Biodramaturgia para mi Rey
CAPITULO XIV VUELTA DEL MONO DE LA MENTE AL CAMINO DE LA
VERDAD Y DEL BIEN. LA DESAPARICIÓN DE LOS SEIS BANDIDOS
La Mente es Buda y
Buda es la Mente; ambos poseen la misma importancia. Quien llega a comprender
que no existen ni objetos ni mente está en posesión del dharmakaya de la
auténtica inteligencia. El dharmakaya carece de forma y se manifiesta bajo la
apariencia del brillo de una perla, en el que todo está contenido. El auténtico
cuerpo es el que carece de él y la forma más real es la que no tiene ninguna.
No existen ni la forma, ni el vacío, ni la nada, ni el ir, ni el volver, ni el
darse la vuelta, ni la igualdad, ni lo contrario, ni el ser, ni el no-ser, ni
el dar, ni el recibir, ni el desear. Todo el universo y el reino de Buda caben
en un solo grano de arena; en la mente y el cuerpo se contiene todo el cosmos.
Para llegar a conocer en profundidad todo esto, es preciso someterse a
Sakyamuni y renunciar a todo obrar.
Para esto rey mío para alcanzar esta iluminación es
necesario que tomes conciencia de Shakespeare
Así como el Bhagavad-gītā
guarda todo el secreto del dharma, la biblia nos da el misterio Pascual revelando
el espíritu absoluto, las obras de Shakespeare nos dan el espíritu revelado,
por esto si vamos a preparar una biodramaturgia tenemos que ir al maestro y
aprehender de él, si bien nuestro arte no es el de la representación teatral ya
que lo nuestro es alterar y contra alterar sistemas, lo que se devela en esa
alteración es el teatro loco , el teatro enfermo de este mundo:
Maps to the Stars ―conocida como Mapa a las estrellas en México y Polvo de estrellas en el resto de Hispanoamérica― es un ¿drama satírico? de 2014 dirigida por David Cronenberg, y protagonizada por Julianne Moore, Mia Wasikowska, John Cusack, Robert Pattinson, Olivia Williams, Sarah Gadon y Evan Bird.34 El guion fue escrito por Bruce Wagner, quien redactó una novela titulada Dead Stars basada en el libreto de esta película,
después de que el plan inicial para hacer la película con Cronenberg fracasara.56
Argumento
Agatha (Mia Wasikowska)
llega a Los Ángeles y emplea a Jerome (Robert Pattinson),
un conductor de limusina, para que la lleve al sitio en donde era la casa
anterior de la estrella infantil Benjie Weiss (Evan Bird). Agatha tiene quemaduras
severas en su cara y cuerpo, y es notable la cantidad de medicación que usa.
Benjie visita a una niña en el hospital que sufre de Linfoma no hodgkiniano, quien posteriormente
muere. El padre de Benjie, el doctor Stafford Weiss (John Cusack),
es un psicólogo de televisión que está tratando a una actriz mayor, Havana
Segrand (Julianne Moore), del abuso sufrido a manos de
su difunta madre, también actriz. La representante de Havana trata de
conseguirle un papel en un remake de la película Stolen Waters,
inicialmente protagonizado por su madre cuando era adolescente. Havana
regularmente tiene alucinaciones con la versión juvenil de su difunta madre.
Benjie y su madre,
Cristina (Olivia Williams), negocian un papel para él en
una película como su retorno al cine comercial después de ser rehabilitado de
su adicción a las drogas. Atendiendo la sugerencia de Carrie Fisher,
Havana contrata a Agatha, a quien Carrie conoció por Twitter,
como su asistente personal. Agatha continúa viendo a Jerome y se forma un
romance entre ellos, aunque él se resiste al principio. Stafford se entera a
través de Havana que Agatha ha regresado a Los Ángeles y
se revela que Agatha es la hija de Stafford y Cristina.
Aprovechando el
papel de Havana en Stolen Waters para obtener acceso a
producción, Agatha visita a Benjie en el set y se descubre que ella es esquizofrénica,
y que sus quemaduras son producto de un incendio que provocó en la casa de sus
padres mientras dormían. Ella asegura haber regresado del hospital psiquiátrico
reformada. Cuando Stafford se entera de que Agatha visitó a Benjie, se dirige a
la casa de Havana en donde está Agatha y le ofrece dinero para que renuncie a su
trabajo y se vaya de la ciudad.
Benjie rompe su
abstinencia consiguiendo GHB y accidentalmente en una
reunión le dispara al perro de su único amigo. Agatha visita a su madre,
Cristina, para hacer las paces. Se revela entonces que Cristina y Stafford son
hermanos, lo que convierte a Agatha y a Benjie en hijos de incesto, aunque
Cristina insiste que desconocían serlo porque fueron separados a temprana edad.
Stafford vuelve a casa, y cuando Agatha le confiesa que sabe de su vínculo
familiar, Stafford arremete contra ella hasta que Cristina interviene. Durante
el altercado, Agatha roba el anillo de bodas de Cristina. En el set, Benjie es
atormentado por la chica del hospital y durante una alucinación estrangula a su
joven compañero. El niño sobrevive, pero Benjie tiene que ser reemplazado en la
película.
Havana contrata a
Jerome como conductor, lo seduce, y tiene sexo con él en el asiento trasero de
la limusina aparcada en la entrada de su casa, mientras Agatha los mira a
través de la ventana. Havana entra a la casa y reprende a Agatha por su escaso
rendimiento en el trabajo y además la humilla verbalmente al descubrir que
Agatha ha manchado su costoso sofá de sangre menstrual. Agatha golpea
mortalmente a Havana con uno de sus premios.
Stafford regresa a
casa y ve que Cristina está envuelta en llamas cerca de la piscina. Aunque no
es explícito, se insinúa que es un acto de autoinmolación luego de la serie de
los acontecimientos traumáticos que conducen a Cristina a un estado de profunda
depresión. Benjie regresa a casa y encuentra a su padre en un estado catatónico
y le roba su anillo. Entonces se reúne con Agatha en las ruinas de la casa que
ella incendió, los hermanos celebran una ceremonia nupcial improvisada con los
anillos de bodas de sus padres. Al final juntos toman una gran cantidad de las
píldoras de Agatha, antes de recostarse a mirar las estrellas.
Esta no
es una obra Shakespereana y es que mientras el cine es el arte perverso del
deseo el teatro es el espectáculo desnudo de la conciencia y cada vez que el
cine quiera ascender a la conciencia en un intento por traspasarse a sí mismo, tendrá
que hacer teatro y ponerse las máscaras de Shakespeare y esto en parte
sucede en esta película https://www.youtube.com/watch?v=cIpD7V4cG9c
Si la llegas a ver la película pregúntate ¿Porque Agatha quiso volver a hacer
las paces con sus padres?
Sus padre son unos monstruos que solo pueden ser posibles en
toda su maldad en el mundo monstruoso de Hollywood y entonces no se trata de
develar a un psicópata más y morbosearnos con toda su violencia, aquí la igual
que en Shakespeare se está denunciando a
toda una sociedad, cosa que muy pocas veces se permite Holliwood, antes Agatha
tomo conciencia de este mundo supo del
incesto de sus padre y quiso quemar la casa, a su hermano ya ella misma para
acabar con este ciclo de maldad esto es algo muy importante para Lacan la
locura consiste en no compartir el significante socializador y entonces tu
imaginario se aparta del imaginario social y de hecho Agatha se ha vuelto loca
esquizofrénica vista desde el ángulo de su sociedad, una sociedad maligna y
corrupta, visto desde la conciencia ella
está totalmente lucida, lo mismo que con
Lady Macbeth asumimos que ella está loca
cuando se ve perdida no quedándole otra que tomar conciencia de toda su
maldad y es cierto se vuelve loca pierde
el significante socializador pero otra vez visto desde la conciencia Shakespereana
ella ha estado loca antes y solo toma conciencia de sí misma al final:
Acto I[editar]
La obra comienza con tres brujas, las tres "Hermanas
Fatídicas" hacen un hechizo en el que se ponen de acuerdo acerca de su
próximo encuentro con Macbeth. En la escena siguiente, Duncan, rey de Escocia,
comenta con sus oficiales el aplastamiento de la invasión de Escocia por noruegos e irlandeses, acaudillados por el rebelde
Macdonwald, en la cual Macbeth, thane (barón) de Glamis y primo del
rey, ha tenido un importante papel. Duncan se propone darle en recompensa el
título de thane de Cawdor.
Cuando Macbeth y su compañero
Banquo cabalgan hacia Forres desde el campo de batalla,
se encuentran con las brujas, quienes saludan a Macbeth, primero como thane de
Glamis, luego como thane de Cawdor, y por último anunciándole
que un día será rey. A Banquo le dicen que sus descendientes serán reyes.
Cuando Macbeth pide a las brujas que le aclaren el sentido de las profecías, ellas
desaparecen. Se presenta un enviado del rey (Ross), quien notifica a Macbeth la
concesión real del título de thane de Cawdor.
And, for an
earnest of a greater honor,
He bade me, from him, call thee
Thane of Cawdor:
In which addition, hail, most worthy thane,
For it is thine.
Viendo cumplida la profecía de las brujas, Macbeth comienza a
ambicionar el trono. Macbeth escribe una carta a su esposa, en Inverness,
explicando las profecías de las brujas. Lady Macbeth, al leer la carta, concibe
el propósito de asesinar al rey Duncan para lograr que su marido llegue a ser
rey. De improviso se presenta Macbeth en el castillo, así como la noticia de
que Duncan va a pasar allí esa noche. Lady Macbeth le expone sus planes.
Macbeth duda, pero su esposa lo cizaña, estimulando su ambición.
Acto II[editar]
A la mañana siguiente, se descubre el crimen y Macbeth culpa a
los sirvientes de Duncan, a los que previamente ha asesinado, supuestamente en
un arrebato de furia para vengar la muerte del rey. Los hijos de Duncan,
Malcolm y Donalbain, que se encuentran también en el castillo, no creen la
versión de Macbeth, pero disimulan para evitar ser también asesinados. Malcolm
huye a Inglaterra y
Donalbain, a Irlanda.
Gracias a su parentesco con el fallecido rey Duncan y a la huida
de los hijos de este, Macbeth consigue ser proclamado rey de Escocia,
cumpliéndose así la segunda profecía de las brujas.
Acto III[editar]
A pesar del éxito de sus propósitos, Macbeth continúa
intranquilo a causa de la profecía que las brujas hicieron a Banquo, según la
cual este sería padre de reyes. Encarga a unos asesinos que acaben con su vida,
y la de su hijo, Fleance, cuando lleguen al castillo para participar en un
banquete al que Macbeth les ha invitado. Los asesinos matan a Banquo, pero
Fleance consigue huir del lugar. En el banquete, poco después de que Macbeth
sepa por los asesinos lo ocurrido, se aparece el espectro de Banquo y se sienta
en el sitio de Macbeth. Sólo Macbeth puede ver al fantasma, con el que dialoga,
y en sus palabras se hace evidente su crimen.
Acto IV[editar]
Macbeth regresa al lugar de su
encuentro con las brujas. Inquieto, les pregunta por su futuro. Ellas conjuran
a tres espíritus. El primero advierte a Macbeth que tenga cuidado con Macduff.
El segundo dice que "ningún hombre nacido de mujer" podrá vencer a
Macbeth, y el tercero hace una curiosa profecía:
Macbeth seguirá
invicto y con ventura
si el gran bosque de Birnam no se
mueve
y, subiendo, a luchar con él se atreve
en Dunsinane,
allá en la misma altura.
Estas profecías tranquilizan a Macbeth, pero no se queda
satisfecho. Quiere saber también si los descendientes de Banquo llegarán a
reinar, como las brujas profetizaron. En respuesta a su demanda, se aparecen
los fantasmas de ocho reyes y el de Banquo, con un espejo en la mano, indicando
así que ocho descendientes de Banquo serían reyes de Escocia. Un vasallo de
Macbeth le notifica que Macduff ha desertado. En represalia, Macbeth decide
atacar su castillo y acabar con la vida de toda su familia. La acción se
traslada a Inglaterra, donde Macduff, ignorante todavía de la suerte que ha
corrido su familia, se entrevista con Malcolm, hijo de Duncan, al que intenta
convencer para que reclame el trono. Recibe la noticia de la muerte de su
familia.
Acto V[editar]
Lady Macbeth empieza a sufrir
remordimientos: sonámbula, intenta lavar manchas de sangre imaginarias de sus
manos. Malcolm y Macduff, con la ayuda de Inglaterra, invaden Escocia. Macduff,
Malcolm y el inglés Siward, conde de Northumberland, atacan el castillo de
Dunsinane, con un ejército camuflado con ramas del bosque de Birnam, con lo que
se cumple una de las profecías de las brujas: el bosque de Birnam se mueve y
ataca Dunsinane. Macbeth recibe la noticia de que el bosque se mueve y de la
muerte de su esposa por suicidio. Tras pronunciar un monólogo nihilista, toma
la determinación de combatir hasta el final. Tras matar al hijo de Siward, se
enfrenta con Macduff. Se siente todavía seguro, a causa de la profecía de las
brujas, pero ya era demasiado tarde, debido a que Macduff le revela que su
madre había muerto una hora antes de que él naciera, y que los médicos habían
realizado una cesárea para mantener a Macduff vivo, y así se cumple la profecía
de que «no podría ser matado por ningún hombre nacido de mujer» y Macbeth
comprende que las profecías de las brujas han tenido algunos significados
ocultos. Acto seguido, Macduff mata a Macbeth y lo decapita. En la escena
final, Malcolm es coronado rey de Escocia. La profecía referente al destino
real de los hijos de Banquo era familiar a los contemporáneos de Shakespeare,
pues el rey Jacobo I de Inglaterra era considerado
descendiente de Banquo.
Temas y motivos recurrentes[editar]
·
Ambición y traición. Temas estrechamente relacionados. Macbeth
puede verse como una advertencia acerca de los peligros que entraña la
ambición. La ambición es el rasgo principal del carácter de Macbeth y de Lady
Macbeth, y la causa de su ruina. Aparece por primera vez cuando, a comienzos
del acto II, Macbeth asesina a su rey, al que debe lealtad y que acaba además
de recompensarle con un título; y se reitera cuando ordena matar a su amigo
Banquo, en el acto III. Antes de eso, el tema de la traición había aparecido ya
tras la profecía, en el acto III.
·
Visiones y el sentimiento de culpa. A lo largo de la obra,
Macbeth y su esposa sufren varias visiones. En la escena primera del segundo
acto, poco antes de asesinar a Duncan, Macbeth cree ver un puñal ensangrentado
flotando ante sí. Más adelante, en la escena primera del quinto acto, Lady
Macbeth, sonámbula, ve en sus manos manchas de sangre que no consigue lavar,
imagen con la que se muestran sus remordimientos por su responsabilidad en el
asesinato de Duncan. Una tercera visión —aunque no está claro si se trata de
una alucinación de Macbeth, atormentado por su conciencia culpable, o de la
aparición sobrenatural de un fantasma— es el espectro de Banquo que se presenta
en el banquete (acto III, escena IV).
Pero en Agatha la situación es a la inversa estuvo
consciente y en esa consciencia quiere purificar todo por el fuego incluida a
ella misma pero fracasa, queda
hospitalizada y luego encerrada, sus padre nunca la van a ver y es que son
espiritualmente distintos ella tiene conciencia y quiere destruir la maldad,
ellos son la maldad y han hecho de toda para destruir la conciencia pero ahora
ella quiere hacer las paces con la maldad, quiere continuar el ciclo se acepta
a ella misma, se casara con su hermano, igual que su padre y su madre y
heredara toda la maldad haciéndola prosperar, los padres no comprenden que ella
realmente ha cambiado ya no es la conciencia que quiere destruirlos sino la
hija que quiere heredarlos, le siguen temiendo, la tratan de alejar, el padre
la golpea , pero ella ha venido por el anillo de la madre se casara con el
hermano, solo la madre comprenderá y entrara en conciencia es decir se volverá loca y se purificara con el fuego.
Aquí está la cuestión
Shakespereana Ser o no ser este es una
pregunta ontológica pero en una ontológica donde está integrado todo y entonces
la pregunta se podría reformular en ¿Lucho contra la maldad y muero no soy
alcanzando un ser trascendente o me reconcilio con la maldad y soy en este
mundo pero pierdo mi alma mi ser transcendente? ¿Cuál es la respuesta hijo?
Yo te daré la mía, cuando me di cuenta de la maldad de madre
y de mi abuela en mí, tenía la opción de irme y lo hice pero no puedes escapar
de algo que tienes en la sangre, estaba la opción de acabar con la maldad
acabando con mi vida y lo pensó realmente lo pensé y me he arriesgado tanto
buscando la muerte para que esta opción pase pero no paso, la otra opción era
reconciliarme con la maldad pero para que esto no pace invente una tercer
opción traspasar esta maldad desde el teatro y la filosofía en una guerra de imaginarios
constante, así soy igual de egoísta y cruel que mi abuela terriblemente manipulador pero llevado al fin
sublime de traspasar la conciencia al punto de recuperar la fe, si lo he logrado
o no si valió la pena o no hacer morir
todos los días a tu madre bajo el sol para tocar el corazón de la gente, tú lo
juzgaras mejor que nadie pero no ahora no te adelantes, sino cuando tengas la
respuesta.
Si esta es si y eres el Guerrero Evangelizador que no pude
entrenar as el viaje al oeste, recrean simbólicamente la lucha del rey mono no
es un Goku en una lucha física sino un buda en una lucha espiritual
Decíamos que
Tripitaka y Puo-Chin, desconcertados y muertos de miedo, oyeron una voz
estruendosa, que decía: - ¡Mi maestro acaba de llegar! ¡Mi maestro acaba de
llegar! - Lo más seguro es que ése sea el mono que lleva varios siglos
encerrado en el interior de la montaña - exclamaron, temblando, los criados. -
¡Claro que sí! - confirmó el Guardián de la Montaña -. Por fuerza tiene que ser
él. - ¿De qué mono estáis hablando? - preguntó Tripitaka. - Antiguamente este
lugar era conocido como la Montaña de las Cinco Fases - explicó el Guardián -,
pero cambió a su nombre actual tras las heroicas campañas, que, con el fin de
asegurar la parte occidental de su imperio, llevó a cabo el Emperador de los
Tang. Hace años oí decir que esta montaña cayó de los cielos con un mono
dentro. Tan extraño fenómeno sucedió en la época en que Wang-Mang 2 usurpó el
trono de los Han. Según los ancianos, el animal sobrevivió al hambre, al frío y
al calor, observado siempre por los espíritus de la tierra, que le alimentaron
con bolas de hierro y apagaron su sed con bronce líquido. No me cabe la menor
duda de que es él el que está gritando de esa forma. Pero no tengas miedo. Es
totalmente inofensivo. ¿Por qué no bajamos al pie de la montaña a echar un
vistazo? A Tripitaka no le quedó más remedio que aceptar y, volviendo grupas,
descendió por la empinada ladera a lomos de su caballo. Después de desandar
unos cuantos kilómetros, se toparon con un habitáculo de piedra, en cuyo
interior, efectivamente, había un mono que no paraba de agitar las manos ni de
decir en un estado de extrema agitación: - ¿Por qué habéis tardado tanto en
llegar, maestro? Llevo esperándoos yo qué sé la de siglos. Sacadme de aquí y
juro que os protegeré de cuantos peligros encontréis de aquí a las tierras del
Paraíso Occidental. El monje se acercó para verle mejor y comprobó que poseía
una boca protuberante, un rostro totalmente plano y dos ojos tan penetrantes
que parecían emitir fuego. Llevaba tanto tiempo encerrado que le habían crecido
líquenes en la cabeza, hierbajos en las orejas, musgo en las sienes y cardos en
la barbilla, justamente en el lugar que debía haber ocupado una espesa y
poblada barba. Sus cejas y narices estaban, además, totalmente cubiertas de
barro y eso le daba una apariencia de condenado que ha perdido toda la
esperanza. Su cuerpo estaba tan sucio que era difícil distinguir sus manos y
pies de las escarpadas rocas que le rodeaban. Afortunadamente sus ojos y su
lengua no parecían haber sufrido el menor anquilosamiento, cosa que no podía
afirmarse de otras partes menos favorecidas de su cuerpo. A estado tan
lamentable había quedado reducido el que, quinientos años atrás, se había
otorgado a sí mismo el título de Gran Sabio. Su castigo estaba, sin embargo, a
punto de concluir. El Guardián de la Montaña se armó de valor y, acercándose a
tan repelente criatura, le arrancó unos cuantos cardos de la barbilla y un poco
de musgo de las sienes y le preguntó: - ¿Quieres decir algo? - Sí, pero no a ti
- contestó el mono -. Es con el monje con el que desearía hablar. Tengo que
preguntarle algo. - ¿Qué es lo que quieres saber? - replicó en seguida
Tripitaka. - ¿Te ha enviado el emperador de las Tierras del Este en busca de
las escrituras sagradas? - inquirió el mono. - Así es - admitió Tripitaka -.
¿Quieres decirme por qué lo preguntas? - Yo - respondió el mono - soy el Gran
Sabio, Sosia del Cielo, y hace aproximadamente quinientos años sembré de
confusión el Palacio Celeste. Eso hizo que Buda me castigara encerrándome bajo
esta mole de piedra. Hace cierto tiempo, sin embargo, acertó a pasar por aquí
la Bodhisattva Kwang-Ing, la cual me informó que se dirigía a las Tierras del
Este en busca de un hombre justo que estuviera dispuesto a ir por las
escrituras. Yo le pedí entonces que me ayudara y ella me hizo prometerle que
jamás me volvería a ver envuelto en desórdenes como los que en su día protagonicé.
De esta forma, acepté las leyes de Buda, comprometiéndome, al mismo tiempo, a
proteger al futuro Peregrino durante toda la duración de su viaje hacia el
Oeste. No me cabe duda de que entonces me serán perdonadas mis ofensas y
recibiré una recompensa sustanciosa. Esto explica que haya estado esperándoos
día y noche, pues sólo vos podéis sacarme de aquí. A cambio me convertiré en
discípulo vuestro y os brindaré toda la protección que preciséis. - ¿Cómo puedo
liberarte? - exclamó Tripitaka, desconcertado -. A pesar de tus buenas
intenciones y de lo que te dijo la Bodhisattva, no tengo a mano nada para hacer
agujeros, ni siquiera una simple hacha. - ¿Quién está hablando de instrumentos?
- protestó el mono -. Para liberarme sólo necesitas quererlo de verdad. - ¡Por
supuesto que lo quiero! - replicó Tripitaka -. Pero ¿puedes decirme cómo
hacerlo? - Muy sencillo - respondió el mono -. En la cima de esta montaña hay
una losa de piedra con un texto que escribió el mismo Buda con letras de oro.
Cógela y apártala de la cumbre. Eso bastará para que pueda abandonar esta
mazmorra. Tripitaka accedió a hacer inmediatamente lo que le pedía. Se volvió
pues, hacia PuoChin y le suplicó, diciendo: - Acompáñame hasta lo alto de esta
montaña, por favor. - ¿Crees que está diciendo la verdad? - preguntó Puo-Chin,
desconfiado. - ¡Claro que sí! - protestó el mono con energía -. ¿Cómo iba a
atreverme a mentiros en la situación en la que me encuentro? A Puo-Chin no le
quedó más remedio que llamar a sus criados y ordenarles que agarraran a los
caballos de las bridas. De esta forma iniciaron su penosa ascensión a la cima
de la montaña, a la que lograron llegar asiéndose a zarzas y a hierbas
salvajes. La cumbre era el pico más alto de toda la cordillera, sobre el que
confluían diez mil rayos de luz dorada. Como había dicho el mono, allí se
levantaba una losa enorme, en la que habían sido escritas las siguientes
palabras: "Om mani padme hum". Tripitaka se llegó hasta ella, se
arrodilló y se quedó mirándola con detenimiento. Tocó después varias veces el
suelo con la frente y, volviéndose hacia el oeste, oró, diciendo: - Yo, vuestro
indigno discípulo Chen Hsüan-Tsang, he sido elegido para ir en busca de los
textos sagrados. Si, en verdad, ese mono ha sido predestinado para ser seguidor
mío, permitidme que pueda arrancar esas letras de oro y así quedará libre para
acompañarme hasta la Montaña del Espíritu. Por el contrario, si no es más que
un monstruo cruel que sólo busca engañarme y arruinar la empresa a la que me he
comprometido, haced que ni siquiera pueda moverlas del sitio. Tras tocar
nuevamente el suelo con la cabeza, se dirigió hacia la piedra y arrancó con
increíble facilidad las letras de oro que había incrustadas en ella. Al
instante se levantó un viento aromático, que arrancó la losa y la elevó hacia
lo alto, mientras se oía una voz que decía: - Yo soy el carcelero del Gran
Sabio, cuya condena concluye hoy. Regreso, por tanto, al lado de Tathagata a
entregarle el sello que en su día me confió. Tripitaka, Puo-Chin y los criados
se sintieron tan aterrados que se dejaron caer al suelo, sin atreverse a mirar
hacia lo alto. Cuando descendieron, por fin, de la montaña, se llegaron hasta
la mazmorra de piedra y dijeron al mono: - La losa ha sido levantada, así que
puedes salir cuando quieras. - Si no os importa - replicó el mono, loco de
contento -, me gustaría que os apartarais un poco. De esa forma, cuando salga,
no os asustaréis tanto de mi aspecto. Puo-Chin llevó a Tripitaka y a los
criados a una distancia de tres o cuatro kilómetros hacia el este, pero el mono
gritó: - ¡Más lejos! ¡Un poco más lejos! Tripitaka y sus acompañantes se vieron
obligados a alejarse tanto que terminaron abandonando la montaña. Se produjo
entonces un temblor tan fuerte que por un momento pareció como si la montaña se
hubiera derrumbado o la tierra se hubiera partido en dos. Todos estaban
sobrecogidos de temor. Pero, antes de que pudieran darse cuenta, el mono se
había colocado ya delante del caballo de Tripitaka y, arrodillándose en el
polvo, dijo, visiblemente emocionado: - ¡Estoy libre, maestro! ¡Libre! Se
inclinó cuatro veces ante Tripitaka y, poniéndose de pie de un alto se dirigió
respetuosamente a Puo-Chin, diciendo: - Os agradezco las molestias que os
habéis tomado al acompañar hasta aquí a mi maestro y el gesto que habéis tenido
al arrancarme las hierbas de la cara. Apenas hubo acabado de decirlo, fue a
asegurar con una cuerda el equipaje de su maestro. Pero, al verle, el caballo
se puso muy nervioso y a punto estuvo de encabriolarse. Como el mono había sido
el encargado de los caballos-dragón en los establos celestes, su autoridad
entre esos animales era tanta que se ponían a temblar en cuanto le veían.
Tripitaka comprendió que se trataba de alguien con intenciones honestas, un
auténtico servidor de la causa budista, y, llamándole, le preguntó: - ¿Cómo te
llamas, discípulo? - Yo - contestó el mono - me apellido Sun. - Permíteme, en
ese caso, que te busque un nombre religioso. Así me será más fácil dirigirme a
ti. - Semejante gesto os honra, maestro - replicó el mono - y yo os lo
agradezco de todo corazón. Sin embargo, ya poseo un nombre religioso. De hecho,
me llamo Sun WuKung. - He de admitir que te cae muy bien - afirmó Tripitaka,
complacido -. Sin embargo, pareces un monje mendicante. ¿Qué te parece si a partir
de hoy te llamo el Peregrino Sun? - ¡Excelente! - exclamó Wu-Kung. Al ver que
el Peregrino Sun había terminado los preparativos para continuar la marcha,
Puo-Chin se volvió hacia Tripitaka y le dijo, respetuoso: - Sois afortunado, al
haber encontrado aquí a un discípulo como este. Enhorabuena. Parece una persona
excelente y estoy seguro de que será un buen compañero de viaje. Por mi parte,
me temo que he de regresar cuanto antes a casa. Jamás podré agradeceros lo que
habéis hecho por mí - replicó Tripitaka, inclinando la cabeza -. Pido disculpas
a vuestra madre y a vuestra esposa por las molestias que se han tomado conmigo
y decidles que para mí será un honor saludarlas a la vuelta. Puo-Chin asintió y
se alejó, seguido de sus criados. El Peregrino Sun pidió entonces a Tripitaka
que montara en el caballo y reiniciaron la marcha. El mono iba delante con el
equipaje a la espalda. Al poco tiempo de dejar atrás la Montaña de las Dos
Fronteras, vieron a un tigre de aspecto feroz, que rugía, amenazante, - sus ojos
parecían echar fuego. Nervioso, Tripitaka tiró de las riendas y se puso a
temblar. El Peregrino, por su parte, se echó a un lado y dijo a su maestro,
alegre como si acabara de encontrar un tesoro: - No temáis. Éste es un regalo
que el cielo ha puesto en mi camino, pues, como comprenderéis, no puedo ir por
ahí totalmente desnudo. Dejó el equipaje en el suelo y, llevándose la mano a la
oreja, sacó una aguja pequeñita, la sacudió contra el viento y al punto se
convirtió en una barra de hierro tan gruesa como un cuenco de arroz. La miró
con satisfacción y exclamó, sonriendo: - Durante más de quinientos años no he
hecho uso de este tesoro. Ahora va a proporcionarme una vestimenta calentita y
cómoda. De dos zancadas se llegó hasta donde estaba el tigre y gritó: -
¡Maldita bestia! ¿Adonde crees que vas? El tigre se agachó, como si fuera un
gatito, y permaneció agazapado contra el suelo, sin atreverse a moverse. El
Peregrino Sun levantó la barra de hierro y la dejó caer con fuerza sobre la
cabeza de la bestia. El cráneo se hizo añicos y el cerebro saltó como si fueran
diez mil pétalos rojizos de flor de melocotón. Al mismo tiempo, los dientes
volaron por el aire, como incontables esquirlas de jade blanco. Chen
Hsüan-Tsang estaba tan asustado que se cayó del caballo y empezó a gritar,
mordiéndose las uñas: - ¡Santo cielo, esto es francamente increíble! Para
reducir el otro día al tigre, el Guardián de la Montaña se vio obligado a
luchar con él casi medio día. Sun Wu-Kung, por el contrario, lo ha hecho añicos
hoy con un solo golpe de su barra. Ahora comprendo el dicho que afirma:
"Por muy fuerte que seas, siempre hay otro más fuerte que tú". -
Maestro - sugirió el Peregrino, trayendo a rastras al tigre -, ¿por qué no os
sentáis un rato, mientras le quito la piel? No os preocupéis. Seguiremos el
viaje en cuanto haya hecho con ella un vestido apropiado para mí. - Pero te
llevará mucho tiempo - protestó Tripitaka -. Además, no tienes utensilios a
mano. - Por eso no os preocupéis - le tranquilizó el Peregrino -. Dispongo de
mis propios medios. Ya veréis. Se arrancó unos cuantos pelos y soplando sobre
ellos una bocanada de aire mágico, gritó: - ¡Transformaos! Al punto se
convirtieron en un cuchillo curvo y sumamente afilado, con el que descuartizó
el tigre. Su pericia era tan grande que consiguió la piel entera. Le quitó
después las zarpas y la cabeza y, de esta forma, obtuvo una pieza rectangular.
La levantó en alto y, tras calcular sus medidas a ojo, concluyó: - Me parece
que es un poco grande para mí. Lo mejor es que la parta por la mitad. Cogió el
cuchillo y la dividió en dos partes iguales. Guardó una y la otra se la ciñó a
la cintura, sujetándola con una especie de juncos que crecían a la misma vera
del camino. - Ya está, maestro - dijo entonces, satisfecho -. Cuando nos topemos
con alguna casa y dispongamos de tiempo suficiente, pediré prestado un poco de
hilo y lo coseré mejor. Ahora podemos proseguir nuestro camino. Volvió a
sacudir la barra de hierro y al instante se transformó en una aguja pequeñita,
que de nuevo se metió en la oreja. Tras cargar con el equipaje, ayudó al
maestro a montar en el caballo y continuaron el viaje. - ¿Dónde has metido la
barra con la que acabas de matar al tigre? - preguntó, sorprendido, el monje -.
No me irás a decir que ha desaparecido. - No, no - respondió el Peregrino,
sonriendo -. No tenéis ni idea de lo poderosa que es. La conseguí en el Palacio
del Dragón del Océano Oriental. Se llama la Guardiana de la Vía Láctea, aunque
también es conocida como la Barra Complaciente de los Extremos de Oro. Cuando
me rebelé contra el cielo, me sirvió de gran ayuda, ya que puede convertirse en
lo que yo quiera, sin importar la forma o el tamaño. Precisamente acabo de
transformarla en una diminuta agua de bordar y, así, he podido metérmela en la
oreja. La volveré a sacar cuando lo necesite. - ¿Por qué se quedó quieto el
tigre cuando te vio? - volvió a preguntar Tripitaka -. ¿Cómo explicas que no
hiciera nada por defenderse? - Hasta un dragón se hubiera comportado de la
forma como lo hizo esa bestia - contestó Wu-Kung -. Aunque no lo creáis, tengo
poder para dominar los dragones, domesticar a las fieras, hacer que los ríos se
desborden y los océanos se piquen. Soy capaz, además, de descubrir el carácter
de una persona con sólo mirarle a la cara y de averiguar si lo que está
diciendo es verdad o no según sea el tono de su voz. Si quiero, puedo llegar a
ser tan grande como el mismo universo o tan pequeño como el vello más
insignificante. Tengo, en suma, poder para transformarme en lo que me dé la
gana e incluso hasta para convertirme en invisible. ¿Qué hay de raro, pues, en
que haya dominado al tigre con tanta facilidad? Esperad a que nos encontremos
en auténticas dificultades y entonces comprobaréis con vuestros propios ojos lo
que soy capaz de hacer. Al oírlo, Tripitaka se sintió más tranquilo y espoleó a
su caballo. No pararon de hablar ni un solo segundo y, así, el viaje se les
hizo más llevadero. Al poco rato el sol comenzó a ponerse por el oeste, tiñendo
las nubes lejanas de un rojo que por momentos iba perdiendo intensidad. Los
pájaros buscaban cobijo en los bosques, llenando el crepúsculo con la nerviosa
algarabía de sus cantos. Las bestias salvajes regresaban a sus guaridas en
parejas, aunque también se veían, de vez en cuando, grupos mayores. La luna, garfio
luminoso rodeado de un halo, había aparecido ya en el cielo, escoltada por los
diez mil puntos luminosos de las estrellas. - Debemos darnos prisa, maestro -
dijo el Peregrino, levantando la vista -, porque se está haciendo muy tarde.
Allí se ve un tupido grupo de árboles y me figuro que se levantará un pueblo o,
cuando menos, una alquería. Tendremos que apresurarnos, si queremos encontrar
alojamiento. Tripitaka espoleó el caballo y no tardaron en llegar a una casa.
Mientras el monje desmontaba, el Peregrino se dirigió hacia la puerta y empezó
a aporrearla, gritando: - ¡Abrid! ¡Abrid! Al poco rato apareció un anciano, que
se servía de un bastón para caminar. La puerta rechinó lastimosamente y el
hombre casi se muere del susto, al ver al Peregrino con la piel de tigre
arrollada a la cintura y un aspecto tan horripilante que parecía un dios del
trueno. Preso del pánico, empezó a gritar: - ¡Socorro! ¡Un fantasma! ¡Un
fantasma! - y otras tonterías por el estilo. Tripitaka se acercó en seguida a
él y, agarrándole del brazo, le dijo: - No tengáis miedo. Éste no es ningún
fantasma, sino mi discípulo. El anciano levantó la vista y, al ver los
atractivos y bien proporcionados rasgos de Tripitaka, se avino por fin a
razones y preguntó: - ¿A qué monasterio pertenecéis y por qué habéis osado
llegaros hasta mi puerta con un personaje tan siniestro como éste? - Yo, señor
- contestó Tripitaka -, vengo de la corte de los Tang y me dirijo hacia el
Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. Al pasar por aquí, se
nos hizo de noche y decidimos llegarnos hasta vuestra casa en busca de cobijo.
Os doy mi palabra de que no nos quedaremos mucho tiempo. De hecho, pensamos
proseguir la marcha en cuanto haya amanecido. Por lo que más queráis, no nos
dejéis pasar la noche a la intemperie. - Es posible que tú seas un súbdito de
los Tang - replicó el anciano -, pero dudo mucho de que también lo sea ese tipo
tan siniestro que viene contigo. - ¡No sé para qué tienes tú los ojos! -
exclamó Wu-Kung, levantando la voz -. Hasta un ciego puede darse cuenta de que
éste, un ciudadano del imperio Tang, es mi maestro y yo su discípulo. En cuanto
a mí, te diré que me importan poco las distinciones que acabas de hacer. Al fin
y al cabo, todavía sigo siendo el Gran Sabio, Sosia del Cielo. Por cierto, tu
familia y tú mismo deberíais recordarme, pues no es la primera vez que nos
vemos. - ¿Se puede saber dónde nos hemos visto? - preguntó, despectivo, el
anciano. - ¿No te acuerdas de que, cuando eras joven, me tirabas verduras a la
cara y me ponías leña delante de los ojos? - contesto Wu-Kung. - ¡Tonterías! -
exclamó el anciano -. ¿En dónde vivías tú y dónde estaba yo para tirarte
verduras a la cara y ponerte leña delante de los ojos? Aquí el único capaz de
decir tonterías eres tú - afirmó Wu-Kung -. Eso demuestra que todavía no me has
reconocido. Acércate y mírame detenidamente. Soy el Gran Sabio que se
encontraba prisionero en la mazmorra de piedra de la Montaña de las Dos
Fronteras. - Ahora que lo dices, te pareces un poco a él - dijo el anciano,
tratando de recordar -. Pero ¿cómo has logrado escapar de allí? Wu-Kung le
explicó entonces cómo la Bodhisattva le había convertido y le había pedido que
esperara la llegada del monje Tang, que le liberaría, como así había ocurrido,
de su encierro y después le haría discípulo suyo. El anciano se inclinó
entonces ante ellos y les suplicó que entraran en su casa. Llamó a continuación
a su mujer y a sus hijos y les pidió que trataran lo mejor que pudieran a
huéspedes tan respetables. Cuando les contó lo ocurrido, todos se mostraron
encantados. No pasó mucho tiempo antes de que se sirviera el té, momento que
aprovechó el anciano para preguntar a Wu-Kung: - ¿Cuántos años tienes, Gran
Sabio? - ¿Y tú? - replicó Wu-Kung. - Así, como quien no quiere la cosa, llevo ciento
treinta años viviendo en este mundo - contestó el anciano. - En ese caso -
concluyó el Peregrino -, eres mi tataranieto. Si he de ser sincero, no me
acuerdo de cuándo nací. Lo único que sé es que he pasado más de quinientos años
debajo de esa montaña. - Sí, sí, - confirmó el anciano -. Recuerdo que mi
tatarabuelo me contó una vez que la montaña esa cayó repentinamente del cielo y
que dentro tenía encerrado a un mono de origen divino. ¡Pensar que has tenido
que esperar tanto tiempo para volver a gozar de libertad! Me acuerdo de que,
cuando te vi la primera vez, tenías hierbajos en la cabeza y la cara totalmente
cubierta de barro. Sin embargo, no me asusté lo más mínimo. Por cierto, ahora
que te los has arrancado, pareces un poco más delgado, aunque con esa piel de
tigre a la cintura eres el vivo retrato de un demonio. Todos se echaron a reír
al oírlo. El anciano era, no obstante, un hombre decente y ordenó que les
prepararan una comida vegetariana. - ¿A qué familia perteneces tú? - preguntó
Wu-Kung. - A la de los Chen - contestó el anciano. Tripitaka abandonó su
asiento y corrió a presentarle sus respetos, diciendo: - Según parece, tenemos
los mismos antepasados. - ¿Cómo puede ser eso, si vos os apellidáis Tang? -
protestó Wu-Kung. - No, no - negó Tripitaka -. Mi auténtico apellido es Chen y
soy originario de la aldea de Chü-Sien, Hung-Nung, Distrito de Hai-Chou. Mi
nombre religioso, de hecho, es Chen Hsüan-Tsang. Si ahora uso el apellido Tang,
es porque nuestro Gran Emperador Tang Tai-Chung hizo un pacto de hermandad
conmigo. De ahí que algunos me conozcan como Tripitaka o el monje Tang a secas.
El anciano se alegró mucho de que ambos tuvieran el mismo apellido. - Perdona -
dijo el Peregrino, dirigiéndose a él -, pero la verdad es que llevo sin lavarme
quinientos años. ¿Te importaría pedir a tus criados que nos preparen un poco de
agua caliente para bañarnos mi maestro y yo? Cuando nos marchemos, sabremos
recompensártelo a nuestra manera. Al instante el anciano mandó poner el agua al
fuego e hizo traer unas tinajas y varios hachones. Después de bañarse, se
sentaron junto al fuego y el Peregrino volvió a decir: - Me temo, viejo Chen,
que aún me queda un nuevo favor que pedirte. ¿Podrías prestarme una aguja y un
poco de hilo? - ¡Por supuesto! - exclamó el anciano y ordenó a uno de sus
criados que fuera inmediatamente a por ellos. El Peregrino tenía una vista muy
aguda y pudo, así, percatarse de que Tripitaka se había quitado una camisa de
sarga blanca y no había vuelto a ponérsela después del baño. Se la apropió con
indescriptible alegría y empezó a coser pacientemente la piel de tigre. Cuando
hubo concluido, volvió a enrollársela a la cintura y, paseando una y otra vez
delante de su maestro, le preguntó: - ¿Qué os parece el aspecto que tengo hoy
comparado con el de ayer? - Totalmente distinto - contestó Tripitaka -. Ahora
pareces un autentico Peregrino. Si crees que esa camisa no está muy gastada,
puedes quedarte con ella. - Gracias por el regalo, maestro - replicó Wu-Kung
con respeto y salió a por un poco de heno para los caballos. En cuanto los hubo
alimentado, se retiraron todos a descansar. A la mañana siguiente Wu-Kung se
despertó muy temprano y preparó el equipaje, mientras Tripitaka terminaba de
vestirse. Cuando se disponían a marcharse, el anciano les trajo agua para que
se lavaran y un poco de comida vegetariana. Nada más terminar de desayunar,
Tripitaka montó en su caballo y reanudaron el viaje. El Peregrino iba adelante,
abriendo la marcha. A los pocos días de camino hizo su presencia el invierno.
Por doquier se veían árboles desnudos y arces abrasados por la escarcha. Sólo
de vez en cuando podía contemplarse el verdor inalterable de los pinos y los
cipreses. A principios del undécimo mes, sin embargo, los días se tornaron
momentáneamente tan calurosos como en primavera 3 y las flores del ciruelo
esparcieron su aroma por todo el paisaje. Pero eso duró poco. Mientras pasaban
por un puente hecho de ramas de árbol, que unía las dos orillas de una
torrentera, vieron flotar sobre sus cabezas nubes grisáceas preñadas de nieve.
El viento era tan frío y recio que hacía llorar. Por la noche las temperaturas
bajaban tanto que resultaba imposible dormir al sereno. Los dos caminantes
llevaban cubierta una buena parte de su trayecto, cuando les salieron al
encuentro seis hombres gritando como locos y armados con lanzas, espadas y
arcos. Se pararon justamente en el centro del sendero y, levantando la voz,
dijeron: - Párate, monje, y bájate del caballo. Si quieres seguir adelante,
tendrás que darnos todo lo que llevas. Tripitaka estaba tan aterrado que sintió
cómo el espíritu se le salía del cuerpo, cayéndose del caballo, incapaz
totalmente de articular palabra. El Peregrino corrió hacia él y, ayudándole a
levantarse, le dijo: - No os asustéis, maestro. Esta gente ha venido a
ofrecernos ropa y un poco de dinero para el viaje. - ¿Estás sordo o es que no
has oído lo que han dicho? - exclamó Tripitaka -. ¡Quieren que les demos el
caballo y cuanto llevamos encima! ¿Cómo puedes afirmar que han acudido a
socorrernos? - Vos quedaos aquí cuidando de nuestras cosas - le sugirió el
Peregrino -. Yo voy a acercarme hasta ellos a ver lo que pasa. - ¿A ver lo que
pasa? - repitió Tripitaka -. Por muy bueno que sea un puñetazo, siempre será
inferior en efectividad a dos puños, y éstos a cuatro manos. ¿No lo entiendes?
Tenemos ante nosotros a seis tiarrones y tú posees una constitución más bien
débil. ¿Quieres decirme cómo vas a hacerles frente? Valiente como era, el
Peregrino no se avino a más razones. Se dirigió hacia ellos con los brazos cruzados
y, tras saludarlos, les preguntó con inesperado desparpajo: - ¿Se puede saber,
caballeros, por qué habéis cerrado el paso a un monje tan pobre como éste? -
Somos los reyes del camino y los señores de la Montaña de la Relación Humana.
Desde siempre hemos sido muy famosos, aunque tú parezcas desconocerlo.
Entregadnos lo que lleváis y os dejaremos pasar. De lo contrario, os haremos
picadillo. - También yo he sido rey y señor de una montaña durante siglos
replicó el Peregrino -. Sin embargo, he de admitir que en todo ese tiempo no he
oído hablar de vosotros. Disculpadme, pero no sé cómo os llamáis. - ¿Que no lo
sabes? - repitió uno de ellos -. Está bien. Te voy a presentar a todos. Uno es
el Ojo-que-ve-y-se-complace-en-ello, otro el Oído-que-oye-y-lo-graba-en-lamemoria,
otro la Nariz-que-huele-y-se-deleita, otro la
Lengua-que-saca-sabor-a-lascosas-y-después-las-anhela, otro la
Mente-que-percibe-y-codicia-la-posesión-de-lopercibido y otro el
Cuerpo-que-aguanta-y-sufre. - Vosotros lo que sois - replicó Wu-Kung, soltando
la carcajada - es unos bandidos que no sabéis reconocer a vuestro amo. ¿Cómo os
atrevéis a cerrarme el paso? Sacad todo lo que habéis robado y divididlo en
siete partes iguales, si queréis seguir con vida. Al oírlo, algunos de los
ladrones se echaron a reír, otros se pusieron furiosos y los menos se echaron a
temblar. Todos, sin embargo, reaccionaron a la postre de la misma manera, ya
que se lanzaron sobre él, gritando: - ¡Maldito monje! No tienes nada que
ofrecernos y encima nos exiges que repartamos contigo nuestro botín. ¿Quién te
has pensado que eres? Blandiendo sus lanzas y espadas, rodearon al Peregrino y
descargaron sobre su cabeza no menos de setenta u ochenta golpes. Pero Wu-Kung
se comportó como si no pasara nada. - ¡Cuidado que tiene la cabeza dura este
monje! - exclamó, asombrado, uno de los bandidos. - No demasiado - le corrigió
el Peregrino, riéndose -. Me parece que tanto ejercicio os está cansando un
poco, ¿no es así? Es hora de que saque ya la aguja y me divierta un rato con vosotros.
- ¡No me digas que eres acupunturista! - se burló otro de los ladrones -. ¿Para
qué vas a sacar la aguja, si ninguno de nosotros está enfermo? El Peregrino se
llevó entonces la mano a la oreja y cogió su pequeña aguja de bordar. La
sacudió un poco cara al viento y al instante se convirtió en una barra de
hierro del grosor de un cuenco de arroz. La agarró fuertemente con las dos
manos y gritó con potente voz: - ¡No corráis, cobardes! ¡Dadme la oportunidad
de probar en vosotros mi barra! Los seis ladrones se desperdigaron en todas las
direcciones, pero él de dos zancadas les dio alcance, rodeándoles con felina
destreza. Después los fue matando uno a uno, les quitó las ropas y les
desposeyó de cuanto de valor llevaban consigo. - Ya podéis continuar, maestro -
dijo, volviéndose sonriente hacia Tripitaka -. Los bandidos han sido
exterminados. - Lo que has hecho ha sido algo terrible - le regañó Tripitaka -.
Es posible que fueran unos salteadores, pero tú no tenías ningún derecho a
juzgarlos y condenarlos a muerte de la forma en que lo has hecho. ¿Por qué les
has matado a todos? Deberías haberte limitado a hacerles huir. ¿Cómo puedes
considerarte un monje, cuando vas por ahí asesinando a la gente sin ton ni son?
Quienes nos dedicamos a la vida del espíritu tenemos la obligación de
"cerciorarnos de que no hay ninguna hormiga en el suelo, cuando barremos,
para que no sufra daño alguno; incluso debemos rodear las velas con pequeñas
pantallas, para evitar que las polillas mueran abrasadas". ¿Cómo puedes tú
matar a quien te venga en gana, sin detenerte a distinguir lo blanco de lo
negro? ¡Es increíble que te muestres tan poco compasivo con los demás! Menos
mal que nos encontramos en un descampado y aquí está descartada toda
investigación sobre los hechos. Imagina que esto hubiera sucedido en una
ciudad. ¿Crees que ibas a seguir en libertad después de golpear con tu barra de
hierro al que te apetezca? - Pero, maestro - protestó Wu-Kung, desconcertado -,
si no los hubiera matado, ellos habrían terminado con nosotros. - Los monjes -
sentenció Tripitaka - tenemos la obligación de morir antes que emplear la
violencia. Además, hay una gran diferencia entre perder la vida uno y morir
asesinados seis. No existe ninguna justificación para lo que has hecho. Incluso
si fueras el juez, tendrías que admitir que tu conducta ha sido del todo
desacertada. - Cuando era rey de la Montaña de las Flores y Frutos, hace
aproximadamente quinientos años - trató de defenderse el Peregrino -, maté a yo
qué sé la de gente; si no llega a ser por eso, jamás habría llegado a Gran
Sabio, Sosia del Cielo. - ¿Pero es que no comprendes - replicó Tripitaka - que
sufriste ese tremendo castigo, precisamente porque, al actuar sin ningún tipo
de escrúpulos ni control, atrajiste sobre ti la cólera de la Tierra y la
condena del Cielo? Si, después de abrazar la fe budista, aún insistes en
practicar la violencia y en seguir matando a la gente como antes, no eres digno
de ser un monje ni de acompañarme al Paraíso Occidental, porque simplemente
eres un malvado. El mono no estaba acostumbrado a que nadie le riñera. Al
principio trató de controlarse, pero, como Tripitaka no paraba de regañarle,
terminó perdiendo la paciencia y exclamó, malhumorado: - ¡Está bien, está bien!
Si consideras que no merezco ser un monje ni acompañarte hasta el Paraíso
Occidental, ahora mismo me marcho y asunto concluido. ¡Basta ya de tanta
reprimenda! Antes de que Tripitaka tuviera tiempo de responder, el Peregrino
dio un salto y se perdió en lo alto, después de gritar: - ¡Allá voy! Tripitaka
levantó la cabeza, pero el mono había desaparecido ya. Sólo quedó flotando en
el aire un sonido silbante, que se desplazó como una exhalación hacia el este.
El monje sacudió entonces la cabeza y suspiró: - ¡Qué hombre! ¡Qué poco le
gusta ser adoctrinado! No comprendo cómo ha podido desaparecer tan pronto y
todo porque le he dicho simplemente lo que pensaba. Está bien. Se ve que mi
destino es no tener ningún compañero de viaje, porque a ése no le hago volver
ni aunque le llame. ¿Cómo voy a poder hacerlo, si ni siquiera sé dónde está? No
me queda más remedio que seguir adelante solo - y se dispuso a continuar el
camino hacia el Oeste, aunque hubiera de perder la vida en el intento o no
volver a hablar con nadie en mucho tiempo. No le quedó, pues, más remedio que
coger el equipaje y cargarlo sobre el caballo. El animal parecía tan derrengado
por el peso que no se atrevió a montar en él. Con las riendas en una mano y el
bastón en la otra siguió su triste camino hacia las Tierras del Oeste. No se
había alejado mucho, cuando se topó con una anciana que lucía una túnica de
seda y llevaba en la cabeza un tocado con muchas flores. En cuanto la vio,
Tripitaka se hizo deferentemente a un lado para dejarla pasar. - ¿De dónde
venís y por qué viajáis solo? - preguntó la anciana. - Yo, señora - contestó
Tripitaka, respetuoso -, me dirijo hacia el Paraíso Occidental a buscar, de
parte del gran rey de las Tierras del Este, las auténticas escrituras de Buda.
El Gran Buda del Oeste - comentó la anciana - vive en la India, en el Templo
del Trueno, un lugar que se encuentra aproximadamente a cincuenta mil
kilómetros de distancia. ¿Cómo piensas hacer tú solo un viaje tan largo sin
nadie que te acompañe? - Hace unos días - respondió Tripitaka - me agencié un
discípulo, pero tenía un carácter muy fuerte y no le gustaba que nadie se
metiera en su vida. Precisamente me ha dejado solo porque le reprendí un poco.
Se ve que no tenía mucho interés en aprender. - Una auténtica lástima - exclamó
la mujer -. Traigo conmigo una túnica de seda y una corona con incrustaciones
de oro, que pertenecieron a mi hijo. Fue monje solamente tres días, al cabo de
los cuales murió de una repentina enfermedad. Precisamente ahora vengo del
monasterio en el que buscó el camino de la perfección. El luto ha concluido y
su maestro me ha entregado estas cosas para que me ayuden a guardar para
siempre su recuerdo. ¡Como si no fuera a mantenerlo eternamente vivo en mi
corazón! A mí, en realidad, no me sirven para nada. Puesto que vos tenéis un
discípulo, os las regalo para él. - Os lo agradezco mucho - replicó Tripitaka
-, pero no me atrevo a aceptarlo. Como acabo de deciros, me abandonó un poco
antes de que me encontrara con vos. - ¿Adonde se fue? - insistió la anciana. -
No lo sé - contestó Tripitaka -. Lo único que puedo deciros es que oí como una
especie de silbido que se desplazaba hacia el este. - ¡Qué casualidad! -
exclamó la anciana -. Mi casa se encuentra también en esa dirección. Lo más
probable es que haya ido allí. Conozco, además, un conjuro para controlar la
mente que podéis aprender sin ninguna dificultad. Memorizadlo y no se lo
enseñéis jamás a nadie. Ahora voy a ver si le alcanzo y logro convencerle para
que vuelva con vos. En cuanto regrese, entregadle la túnica y la corona. Si se
obstina en no obedeceros, recitad el conjuro en voz baja y os aseguro que no se
atreverá a dejaros solo nunca más ni a ceder a la tentación de la violencia. En
prueba de agradecimiento, Tripitaka agachó la cabeza. La anciana se transformó
entonces en un rayo de luz que se desplazó a toda velocidad hacia el este. De
esta forma, Tripitaka cayó en la cuenta de que se trataba de la Bodhisattva
Kwang-Ing. Sin pérdida de tiempo cogió un poco de arena y lo espolvoreó como si
fuera incienso, inclinado hacia el este. Tomó después la corona y la túnica y
las metió en la bolsa. Se sentó a continuación a la vera del camino y repitió
una y otra vez el conjuro para dominar la mente, hasta que terminó
aprendiéndoselo de memoria. Wu-Kung, mientras tanto, había viajado hasta el
Océano Oriental, donde abrió un sendero en el agua que le llevó directamente al
Palacio de Cristal de Agua. Al enterarse de su llegada, el Rey Dragón salió
personalmente a darle la bienvenida, diciendo: - Hasta mis oídos han llegado
las nuevas de vuestra liberación, cosa de la que, ciertamente, me congratulo.
Disculpadme, Gran Sabio, que no os haya felicitado todavía por ello. Supongo,
de todas formas, que habréis estado muy ocupado poniendo en orden vuestra
montaña y la caverna que un día habitasteis. - Eso es lo que me hubiera gustado
hacer - admitió Wu-Kung -. Sin embargo, me he convertido en un monje. - ¿En un
monje? - repitió el Rey Dragón, sorprendido -. ¿Qué clase de monje? - Todo ha
sido obra de la Bodhisattva de los Mares del Sur, que me convenció para que me
dedicara a la práctica del bien y a la búsqueda de la verdad. Me comprometí, al
mismo tiempo, a acompañar al monje Tang hasta las Tierras del Oeste en busca de
las escrituras de Buda. Como prueba de ese compromiso, ahora se me conoce por
el nombre del Peregrino. - ¡Eso es, francamente, encomiable! - exclamó el Rey
Dragón -. No es nada fácil abandonar las sendas del mal para seguir el camino
del bien. Sin embargo, si lo que acabas de decirme es verdad, ¿cómo es que
ahora te diriges hacia el este? - Ese monje Tang desconoce totalmente la
naturaleza humana replicó el Peregrino, soltando la carcajada -. Nos salieron
al encuentro unos cuantos bandidos con la intención de robarnos y yo acabé con
ellos en un santiamén. Pero, en vez de darme las gracias, ese bonzo empezó a
reñirme y a echarme en cara lo supuestamente equivocado de mi acción. No pude
aguantarlo y le dejé con la palabra en la boca. Precisamente me dirigía hacia
mi montaña, cuando me dije que por qué no te hacía una visita y tomaba contigo
una taza de té. - ¡No sabes cuánto te lo agradezco! - volvió a exclamar el Rey
Dragón y al instante aparecieron sus hijos y nietos con vasos de un té
aromático. En cuanto el Peregrino hubo apurado el suyo, se dio la vuelta y, al
ver colgada de la pared una pintura que representaba el incidente de los
zapatos del puente I, preguntó, interesado: - ¿Qué es lo que quiere decir este
dibujo? - La escena que en él aparece - respondió el Rey Dragón - ocurrió
cierto tiempo después de que tú nacieras. Es posible, por tanto que no lo recuerdes.
De todas formas, es extraño que no hayas oído hablar de la triple entrega de
los zapatos. - ¿La triple entrega de los zapatos? - repitió el Peregrino. - Eso
es - asintió el Rey Dragón -. El inmortal de la pintura se llamaba Hwang
ShrKung y el joven que hay arrodillado ante él, Chang-Liang 4. Shr-Kung estaba
sentado en el puente I, cuando de pronto se le cayó un zapato y pidió a
Chang-Liang que fuera a recogérselo. El joven así lo hizo, viéndose obligado a
arrodillarse para volver a ponérselo. Esto sucedió tres veces seguidas, pero
Chang-Liang no dio la menor muestra de fastidio o impaciencia, cosa que le
valió el cariño de Shr-Kung, el cual le enseñó en una sola noche el contenido
del libro celeste y le pidió que apoyara a la casa de los Han. Chang-Liang
"realizó después proyectos militares, sentado cómodamente en una tienda de
campaña, que hicieron posible la obtención de victorias a varios miles de
kilómetros de distancia" 5. Cuando la dinastía Han estuvo firmemente
asentada, renunció a su cargo y se retiró a las montañas, donde siguió las
enseñanzas de la Semilla del Pino Rojo 6 Taoísta, llegando a alcanzar la luz de
la inmortalidad. Si no acompañas ahora al monje Tang y no te sometes a sus
consejos y enseñanzas, ten por seguro, Gran Sabio, que toda tu vida serás un
inmortal revoltoso. No pienses que a tu edad ya has conseguido todos los Frutos
de la Verdad, porque todavía te queda mucho por aprender. Wu-Kung escuchó con
atención esas palabras y reflexionó después sobre ellas en completo silencio. Eso
dio ánimos al Rey Dragón para añadir: - Esto es algo que sólo a ti te compete
decidir, Gran Sabio, pero opino que es de tontos hipotecar el futuro por unos
instantes de comodidad. - No necesitas decir nada más - le atajó Wu-Kung con
decisión - Ahora mismo voy a volver al lado de mi maestro. - Si ése es tu deseo
- concluyó el Rey Dragón -, no seré yo quien te detenga junto a mí ni un solo
segundo. Es más, si no me lo tomas a mal, te pediría que no le hicieras esperar
más tiempo y volvieras cuanto antes a su lado. El Peregrino se dispuso en
seguida a abandonar el océano y, tras despedirse del Rey Dragón, montó en una
nube y se elevó por los aires. Al poco tiempo se topó con la Bodhisattva de los
Mares del Sur, que le recriminó, severa: - ¿Por qué no me hiciste caso y te
negaste a acompañar al monje Tang? ¿Qué estás haciendo ahora aquí?
Desconcertado, el Peregrino la saludó desde lo alto de las nubes y respondió: -
No podéis figuraros lo agradecido que os estoy por cuanto habéis hecho por mí.
Como dijisteis, se presentó en mi prisión un monje de la corte de los Tang, que
rompió el hechizo y me salvó la vida. En prueba de gratitud, me convertí en
seguida en discípulo suyo, pero me acusó después de ser demasiado agresivo y le
abandoné. Pero sólo temporalmente. Puedes creerme. De hecho, ahora me dirijo
otra vez a su lado. - Más vale que te des prisa, antes de que cambies otra vez
de opinión - se burló la Bodhisattva y continuaron su camino. No tardó el
Peregrino en ver al monje Tang sentado, muy abatido, a la vera del camino y,
acercándose a él, le preguntó: - ¿Se puede saber qué es lo que estáis haciendo
aquí, maestro? ¿Por qué habéis renunciado a seguir adelante? - ¿Dónde has
estado? - replicó Tripitaka, levantando la vista -. Al desaparecer tan de
repente, no me quedó otro remedio que sentarme aquí a esperarte, sin osar
moverme. - Sólo fui al Océano Oriental a pedir un poco de té a mi viejo amigo
el Rey Dragón - contestó el Peregrino. - Los que se dedican a la práctica de la
virtud no deberían mentir - sentenció Tripitaka - . Has estado fuera
aproximadamente media hora y ¿quieres hacerme creer que has estado tomando el
té en la mansión del Rey Dragón? ¡Vamos! ¿Por quién me tomas? - He de deciros -
respondió el Peregrino, sonriendo - que soy capaz de andar por las nubes y que
uno solo de mis saltos puede llevarme a una distancia de cuatrocientos o
quinientos kilómetros. Ése es el motivo por el que he ido y he vuelto tan
pronto. - Te marchaste hecho una fiera, porque te regañé un poco más de lo
debido - le echó en cara Tripitaka -. Está bien. Fuiste a pedir un poco de té.
Una persona con tus poderes puede hacer prácticamente lo que le de la gana.
Pero ¿te has detenido a pensar que a mí no me quedaba otra opción que sentarme
y pasar hambre? ¿Te parece eso bonito? - En absoluto - reconoció el Peregrino
-. Si lo que tenéis es hambre, ahora mismo voy a pedir algo de comida para vos.
- No habrá necesidad de mendigar nada - informó Tripitaka - porque todavía me
queda en la bolsa un poco de lo que me dio la madre del Guardián de la Montaña.
Lo que sí te agradecería es que me alcanzaras un cuenco de agua. Podremos
proseguir nuestro viaje en cuanto haya comido. El Peregrino desató la bolsa y
encontró unas cuantas galletas hechas con harina sin cribar. Las cogió y se las
entregó en seguida al maestro. Pero vio también el pálido brillo de la túnica
de seda y la corona con incrustaciones de oro y le preguntó, interesado: -
¿Habéis traído esto de las Tierras del Este? - Esa corona y esa túnica siempre
han sido mías - contestó Tripitaka sin pensarlo -. Las lucí en mi niñez y puedo
asegurarte que quien se las ponga podrá recitar las escrituras, sin haberlas
aprendido jamás, y practicar todo tipo de ceremonias, sin haberlas estudiado
nunca. - Si es así - concluyó el Peregrino, entusiasmado -, permitid que me las
ponga en seguida. - Lo más seguro es que no te valgan - comentó Tripitaka -,
pero, si quieres, puedes probártelas. A mí no me importa. Loco de contento, el
Peregrino se quitó la túnica de sarga blanca y se puso inmediatamente la de
seda, que parecía haber sido hecha especialmente para él. Lo mismo le ocurrió
con la corona. Cuando Tripitaka vio que la llevaba en la cabeza, dejó al punto
de comer y empezó a recitar en voz baja un conjuro. - ¡Oh, mi cabeza! - se
quejó entonces el Peregrino - ¡Me duele muchísimo! ¡No sé si voy a poder
soportarlo! El monje siguió repitiéndolo una y otra vez y el dolor se hizo tan
intenso que el Peregrino se tiró por el suelo, tratando inútilmente de
arrancarse la corona con las manos. Temiendo que fuera a romperla, Tripitaka
dejó de recitar el conjuro y el dolor cesó al instante. El Peregrino se llevó
la mano a la cabeza y comprobó que la fina capa de metal se había incrustado en
ella como si hubiera echado raíces. Trató de arrancársela, pero todos sus esfuerzos
resultaron en vano. Sacó entonces la aguja de la oreja, la metió entre el metal
y la carne y empezó a apalancar como un loco. Temiendo, una vez más, que fuera
a quebrarla, Tripitaka volvió a su recitación y el Peregrino comenzó a verse
aquejado de nuevo por terribles dolores de cabeza. Eran tan insoportables que
empezó a dar volteretas y saltos mortales, la cara y las orejas se le pusieron
totalmente rojas, los ojos se le tornaron saltones y una extraña debilidad se
apoderó de todo su cuerpo. Al verlo, el monje se sintió conmovido y dejó de
recitar el conjuro. El dolor desapareció al instante y el Peregrino comentó,
aliviado: - Me habéis embrujado, maestro. No cabe la menor duda. - ¿Embrujado?
- repitió Tripitaka -. Yo sólo estaba repitiendo un sutra. - Recitadlo otra
vez, a ver lo que pasa - sugirió el Peregrino. Tripitaka volvió a su cantinela
y al instante se reanudaron los dolores. - ¡Parad, por favor! ¡Parad! - suplicó
el Peregrino -. ¿No os lo decía? En cuanto abrís la boca, siento como si me fuera
a estallar la cabeza. - ¿Prometes obedecerme siempre? - preguntó Tripitaka. -
¡Sí, sí! - respondió el Peregrino -. ¡Lo prometo! - ¿Y que nunca vas a hacer
nada contrario a nuestras normas? - insistió Tripitaka. - ¡Lo prometo, lo
prometo! - volvió a decir el Peregrino, pero no estaba dispuesto a ceder con
tanta facilidad. Sacudió la aguja y al instante adquirió el grosor de un cuenco
de arroz. Con ella en las manos se volvió contra el monje Tang, pero, antes de
que pudiera descargar el golpe, éste recitó el conjuro dos o tres veces más y
él cayó por tierra, presa de un insoportable dolor. Era tan intenso que ni
siquiera podía levantar las manos. Sólo le quedó en el cuerpo la fuerza
suplicante para decir: - ¡He aprendido la lección, maestro! ¡Parad, por lo que
más queráis! - ¿Cómo puedes ser tan malvado? - bramó Tripitaka -. Jamás imaginé
que fueras capaz de intentar abatirme con tu barra. - ¿Quién os ha dicho que
pensaba hacer semejante cosa? - replicó el Peregrino -. Por cierto, ¿os
importaría decirme quién os ha enseñado ese conjuro? - Una anciana - contestó
Tripitaka. - No necesitáis decirme más - comentó el Peregrino, gruñendo
malhumorado -. Esa mujer era Kwang Shr-Ing, estoy seguro. Lo que no comprendo
es por qué quiere que sufra de esta forma tan atroz Ahora mismo voy a ir a los
Mares del Sur a pedirle cuentas. - Reflexiona un poco - le aconsejó Tripitaka
-. Ella conoce los efectos del conjuro. ¿No comprendes que puedo hacerte morir,
recitándolo unas cuantas veces seguidas? El Peregrino hubo de admitir que tenía
razón y no se atrevió a moverse del sitio. Arrepentido, se arrodilló a los píes
de Tripitaka y dijo: - No me queda más remedio que acompañaros hasta el Oeste.
El método que la Bodhisattva ha ideado para controlarme es francamente
extraordinario. Os prometo que no iré a molestarla, pero vos, por favor, no
volváis a pronunciar el conjuro. Os seguiré de buena gana y jamás os
abandonaré. - En ese caso - concluyó Tripitaka, satisfecho -, ayúdame a montar
en el caballo y prosigamos cuanto antes nuestro viaje. El Peregrino desechó
para siempre todo intento de rebeldía. Se arremangó la túnica, se cargó el
equipaje a la espalda y continuaron su camino hacia las Tierras del Oeste. No
sabemos lo que les acaeció después, por lo que todo aquel que desee conocerlo
deberá escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el próximo
capítulo.