ella a un hombre que se aproximaba a pasos lentos,
con la cabeza rasurada, sobre la espalda un vestido amarillo, y en torno de la
cintura el manto de los eremitas, y que tenía en la mano una escudilla en forma
de calabazo que tendía un momento a la puerta de cada choza, recibiendo
limosnas con admirable muestras de agradecimiento, y continuando su camino sin
un reproche cuando nada se le daba. Le seguían dos hombres vestidos con el
traje amarillo, pero el que llevaba la escudilla parecía tan majestuoso, tan
respetable, esparcía a su paso una impresión tan imponente y seducía a tal
grado a todo el mundo con sus dulces ojos de Santo, que al tenderle sus
limosnas los moradores le miraban con respeto, y algunos se prosternaban con
adoración, y otros iban a buscar nuevos dones, lamentando ser pobres, de manera
que poco a poco los niños, los hombres y las mujeres caminaban tras sus huellas
cuchicheando: “¿Quién es? ¿Quién? ¿Cuándo ha tenido un Rishi este aspecto?”
Pero cuando llegó con su lento paso cerca del pabellón, se levantó repentinamente
la puerta de seda, y Yasodhara, sin velo, se cruzó en su camino gritando:
“¡Siddartha! ¡Señor!” con los ojos brillantes y las manos juntas; después cayó
soñando sollozando a sus pies y permaneció así. Más tarde, cuando la afligida
Princesa fue internada en el noble sendero y alguien suplicó a Buda que le
dijese por qué habiendo hecho voto de renunciar a toda pasión humana y al
contacto, suave como una flor y conquistador, de las manos de la mujer, había
soportado este abrazo, el Maestro dijo: “El más grande como el más pequeño
están sujetos al amor, aunque el primero se eleva a alturas más serenas. Poned
cuidado en que ninguna alma liberada de los lazos hiera a las almas todavía
atadas con la ostentación de su libertad. Sois tanto más libres cuanto vuestra
libertad fue adquirida por la paciencia y los suaves procedimientos de la
sabiduría. Tres eras de largas pruebas llevan a los Bodhisats108 —que serán los
guías y salvadores de este mundo obscuro— a la liberación: la primera es la
firme Resolución; la segunda la de la Tentativa, y la tercera la de la
Nominación. ¡Ved! Viví en la era de la resolución, deseando el bien, buscando
la sabiduría, pero mis ojos estaban sellados. Contad los granos de este campo
de higueras, y esos años hace que fui Ram, un mercader de la costa meridional,
situada frente a Lanka, donde se ocultan las perlas. En estos tiempos remotos,
Yasodhara vivía conmigo en nuestra ciudad a orillas del mar, era encantadora
como hoy, y tenía por nombre Lukshmi. Recuerdo que partí a un viaje para ganar
nuestra vida, porque nuestra casa era pobre y humilde. Ella, con lágrimas
ardientes, me suplicó que no partiese y que no afrontara los peligros de la
tierra y el mar. “¿Cómo podrá abandonar el amor al que ama?”, gimió ella, Sin
embargo, partí, intentando la aventura; pasé el estrecho, y después de
tempestades y de pruebas, después de una lucha encarnizada con las criaturas
del abismo y de incesantes sufrimientos, buscando en el mar le arranqué una
perla brillante como la luna, tal, que los reyes se desprenderían de sus
tesoros para poseerla. Luego regresé gozoso a las montañas; pero el hambre
asolaba el país, caí enfermo de inanición en mi viaje de vuelta, y con gran
trabajo llegué a mi morada, ocultando en mi cinturón esta joya pura del mar.
Pero tampoco allí había alimento, y en el umbral, aquella por la que había
penado tanto —más que por mí mismo— yacía muda, próxima a morir, falta de un
poco de grano. Entonces grité: “Si alguien tiene grano aquí, he aquí el precio
de un reino por una existencia. Dadme alimento para Lukshmi y tomad mi perla
brillante como la luna”. A estas palabras, un vecino trajo el resto de su
provisión, tres seres de mijo, y tomó la joya maravillosa. Pero
Lukshmi vivió y suspiró, volviendo a la vida: “¡Ah! Me amas en efecto”. Cambié
mi perla a propósito en esa vida, para reconfortar un corazón y un espíritu
abatidos; pero estas perlas puras, mis últimas conquistas, arrancadas a una ola
más profunda —las doce Nidanas y la ley del Bien— no pueden ser cambiadas ni
empañadas, y deben alcanzar su hermosura perfecta dándolas por nada. Porque lo
que un hormiguero es al lado del monte Merú, lo que es el charco de agua
formado por el rocío de paso de un corzo saltador en comparación de los mares
infinitos, fue mi don de otro tiempo en comparación de lo que ahora he hecho.
Así, el amor, vuelto más vasto una vez libre de las ataduras de los sentidos,
fue muy sabio cediendo a un corazón más débil, y de este modo, los pies de la
dulce Yasodhara lo condujeron a la paz y a la felicidad, siendo guiados
tiernamente”. Pero cuando supo el Rey que había llegado Siddartha rasurado,
cubierto con el lúgubre traje de los mendigos y tendiendo una escudilla para
recoger los restos de la pitanza de la gente de baja casta, un pesar rencoroso
expulsó el amor de su corazón. Tres veces escupió la tierra, se arrancó la
plateada barba y salió precipitadamente, mientras los cortesanos temblaban a su
paso. Montó, frunciendo las cejas, en su caballo de guerra, le hundió las
espuelas, e inflamado de cólera corrió a través de las avenidas y de las
calles, llenas de una multitud sofocada de asombro, que apenas pudo decir: “¡El
Rey! ¡Prosternaos!”, antes que hubiese pasado el ruidoso galope de su corcel.
Al dar vuelta al muro de la pagoda, desde donde se veía la puerta del Sur,
encontró a una gran multitud que obstruía el paso y aumentaba sin cesar,
siguiendo a Siddartha, cuya serena mirada se cruzó con la del viejo Rey. Y la
cólera de éste desapareció cuando Buda fijó sus ojos llenos de dulzura y de
respeto en las cejas fruncidas de su padre; luego los bajó y se arrodilló ante
él con noble humildad. Porque se enterneció al ver al Príncipe, al
comprenderlo, la percibir la gloria celeste que coronaba su frente y esa
majestad que hacía caminar tras sus huellas a todos los hombres en medio de un
silencio respetuoso. Sin embargo, el Rey dijo: “¿Es posible que el gran
Siddartha torne furtivamente a su reino vestido de harapos, rasurado, con
sandalias y mendigando su alimento a las gentes de baja casta, él, cuya vida
era la de un Dios? ¡Hijo mío! ¡Heredero de este espacioso imperio y heredero de
reyes, que con sólo batir las manos podías hacerte traer por servidores
solícitos cuanto puede producir la tierra! Debías llegar con los honores
propios de tu rango, rodeado de chispeantes lanzas y del rumor de hombres y
caballos. ¡Mira! Todos mis caballos están acampados en el camino, y toda mi
ciudad espera a las puertas, ¿dónde moraste durante estos malos años, mientras
tu padre gemía bajo su corona y tu esposa vivía aquí como las viudas,
renunciando a todas las alegrías, no escuchando jamás los cantos y la música,
sin ponerse nunca su traje de fiesta, hasta ese día en que, cubierta con su
vestido de oro, vino a recibir a su esposo mendicante, vestido con pingajos
amarillos? ¿Por qué hiciste esto hijo? “Padre mío —respondió Buda—, es la
costumbre de mi raza”. “Tu raza —replicó el Rey— cuenta cien tronos desde Maha
Sammat, pero nunca una acción como esta”. “No hablo de mi línea mortal —dijo el
Maestro—, sino de la descendencia invisible de los Budas, pasados y futuros.
Soy uno de ellos, y lo que hicieron lo hago yo, y lo que ahora sucede aconteció
otras veces; en otro tiempo, Un Rey, cubierto con su armadura, vino también a
la puerta de su ciudad para recibir a su hijo, un Príncipe vestido como un
ermitaño, y este Salvador predestinado de los mundos, superior por su amor y su
imperio sobre sí mismo a los reyes más grandes por su omnipotencia, se
prosternó, como lo hago ahora, y ofreció su amor y humildad a aquel hacia el
cual estaba ligado por una deuda de ternura, las primicias del tesoro que había
traído, por esto os las ofrezco ahora”. Entonces el Rey, sorprendido, preguntó:
“¿Qué tesoro?” Y el Maestro tomó suavemente la mano real, y continuó su camino
a través de las calles y el pueblo respetuoso, teniendo a su lado al Rey y a la
Princesa, y dijo cosas que infundían paz y pureza, estas cuatro nobles Verdades
que contienen toda la sabiduría, como las playas contienen los Océanos; dijo
las ocho Reglas, con la ayuda de las cuales, cada uno, monarca o esclavo,
puede, si lo quiere, seguir el Sendero perfecto que contiene cuatro Tiempos y
ocho Preceptos, con ayuda de los cuales, los que viven, poderoso o miserables,
sabios o ignorantes, deben tarde o temprano, escapar a los ciclos de la vida y
alcanzar el Nirvana bendito. Llegaron así a la entrada del palacio, Sudhodana
con la frente desarrugada, bebiendo las palabras benéficas y llevando en la
mano la escudilla de Buda, mientras una luz nueva iluminaba los ojos
encantadores de la dulce Yasodhara y secaba sus lágrimas; y esa noche entraron
en la Vía de la Paz.
LIBRO OCTAVO VIII
Una vasta pradera se extiende a orillas del rápido Kohana,
en Nagara; hay que viajar durante cinco días en carretas de bueyes al Nordeste
para ir de Benarés, la ciudad de las pagodas, a este lugar. Los nevados picos
del Himalaya dominan este país que todo el año está cubierto de flores y de
boscajes, cuya verdura mantienen las aguas del río; sus pendientes son suaves,
y frescas sus perfumadas sombras, y un soplo de salud, a pesar de todo, reina
todavía en estos sitios; el viento de la tarde rasa los espesos matorrales y la
aglomeración de piedras rojas esculpidas, hendidas por las raíces y las ramas
de las higueras cubiertas de un velo movedizo de hierbas y de follaje. La
serpiente silenciosa se desliza fuera de los artesonados de laca y cedro que se
desmoronan y desenrolla sus anillos brillantes en las losas de mármol
perforado; el lacerto corre por los estrados de mosaico donde caminaron los
reyes; el zorro gris halla seguro asilo bajo los tronos rotos; solamente los
picachos, el río, las praderas en declive y las ligeras brisas no han cambiado.
Todo lo demás, desapareció, porque allí se levantaba la ciudad de Sudhodana y
la colina donde una tarde de crepúsculo de azul y oro el señor Buda se sentó
para enseñar la Ley a los suyos que le escuchaban. En los Libros Sagrados
leeréis cómo reunidos en este sitio encantador —que en otro tiempo fue jardín,
con senderos en cuesta, fuente, estanques, terrazas rodeadas de rosas y circundadas
de alegres pabellones y de palacios con fachadas magníficas— se sentó el
Maestro, dominando a la multitud respetuosa que esperaba con recogimiento se
abriesen sus labios para enseñarles esta sabiduría que hizo dulce nuestra Asia;
y cuatro mil lakhs de almas pueden testificar lo que aconteció aquel día.
Estaba sentado a la derecha de Rey y de los Señores Sakyas; Anauda, Devadatta y
toda la corte se agruparon en círculo a su alrededor; detrás se encontraban
Seryut y Mugallán, los primeros de los dulces hermanos de traje amarillo que
formaron su virtuosa compañía. Entre sus rodillas, Rahula sonreía, fijando sus
ojos de niño, asombrados, en el rostro imponente de su padre, mientras a sus
pies estaba sentada la dulce Yasodhara, libertada de los tormentos del corazón,
y presintiendo este amor feliz que no se
alimenta con la ayuda de los sentidos efímeros, esta vida que no conoce la
vejez y esta muerte bendita, la última de todas, que viene cuando la Muerte
está muerta, la victoria de Siddartha y la suya. Colocó ella su mano entre las
de Buda, y su sari plateado cubrió los pliegues del amarillo traje de su
esposo, siendo la persona más querida para aquel cuya palabra esperan los tres
mundos. No puedo dar ni siquiera una débil idea de la espléndida lección, que
salió de los labios de Buda. Soy un escriba que llegó tarde, que ama al Maestro
y a su amor por los hombres, narro su leyenda, sabiendo que era sabio, pero que
no tiene bastante ingenio para hablar sin la ayuda de los libros cuyos
caracteres borró el tiempo e hizo obscuro el antiguo sonido, que fuera en otro
tiempo nuevo y poderoso y persuadiera a todos los hombres. Conozco una parte de
este gran discurso que pronunció Buda en este dulce crepúsculo indio; se
también que está escrito que los que lo escucharon fueron muchos más numerosos
que los que pueden verse; fueron lakhs y miríadas, todos los Devas y los
espíritus de los muertos se aglomeraron allí, porque los cielos estaban vacíos
hasta la séptima zona y los sombríos infiernos más recónditos abrieron sus
barreras, además, la luz del día se retardó más allá de su hora acostumbrada,
alumbrando con su rosada luz los picachos atentos, de manera que parecía que
escuchaba en los valles y el día sobre las montañas, sí, está escrito que la
noche se detuvo entre ellos como una doncella del cielo herida por repentino
amor; las nubes ondulosas eran sus trenzados cabellos; las estrellas, las
perlas y diamantes de su corona; la luna su diadema, y las profundas tinieblas
su vestidura. Era su soplo contenido que venía en brisas perfumadas sobre las
llanuras, mientras predicaba nuestro Señor; y cuantos lo escucharon
—extranjeros, esclavos de alta o baja casta, la sangre arya o mletcha110 o
habitantes de los juncales— creían escuchar su lengua natal. Y además de esta
multitudes de grandes y pequeños que se aglomeraron a orillas del río, las
bestias, los pájaros y los reptiles, está escrito —sintieron el amor universal
de Buda y acogieron las promesas de sus palabras compasivas, como sus vidas—,
aprisionados en la forma de un mono; de un tigre; de un gamo; de un oso
hirsuto; de un chacal; de un lobo; de un milano devorador de carroñas; de
torcaces gris perla o de un pavo real vestido de pedrerías, de un sapo encogido
o de una manchada serpiente; de un lacerto; de un murciélago o hasta de un pez
que hendía las aguas del río, alcanzaron dulcemente los dinteles de la
fraternidad con el hombre, que tiene menos inocencia que estos animales; y con
muda alegría aprendieron que estaban rotos los lazos de su servidumbre, mientras
Buda hablaba de esta manera ante el Rey: “¡Om, Amitaya! No trates de medir con
palabras lo Inconmensurable, ni de hundir la sonda del pensamiento en lo
Impenetrable. El que interroga se engaña, el que responde se engaña. ¡No dice
nada! “Los libros enseñan que las tinieblas existían antes que todas las cosas,
y Brahma meditaba sólo en la noche; no contemplaba Brahma ni el origen, ni él
ni ninguna luz pueden ser vistos con ojos mortales, ni conocidos con ayuda del
espíritu humano, uno después de otro se levantarán los velos tras los primeros.
Los astros siguen su curso y no preguntan. Basta que la vida y la muerte, la
alegría y el dolor permanezcan, así como la causa y el efecto, y el curso del
tiempo, y la marejada incesante de la existencia, que, siempre cambiante, corre
sin interrupción como un río cuyas olas se suceden, lentas o rápidas, las
mismas aunque diferentes, desde su lejano manantial hasta el mar donde se
vierten. El mar, evaporándose al Sol, restituye las pequeñas ondas perdidas,
bajo la forma de nubes ligeras que chorrearán de lo alto de la montaña, y
correrán de nuevo, sin tregua y sin reposo. Esto basta para comprender las
apariencias, los Cielos, las Tierras, os Mundos y los cambios que los modifican, rueda poderosa que gira,
movida con ahínco por la lucha y la fuerza sin que nadie pueda detenerla ni ir
en sentido inverso de su movimiento. ¡No supliquéis! ¡No se iluminarán las
tinieblas! ¡No pidáis nada al silencio, porque no puede hablar! ¡No atormentéis
por piadosos sufrimientos vuestros espíritus afligidos! ‘Ah! Hermanos,
hermanas, no esperéis nada de los dioses implacables, ofreciéndoles himnos y
dones, no pretendáis conquistarlos con sacrificios sangrientos; no los
alimentéis con frutos y pasteles; hay que buscar nuestra liberación en nosotros
mismos; cada hombre se crea su cárcel, cada uno tiene tanto poder como los más
poderosos; porque para todas las Potencias que están encima, alrededor y debajo
de nosotros, como para las criaturas de carne y todo lo que vive , el cato es
el que hace la alegría o el sufrimiento. Lo que fue trae lo que es, y lo que
será, peor o mejor, el último para el primero, el primero para el último; los
Ángeles de los cielos bienaventurados recogen los frutos de su pasado santo;
los demonios en los mundos inferiores llevan la pena de las acciones malas que
en otro tiempo cometieran; nada dura; las bellas virtudes caen en ruinas con el
tiempo; así como los pecados inmundos se purifican. El que penó como esclavo
para volverse más tarde un príncipe, gracias a sus virtudes benéficas y a los
méritos que adquirió; el que fue Rey puede vagar sobre la tierra harapiento, a
causa de las cosas que hizo y de las que omitió hacer. Podéis elevar vuestro
destino por encima del de Indra, y hundirlo más bajo que el del gusano de la tierra
o el átomo, miríadas de existencias terminan en el primer resultado; miríadas
de otras en el segundo. Sólo que, mientras gira la rueda invisible, no hay ni
paz, ni tregua, ni parada; el que asciende puede caer, el que cae puede
ascender; los rayos giran incesantemente. “Si estuvieseis sujetos a la rueda
del cambio sin que hubiese medio de romper vuestras cadenas, el corazón del Ser
libre sería maldito, el Alma de las cosas sería un cruel dolor. ¡Pero no estáis
atados! El Alma de las cosas es suave; el corazón del Ser tiene una paz
celeste; la voluntad es más fuerte que el dolor; lo que era bueno se torna
mejor, y después excelente. Yo, Buda q, Buda, que lloré todas las lágrimas de
mis hermanos, yo, cuyo corazón fue roto por el dolor del mundo entero, río y
soy feliz, ¡porque he aquí la Libertad! ¡Oh! ¡Vosotros, los que sufrís, sabed
que sufrís por vosotros mismos! Ningún otro os excita u os retiene para haceros
vivir o morir, y haceros gritar sobre la rueda y abrazar sus rayos de agonía,
sus llantos de lágrimas, su cubo de nada. ¡Escuchad, os voy a mostrar la
Verdad! Más bajo que le Infierno, más alto que el Cielo, más distante que las
estrellas más lejanas, más allá de la morada de Brahma, hay un Poder estable y
divino, que existe antes del comienzo y que no tendrá fin, eterno como el
espacio y seguro como la certidumbre, que se mueve hacia el bien y no sufre
sino sus propias leyes. Es el que hace florecer los rosales, su arte es el que
fabrica las hojas de los lotos; bajo el suelo obscuro y en las simientes
silenciosas, es él quien teje el ropaje de la Primavera; he aquí su colorido en
las nubes gloriosas y sus esmeraldas en la cola del pavo real; los astros son
sus moradas, la luz, el viento y la lluvia sus esclavos, él hace salir de las
tinieblas el corazón del hombre, y del huevo obscuro el faisán de cuello
alaciado; siempre en obra, hace amable lo que no era sino cólera y destrucción.
Los huevos grises en el nido del colibrí dorado con sus tesoros, las células
hexagonales de la abeja son sus vasijas de miel, la hormiga tiene sus
preceptos, y los conoce bien la paloma blanca. Despliega las alas del águila
que levanta su presa a su arbitrio; hace regresar a la loba cerca de sus
lobeznos; encuentra alimento y amigos para los seres que nadie ama. Nada le repugna
ni le detiene; ama todo; hace brotar la dulce leche en el seno de las madres;
hace fluir también las gotas blancas que destilan los colmillos de las
serpientes. Regula la armonía de los globos en marcha por la bóveda infinita
del cielo; oculta en los abismos de la tierra el oro, las sardonias, los
zafiros y las lazulitas. Elaborando sin cesar sus misterios, se oculta en los verdes claros de
las selvas y alimenta plantas extrañas al pie de los cedros, inventando hojas,
flores y briznas de hierba; mata y salva, sin otro fin que realizar el Destino;
la Muerte y el Dolor son las lanzaderas de su oficio, y el Amor y la Vida los
hilos. Hace y deshace, corrigiendo todo; lo que ejecutó es mejor que lo que
existía antes; la obra maestra que proyectó se perfecciona lentamente bajo sus
manos hábiles. Tal es su obra sobre las cosas que veis, pero las cosas
invisibles tienen más importancia; los corazones y los espíritus de los
hombres, los pensamientos de los pueblos, sus caminos y sus voluntades están
sometidos también a la gran Ley. Invisible, os socorre con sus manos benéficas,
no se le oye, y sin embargo, habla más fuerte que la tempestad, La piedad y el
amor son la herencia del hombre, porque una larga violencia modeló la masa
ciega. Nadie puede menospreciarlo, quien le desobedece pierde, quien le sirve
gana, retribuye el bien cubierto por la paz y la felicidad, el mal oculto por
los sufrimientos. Ve en todo lugar y percibe todo; sed justo, él os
recompensará, sed injusto, él os recibirá el salario merecido, aun cuando el
Dharma111 tardará en hacerse sentir. No conoce ni la cólera ni el perdón; sus
medidas son de una precisión absoluta, su balanza es infalible, el tiempo no
existe para él, juzgará mañana o largo tiempo después. Gracias a él, el asesino
se hiere con su propia arma, el juez injusto pierde su defensor, la lengua
falaz condena su mentira, el ladrón rapaz y el expoliador dan el producto de
sus rapiñas. Tal es la Ley que se mueve hacia la Justicia, que nadie puede
evitar o detener, su corazón es el Amor, su fin es la Paz y la Perfección
exquisita. ¡Obedeced! “Los libros dicen verdad, hermanos míos; la vida de cada
hombre es el resultado de sus existencias anteriores; los errores pasados traen
los disgustos y los sufrimientos, el bien pasado aporta la felicidad. Recogéis
lo que sembrasteis. ¡Ved este campo! El sésamo fue sésamo y trigo el trigo. El
silencio y la sombra lo saben, ¡así nace el destino del hombre! Viene a
cosechar tanto sésamo o trigo como el que sembró en una existencia anterior, y
tantas hierbas malas y venenosas que enferman a él y a la tierra dolorosa. Si
trabaja bien, arrancándolas y plantando en su lugar semillas benéficas, el
suelo será fecundo, hermoso y puro, y será rica la cosecha. Si el que vive,
aprendiendo de dónde viene el dolor, lo sufre pacientemente, esforzándose en
pagar las viejas deudas adquiridas por sus antiguas faltas, practicando siempre
el Amor y la Verdad, sin causarle mal a nadie, purga completamente de mentira y
de egoísmo su sangre, sufriendo todo con mansedumbre y no devolviendo sino
perdones y bien para las ofensas; si a cada día se vuelve más compasivo, santo,
justo, amable y sincero, y arranca el deseo de todos los lugares donde se
aferra con raíces sangrientas, hasta que el amor de la vida termine; si obra así,
a su muerte comienza una nueva existencia que es como la suma de su yo, una
cuenta detenida de su existencia, cuyos males son muertos y pagados, y cuyo
bien, reciente o lejano, está vivo y poderoso, de tal manera, que también
recoge los frutos. Un hombre así no tiene necesidad de lo que llamamos vida; lo
que ha comenzado en él es la eternidad; realizó su destino humano. No padecerá
ya tormentos, no lo mancharán ya los pecados, el sufrimiento de las alegrías y
los dolores terrenos no turbarán ya su paz eterna, y las muertes y las
existencias no recomenzarán para él. Entra en el Nirvana. No forma más que uno
con la Vida, y sin embargo, no vive; es bienaventurado, porque cesó de ser.
¡Om, mani padmé, om!112 ¡La gota de rocío se pierde en el seno del mar deslumbrante!
“Tal es la doctrina del Karma. ¡Aprended! Sólo cuando
desaparecieron todas las escorias del pecado, sólo cuando la vida muere como
una llama agotada, la muerte muere completamente en ella. No digáis: “Soy”,
“fui” o “seré”. No penséis que pasáis de una habitación de carne a otras como
viajeros que recuerda u olvidan que estuvieron bien o mal alojados. La suma de
las existencias anteriores, que constituye la última, torna nuevamente en el
universo; construye su morada como el gusano de seda el capullo que lo
encierra, toma su substancia y sus funciones, como el huevo de la serpiente,
durante la incubación, toma sus escamas y sus colmillos, como las semillas de
los empenachados arbustos vuelan encima de las rocas, de las tierras gredosas y
los arenales, hasta que encuentran el pantano propicio y se multiplican. Lo
mismo acontece para el ser feliz o desgraciado, Cuando la muerte hiere al
asesino cruel, sus fragmentos impuros y ensangrentados vagan llevados por
vientos brumosos y pestilentes. Pero cuando el hombre bueno y justo muere,
soplan suaves brisas; el mundo se torna más hermoso, como un río del desierto
que desaparece repentinamente para reaparecer en seguida brillando con fulgor
más puro. Así el mérito adquirido hace alcanzar una era más venturosa, que está
más alejada para el demérito; sin embargo, es preciso que esta Ley de Amor
reine soberanamente sobre el mundo entero antes de las Kalpas se terminen.
¿Cuál es el obstáculo? ¡Hermanos míos! Es la obscuridad, que esparce la
ignorancia, la que os extravía y os hace tomar las apariencias como realidades
y os inspira el deseo ardiente de poseerlas, y cuando las tenéis, os atan a las
concupiscencias, que causan vuestros dolores. Vosotros que queréis seguir el
camino del centro, trazado por la clara Razón y aplanado por la dulce Quietud,
vosotros que queréis conocer el camino elevado del Nirvana, escuchad las cuatro
nobles Verdades: “La primera Verdad es la del Dolor. ¡No os dejéis engañar! La
vida que amáis es una larga agonía; sólo quedan sus penas, sus placeres son
como pájaros que brillan y vuelan. Sufrimiento del nacimiento, sufrimiento de
los días desesperados, sufrimiento de la ardiente juventud y de la edad madura,
sufrimiento de los fríos y grises años de la vejez y sufrimiento final de la muerte;
he aquí lo que llena vuestra lastimosa existencia. El amor es una cosa dulce,
pero las llamas fúnebres deben besar los senos sobre los cuales descansáis y
los labios a los que unís los vuestros. Valerosa es la virtud guerrera, pero
los buitres desgarran los miembros del jefe y del Rey. La tierra es magnífica,
pero todos los huéspedes de sus selvas conspiran para su muerte recíproca, en
su sed de vivir; los cielos son de zafiro, pero los hombres hambrientos, por
más que gritan, no hacen caer una gota de agua. Preguntad a los enfermos, a los
afligidos, preguntad al que claudica apoyado en su bastón, solo y extraviado:
“¿Amas la vida?” Y os dirán que el niño tiene razón al llorar desde que nace.
“La segunda Verdad es la Causa del Dolor. ¿Qué sufrimiento viene de sí mismo y
no del Deseo? Los sentidos y los objetos percibidos se encuentran y se enciende
la viva chispa de las pasiones; así se inflama Trishna, concupiscencia y sed de
las cosas. Os aficionáis desatinadamente a sombras, os ilusionáis con sueños, plantáis
en medio un falso yo, y establecéis a su alrededor un mundo imaginario. Estáis
ciegos para las claridades supremas, sordos para las voces de las brisas más
suaves que vienen de más alto que el cielo de Indra, mudos para los reclamos de
la verdadera vida que conserva el que desechó la vida engañosa. Así vienen las
luchas y las concupiscencias que hacen reinar la guerra en el mundo, así sufren
los pobres corazones engañados y corren las lágrimas amargas, así cruzan las
pasiones, las envidias, las cóleras y los odios; así los años crueles, con los
pies rojos de sangre, siguen a los años manchados de carnicerías. Por esto, ahí
donde debería brotar el grano se extiende la hierba birán con su mala raíz y
sus flores venenosas; con trabajo, las buenas simientes encuentran suelo
propicio donde puedan caer y brotar. Y el alma se va, saturada de emponzoñados brebajes, y Karma
renace con un deseo ardiente de beber de nuevo; excitado por los sentidos, el
Yo fogoso comienza otra vez y cosecha nuevos desencantos. “La tercera Verdad es
la Cesación del Dolor. La paz es la que debe vencer al amor del Yo y el apego a
la vida, arrancar de los pechos la pasión de raíces profundas y calmar la lucha
interior; así está satisfecho el amor de estrechar a la eterna hermosura; se
tiene la gloria de ser dueño de sí mismo y el placer de vivir por encima de los
dioses; se poseen riquezas infinitas, porque se amasa el tesoro de los
servicios prestados, de los deberes cumplidos con caridad, de las palabras
benévolas y de la vida pura, no se perderán estas riquezas en el curso de la
existencia, y ninguna muerte las despreciará. Entonces desaparece el Dolor,
porque cesaron la Vida y la Muerte; ¿cómo puede alumbrar la lámpara cuyo aceite
se consumió? La vieja cuenta cargada de deudas está liquidada, la nueva está en
blanco; así alcanza la felicidad el hombre. “La cuarta Verdad es la Vía. Está
abierta, amplia y unida, accesible a todos los pies, desembarazada y vecina al
Noble Sendero Óctuple, que va recto a la paz y el refugio. ¡Escuchad! Numerosas
huellas conducen a estos picos gemelos cubiertos de nieve, en torno de los
cuales se enredan las nubes doradas; trepando por las pendientes suaves o
escarpadas se llega a las cimas donde aparece otro mundo. Los que tienen
miembros vigorosos pueden afrontar el camino recto y peligroso que va
directamente por el flanco de la montaña; los débiles están obligados a dar
rodeos por caminos más largos, descansando en muchos lugares. Tal es el Sendero
Óctuple que conduce a la paz; camina por alturas más o menos abruptas. El alma
animosa se apresura, el alma débil se atrasa, todas alcanzarán las nieves
bañadas de sol. “La primera práctica buena es la Doctrina recta; caminad con el
temor de la Dharma, evitando toda ofensa; pensad en el Karma que hace el destino
del hombre, y gobernad vuestros sentidos. “La segunda es la Intención recta.
Tened buenos sentimientos para todo lo que vive; sofocad en vosotros la
malevolencia, la avidez y la cólera, de tal manera que vuestras existencias se
asemejen a las suaves brisas que pasan. “La tercera es el Lenguaje recto.
Vigilad vuestros labios como si fueran las puertas de un palacio habitado por
un Rey; que todas vuestras palabras sean tranquilas, francas y corteses, como
si estuviera presente su Majestad. “La cuarta es la Conducta recta. Que cada
una de vuestras acciones ataque una falta o ayude a crecer un mérito; como se
ve el hilo de plata a través de las cuentas de cristal de un collar, dejad que
el amor aparezca a través de vuestras buenas acciones. “Hay cuatro rutas más
elevadas. Pero sólo pueden seguirlas los pies que no hollarán más las cosas
terrestres; son la Pureza recta, el Pensamiento recto, la Soledad recta y el
Éxtasis recto. ¡No pretendas volar hacia el sol almas cuyas alas no tienen
plumas todavía! ¡El aire de las regiones inferiores es suave, y los
instrumentos domésticos a los que estás acostumbrada no son peligrosos!
Solamente los seres vigorosos pueden abandonar el nido que cada uno se
construye. El amor de la mujer y del niño son preciosos, lo sé; la amistad y
los entretenimientos de la vida son agradables; las caridades amables de una
vida virtuosa son útiles; sus temores, aunque falsos, están anclados
sólidamente. Vivid así los que estáis obligados; haced de vuestra debilidad una
escala de oro; elevaos, por la práctica diaria de estas apariencias, hasta las
verdades más dignas de ser amadas. Así llegaréis a más serenas cumbres,
ascenderéis más fácilmente, encontraréis menos abrumador el peso de vuestras
culpas y adquiriréis una voluntad más firme para quebrantar los lazos de los sentidos, entrando en el Sendero. El que
comienza de este modo alcanza el Primer Grado, conoce las Nobles Verdades y la
Ruta Óctuple, tarde o temprano alcanzará la morada bendita del Nirvana. “El que
llega al Segundo Grado, emancipado de las dudas, las ilusiones y la lucha
interior, dueño de todas las concupiscencias y libertado de los sacerdotes y de
los libros, no tendrá que vivir sino una existencia. “Más allá se encuentra el
Tercer Grado; allí, el espíritu majestuoso se ha vuelto puro, se ha elevado
hasta el amor de todos los seres y a la paz perfecta. Está terminada la vida y
destruida la cárcel de ella. Pero algunos sobrepasan seguramente a todo lo que
es vivo y visible, para alcanzar el fin supremo por el Cuarto Grado, el de los
Santos —los Budas— de almas inmaculadas. ¡Ved! Como enemigos crueles,
degollados por un guerrero, los diez Pecados yacen en el polvo a lo largo de
estos Grados: desde luego, el Egoísmo, la falsa Fe, la Duda, el Odio y la
Concupiscencia. El que venció a estos cinco pecados franqueó tres de los cuatro
Grados; pero quedan todavía el Amor de la vida sobre la tierra, el Deseo del
cielo, el Amor propio, el Error y el Orgullo. Como el que permanece en estas
cimas nevadas sólo tiene por encima de él el azul infinito, así el hombre,
cuando mató estos últimos pecados, llegó a la zona del Nirvana. Los dioses
colocados debajo de él, lo envidian; la ruina de los Tres mundos no lo
alteraría; para él toda vida está vivida, todas las muertes están muertas; no
le construirá el Karma nuevas moradas. No buscando nada, posee todo; su Yo
desaparece y se funde en el universo; si algunos enseñan que el Nirvana es la
cesación del ser, decidles que mienten. Si algunos enseñan que el Nirvana es
vivir, decidles que se engañan, porque no saben nada a este respecto, ignoran
qué luz brilla encima de sus lámparas rotas, y que la felicidad está fuera de
la vida y del tiempo. ¡Entrad en el Sendero! ¡No hay peor dolor que el Odio, ni
sufrimiento como el de la Pasión, ni engaño como el de la Sensación! ¡Entrad en
el Sendero! Ya está muy avanzado el que aplasta con los pies su pecado
preferido. ¡Entrad en el Sendero! ¡Allí manan las fuentes benéficas que aplacan
cualquiera sed, allí florecen las inmortales flores que tapizan alegremente todos
los caminos! ¡Allí se apresuran las horas más ligeras y más dulces! “El tesoro
de la Ley es más precioso que las joyas, su dulzura es superior a la de la
miel; sus delicias sobrepasan a cualquiera comparación. Para vivir así,
escuchad bien las Cinco Reglas: “No matéis, sed compasivos, y no detengáis en
su camino ascendente al ser más ínfimo. “Dad y recibid libremente, pro no le
toméis a nadie sus bienes por avidez, por medio de la violencia o el fraude.
“No levantéis falsos testimonios, no calumniéis, no mintáis; la verdad es la
expresión de la pureza interior. “Evitad las drogas y las bebidas que turban el
espíritu, iluminad vuestros espíritus, purificad vuestro cuerpo; no hagáis uso
del jugo del Soma. “No toquéis a la mujer de vuestro vecino y no cometáis
pecados carnales ilegítimos y contra la Naturaleza”. Después habló el Maestro
de los deberes para con los padres, los hijos, los camaradas, los amigos
enseñando cómo los que no pueden quebrantar desde luego las estrechas cadenas
de los sentidos, cuyos pies son muy débiles para escalar el camino más abrupto,
deben ordenar su vida carnal de tal modo que aquí abajo todos sus días
transcurran irreprochables y en la realización de obras caritativas; que
intente sus primeros pasos mal seguros en el Sendero Óctuple, que vivan puros,
humildes, pacientes, compasivos, que amen a todos los seres como a sí mismos;
porque lo que es malo es el resultado del mal cometido en el pasado, y lo que
es bueno proviene del bien anterior. Dijo que, obrando de este modo, el hombre
se libra del Yo y socorre al mundo; que así se vuelve más feliz en la vida
siguiente, pasa a un ser más perfecto. Después narró lo que sigue: largo tiempo
antes, cuando nuestro Señor se paseaba cerca de Radhagrija, en el bosque de
bambúes, un día, al despuntar la aurora, vio al jefe de una familia Singala
que, después de haberse bañado, saludaba a la tierra con la cabeza descubierta,
al cielo y a los cuatro puntos cardinales, arrojando con ambas manos arroz
blanco y rojo. “¿Por qué te inclinas así, hermano mío?”, preguntó el Maestro.
“¡Es la regla, Señor! —respondió. Nuestros padres nos enseñaron que a cada
aurora antes de ponerse a trabajar, hay que conjurar el mal que viene del cielo
que nos cubre, de la tierra que está bajo nuestros pies y de todos los vientos
que soplan”. Entonces, aquel al que honra el mundo, dijo: “No riegues arroz,
sino ofrece a todos pensamientos y actos de amor, a tus padres mirando hacia el
Este de donde viene la luz; a tus maestros, volviéndote al Sur, de donde vienen
ricos presentes, a tu mujer y a tus hijos, mirando al Oeste, donde brillan
tiernos y apacibles colores y donde acaban todos los días; a tus amigos, a tus
parientes y a todos los hombres, mirando hacia el Norte, a los seres más
humildes, inclinándote a la tierra; a los Santos; a los Ángeles y a los muertos
bienaventurados, contemplando el cielo, así se evitarán todos los males, y
habrás, como conviene, honrado las seis direcciones principales”. Pero a los
suyos, a los revestidos con la túnica amarilla, a los que, como águilas en su
despertar, vuelan con desdén del valle bajo de la vida, y llevan su ímpetu
hacia el sol, a éstos les enseñó las Diez Observancias (el Dasa-Sil); dijo que
un asceta de conocer las Tres Puertas y los Triples Pensamientos, los Séptuples
Estados del Alma, los Quíntuples Poderes, las Ocho grandes Puertas de la
Pureza, los Modos de la Inteligencia Idhi, Upeksha, las Cinco Grandes
Meditaciones, que son un alimento más dulce que el Amrit para las almas santas;
los Sjhanas y los Tres principales Refugios; enseñó también a los suyos cuáles
deben ser sus habitaciones, cómo deben vivir libres de los lazos del amor y la
riqueza, lo que deben comer, beber y llevar, tres vestidos sencillos de color
amarillo y de tela cosida, dejando al descubierto la espalda, un cinturón, una
vasija y un colador113. Estableció también las sólidas bases de nuestro Sangha,
esta noble orden del traje amarillo, que existe todavía en nuestros días para
salud del mundo. Habló así toda la noche, enseñando la Ley, y nadie sintió que
el sueño cerrara sus ojos, porque cuantos le escucharon se regocijaban con una
alegría infatigable. El mismo Rey, cuando terminó el sermón, se levantó de su
trono, y con los pies desnudos se inclinó profundamente ante su hijo, besó la
orla de su túnica y le dijo: “Acéptame, hijo mío, como el más humilde y el
último de tus compañeros”. Y la dulce Yasodhara, por completo feliz entonces,
exclamó: “¡Bienaventurado! Da en herencia a Rahula el tesoro real de tu
palabra”. Y de este modo entraron en el Sendero estas tres personas. Aquí
concluye lo que escribí, yo que amo al Maestro a causa de su amor hacia
nosotros. Sé poco y dije pocas cosas sobre el Señor y las Vías de la Paz.
Durante cuarenta y cinco años continuados indicó estas vías en muchos países y
en muchas lenguas, y dio a nuestra Asia esta luz que brilla siempre y que
conquista el mundo por el soplo de su gracia poderosa. Todo esto está escrito
en los Libros Santos, así como los lugares donde aconteció y los emperadores
que hicieron grabar sus dulces palabras en las rocas y las cavernas114, y cómo
—cuando se cumplieron los tiempos— el Buda, el gran Tathagata, murió como un
hombre, en medio de los hombres, habiendo terminado su obra; y cómo millares y
millares de lakhs de personas han seguido después el Sendero que conduce adonde
él se fue, al Nirvana, donde mora el Silencio. ¡Oh, Señor Bendito! ¡Oh poderoso
liberador! Excusa la debilidad de este escrito que te hace conocer mal, porque
con débil inteligencia mide tu amor sublime. ¡Oh! Tú que nos amas, Hermano,
Guía, Lámpara de la Ley, me refugio en tu nombre y en Ti. Me refugio en tu Ley
del Bien. Me refugio en tu Regla. ¡Om, el rocío brilla sobre el loto!
¡Levántate, gran Sol! ¡Levanta mi hoja y mézclame a la onda! ¡Om, mani padmé,
om! ¡Se eleva la aurora, la gota de rocío se pierde en el seno del mar
deslumbrador!
1 comentario:
Ah Emanuel por su cumpleaños: Amado amigo toma este texto como un regalo por tu cumpleaños, siempre esperando el día en que tus acciones dejen de proyectar sombras https://www.youtube.com/watch?v=m5ajU6-EI8k
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