jueves, 4 de julio de 2024

Biodramaturgia

 


Emanuel-  Maestro este año al mismo estilo de mi sueño vendrás bajando de la montaña blanca como Zaratustra o tengo que ir yo en carne y hueso a buscarte ascendiendo a la cima de esa montaña para iniciar con mi labor de ingeniería interna

«Los enigmas de los antiguos egipcios eran enigmas también para los mismos egipcios». Del mismo modo, el elusivo e impenetrable Dieu obscur debe ser impenetrable también para sí mismo; debe tener un lado oscuro, algo que es en él más que él mismo

Emanuel-Egipto fantástico de dónde proceden textos biblicos y creencias sobre el poder de la palabra que dato de existencia a las cosas, lo innombrado no existe y las recitaciones son realizad transformadora de la realidad ...

Emanuel debo de empezar mi pelea Hermano, Cesar Salomón te contare la historia de Juder

Juder, siguiendo las órdenes de un mago marroquí, tuvo que abrir siete puertas que le llevarían hacia un tesoro. Cuando llegó a la séptima puerta, apareció su madre saliendo de la séptima puerta. Le miró y le dijo: «¡Contigo todas las zalemas, oh hijo mío!». Pero Juder le gritó: «¿Pero quién eres tú?». Ella contestó: «¡Soy tu madre, oh hijo mío! ¡Soy la que te ha llevado nueve meses en su seno, la que te ha amamantado y te ha dado la educación que tienes, oh hijo mío!». Él exclamó: «¡Quítate la ropa!». Ella replicó: «¿Cómo, siendo mi hijo, me pides que me ponga desnuda?». Él dijo: «¡Quítatelo todo o si no te cortaré la cabeza con este alfanje!». Y echó mano del alfanje que pendía de la pared, y lo empuñó, gritando: «Como no te desnudes, ¡te mato!». Entonces decidiose ella a quitarse parte de sus vestiduras; pero le dijo él: «¡Quítate lo demás!». Y se quitó ella algo más. Él le dijo: «¡Más todavía!», y continuó apremiándola, hasta que se quitó ella toda la ropa y no tuvo encima más que el calzón, y hubo de decirle avergonzada: «¡Ah, hijo mío, todo el tiempo que empleé en educarte lo perdí! ¡Qué decepción! ¡Tienes un corazón de piedra! ¡Y he aquí que quieres ponerme en una posición vergonzosa, obligándome a mostrar mi desnudez más íntima! ¡Oh, hijo mío!, ¿no te parece una cosa ilícita y un sacrilegio?». Él dijo: «¡Es verdad! ¡Quédate pues con el calzón!». Pero apenas hubo pronunciado Juder estas palabras, exclamó la vieja: «¡Ha consentido! ¡Pegadle!». Y al punto sintió él que le daban en los hombros golpes fuertes y tan numerosos como gotas de lluvia, los cuales eran asestados por todos los guardianes invisibles del tesoro. ¡Y en verdad que aquello fue para Juder una paliza sin precedentes y que nunca en su vida olvidaría! En la 615. a noche, leemos que a Juder se le dio otra oportunidad y volvió a intentarlo; cuando llegó a la séptima puerta, se abrió, y consiguió él romper los encantos diversos de las puertas hasta que llegó a presencia de su madre, que le dijo: «¡Bienvenido seas, oh hijo mío!». Él contestó: «¿Y desde cuándo y por qué soy tu hijo? ¡Oh maldita! ¡Quítate la ropa!». Entonces ella, tratando de engañarle empezó a quitarse la ropa lentamente y prenda a prenda hasta que no tuvo encima más que el calzón. Y exclamó Juder: «¡Quítatelo, oh maldita!». Y se quitó ella el calzón, desvaneciéndose en seguida cual fantasma sin alma. Juder penetró entonces sin dificultad en la estancia del tesoro, y vio los montones de oro agrupados en apretadas filas…

 

¡¿Dime pues le quitarías el calzón a nuestra madre?!

 

Salomón- ¡Que mierda estas haciendo! , ¡Quieres que te mate es eso!

 

No yo quiero hacer contigo una biodramaturgia, te he visto actuar y me he preocupado, tienes talento hermano pero no me dejaste criticarte y es indispensable que aprendas los movimientos del espíritu en sus 7 cuernos     

Salomón-Lo único que quiero hacer ahora es cerrarte la boca para que dejes de joder

 

Esta bien puedes golpearme con tal que me dejas hablar, ya antes nos hemos golpeado y antes también hemos hablado ahora hagamos las dos cosas

Salomón-No yo solo quiero golpearte

Lo sé  y una parte mí también desea lo mismo, pero  que terrible obra haremos nisiquiera llegaremos a hacer una pela de ficción  en cambio mira lo que Tanto Kierkegaard como Nietzsche proponen ambos  son de los que aportan a la filosofía menos medios de expresión. Al referirse a ellos, suele hablarse de una superación de la filosofía. Ahora bien, lo que está en tela de juicio en toda su obra es el movimiento. Lo que reprochan a Hegel es haberse quedado en el movimiento falso, en el movimiento lógico abstracto, es decir, en la «mediación». Quieren poner la metafísica en movimiento, en actividad. Quieren hacerla pasar al acto, y a los actos inmediatos. No les basta, entonces, con proponer una nueva representación del movimiento; la representación ya es mediación. Se trata, por el contrario, de producir en la obra un movimiento capaz de conmover al espíritu fuera de toda representación; se trata de hacer del movimiento mismo una obra, sin interposición; de sustituir representaciones me diatas por signos directos; de inventar vibraciones, rotaciones, giros, gravitaciones, danzas o saltos que lleguen directamente al espíritu. Esta es una idea de hombre de teatro, de director de escena que se adelanta a su tiempo. En este sentido hay algo completamente nuevo que comienza con Kierkegaard y Nietzsche. Ya no reflexionan sobre el teatro a la manera hegeliana. Tampoco hacen un teatro filosófico. Inventan, enla filosofía, un equivalente increíble del teatro, y con ello, fundan ese teatro del porvenir, al mismo tiempo que una filosofía nueva.  Hay algo cierto: cuando Kierkegaard habla del teatro antiguo y del drama moderno, ya hemos cambiado de elemento, ya no nos encontramos en el elemento de la reflexión. Descubrimos a un pensador que vive el problema de las máscaras, que siente ese vacío interior propio de la máscara, y que trata de colmarlo, de llenarlo, aunque más no fuera con «lo absolutamente diferente», es decir, poniendo en ella toda la diferencia entre lo finito y lo infinito, creando así la idea de un teatro del humor y de la fe. Cuando Kierkegaard explica que el caballero de la fe se parece, hasta extremos increíbles, a un burgués endomingado, es preciso tomar esta indicación filosófica como una indicación de director de escena que muestra cómo debe ser interpretado el caballero de la fe. Y cuando comenta a Job o Abraham, cuando imagina las variantes del cuento «Inés y el Tritón», el estilo ya no engaña, es un estilo de argumento teatral. La música de Mozart resuena hasta en Abraham y en Job; se trata de «saltar» al compás de esta música. «Sólo reparo en los movimientos»: he aquí una frase de director de escena, que plantea el más agudo problema teatral, el problema de un moviEnento que llegaría directamente al alma y que sería el del alma.

 

Ello se aplica con mayor razón a Nietzsche. El nacimiento de la tragedia no es una reflexión sobre el teatro antiguo, sino la fundamentación práctica de un teatro del porvenir, la apertura de una vía en la cual Nietzsche cree aún posible impulsar a Wagner. Y la ruptura con Wagner no es cuestión de teoría; tampoco es cuestión de música: atañe al rol respectivo del texto, de la historia, del ruido, de la música, de la luz, del canto, de la danza y del decorado en ese teatro con el cual sueña Nietzsche. Zaratustra retoma las dos tentativas dramáticas sobre Empédocles. Y si Bizet es mejor que Wagner, lo es desde el punto de vista del teatro y para las danzas de Zaratustra. Lo que Nietzsche reprocha a Wagner es haber trastornado y desnaturalizado el «movimiento»: habernos hecho chapotear y nadar —un teatro náutico— en lugar de caminar y bailar. Zaratustra está concebido por entero en la filosofía, pero también, por entero, para el escenario. Todo está en él sonorizado, visualizado, puesto en movimiento, en marcha y en danza. Y ¿cómo leerlo, sin buscar el sonido exacto del grito del hombre superior, cómo leer el prólogo sin poner en escena al funámbulo que abre toda la historia? En ciertos momentos, nos hallamos frente a una ópera bufa que trata de cosas terribles, y no es casual que Nietzsche hable de lo cómico de lo sobrehumano. Recordemos la canción de Ariadna, puesta en boca del viejo Encantador: aquí, se superponen dos máscaras: la de la mujer joven, casi la de una Koré, se aplica sobre la de un anciano repugnante. El actor debe interpretar el papel de un anciano que interpreta a su vez el de la Koré. Aquí también se trata, para Nietzsche, de colmar el vacío interior de la máscara en un espacio escénico, multiplicando las máscaras superpuestas, inscribiendo en esa superposición la omnipresencia de Dionisos, colocando en ella tanto lo infinito del movimiento real como la diferencia absoluta en la repetición del eterno retorno. Cuando Nietzsche dice que el superhombre se parece más a Borgia que a Parsifal, cuando sugiere que participa a la vez de la orden jesuítica y del cuerpo de oficiales prusianos, sólo se llega a la comprensión de estos textos tomándolos por lo que realmente son: observaciones de director teatral que indican cómo debe ser «interpretado» el superhombre.

 

El teatro es el movimiento real, y de todas las artes que utiliza, extrae el movimiento real. He aquí que nos dicen: este movimiento, la esencia y la interioridad del movimiento to, es la repetición, no la oposición, no la mediación. Hegel es denunciado como el que propone un movimiento del concepto abstracto, en lugar del movimiento de la Physis y de la Psyché. Hegel sustituye la verdadera relación de lo singular y de lo universal en la Idea por la relación abstracta entre lo particular y el concepto en general. Se limita, pues, al elemento reflejado de la «representación», a la simple generalidad. Representa conceptos en lugar de dramatizar Ideas: hace un falso teatro, un falso drama, un falso movimiento. Hay que ver cómo Hegel traiciona y desnaturaliza lo inmediato para fundar su dialéctica sobre esta incomprensión, e introducir la mediación en un movimiento que no es más que el de su propio pensamiento y de las generalidades de este pensamiento. Las sucesiones especulativas reemplazan las coexistencias, las oposiciones pasan a recubrir y a ocultar las repeticiones. Cuando se dice que el movimiento, por el contrario, es la repetición, y que en eso radica nuestro verdadero teatro, no se habla del esfuerzo del actor que «repite» en la medida en que la obra no ha sido aún aprendida. Se piensa en el espacio escénico, en el vacío de ese espacio, en la forma en que es llenado, determinado, por signos y por máscaras a través de los cuales el actor representa un papel que representa otros papeles, y en la forma en que la repetición se va tejiendo de un punto notable a otro comprendiendo dentro de sí las diferencias. (Cuando Marx critica el falso movimiento abstracto o la mediación de los hegelianos, se encuentra a su vez llevado a una idea, que se limita a indicar más que a desarrollar; y esta idea es esencialmente «teatral»: en la medida en que la historia es un teatro, la repetición, lo trágico y lo cómico en la repetición forman una condición del movimiento, bajo la cual los «actores» o los «héroes» producen en la historia algo efectivamente nuevo.) El teatro de la repetición se opone al teatro de la representación, así como el movimiento se opone al concepto y a la representación que lo relaciona con el concepto. En el teatro de la repetición se experimentan fuerzas puras, trazos dinámicos en el espacio que actúan sobre el espíritu sin intermediarios, y que lo unen directamente a la naturaleza y a la historia, un lenguaje que habla antes que las palabras, gestos que se elaboran antes que los cuerpos organizados, máscaras previas a los cuerpos, espectros y fantasmas anterio res a los personajes —todo el aparato de la repetición como «potencia terrible».

 

Más mirado desde el  otro lado  Tomemos la lucha social en su aspecto más violento: la guerra. Lo que interesa a Hegel no es la lucha como tal, sino el modo en que a través de ella surge la «verdad» de las posiciones implicadas, es decir, cómo las partes en liza son «reconciliadas» mediante su destrucción mutua. El auténtico significado (espiritual) de la guerra no es honor, victoria, defensa, etc., sino la emergencia de una negatividad absoluta (la muerte) como el Amo absoluto, que nos recuerda la falsa estabilidad de nuestras organizadas y finitas vidas. La guerra continúa existiendo para elevar a los individuos a su «verdad» haciéndoles renunciar a sus intereses particulares e identificarse con la universalidad del Estado. El auténtico enemigo no es el enemigo que estamos combatiendo, sino nuestra propia finitud; recordemos el ácido comentario de Hegel acerca de cuán fácil es proclamar la vanidad de nuestra existencia finita terrenal, pero cuánto más difícil es aceptarla cuando nos vemos forzados por un soldado enemigo que irrumpe en nuestra casa y comienza a asesinar a los miembros de nuestra familia con un sable. En términos filosóficos, la idea de Hegel aquí tiene que ver con la primacía de la «autocontradicción» sobre el obstáculo externo (o enemigo). No somos finitos y autoinconsistentes porque nuestra actividad se ve siempre frenada por obstáculos externos; nos vemos frenados por obstáculos externos porque somos finitos e inconsistentes. En otras palabras, lo que el sujeto inmerso en una lucha percibe como el enemigo, el obstáculo externo que debe superar, es la materialización de la inconsistencia inmanente del sujeto: el sujeto en pugna necesita la figura del enemigo para sostener la  ilusión de su propia consistencia, su misma identidad depende de su oposición al enemigo, y su (posible) victoria equivale a su derrota o desintegración. Como Hegel suele recordarnos, al combatir al enemigo externo uno lucha (sin saberlo) contra su propia esencia. De modo que, lejos de celebrar el compromiso en la lucha, la clave para Hegel es más bien que cada posición en pugna, cada toma de partido, debe basarse en una ilusión necesaria (la ilusión de que, una vez que el enemigo es aniquilado, alcanzaré la plena realización de mi ser). Esto nos lleva a lo que habría sido un concepto propiamente hegeliano sobre la ideología: la confusión de la condición de posibilidad (de lo que es un constituyente inherente de tu posición) con la condición de imposibilidad (como el obstáculo que evita tu plena realización); el sujeto ideológico es incapaz de captar cómo toda su identidad depende de lo que percibe como un obstáculo. Este concepto de ideología no es solo un abstracto ejercicio mental: encaja perfectamente con el antisemitismo fascista como la forma más elemental de ideología. Incluso estaríamos tentados de decir: es lo ideológico por excelencia, kat’exochen. La figura antisemita del Judío, el intruso extranjero que perturba y corrompe la armonía del orden social, es en última instancia una objetivación fetichista, un sustituto de la «inconsistencia» del orden social mismo, del antagonismo inmanente («lucha de clases») que genera su inestabilidad. El interés de Hegel en el «conflicto de opuestos» es por lo tanto el del observador dialéctico neutral que vislumbra la «Astucia de la Razón» que opera en esa lucha: un sujeto se enzarza en un combate, es derrotado (por lo general a causa de su victoria), y esta derrota le lleva a su verdad. Podemos medir claramente aquí la distancia que separa a Hegel de Nietzsche: la inocencia del heroísmo exuberante que Nietzsche quiere resucitar, la pasión del riesgo, de comprometerse plenamente en una lucha, de la victoria o la derrota; todas estas están ausentes; la «verdad» de la lucha emerge solo en y a través de la derrota. Por esto mismo la típica denuncia marxista de la falsedad de la reconciliación hegeliana (crítica ya realizada por Schelling) es errónea. Según esta crítica, la reconciliación hegeliana es falsa porque acaece solo en la Idea, mientras que el antagonismo real persiste en la experiencia «concreta» de la «vida real» de los individuos que se aferran a su identidad particular, y el poder del Estado continúa siendo una coacción externa. Ahí reside la clave de la crítica del joven Marx al pensamiento político de Hegel: este presenta la moderna monarquía constitucional como un Estado racional en el que los antagonismos son reconciliados, como un Todo orgánico en el que cada parte constitutiva encuentra, o puede encontrar, su lugar propio. Pero a partir de ahí Hegel ocultaría el antagonismo de clase que sigue presente en las sociedades modernas, generando una clase trabajadora como «no-razón de la Razón existente», como la parte de la sociedad moderna que no tiene parte en ella, como su «parte sin parte» (Rancière). Lo que Lebrun rechaza en esta crítica no es su diagnóstico (que la reconciliación propuesta no es sincera, es una «reconciliación forzada» [erpresste Versöhnung] –el título de uno de los ensayos de Adorno– que oculta la persistencia del antagonismo en la realidad social), sino más bien: «lo que es tan admirable en su retrato del dialéctico que deja de ser sincero a causa de su ceguera es la suposición de que podría haber sido sincero» [10] . En otras palabras, en vez de rechazar la reconciliación hegeliana como falsa, Lebrun rechaza como ilusoria la noción misma de reconciliación dialéctica, renunciando a la exigencia misma de una reconciliación «auténtica». Hegel fue plenamente consciente de que la reconciliación no alivia los antagonismos y sufrimientos reales; su fórmula en el prólogo a su Filosofía del derecho es que uno debería «reconocer la Rosa en la Cruz del presente». O, por expresarlo con palabras de Marx: en la reconciliación no se cambia la realidad externa para que encaje en alguna Idea, sino que uno reconoce esta Idea como la «verdad» interior de la miserable realidad. El reproche marxista de que, en vez de transformar la realidad, Hegel meramente propone una nueva interpretación de ella, es por lo tanto erróneo. Es superfluo ya que, para Hegel, si queremos pasar de la alienación a la reconciliación no tenemos que cambiar la realidad, sino más bien el modo en que la percibimos y nos relacionamos con ella. La misma idea subyace al análisis hegeliano del paso del trabajo al pensamiento en el subcapítulo sobre el Amo y el Siervo en la Fenomenología del espíritu. Lebrun está plenamente justificado al subrayar, contra Kojève, que Hegel está lejos de celebrar el trabajo (colectivo) como lugar de la autoafirmación de la subjetividad humana, o como proceso de enérgica transformación y apropiación de objetos naturales, además de la subordinación de estos a objetivos humanos. Todo el pensamiento finito permanece dentro de la «infinitud espuria» del inacabable proceso de (trans)formación de la realidad objetiva que siempre se resiste a la plena aprehensión subjetiva, de modo que el trabajo del sujeto nunca se realiza: «Como una actividad agresiva desplegada por un ser finito, el trabajo señala sobre todo la impotencia del hombre para tomar posesión integral de la naturaleza» [11] . Este pensamiento finito es el horizonte de Kant y Fichte: la interminable lucha ético-práctica por superar los obstáculos externos, así como la propia naturaleza interior del sujeto. Sus filosofías son las filosofías de la lucha, mientras que en la filosofía de Hegel la postura fundamental del sujeto hacia la realidad objetiva no es la de un compromiso práctico, una confrontación con la inercia de la objetividad, sino que es un dejar-ser. Purificado de su particularidad patológica, el sujeto universal está cierto de sí mismo, sabe que su pensamiento es ya la forma de la realidad, de modo que puede renunciar a imponer sus proyectos sobre la realidad, puede dejar que la realidad sea como es. Por esto es por lo que mi trabajo se acerca más a la verdad cuanto menos trabaje para satisfacer mi necesidad, esto es, para producir los objetos que consumiré. Por esta razón la industria que produce para el mercado es espiritualmente «superior» que la producción destinada meramente a cubrir las necesidades: en la producción mercantil, yo manufacturo objetos sin relación con mis necesidades. La forma más alta de producción social es por consiguiente la de un mercader: «el mercader es el único que se relaciona con el Bien como un sujeto universal perfecto, puesto que el objeto no le interesa de ningún modo en virtud de su presencia estética o su valor de uso, sino solo en la medida en que contiene un deseo de otro» [12] . Y esta es también la razón por la que, para llegar a la «verdad» del trabajo, deberíamos abstraernos gradualmente del objetivo (externo) que el trabajo tiene por meta. El paralelismo con la guerra es apropiado aquí: del mismo modo en que la «verdad» de la lucha militar no es la destrucción del enemigo, sino el sacrificio del contenido «patológico» del Yo particular del guerrero, su purificación en un Yo universal, la «verdad» del trabajo en cuanto lucha con la naturaleza tampoco es su victoria sobre la naturaleza, obligándola a servir objetivos humanos, sino la autopurificación del trabajador mismo. El trabajo es simultáneamente la (trans)formación de objetos externos y la autoformación/educación (Bildung) disciplinaria del sujeto mismo. Hegel celebra aquí precisamente el carácter alienado y alienante del trabajo: lejos de ser una expresión directa de mi creatividad, el trabajo me fuerza a someterme a la disciplina artificial, renunciar a mis tendencias inmediatas más íntimas, alienarme de mi Yo natural: La apetencia se reserva aquí la pura negación del objeto y, con ella, el sentimiento de sí mismo sin mezcla alguna. Pero esta satisfacción es precisamente por ello algo que tiende a desaparecer, pues le falta el lado objetivo o la subsistencia. El trabajo, por el contrario, es apetencia reprimida, desaparición contenida, el trabajo formativo [13] . El trabajo prefigura el pensamiento, alcanza su telos pensando, sin trabajar en una materia externa, ya que es su propia materia la que transforma. O dicho de otro modo, ya no impone su forma subjetiva/finita sobre la realidad externa, sino que ya es en sí la forma infinita de la realidad. Para el pensamiento finito, el concepto de un objeto es un mero concepto, la meta subjetiva que uno alcanza cuando, por medio del trabajo, impone su meta a la realidad. Para el pensamiento especulativo, por el contrario, el pensamiento no es meramente subjetivo, en sí mismo ya es objetivo: expresa la forma objetiva conceptual del objeto. Por esto es por lo que el Espíritu interior, cierto de sí mismo, «ya no necesita dar forma a la naturaleza y hacerla espiritual para fijar lo divino y visibilizar externamente su unidad con la naturaleza: en la medida en que el libre pensamiento piensa la externalidad, puede dejarla como está (kann er es lassen wie es ist)» [14] . Esta repentina inversión retroactiva desde el todavía-no al ya-es (nunca logramos directamente una meta; pasamos de esforzarnos por alcanzarla al repentino reconocimiento de que ya se ha realizado) es lo que distingue a Hegel de todos los tipos de tópicos historicistas, incluyendo la habitual crítica marxista de que la reconciliación ideal hegeliana es insuficiente, puesto que deja la realidad tal como es (con el dolor y sufrimiento reales), y que lo que se necesita es una reconciliación auténtica mediante una transformación social radical. Para Hegel la ilusión no es la de una «falsa reconciliación» forzada que ignora las divisiones persistentes; la auténtica ilusión reside en no ver que, en lo que se nos aparece como el caos del devenir, la meta infinita ya está realizada: «Dentro del orden finito, no podemos experimentar o ver que el objetivo se ha alcanzado realmente. Alcanzar la meta infinita consiste solo en superar la ilusión [Täuschung: engaño] de que esta meta no ha sido aún alcanzada» [15] . En resumen, el engaño definitivo está en no poder ver que uno ya tiene aquello que está buscando, al igual que los discípulos de Cristo, que esperan su reencarnación «real», ciegos todavía ante el hecho de que su colectivo ya es el Espíritu Santo, el retorno del Cristo viviente. Lebrun hace bien en señalar que la inversión final del proceso dialéctico, como hemos visto, lejos de implicar la intervención mágica de un deus ex machina, es un vuelco puramente formal, un cambio de perspectiva: lo único que cambia en la reconciliación final es el punto de vista del sujeto; el sujeto respalda la pérdida, la reinscribe como su triunfo. Reconciliación es por tanto, simultáneamente, más y menos que la típica idea de «superar un antagonismo»: menos, porque nada «cambia realmente»; más, porque el sujeto del proceso se ve privado de su misma sustancia (particular). Consideremos un ejemplo inesperado: al final del western clásico de Howard Hawks, Río Rojo, ocurre un giro argumental «psicológicamente injustificado» que habitualmente se ignora como un simple fallo del guion. Toda la película se dirige hacia el clímax del enfrentamiento entre Dunson y Matt, un duelo de proporciones casi míticas, marcado por el destino como un conflicto inexorable entre dos posturas subjetivas incompatibles. En la  escena final, Dunson se acerca a Matt con la determinación de un héroe trágico, cegado por su odio y marchando hacia su ruina. La brutal pelea a puñetazos que da comienzo, acaba inesperadamente cuando Tess, que está enamorada de Matt, dispara al aire con una pistola y les grita a los dos: «cualquiera con medio cerebro sabría que vosotros dos os queréis». Se sigue una rápida reconciliación, con Dunson y Matt charlando como viejos amigos: esta «transición que se produce en Dunson, desde la heroica rabia encarnada (como un Aquiles), hacia la dulzura y la luz, alternando felizmente con Matt… es impresionante en su rapidez» [16] . Robert Pippin tiene toda la razón al situar bajo esta debilidad técnica del guion un mensaje más profundo: La lucha por el poder y supremacía que hemos estado viendo… ha sido una suerte de teatro de sombras… una fantasía largamente escenificada por Dunson para justificarse. Nunca hubo un gran combate pendiente, nunca existió la amenaza real de una lucha a muerte… La lucha mítica que hemos estado contemplando es en sí misma el resultado de una suerte de automitologización… un marco narrativo de fantasía que también se desmitologiza frente a nosotros [17] . Así es como funciona la reconciliación hegeliana; no como un gesto positivo de resolver o superar el conflicto, sino como la comprensión retroactiva de cómo nunca hubo realmente un conflicto serio, y los dos oponentes estaban siempre del mismo lado (un poco como la reconciliación entre Fígaro y Marcelina en Las bodas de Fígaro, que recuperan el afecto al ser conscientes de que son madre e hijo). Esta retroactividad da cuenta también de la temporalidad específica de la reconciliación. Recordemos la paradoja del proceso por el que se pide perdón: si he herido a alguien al hacer un comentario desagradable, lo correcto es ofrecer una sincera disculpa, y lo correcto para esa persona es decir algo así como «¡Gracias, aprecio tus disculpas, pero no me había ofendido, sabía que no lo decías con mala intención, así que no me debes ninguna disculpa!». La clave está, por supuesto, en que pese a este resultado final, sin embargo sigue siendo necesario pasar por todo el proceso de ofrecer la disculpa: «no me debes ninguna disculpa» solo puede decirse después de que yo haya ofrecido la disculpa, de modo que, aunque formalmente «no ocurre nada», y la oferta de disculpas se proclama innecesaria, algo se gana al final del proceso (quizá, incluso consigue salvarse una amistad.

 

Salomón-¿Pretendes salvar nuestra hermandad purificándonos en tu biodramaturgia? No , pretendes salvarte a ti mismo en el regodeo de tu contradicción y yo solo soy un objeto al que no respetas, juegas a Dios y por lo mismo mereces ser destruido, pero el que yo te destruya seria caer en tu juego al mismo tiempo si no juego reconozco una contradicción en mí, que me imposibilita  la superación de mi autoconciencia y quedo atrapado en la permanente tensión contigo, todo este tiempo he tratado de evadir esa tensión , pero si tu dice que no hay esa tensión y de lo que se trata es del reconocimiento de que esta tensión no existe, entonces yo debería darte el abrazo de hermanos y salir por fin de este juego, pero no puedo nuestra madre ha muerto y me culpo y te culpo.

     

Entonces has conmigo los movimientos del espíritu y del anti espíritu, resulta entonces fácil hablar de las diferencias entre Kierkegaard y Nietzsche. Pero aun este problema no debe ya ser planteado en el nivel especulativo de una naturaleza última del Dios de Abraham o del Dionisos de Zaratustra. Se trata más bien de saber lo que significa «hacer el movimiento», o repetir, obtener la repetición. ¿Se trata de saltar, como cree Kierkegaard? ¿O bien de bailar, como piensa Nietzsche, a quien desagrada que se confunda bailar con saltar? (sólo el mono de Zaratustra, su demonio, su enano, su bufón, salta).5 Kierkegaard nos propone un teatro de la fe; y lo que opone al movimiento lógico es el movimiento espiritual, el movimiento de la fe. Por tal motivo, puede invitarnos a superar toda repetición estética, a superar la ironía y aun el humor, sabiendo, al mismo tiempo, con sufrimiento, que sólo nos propone la imagen estética, irónica y humorística de semejante superación. En Nietzsche existe un teatro de la no creencia, del movimiento como Physis; es, ya, un teatro de la crueldad. En él humor e ironía son insuperables y operan en el fondo de la naturaleza. ¿Y qué sería el eterno retorno, si olvidásemos que es un movimiento vertiginoso, que está dotado de una fuerza capaz tanto de seleccionar, de expulsar, como de crear, de destruir como de producir y no de suscitar la vuelta de lo Mismo en general? La gran idea de Nietzsche es fundar la repetición en el eterno retorno a la vez sobre la muerte de Dios y sobre la disolución del Yo. Pero en el teatro de la fe la alianza es muy distinta; Kierkegaard la sueña entre un Dios y un yo reencontrados. Todo tipo de diferencias se eslabonan: ¿dónde está el movimiento? ¿En la esfera del espíritu, o en las entrañas de la tierra, que no conoce ni Dios ni yo? ¿Dónde habrá de encontrarse mejor protegido contra las generalidades, las mediaciones? ¿La repetición es sobrenatural en la medida en que está por encima de las leyes naturales? ¿O, por el contrario, es lo más natural, voluntad de la Naturaleza en sí misma queriéndose como Physis, porque la naturaleza es de por sí superior a sus propios reinos y a sus propias leyes? En su condena a la repetición «estética», ¿Kierkegaard no ha mezclado acaso todo tipo de cosas: una seudo-repetición atribuible a las leyes generales de la naturaleza, una verdadera repetición en la naturaleza misma; una repetición de las pasiones según un modo patológico, una repetición en el arte y la obra de arte? No podemos por el momento resolver ninguno de estos problemas; nos bastó encontrar la confirmación teatral de una diferencia irreductible entre la generalidad y la repetición.

 

Existe lo trágico y lo cómico de la repetición. La repetición aparece incluso siempre dos veces: una en el destino trágico, la otra en el carácter cómico. En el teatro, el héroe repite precisamente porque está separado de un saber esencial infinito. Este saber está en él, se hunde en él, actúa en él, pero actúa como una cosa oculta, como una representación bloqueada. La diferencia entre lo cómico y lo trágico depende de dos elementos: la naturaleza del saber reprimido, ora saber natural inmediato, simple dato del sentido común, ora terrible saber esotérico; en consecuencia, también, el modo en que el personaje es excluido de dicho saber, el modo en que «no sabe que sabe». En general, el problema práctico consiste en esto: ese saber no sabido debe ser representado como empapando toda la escena, impregnando todos los elementos de la pieza, comprendiendo en sí todas las potencias de la naturaleza y del espíritu. Pero, al mismo tiempo, el héroe no puede representárselo; debe, por el contrario, ponerlo en acto, interpretarlo, repetirlo. Hasta el momento agudo que Aristóteles llamaba «reconocimiento», en que la repetición y la representación se mezclan, se enfrentan, sin confundir sin embargo sus dos niveles, el uno reflejándose en el otro, nutriéndose del otro; el saber es entonces reconocido como el mismo en tanto es representado sobre el escenario y repetido por el actor.  

 

El verdadero sujeto de la repetición es la máscara. Porque la repetición difiere por naturaleza de la representación, lo repetido no puede ser representado, sino que debe ser siempre significado, enmascarado por lo que lo significa, enmascarando, a su vez, lo que significa.

 

No repito porque reprimo. Reprimo porque repito, olvido porque repito. Reprimo porque, en primer lugar, no puedo vivir algunas cosas o algunas experiencias más que bajo la forma de la repetición. Estoy determinado a reprimir lo que me impediría vivirlas así, es decir, la representación, que mediatiza lo vivido relacionándolo con la forma de un objeto idéntico o semejante. Eros y Tánatos se distinguen por el hecho de que Eros debe ser repetido, no puede ser vivido más que en la repetición, en tanto que Tánatos (como principio trascendental) es lo que confiere la repetición a Eros, lo que somete a Eros a la repetición. Sólo un punto de vista semejante es capaz de hacernos penetrar en los problemas oscuros del origen de la represión, de su naturaleza, de sus causas y de los términos exactos a los que apunta. Pues cuando Freud, más allá de la represión «propiamente dicha» que apunta a representaciones, muestra la necesidad de plantear una represión originaria, que concierne en primer lugar a presentaciones puras o a la forma en que las pulsiones son necesariamente vividas, creemos que se acerca al máximo de una razón positiva interna de la repetición, que le parecerá más tarde determinable en el instinto de muerte, y que debe explicar el bloqueo de la representación en la represión propiamente dicha, lejos de ser explicado por ella. Es por este motivo que la ley de una relación inversa repetición-rememoración es poco satisfactoria desde todo punto de vista, en tanto hace depender la repetición de la represión.

 

Desde el comienzo, Freud señalaba que, para dejar de repetir, no bastaba recordar abstractamente (sin afecto), ni formar un concepto en general, ni siquiera representarse en toda su particularidad el acontecimiento reprimido: era preciso ir a buscar el recuerdo allí donde se encontraba, instalarse de golpe en el pasado para realizar la conexión viviente entre el saber y la resistencia, la representación y el bloqueo. Uno no se cura, pues, por simple mnesis, ni tampoco se está enfermo por amnesia. Aquí, como en otros casos, la toma de conciencia es poca cosa. La operación que de otro modo sería teatral y dramática por medio de la cual se alcanza la curación, y también por la cual no se la alcanza, tiene un nombre: transferencia. Ahora bien, la transferencia es, además, repetición, ante todo, repetición.? Si la repetición nos enferma, es ella también quien nos cura; si nos encadena y nos destruye, es igualmente ella quien nos libera, testimoniando en ambos casos su potencia «demoníaca». Toda la cura es un viaje al fondo de la repetición. Existe, en efecto, en la transferencia, algo análogo a la experimentación científica, puesto que se supone que el enfermo repite el conjunto de su perturbación en condiciones artificiales privilegiadas, tomando como «objeto» la persona del analista. Pero la repetición en la transferencia tiene como función no tanto identificar acontecimientos, personas y pasiones, como autentificar roles, seleccionar máscaras. La transferencia no es una experiencia sino un principio que funda la experiencia analítica por entero. Los roles en sí son, por naturaleza, eróticos, pero la prueba de los roles convoca a ese principio más alto, a ese juez más profundo que es el instinto de muerte. En efecto, la reflexión sobre la transferencia fue un motivo determinante del descubrimiento de un «más allá». Es en tal sentido que la repetición constituye por sí misma el juego selectivo de nuestra enfermedad y de nuestra salud, de nuestra pérdida y de nuestra salvación. ¿Cómo puede relacionarse este juego con el instinto de muerte? Sin duda en un sentido cercano a aquel en que Miller dice, en su admirable libro sobre Rimbaud: «Comprendí que era libre, que la muerte, cuya experiencia había hecho, me había liberado». 

 

 

Por esto te pregunto y recreo la experiencia le ¿Sacarías el calzón a nuestra madre?

 

Salomón- ¡Basta que pregunta es esa!

 

La pregunta que le haría a nuestro padre si estuviera vivo, al le haría recrear la experiencia es decir lo llevaría por medio de la repetición a la transferencia.

 

Salomón-El jamás lo haría

 

Por supuesto pero ahí está  el problema, porque si te quedas en el calzón, te quedas deseando , en cambio si se lo sacas alcanzas la iluminación y te das cuenta que nuestra madre y toda la materialidad es maia es una ilusión.

 

Salomón- La materia y nuestra  madre no son ilusión

Eso es cierto y es bueno que tengas fidelidad con tu deseo pero este es el primer movimiento, el movimiento del deseo hacia la materia, movimiento que nos pierde y nos apega y que va a fundamentar la regla del no incesto base de toda nuestra civilización, ahora antes de este nudo , en nuestra etapa salvaje y aun en nuestra etapa barbara ¿No repetíamos este deseo? ¿Y en base a este deseo no surgieron todas las cosas? Y entonces el problema no fue el deseo que en su repetición diferenciaba y generaba sino el momento del conocimiento donde el querer y el deber chocaron, donde se hizo la diferencia terrible entre bien y mal, ante esto hay dos opciones nos redimimos en el misterio Dharmico apagando el deseo o nos liberamos de la conciencia repitiendo nuestro deseo y generando todas las diferencias que nos de la gana, lo cual sería el movimiento del anti espíritu, pero aprende primero el movimiento regresivo del misterio dharmico

 

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Salomón- No puedo hacerlo

 

Por supuesto nadie puede hacerlo significaría cancelar toda diferencia, al menos claro que aprendas todos los movimiento que están dentro de este movimiento y del misterio pascual, entremos pues a lo pascual con Platón  

 

Toda la filosofía se dice que es una nota a pie de página de la filosofía de Platón, pues si es así  toda la anti filosofía del anti espíritu   es un intento por derrumbar esas notas a pie de página y al propio Platón  

 

Badiou ha enumerado seis formas principales (y parcialmente entrelazadas) del antiplatonismo del siglo XX: 1. Antiplatonismo vitalista (Nietzsche, Bergson, Deleuze): la afirmación de lo real del devenir-vida contra la esterilidad intelectualista de las formas platónicas; como dijo  Nietzsche, «Platón» es el nombre de una enfermedad…   

2. Antiplatonismo empirista-analítico: Platón creía en la existencia independiente de las Ideas, pero como ya sabía Aristóteles, las Ideas no existen independientemente de los objetos sensoriales de las que son su forma. La tesis principal contra Platón de los empiristas analíticos es que todas las verdades son analíticas o empíricas.

3. Antiplatonismo marxista (del que Lenin no carece de culpa): el desprecio de Platón como primer idealista, opuesto a los materialistas presocráticos, así como al más «progresista» y más atento a lo empírico Aristóteles. En esta visión (que convenientemente olvida cómo, a diferencia de la noción de Aristóteles del esclavo como «instrumento parlante», no hay lugar para los esclavos en la República de Platón), Platón fue el principal ideólogo de la clase de los propietarios de esclavos… [20] .

4. Antiplatonismo existencialista: Platón niega el carácter único de la existencia singular y subordina lo singular a lo universal. Este antiplatonismo tiene una versión cristiana (Kierkegaard: Sócrates versus Cristo) y una atea (Sartre: «la existencia precede a la esencia»). 5. Antiplatonismo heideggeriano: Platón como la figura fundadora de la «metafísica occidental», el momento clave en el proceso histórico de «olvido del Ser», el inicio del proceso que culmina en el nihilismo tecnológico de hoy en día («from Plato to NATO», de Platón a la OTAN).

6. Antiplatonismo «democrático» en la filosofía política, desde Popper a Arendt: Platón como el originador de la «sociedad cerrada», como el primer pensador que elaboró en detalle el proyecto del totalitarismo. (Para Arendt, a un nivel mucho más refinado, el pecado original de Platón fue el de subordinar la política a la Verdad, sin ver que la política es un ámbito de phronesis, de juicios y decisiones tomadas en situaciones únicas e impredecibles.) 

 

La posición de Platón es por tanto similar a la de Descartes: «Platón» es el punto de referencia negativo que reúne a los que de otro modo serían enemigos irreconciliables: marxistas y liberales anticomunistas; existencialistas y empiristas analíticos; heideggerianos y vitalistas… De modo que, ¿por qué un retorno a Platón? ¿Por qué necesitamos una repetición del gesto fundador de Platón? En su Logiques des mondes, Badiou nos da una sucinta definición del «materialismo democrático» y su opuesto, la «dialéctica materialista». El axioma que condensa al primero es: «No hay nada excepto cuerpos y lenguajes…». A lo que la dialéctica materialista añade: «…con excepción de las verdades» [21] . Deberíamos tener en cuenta el impulso platónico, realmente metafísico, de esta distinción: prima facie, el afirmar que la realidad material no es todo lo que hay, que también hay otro nivel de verdades incorpóreas, no puede sino parecernos como un gesto protoidealista. Badiou hace aquí el paradójico gesto filósofico de defender, como materialista, la autonomía del orden «inmaterial» de la Verdad. Como materialista, y para poder ser plenamente materialista, Badiou se centra en el topos idealista por excelencia: ¿cómo puede un animal humano renunciar a su animalidad y poner su vida al servicio de una Verdad trascendente? ¿Cómo puede acaecer la «transustanciación» de la vida orientada al placer de un individuo, en la vida de un sujeto dedicado a una Causa? En otras palabras, ¿cómo es posible un acto libre? ¿Cómo puede alguien romper con (y salir de) la red de  conexiones causales de la realidad positiva, y dar lugar a un acto que comienza en y por sí mismo? Badiou repite, dentro del marco materialista, el gesto elemental del antirreduccionismo idealista: la Razón humana no puede ser reducida al resultado de la adaptación evolutiva; el arte no es solo un procedimiento diseñado para producir placer sensual, sino un medium de la Verdad; etcétera. Esta es entonces, hoy en día, nuestra opción (decisión) político-filosófica básica: o repetir de un modo materialista la afirmación de Platón acerca de la dimensión metafísica de las «Ideas eternas», o continuar habitando el universo posmoderno del relativismo historicista «materialista-democrático», atrapados dentro del círculo vicioso de la lucha eterna contra los fundamentalismos «premodernos». ¿Cómo es posible este gesto, cómo es –incluso– pensable? Comencemos por el sorprendente hecho de que en la situación ideológica actual, Badiou conciba la «contradicción principal», el antagonismo predominante, no como la lucha entre idealismo y materialismo, sino como la lucha entre dos formas de materialismo (democrático y dialéctico). Además, para más inri, el «materialismo democrático» representa la reducción de todo lo que hay a la realidad histórica de los cuerpos y lenguajes (los hermanos gemelos del darwinismo, la neurociencia, etc., y del historicismo discursivo), mientras que la «dialéctica materialista» añade la dimensión «platónica» («idealista») de las Verdades «eternas». Para cualquiera familiarizado con la dialéctica de la historia, sin embargo, esto no debería suponerle una sorpresa.  

 

De las ficciones a las apariencias Para extraer el potencial emancipatorio del pensamiento de Platón, este debe colocarse contra el trasfondo de la revolución sofística. Al romper con el universo mítico «cerrado», los antiguos sofistas griegos, como el mal afamado Gorgias, aceptaron y jugaron con el abismo autorreferencial del lenguaje, que gira sobre sí mismo sin apoyo externo alguno. La tarea principal de Platón fue la de afrontar esta situación, que vivía como un auténtico horror vacui: consciente de que no habría retorno al cierre mítico, intentó minimizar el daño volviendo a anclar al lenguaje en la realidad metafísica de las Ideas. Por esto es por lo que su Parménides, en el que el mismo Platón pone en escena un colapso autocrítico de sus enseñanzas acerca de las Ideas, es lo más cercano que llega a estar de ser un sofista. El resultado de los ocho ejercicios lógicos sofísticos que cubren la matriz de todas las relaciones lógicas posibles entre el Ser y el Uno es una conclusión típica de Gorgias: nada existe, etc. ¿No es Parménides el tratado definitivo sobre el significante (Uno) y lo real (Ser), desplegando toda la matriz de sus relaciones posibles? El resultado es una versión del bonito concepto neopagano («wicca») de que, tras la muerte, todo el mundo obtiene aquello en lo que creían: el Valhalla para los vikingos, el Infierno o el Paraíso para los cristianos, nada en absoluto para los materialistas, y demás. Todas las variantes, incluso si son contradictorias (autocontradictorias y contradictorias con respecto a cada una), son en algún sentido verdaderas. Es decir, cada una de las hipótesis en la segunda parte del Parménides debe interpretarse como si apuntara a una esfera ontológica específica, enmarcada dentro de una «loca» ontología pluralista, y el reto es proporcionar una descripción precisa de cada una de estas esferas, a pesar de los posibles errores lógicos en el razonamiento de Platón. En todos sus diálogos posteriores, Platón pretende despejar posibles problemas  intentando dibujar una clara línea de separación entre los juegos de lenguaje autorreferenciales sofísticos y un discurso que se refiera a verdades sustanciales externas a él. Lo que Platón no puede aceptar es la solución hegeliana: todos estos ejercicios son verdaderos, todos tienen relevancia ontológica. El diálogo crucial en esta serie es El sofista, en el que Platón trata el problema del noser, intentando delinear una tercera vía entre dos extremos opuestos: la afirmación de Parménides del Uno incondicional y el juego sofístico de Gorgias con la multiplicidad de no-ser. Platón clasifica la sofistería como el arte de fabricar apariencias: imitando a la auténtica sabiduría, los sofistas producen apariencias que engañan; en sus vacías argumentaciones y su búsqueda de efectos retóricos, obviamente hablan de algo que no existe. ¿Pero cómo puede uno hablar acerca del no-ser, haciéndolo aparecer como algo que es? Para responder a esta pregunta, Platón se ve empujado a replicar a la tesis de Parménides «es imposible que las cosas que son no sean»: las cosas que no son (sino que solo parecen ser) también son de algún modo; ¿cómo son? Platón no define el no-Ser como lo opuesto del Ser (es decir, no lo define como excluido del dominio del Ser), sino como una Diferencia dentro del dominio del Ser: la predicación negativa indica algo diferente del predicado (cuando digo «esto no es negro», estoy implicando que es de otro color al margen del negro). La estrategia de Platón consiste por lo tanto en relativizar el no-ser, esto es, tratarlo no como una negación absoluta del ser, sino como una negación relacional de un predicado. Este es el modo en que el sofista invoca un no-ser (relativo) y produce así una falsa apariencia: no al hablar de la Nada absoluta, sino atribuyendo predicados falsos a las entidades. En el origen de los problemas de Platón está el estatuto ontológico indecidible de las apariencias o semblantes (semblances). ¿Qué es un semblante? Como clave para comprender la noción de semblant, Lacan propone la teoría de las ficciones de Bentham, que le fascina por una razón bien precisa: el eje sobre el que Lacan se centra no es «ficción versus realidad» sino «ficción versus (lo real de) la jouissance». Tal como explica Jelica Sumic: El semblante, tal como es concebido por Lacan, designaría aquello que, viniendo de lo simbólico, se dirige hacia lo real. Esto es precisamente lo que caracteriza a las ficciones de Bentham. Sin duda, como un hecho del lenguaje y creado a partir de nada más que el significante, las ficciones legales de Bentham son sin embargo capaces de distribuir y modificar placeres y dolores, afectando así al cuerpo. Lo que mantuvo la atención de Lacan al leer la Teoría de las ficciones de Bentham fue precisamente que algo que es en última instancia un aparato del lenguaje –Bentham define las ficciones como entidades que deben su existencia solo al lenguaje–, es capaz de infligir dolor o provocar satisfacciones que solo pueden ser experimentadas en el cuerpo… Por lo tanto, afirmando abiertamente que las ficciones no son nada más que un dispositivo artificial –«un invento», por usar el mismo término de Bentham–, designado para provocar placer o dolor, Bentham pone en cuestión todas las instituciones humanas en la medida en que son un aparato destinado a regular los modos de goce vistiéndolos con las virtudes de lo útil y lo bueno. El concepto de Bentham de ficciones puede verse como una manera efectiva de denunciar los ideales morales y sociales de la época, exponiéndolos como nada más que un semblante, una apariencia, un fingimiento [22] . De modo que, cuando Lacan afirma que todo discurso genera un semblante de jouissance, debe contemplarse la afirmación en su genitivo objetivo y en el subjetivo: el semblante de jouissance (que no es plenamente real) y una jouissance en (el hecho de que nos encontramos ante lo que es un mero) semblante [23] . Bentham está aquí lejos de la tosca lógica del «desenmascaramiento» en cuanto desvelamiento de los motivos mezquinos –placer, poder, envidia, etc.– que yacen bajo las razones éticas más elevadas. El enigma al que se enfrenta es un extraño eppur si muove; incluso cuando una ficción (ideológica) es claramente reconocida como una ficción, sigue funcionando: «es posible utilizar las ficciones para alcanzar lo real sin creer en ellas» [24] . Esta es la paradoja patente para Marx cuando señalaba que el «fetichismo de la mercancía» persiste incluso después de que su naturaleza ilusoria se haya hecho transparente. Niels Bohr lo expresó perfectamente al responder a un amigo que le preguntaba si realmente creía que la herradura situada encima de su puerta le traería buena suerte: «¡Desde luego que no, pero me han dicho que funciona incluso si uno no cree en ella!». Lo que distingue a los humanos de los animales es su habilidad para fingir, una habilidad que se distingue del hecho de quedar atrapados en una ilusión: finjo que algo es x mientras que sé muy bien que no es x. Fingir (faire semblant) debe distinguirse de los intentos directos de crear una ilusión. Cuando vemos una película de miedo, nos sentimos placenteramente aterrorizados; es «placentero» precisamente porque, si bien nos entregamos al espectáculo, sabemos muy bien que no es más que eso. Pero imaginemos nuestra sorpresa y horror si, repentinamente, somos conscientes de que lo que estábamos viendo era de hecho una película snuff que retrataba una acción real. Por esto mismo los espantapájaros pueden ser aterradores: no porque consiguen engañarnos para que pensemos que están vivos, sino porque debemos afrontar el hecho de que funcionan, si bien sabemos perfectamente que solo son artefactos. Un espantapájaros nos coloca ante la eficiencia del simulacro: «si los espantapájaros espantan a los pájaros porque aletean y se agitan con el viento, en cambio asustan a los humanos porque su éxito parcial imitando a los humanos revela, de manera a veces abrupta y alarmante, señales de que son el simulacro de un humano» [25] . Lo que hace terroríficos a los espantapájaros es la diferencia mínima que los hace in-humanos: no hay «nadie en casa» tras la máscara; como con un humano convertido en zombi. En este punto encontramos una ambigüedad fundamental, por la que Lacan se desplazó de las ficciones a los semblantes. La distinción es entre la ficción simbólica como tal y el semblante en el sentido de un simulacro. Aunque en ambos casos la ilusión funcione pese a nuestra consciencia de que es solo una ilusión, hay una delgada línea que las separa. Es crucial distinguir aquí entre fingir como una forma de ser bien educado (parte de la «alienación» constitutiva del orden simbólico como tal) y el uso cínico instrumental de las normas, que se basa en que otro sujeto crea en ellas. Una cosa es dar la bienvenida a un conocido con un educado «¡Me alegro de verte!» cuando ambos sabemos que yo no lo digo de veras; otra cosa es tomar al otro por idiota, esperando que crea nuestras mentiras. (La clave no está solo en que el primer caso no puede ser desechado como mera hipocresía –al ser educado, «miento sinceramente»–, sino en que el segundo caso no es el de una simple mentira; al engañar al otro, me convierto en víctima de mi propia broma…) David K. Lewis, uno de los más perspicaces filósofos norteamericanos, se aproximó al interesante problema de la «verdad en la ficción» siguiendo justo esta línea. Cuando leemos una obra de ficción, hay un pacto entre escritor y lector: ambos respetarán la ilusión de que los acontecimientos descritos son ciertos. Pero ¿qué hay de una situación en la que el escritor viola esta verdad ficcional, esta verdad en la ficción, violando a la vez la «verdad» de su universo ficticio por mera torpeza y haciendo que los personajes relaten una ficción que erróneamente pasa por ser cierta dentro del universo narrativo de  la ficción? En una novela épica, por ejemplo: un personaje menor, asesinado en el primer capítulo, sale de la nada, otra vez con vida y en un capítulo muy posterior. No hay misterio en ello, el escritor simplemente olvidó que ese personaje estaba muerto…[26] . En el segundo caso, más complejo, recordemos el escándalo provocado por el «falso flashback» al comienzo de Pánico en la escena: un hombre salta a un coche conducido por la heroína y, cuando comienza a explicarle por qué está huyendo, los acontecimientos que describe se muestran en flashback. Al final de la película nos enteramos de que estaba mintiendo: de hecho, él es el asesino. Lo que motivó las protestas del público fue que Hitchcock había violado una de las reglas fundamentales del cine narrativo: lo que se muestra directamente como un flashback debe haber ocurrido realmente en el universo de la película; es «trampa» si después resulta que era mentira [27] . ¿Entonces cuál es auténtico problema ontológico aquí? Lewis plantea una muy sencilla pero igualmente pertinente pregunta: «¿por qué esta iteración de ficciones no colapsa? ¿Cómo distinguimos fingir [que la ficción es verdadera] de fingir que fingimos?» [28] . Aquí es donde entra Lacan, con su distinción entre la atracción imaginaria y la ficción simbólica en cuanto tal: solo dentro del espacio simbólico podemos fingir que fingimos, o mentir con la verdad. La pregunta de Lewis es en definitiva una pregunta acerca de la «mentira veraz» o el orden simbólico mismo: ¿cómo puede ser que el orden simbólico no «caiga dentro de lo real»? ¿Cómo puede ser que no pueda ser reducido a signos simples, a una relación intramundana entre los signos y lo que designan, como es el caso con las señales de humo? La solución es platónica: el lenguaje humano en realidad solo funciona cuando la ficción cuenta más que la realidad, cuando hay más verdad en una máscara que en la estúpida realidad que yace bajo la máscara; cuando hay más verdad en un título simbólico (padre, juez…) que en la realidad del portador empírico de este título. Por esto es por lo que Lacan está en lo cierto cuando señala que una Idea platónica suprasensible es una imitación de la imitación, apariencia como apariencia; algo que aparece sobre la superficie de la realidad sustancial. La fórmula clave del semblante fue propuesta por J.-A. Miller: el semblante es una máscara (velo) de nada , pero lo que no comprende Lacan ni ningún antifilosofo es que en la nada se refleja el uno.

 

      

 

 

     La búsqueda del oro: he ahí el modelo de la división. La diferencia no es específica, entre dos determinaciones del género, sino que pertenece por entero a uno de los lados, en el linaje que se selecciona: no ya los contrarios de un mismo género, sino lo puro y lo impuro, lo bueno y lo malo, lo auténtico y lo inauténtico en un mixto que forma una gran especie. La pura diferencia, el puro concepto de diferencia, y no la diferencia mediatizada en el concepto en general, en el género y las especies. El sentido y la finalidad del método de división es la selección de los rivales, la prueba de los pretendientes, no la úvripacis sino la uproBimao (se lo ve bien en los dos ejemplos principales de Platón: en El Político, donde el político es definido como el que sabe «apacentar a los hombres»; pero aparece mucha gente: comerciantes, labradores, panaderos, gimnastas, médicos que dicen: el verdadero pastor de los hombres, ¡soy yo! Y en el Fedro, donde se trata de definir el buen delirio y al verdadero amante, y donde muchos pretendientes están allá para decir: el amante, el amor, ¡soy yo!). En todo esto no se trata de especie, salvo por ironía. Nada en común con las preocupaciones de Aristóteles: no se trata de identificar sino de autentificar. El único problema que atraviesa toda la filosofía de Platón, que preside su clasificación de las ciencias o de las artes, es siempre el de medir los rivales, seleccionar los pretendientes, distinguir la cosa y sus simulacros en el seno de un seudogénero o de una gran especie. Se trata de establecer la diferencia, por consiguiente, de operar en las profundidades de lo inmediato, la dialéctica de lo inmediato, la prueba peligrosa, sin hilo y sin red. Pues según la costumbre antigua, la del mito y la epopeya, los falsos pretendientes deben morir. Nuestra pregunta no es todavía la de saber si la diferencia selectiva está entre los verdaderos o los falsos pretendientes, a la manera en que lo dice Platón, sino más bien de saber cómo Platón establece esta diferencia mediante el método de la división. El lector experimenta aquí una fuerte sorpresa, pues Platón hace intervenir un «mito». Se diría, pues, que, al abandonar su máscara de especificación y descubrir su verdadera finalidad, la división renuncia a realizarla, haciéndose reemplazar por el simple «juego» de un «mito». En efecto, en cuanto se llega a la cuestión de los pretendientes, El Político invoca la imagen de un Dios que rige al mundo y a los hombres en el período arcaico: sólo este Dios merece, estrictamente hablando, el nombre de Reypastor de los hombres. Pero precisamente, con respecto a él, todos los pretendientes no son equivalentes: hay un cierto «cuidado» de la comunidad humana que remite por excelencia al hombre político, porque es el más cercano al modelo del Dios-pastor arcaico. En cierta forma, los pretendientes se encuentran medidos según un orden de participación electiva, y entre los rivales del Político, podrán distinguirse (según esta medida ontológica proporcionada por el mito) padres, sirvientes, auxiliares y, por último, charlatanes, falsificaciones.20 El mismo procedimiento aparece en el Fedro: cuando se trata de distinguir los «delirios», Platón invoca bruscamente un mito. Describe la circulación de las almas antes de la encarnación, el recuerdo que tienen de las Ideas que pudieron contemplar. Lo que determina el valor y el orden de los diferentes tipos de delirios actuales es precisamente esta contemplación mítica, la naturaleza o el grado de esta contemplación, el género de ocasiones necesarias para la rememoración. Podemos así determinar quién es el falso amante y quién el verdadero; podríamos incluso determinar quién —el amante, el poeta, el sacerdote, el adivino, el filósofo— participa electivamente de la reminiscencia y de la contemplación, quién es el verdadero pretendiente, el verdadero participante, y en qué orden pueden ubicarse los demás. (Podrá objetarse que el tercer gran texto relativo a la división, el Sofista, no presenta ningún mito; lo que sucede es que, por una utilización paradójica del método, por una contrautilización, Platón se propone aislar aquí al falso pretendiente por excelencia, el que pretende todo sin ningún derecho: el «sofista».)

 

Pero esta introducción del mito parece confirmar todas las objeciones de Aristóteles: la división, carente de mediación, no tendría ninguna fuerza probatoria y debería hacerse reemplazar por un mito que le proporcionaría un equivalente de mediación bajo una forma imaginaria. También aquí, sin embargo, traicionamos el sentido de este método tan misterioso. Pues, si bien es cierto que el mito y la dialéctica son dos fuerzas distintas en el platonismo en general, esta distinción deja de valer en el momento en que la dialéctica descubre en la división su verdadero método. La división supera la dualidad e integra el mito en la dialéctica, hace del mito un elemento de la dialéctica misma. La estructura del mito aparece claramente en Platón: es el círculo, con sus dos funciones dinámicas, girar y volver, distribuir o repartir; la distribución de las partes pertenece a la rueda que gira, así como la metempsicosis al eterno retorno. No nos ocupan aquí los motivos por los cuales Platón no es, por cierto, un protagonista del eterno retorno. No por ello el mito, tanto en el Fedro como en El Político o en otra parte, deja de establecer el modelo de una circulación parcial, en el cual aparece un fundamento susceptible de establecer la diferencia, es decir, de medir los roles o las pretensiones. Este fundamento se encuentra determinado en el Fedro bajo la forma de las Ideas, tal como son contempladas por las almas que circulan por encima de la bóveda celeste; en El Político, bajo la forma del Dios-pastor que preside él mismo el movimiento circular del universo. Centro o motor del círculo, el fundamento está instituido en el mito como el principio de una prueba o de una selección, que confiere todo su sentido al método de la división fijando los grados de una participación electiva. Conforme a la más antigua tradición, el mito circular es, en efecto, el relato-repetición de una fundación. La división lo exige como el fundamento capaz de establecer la diferencia; a la inversa, exige la división como el estado de la diferencia en lo que debe ser fundado. La división es la verdadera unidad de la dialéctica y de la mitología, del mito como fundación y del logos como Ayo toEvc.

 

Este rol del fundamento aparece con toda claridad en la concepción platónica de la participación (y es sin duda él quien proporciona a la división la mediación que parecía faltarle, y que, al mismo tiempo, relaciona la diferencia con el Uno, pero en forma tan particular. . .). Participar significa tener parte, tener después, tener en segundo término. Lo que posee en primer término es el fundamento mismo. Sélo la Justicia es justa, dice Platón; en cuanto a los que llamamos justos, poseen en segundo lugar, o en tercero, o en cuarto. .. o en simulacro, la cualidad de ser justo. Que sólo la justicia sea justa no es una simple proposición analítica. Es la designación de la Idea como fundamento que posee en primer término. Y lo propio del fundamento es dar en participación, dar en segundo término. Así, lo que participa, y lo que participa más o menos, en grados diversos, es necesariamente un pretendiente, Es el pretendiente que apela a un fundamento, es la pretensión que debe ser fundada (o denunciada como carente de fundamento). La pretensión no es un fenómeno entre otros, sino la naturaleza de todo fenómeno. El fundamento es una prueba que da a los pretendientes la posibilidad de participar, en mayor o menor grado, del objeto de la pretensión; es en este sentido que el fundamento mide y establece la diferencia. Por consiguiente, hay que distinguir: la Justicia, como fundamento; la cualidad de justo, como objeto de pretensión poseído por lo que funda; los justos, como pretendientes que participan desigualmente del objeto. Tal es el motivo por el cual los neoplatónicos nos entregan una comprensión tan profunda del platonismo cuando exponen su tríada sagrada: lo Imparticipable, lo Participado, los Participantes. El principio que funda es como lo imparticipable, pero da algo que participar y lo da al participante, poseedor en segundo término, es decir, al pretendiente que ha sabido atravesar la prueba del fundamento. Podría decirse: el padre, la hija y el pretendiente. Y porque la tríada se reproduce a lo largo de una serie de participaciones, porque los pretendientes participan en un orden y en grados que representan la diferencia en acto, los neoplatónicos vieron claramente lo esencial: que la división tenía como finalidad no ya la distinción de las especies en amplitud, sino el establecimiento de una dialéctica serial, de series o de linajes en profundidad, que marcan las Operaciones tanto de un fundamento selectivo como de una participación electiva (Zeus I, Zeus Il, etc.). Se vuelve desde entonces evidente que la contradicción, lejos de significar la prueba del fundamento mismo, representa por el contrario el estado de una pretensión no fundada, en el límite de la participación. Si el justo pretendiente (lo fundado en primer término, lo bien fundado, lo auténtico) tiene rivales que son como sus padres, como sus auxiliares, como sus sirvientes, que participan con títulos diversos de su pretensión, también tiene sus simulacros, sus falsificaciones denunciadas por la prueba: tal es, según Platón, el «sofista», bufón, centauro o sátiro que todo lo pretende y, pretendiéndolo todo, no está nunca fundado, sino que contradice todo y se contradice a sí mismo. ..

 

Pero, ¿en qué consiste exactamente la prueba del fundamento? El mito nos lo dice: siempre una tarea por cumplir, un enigma por resolver. Se interroga el oráculo, pero la respuesta del oráculo es ella misma un problema. La dialéctica es la ironía, pero la ironía es el arte de los problemas y de las preguntas. La ironía consiste en tratar las cosas y los seres como otras tantas respuestas a interrogantes ocultos, como otros tantos casos de problemas por resolver. Se recordará que Platón define la dialéctica como procediendo por «problemas», a través de los cuales es posible elevarse hasta el puro principio fundante, es decir que los mide en tanto tales y distribuye las soluciones correspondientes; y el Menón sólo expone la reminiscencia en relación con un problema geométrico, que es necesario comprender antes de resolver, y que debe tener la solución que merece según el modo en que el reminiscente lo ha comprendido. No tenemos por qué preocuparnos ahora de la distinción que conviene establecer entre las dos instancias del problema y de la pregunta, sino considerar más bien cómo su complejo representa en la dialéctica platónica un papel esencial, comparable en importancia al que lo negativo tendrá más tarde, por ejemplo, en la dialéctica hegeliana. Pero, precisamente, no es lo negativo lo que desempeña ese papel en Platón. Hay, pues, que preguntarse si la célebre tesis del Sofista no debe, a pesar de ciertos equívocos, ser comprendida así: el «no» en la expresión «no-ser» expresa algo distinto de lo negativo. Sobre este punto, el error de las teorías tradicionales consiste en imponernos una alternativa dudosa: cuando tratamos de conjurar lo negativo, nos declaramos satisfechos si mostramos que el ser es plena realidad positiva y no admite ningún noser; a la inversa, cuando tratamos de fundar la negación,

estamos satisfechos si llegamos a enunciar en el ser, o con relación al ser, un no-ser cualquiera (nos parece que ese noser es necesariamente el ser de lo negativo o el fundamento de la negación). La alternativa es, entonces, la siguiente: o bien el no-ser no existe y la negación es entonces ilusoria e infundada, o bien el no-ser existe, pone lo negativo en el ser y funda la negación. Sin embargo, quizá tengamos razones para decir a la vez que existe el no-ser y que lo negativo es ilusorio.

 

El problema o la pregunta no son determinaciones subjetivas, privativas, que marcan un momento de insuficiencia en el conocimiento. La estructura problemática forma parte de los objetos y permite captarlos como signos, así como la instancia cuestionante o problematizante forma parte del conocimiento y permite captar su positividad, su especificidad en el acto de aprender. Más profundamente aún, es el Ser (Platón decía la Idea) que «corresponde» a la esencia del problema o de la pregunta como tal. Hay como una «abertura», una «dilatación», un «pliegue» ontológico que refiere al ser y la cuestión el uno al otro. En esta relación, el ser es la Diferencia misma. El ser es también no-ser, pero el no-ser no es el ser de lo negativo, es el ser de lo problemático, el ser del problema y de la pregunta. La Diferencia no es lo negativo, por el contrario, el no-ser es la Diferencia: Étepov, no évovtiov. Por ese motivo, el no-ser debería más bien escribirse (no)-ser, o, mejor aún, ?-ser. Sucede, en este sentido, que el infinitivo, el esse, designa menos una proposición que el interrogante al cual se supone que debe responder la proposición. Ese (no)-ser es el Elemento diferencial en el que la afirmación, como afirmación múltiple, encuentra el principio de su génesis. En cuanto a la negación, no es más que la sombra de ese principio más alto, la sombra de la diferencia junto a la afirmación producida. Cuando confundimos el (no)-ser con lo negativo, es inevitable que la contradicción sea llevada en el ser; pero la contradicción es todavía la apariencia o el epifenómeno, la ilusión proyectada por el problema, la sombra de una pregunta que permanece abierta y del ser que corresponde como tal con esa pregunta (antes de darle una respuesta). ¿No es acaso en este sentido que la contradicción caracteriza solamente en Platón el estado de los llamados diálogos aporéticos? Más allá de la contradicción, la diferencia, más allá del no-ser, el (no)-ser, más allá de lo negativo, el problema y la pregunta.

 

Las cuatro figuras de la dialéctica platónica son, entonces: la selección de la diferencia, la instauración de un círculo mítico, el establecimiento de una fundación, el planteamiento de un complejo pregunta-problema. Pero a través de estas figuras, la diferencia se encuentra todavía referida a lo Mismo o al Uno. Y, sin duda, lo mismo no debe ser confundido con la identidad del concepto en general; caracteriza más bien la Idea como siendo la cosa «misma». Pero en la medida en que desempeña el papel de un verdadero fundamento, no se ve con claridad cuál es su efecto, a no ser el de suscitar la existencia de lo idéntico en lo fundado, de servirse de la diferencia para hacer existir lo idéntico. En verdad, la distinción de lo mismo y lo idéntico sólo da sus frutos si lo Mismo experimenta una conversión que lo relaciona con lo diferente, al tiempo que las cosas y los seres que se distinguen en lo diferente padecen de manera correspondiente una destrucción radical de su identidad. Sólo con esta condición, la diferencia es pensada en sí misma y no representada, no mediatizada. Por el contrario, todo el platonismo está dominado por la idea de una distinción a efectuar entre «la cosa misma» y los simulacros. En lugar de pensar la diferencia en sí misma, la relaciona ya con un fundamento, la subordina a lo mismo e introduce la mediación bajo una forma mítica. Derrocar el platonismo significa lo siguiente: negar la primacía de un original sobre la copia, de un modelo sobre la imagen, glorificar el reino de los simulacros y de los reflejos. Pierre Klossowski, en los artículos que citábamos anteriormente, marcó con claridad este punto: el eterno retorno, tomado en sentido estricto, significa que cada cosa sólo existe en la medida que vuelve, copia de una infinidad de copias que no dejan subsistir ni original ni origen. Por ese motivo, el eterno retorno es llamado «paródico»: califica lo que hace ser (y volver) como simulacro.?? El simulacro es el verdadero carácter o la forma de lo que es —el «ente»— en tanto que el eterno retorno es la potencia del Ser (lo informal). Cuando la identidad de las cosas se disuelve, el ser se escapa, alcanza la univocidad y se pone a girar en torno de lo diferente. Lo que es o vuelve no tiene ninguna identidad previa y constituida: la cosa está reducida a la diferencia que la descuartiza y a todas las diferencias implicadas en esta, por las cuales pasa. En este sentido, el simulacro es el símbolo mismo, es decir, el signo en tanto interioriza las condiciones de su propia repetición. El simulacro ha captado una disparidad constituyente en la cosa que destituye del rango de modelo. Si, como lo hemos visto, el eterno retorno tiene por función establecer una diferencia de naturaleza entre las formas medias y las formas superiores, existe también una diferencia de naturaleza entre las posiciones medias o moderadas del eterno retorno (sea los círculos parciales, sea el retorno global aproximado, in specie), y su posición estricta o categórica. Afirmado en toda su potencia, el eterno retorno no permite instauración alguna de una fundación-fundamento: por el contrario, destruye, devora todo fundamento como instancia que colocaría la diferencia entre lo originario y lo derivado, la cosa y los simulacros. 

 

Más he aquí la alteración del anti espíritu, el pedido es claro que el espíritu baile, pero la contra alteración del espíritu esta en la misma idea de bien que parte del fundamento de lo uno, el mito, la dialéctica prueban al pretendiente en su pretensión y le exige al bailador que no pare de bailar hasta que muera, he aquí donde la única que aprobó la prueba el Espíritu al anti espíritu es nuestra maestra Simone Weil y es que el anti espíritu no se ha dado cuenta de que el mejor bailador siempre ha sido Sócrates solo superado por el mismo Cristo.Recordemos la idea de Artaud: la crueldad es sólo LA determinación, ese punto preciso en que lo determinado mantiene su relación esencial con lo indeterminado, esa línea rigurosa abstracta que se alimenta del clarOSCuro.   

 

 

 

Platón ha asignado la finalidad suprema de la dialéctica: establecer la diferencia. Sólo esta no se encuentra entre la cosa y los simulacros, el modelo y las copias. La cosa es el simulacro mismo, el simulacro es la forma superior y lo difícil para toda cosa es alcanzar su propio simulacro, su estado de signo en la coherencia del eterno retorno. Platón oponía el eterno retorno al caos, como si el caos fuera un estado contradictorio, que debiera recibir desde afuera un orden o una ley, semejante a la operación del Demiurgo tratando de moldear una materia rebelde. Platón remitía al sofista a la contradicción, a ese estado supuesto del caos, es decir, a la más baja potencia, al último grado de participación. Pero, en verdad, la enésima potencia no pasa por dos, tres, cuatro, sino que se afirma inmediatamente para constituir lo más alto: se afirma del caos mismo; y, como dice Nietzsche, el caos y el eterno retorno no son dos cosas distintas. El sofista no es el ser (o el no-ser) de la contradicción, sino el que lleva todas las cosas al estado de simulacro, y las lleva a todas hasta ese estado. ¿No era acaso necesario que Platón encaminara la ironía hasta ese punto, hasta esa parodia? ¿No era necesario que Platón fuese el primero en derribar el platonismo, o por lo menos en mostrar la dirección de tal derrumbe? Recordemos el grandioso final del Sofista: la diferencia resulta desplazada, la división se vuelve contra sí misma, funciona a contrapelo y, a fuerza de profundizar el simulacro (el sueño, la sombra, el reflejo, la pintura), demuestra la imposibilidad de distinguirlo del original o del modelo. El extranjero da una definición del sofista que ya no puede distinguirse de Sócrates mismo: el imitador irónico, que procede por argumentos breves (preguntas y problemas). Entonces, cada momento de la diferencia debe encontrar su verdadera figura, la selección, la repetición, la desfundamentación, el complejo pregunta-problema  

 

Pero es que Platón lo hizo, Platón es el descubridor de todos los espíritus, el ya bailo el baile repetitivo del anti espíritu pero no se quedó  ahí llego al espíritu desintegrado y a vislumbrar el espíritu integrado  donde espíritu y anti espíritu se hacen uno, el espíritu infernal  que contra altera todo bucle transferencial y  el Espíritu Santo. 

 

El Parménides es un diálogo del periodo intermedio de Platón; en un sentido mucho más literal del habitual. Su forma es la de una composición heterogénea: la primera parte es un típico «diálogo socrático», esta vez contra el mismo Sócrates; la segunda parte es un ejemplo de los últimos diálogos de Platón, en los que uno de los interlocutores desarrolla su línea de argumentación, con su compañero reducido a emisor de puntualizaciones meramente exclamatorias, como «¡Así es!» o «¡Por Zeus, tienes razón!», etcétera. Sin embargo, este carácter de «periodo intermedio» del texto, de ningún modo lo reduce a una obra meramente de transición; es, en cierto modo, más radical que los diálogos posteriores de Platón, porque lleva a término el colapso del gran Otro, revelando sus grietas e inconsistencias. Primero, Parménides demuestra a Sócrates la debilidad de su teoría de las Ideas, señalando que, antes de arriesgarse con tan ambiciosa teoría, Sócrates mejor tendría que dedicarse a algún ejercicio previo conceptual, introduciendo el movimiento a las Ideas mismas. Lo que sigue es una suerte de contraparte filosófica a las «gymnopédies» de Satie; una gran red de «gimnasia dialéctica», esfuerzos lógicos que constituyen la matriz de todas las relaciones posibles entre el Uno y el Ser. El estatuto exacto de este ejercicio no está claro; lo que sí está claro, sin embargo, es que no hay resultado positivo, como si el ejercicio fuera un fin en sí mismo. El único resultado es que ahí no hay totalidad consistente, no hay «gran Otro». Todo el problema interpretativo surge cuando este resultado se interpreta como algo meramente negativo: tal lectura genera la necesidad de llenar la fractura, de proponer una nueva teoría positiva. Y esto es lo que el último Platón intenta hacer, pasando de un suplemento a otro, desde la chora en el Timeo a… Pero, ¿y si una lectura así está condicionada por una suerte de ilusión de perspectiva, sin llegar a ver que el resultado no es meramente negativo, sino que en sí mismo ya es positivo: ya es lo que estábamos buscando? Para ver esto, hay que efectuar un desplazamiento de paralaje y aprehender el problema como (si contuviera) su propia solución. A menudo se oye hablar de la «enseñanza esotérica» de Platón, que va a contrapelo de su idealismo oficial; los dos candidatos principales son, del lado de los seguidores de la New Age, un dualismo gnóstico que postula el principio femenino material como contrapunto al idealismo; y, por parte de Leo Strauss, un realismo despiadado y cínico, que degrada la teoría de las Ideas al estatuto de «mentira noble». ¿Y si es el Parménides el que transmite la doctrina auténtica de Platón, no de modo oculto, sino a plena vista? El truco está en tomar seriamente (literalmente), como una auténtica ontología, lo que a menudo es visto como un lúdico ejercicio dialéctico, consistente en seguir todas las posibles hipótesis, ad absurdum. La verdad no está oculta detrás de los ejercicios lógicos, no es el mensaje negativo-teológico de que el Uno inefable está más allá del alcance de la lógica; se trata, simplemente, de que Platón realmente dice lo que piensa. Un paralelismo con Hegel sería de ayuda aquí. Un modo de determinar cuándo «Hegel    se convirtió por fin en Hegel», es observar la relación entre lógica y metafísica: el primer Hegel «prehegeliano» distinguía entre Lógica (el estudio de los conceptos puros como organon, los instrumentos propios del análisis ontológico) y Metafísica (el estudio de la estructura ontológica básica de la realidad), pero «devendrá Hegel» en el momento en que abandone esta distinción y sea consciente de que la Lógica ya es Metafísica: lo que se muestra como un análisis introductorio de las herramientas necesarias para aprehender la Cosa, ya es la Cosa [33] . De un modo análogo, no deberíamos leer la segunda parte del Parménides como un ejercicio meramente lógico que prepara el camino para la ontología propiamente dicha; ya es esta ontología. ¿No apunta en esta dirección el mismo Platón en el siguiente pasaje de resonancias hegelianas? Por los cielos, ¿podemos estar dispuestos a creer que lo absolutamente real no comparte el movimiento, la vida, el alma o la sabiduría? ¿Que no vive ni piensa, sino en solemne sacralidad, desposeída de mente, queda completamente en reposo? Sería algo horrible de admitir. (248e) Tal radical conclusión «hegeliana» es, sin embargo, excesiva para la mayoría de los intérpretes. Las interpretaciones tradicionales de la segunda parte del Parménides se mueven entre dos extremos interpretativos: ven en él o un puro ejercicio de gimnasia lógica, o la indicación teológico-negativa del Indecible Uno. Para los neoplatónicos, que fueron los primeros en proponer esta última interpretación, el propósito del Parménides va más allá de hacer sutiles distinciones lingüísticas. El ejercicio de la dialéctica proporciona simbólicos y numinosos bosquejos de la naturaleza del Uno supraesencial, y de cómo deberíamos considerarlo. Las conclusiones negativas de la primera hipótesis, por ejemplo, no son ilustraciones de la naturaleza sin sentido del Uno puro. Más bien demuestran el fracaso de la razón y el lenguaje a la hora de aprehender el Uno inefable y no-relacional que surge por encima de todas las formas de conocimiento relativo. El ejercicio dialéctico, que se extiende a todo el campo del discurso y considera todas las permutaciones lógicas de cada proposición, es una meditación para liberar la mente del aferrarse a cualquier posición o presuposición filosófica, abriéndola así a la iluminación mística. Es la via negativa platónica [34] . O tal como afirmaba Findlay: «Aquellos incapaces o reacios a sacar conclusiones a partir de pistas más o menos palpables, o aquellos constitutivamente incapaces de comprender las afirmaciones metafísicas o místicas, o de entrar en pasiones místicas… sin duda nunca deberían dedicarse a la interpretación de Platón» [35] . Badiou llama a este desplazamiento neoplatónico desde la multiplicidad inconsistente del razonamiento (lógico) hacia el Uno transdiscursivo (sea cual sea su nombre, desde Sustancia hasta Vida) «la gran tentación» del pensamiento materialista. Tanto Hegel como Lacan, dos grandes admiradores del Parménides, rechazaron este «éxtasis malinterpretado» (Hegel), esta «confusión neoplatónica» (Lacan). Pero ¿es la única alternativa a leer el Parménides como un fragmento de teología mística negativa (cuya conclusión sería que el Absoluto es inefable, que se sustrae al alcance de nuestras categorías, que podemos decir cualquier cosa y/o nada acerca de él), como un frívolo ejercicio lógico (razonamiento no-sustancial sin conexión alguna con la realidad), o quizá incluso sin pretensión alguna de seriedad (seguramente Platón debe haber sido consciente de las falacias lógicas en algunos de los argumentos)? Quizá Hegel estaba en lo cierto al ver en este diálogo la cumbre de la dialéctica griega. ¿Y si rechazamos ambas opciones y tratamos las «contradicciones» no como signos de la limitación de nuestra razón, sino como pertenecientes a la «cosa  misma»? ¿Y si la matriz de todas las relaciones posibles entre el Uno y el Ser es también efectivamente la matriz de las relaciones «imposibles» entre el significante y lo Real? Es crucial aquí el desplazamiento de la primera a la segunda parte del diálogo. En la primera parte, Sócrates intenta resolver la paradoja de que los opuestos puedan ser atribuidos a la misma entidad (uneidad y multiplicidad, reposo y movimiento, etc.) mediante la distinción entre el orden eterno de las Ideas y la realidad empírica. La misma cosa empírica puede ser una y múltiple; puede participar simultáneamente en la Idea de uneidad y en la Idea de multiplicidad. Un hombre es a la vez uno, este individuo, y múltiple, una combinación de partes u órganos; pero las Ideas de uneidad o de multiplicidad no pueden. En la segunda parte, Parménides (en un supremo ejemplo de ironía platónica, dado lo que sabemos del Parménides histórico «real» ) introduce la dinámica de la participación mutua y relacionada, y la «contradicción» en lo real de las Ideas mismas. Para ser Uno, hay que ser múltiple (participar en la multiplicidad), etc. –«todo se derrumbará, y un gran caos se seguirá de ello, si resulta que pudiera haber una contradicción en el orden de las formas mismas» [36]–; «si los géneros e Ideas se mostraran afectados en sí mismos por ambas determinaciones [opuestas], esto sería digno de toda perplejidad. Pero si se me demostrase que soy uno y múltiple, no habría nada de sorprendente» (129c). La sucesión de las ocho hipótesis en la segunda parte debería concebirse como la sucesión de categorías en la lógica de Hegel, donde cada determinación categorial se desarrolla de modo que su «contradicción» (inconsistencia) inherente sale a la luz. Así que, ¿y si consideramos el paso de la primera a la segunda parte del Parménides como homóloga al paso de la fenomenología a la lógica? La primera parte funciona como cualquiera de los primeros diálogos de Platón: alguien que pretende saber se ve interrogado por una figura socrática que lo obliga a admitir la inconsistencia de su posición y por ello la vanidad de su conocimiento; la característica excepcional aquí es que este procedimiento se ha hecho autorreflexivo: la figura que pretende saber ahora es el mismo Sócrates, cuya enseñanza sobre las Ideas se ve sometida a crítica en el diálogo con Parménides. En la segunda parte, pasamos del diálogo fenomenológico al autodespliegue lógico de las determinaciones conceptuales. En su detallada introducción al Parménides, Mary Louise Gill intenta sortear ambas lecturas predominantes (Parménides como un tratado de teología negativa, o como un ejercicio lógico) tomando la segunda parte literalmente, como un intento de resolver el callejón sin salida de la primera parte (donde Parménides ha mostrado las incoherencias de la teoría de las formas de Sócrates, mientras que afirma inequívocamente que las formas son necesarias para comprender el ser) [37] . Este esfuerzo heroico lleva a Gill a diferenciar entre la fuerza y la pertinencia de las diversas hipótesis: para ella, la tercera hipótesis (que afirma que el Uno y los Muchos [los otros] no son incompatibles, que otros pueden participar en el Uno como totalidades, como partes, y recibir de esta participación su límite) apunta a la solución: «la deducción 3 produjo resultados altamente constructivos al asumir que el uno es completamente uno, y que los otros de algún modo participan de él» [38] . Parménides destruye esta promesa en la cuarta hipótesis al aceptar la premisa sin garantías de que el Uno y los otros son totalmente incompatibles. Por solidario y riguroso que sea el intento de Gill, parece ignorar el propósito de toda la matriz que forman las ocho hipótesis en su unidad estructural: ¿cuál es el significado de la  matriz misma, al margen de la cualidad variable de las diferentes líneas de argumentación? Esto nos lleva de vuelta a una interpretación de todo el conjunto de hipótesis como una matriz formal de ocho mundos posibles: cada hipótesis formula un «trascendental inmanente» del mundo (en el sentido preciso que Badiou otorga al término). Parménides es por lo tanto la «lógica de los mundos» de Platón. Los ocho mundos implicados por las ocho hipótesis no componen una suerte de predecesor de cierta posmoderna «pluralidad de universos», sino que destacan sobre el fondo de una cierta imposibilidad o callejón sin salida que los genera: la imposibilidad de «reconciliar» el Ser y el Uno, lo Real y el Significante, la imposibilidad de hacer que se yuxtapongan simétricamente. Hay muchos mundos porque el Ser no puede ser Uno, porque persiste una fractura entre los dos. Lo que deberíamos tener en cuenta aquí es que la pareja de Uno y Ser prefigura la pareja de Platón y Aristóteles: a diferencia de la ontología aristotélica, cuya orientación hacia el ser es la noción más básica en la teoría, el platonismo identifica la unidad como el concepto central del que parte todo razonamiento. Podría decirse que el platonismo es «henología» (to hen = el Uno), opuesta a «ontología». «Lo Uno» (una palabra filosófica artificial, que no estaba ahí antes de la escuela de Parménides) es utilizada aquí como sujeto, no como predicado o numeral. Para Aristóteles, el concepto de uneidad es solo un aspecto de lo particular. Cada particular es «uno», en la medida en que es indivisible e individual. «Uneidad», desde este punto de vista, básicamente depende del significado de «Ser». En el platonismo se da lo contrario: el concepto del Uno es autosuficiente, y por decirlo así, precede al dominio de los particulares. De acuerdo con esto, el Uno da cuenta de la existencia de particulares en una distribución que de algún modo tiene estructura, es determinada y unificada. Es una variante del Uno. Todos estos predicados básicos del particular puede ser interpretados en términos del Uno que precede a todo ser [39] . Hay sin embargo otro modo de comprender el vínculo entre las dos partes del Parménides: centrarse en aquello que el diálogo mismo afirma que es el objetivo de la segunda parte, esto es, colocar las bases para la comprensión adecuada de la doctrina de las Ideas cuya crítica se ha realizado en la primera parte. Vista de este modo, la conclusión «pesimista» de que nada existe, etc., debería calificarse como un rechazo del monismo cósmico platónico: nada existe plenamente, la realidad es un confuso caos sobre el que no puede decirse nada consistente; y si permanecemos dentro de las coordenadas del monismo cósmico y no postulamos un reino de Ideas externas al Cosmos –si nos limitamos al Uno-Todo de la eternamente cambiante realidad–, este Uno-Todo finalmente demuestra no ser nada. 

 

Más si comprendemos a Platón El Uno más allá del significante barrado es lo que se refleja en nosotros en nuestro uno que es un significante barrado el uno donde siempre algo falta que es uno de nuestra conciencia  y el uno todo de nuestra existencia que está  separado pornolograr la continua transferencia hasta llegar a la sintransferencia.

 

El ejercicio dialéctico de Parménides se divide realmente en  nueve partes: respecto de cada una de las dos hipótesis básicas –si el Uno es y si el Uno no es– examina las consecuencias para el Uno, y las consecuencias para los Otros.

 

La demostración de la primera hipótesis del Parménides nos lleva a la conclusión de que es imposible que el Uno exista. De esta forma, el Uno de su primera hipótesis, siendo uno por definición, no podría tener partes ni ser un todo. Por lo tanto no tendrá ni comienzo, ni final, ni límites. Por la misma razón, no participará en el tiempo. No tendrá por lo tanto ser, puesto que ser implica la participación en un tiempo. Y si no es en absoluto, ¿puede tener entonces algo que le pertenezca o que provenga de él? Desde luego que no. Por lo tanto no tiene nombre; no hay definición, ni percepción, ni conocimiento de él. ¿Es posible que esto sea así respecto al Uno? No. De esta demostración de imposibilidad puede sin duda aducirse legítimamente que «puesto que el Uno de ningún modo participa con el Ser», no existe, que no hay nada más allá del ser, que el ser es por tanto todo. Los neoplatónicos eligen leer la demostración de Parménides sobre la imposibilidad de manera diferente. Estaban de acuerdo en que hay una incompatibilidad entre el Uno y el ser, pero en vez de deducir que el Uno no existe, concluyeron que no hay duda de que el Uno no existe en términos de ser, sino que más allá del ser, está el Uno, que el Uno ex-siste a partir del ser. De este modo, «hay Uno» constituye una fórmula que se opone a la ontología y lleva a la noción del notodo de un Otro radical, en términos de la uneidad con la que no hay relación, donde emerge la lógica de la demostración de Parménides. Ser, por un lado. Y por el otro, el hay; son incompatibles. Ser en un lado, lo real en el otro. Inmediatamente vemos que esta oposición es la que está en funcionamiento en las teologías negativas, en la búsqueda de un no-conocimiento que equivale a la ignorancia aprendida, según los testimonios de los grandes místicos cristianos, usando oxímoron extraídos de la Teología mística del Pseudo-Dionisio Areopagita.

 

Y desde aquí que nosotros fundamentamos el Espíritu absoluto.

 

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Esta es la idea de lo uno, lo real que se refleja en nosotros, claro desde nuestra limitación y creada por nuestra contingencia como en Hegel donde el sí mismo está  constituido por nuestra acción, es esto lo que ve platón la contingencia de Sócrates es su movimiento el que devela la metafísica y que se constituirá en el sí de toda la filosofía y será un prefiguración del misterio pascual cristiano y entonces si bien la metafísica se construye en nuestra contigencia, eso no le quita sustancia, hoy podemos ver todos los movimiento del espíritu y eso no es otra cosa que ver a Dios, aunque siempre puede haber un movimiento que Dios aun no nos ha mostrado.

 

Puedes Salomón hacer el movimiento del misterio pascual donarte en bondad y luego redimirte en ella

Salomón-Con mis fuerzas no  

No, con nuestras fuerzas nos quedamos contemplando el calzón de nuestra madre.

Salomón- Basta con eso

Bueno el calzón de nuestras mujeres que no es otra cosa que la repetición del calzón de nuestra madre, en cambio con la fuerza del Espíritu Santo podemos morir, no hay manera de reconciliar la existencia en su repetición y diferencia con la conciencia y su misterio pascual, una tiene que morir y solo ahí se supera la contradicción, no hay manera de reconciliar nuestra libertad negativa con, la libertad absoluta, tenemos que lograr la negación de la negación en la existencia   pero la existencia está  en una afirmación de la afirmación, así que solo queda el movimiento de la fe   pero así  como hoy la existencia muere, en el movimiento del anti espíritu la conciencia muere, hoy en el conflicto entre ser y tener, muere el tener y vamos al ser de lo uno.

 

Emanuel-Maestro porque no aprendo nada siento que lo que sé no me sirve para resolver mis problemas( si es que les puedo llamar así quiero decir que estoy a veces por volverme un bibliopiromaniaco como Fausto ( que noperdonó ni los textos sagrados )

   

Oh amado amigo como quisiera que no aprendas nada pero en mi experiencia tengo que aprender ese aprender nada develando el movimiento espiritual.

Salomón-No comprendo el ser es lo uno o el ser es el 0 de la existencia y la repetición.

 

Lo uno verdadero es el ser en sí  mismo que es Dios, lo real, lo necesario pero en nosotros el ser está  dado por la existencia, la conciencia hace del ser entes más ene l espíritu absoluto, revelado y subjetivo, el ser de lo uno se devela he ahí el movimiento del Padre , del Hijo y del Espíritu Santo.

 

Salomón- Ya es imposible comprender  

Vamos poco a poco como actores que aprenden a moverse en el escenario aún mejor como bailarines, el movimiento del espíritu absoluto es el movimiento del nacimiento nuevo.

Salomón-Yo ya hice ese movimiento.

Ese gran movimiento está  compuesto por todos los otros, es el gran círculo que engloba a los otros.  Permíteme mostrarte los otros movimientos.

Salomón-¿Tengo alguna elección?

Sí, la tienes.

   Salomón-Pero tú  vas a seguir jodiendo.

Si esa es mi elección

Salomón- Bien, Enséñame el segundo movimiento. 




   

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