Sócrates. El exorcista endemoniado
Conócete a ti mismo y sabrás que todos tenemos un demonio
dentro
Solo que algunos llaman a este demonio unidad y buscan
exorcizar al mundo del relativismo múltiple.
Y otros tienen legiones demoniacas y buscan exorcizar al
mundo del dogmatismo universal
Yo el Andino-Amazónico Sócrates amante del mar Busco
exorcizarlos de todo el pecado y después
de una profunda y superficial reflexión comprendo el pecado, como lo
comprendían nuestro amautas como jucha
aquella tensión 1→←1 que si
persiste nos lleva al corte transferencial 0
0 y entonces se hace necesario el Tinkuy donde mi hermano y yo nos
encontramos entre dos ríos y nos perdonamos, porque roto el koshi kene entre
nosotros pasamos a estar muertos espiritualmente y dejan de correr los ríos de agua viva.
Los quipus han tenido al parecer 11 usos
1. Quipus históricos, con mitos e historia inca, la
genealogía de sus gobernantes y los cantares que los conmemoraban.
2. Quipus religiosos,
en cuyas cuerdas se asentaban las huacas, sacricios
y ofrendas.
3. Quipus calendáricos y con ceques, que registraban ciclos
religiosos y la organización social del Cuzco, pero también los ciclos
agrícolas.
4. Quipus judiciales,
entre los cuales hemos diferenciado tres tipos de registros, a saber, códigos,
expedientes y testamentos.
5. Quipu-padrones locales, que contenían padrones detallados
de todos los habitantes de cada comunidad y parcialidad.
6. Quipu-censos, que eran registros centrales mantenidos por
las autoridades estatales.
7. Quipu-corvée, en los cuales se asentaban todos los
servicios prestados en calidad de mita o corvée (vasallaje).
8. Quipus scales, que
servían para anotar las obligaciones tributarias y su desempeño y que, con
frecuencia, eran ejemplares conjuntos con los quipu corvée.
9. Quipu-contables,
que serían todos los registros de cuentas, salvo los que anotaban tributos y
mitas; entonces estos serían, por ejemplo, los registros de existencias de los
depósitos y tambos o de lo que se gastaba.
10. Quipu-mapas, que estarían compuestos de topónimos o
nombres de etnias que reµejarían, por ejemplo, las conquistas incas durante sus
campañas militares.
11. Quipu-cartas, cuyo contenido desconocemos, pero cuyas
menciones en las crónicas sugieren su existencia.
Nosotros ahora les daremos un 12avo uso en el que anudar nos
da el símbolo, el artificio, el concepto, la formula y desanudar nos da el
acontecer, el flujo, la voluntad
Pero vengamos al Sócrates clásico para luego comprender
al runa Sócrates que revelo y develo .
Según se mire,
Sócrates tiene algo de clerical e impertinente; según se
mire es un tramposo, un gurú o un santo. La Iglesia
Católica le dispensó la corona de mártir precristiano.
Erasmo de Rotterdam proclamaba: Sancte Socrates, ora
pro nobis. Sócrates se autocalificaba de “mosca” (como
si dijéramos, alguien que incordia). Simone Weil creía
que la humildad era la virtud principal del sabio griego
(en lo cual se equivocaba estrepitosamente;
precisamente el famoso recurso a la eironeia –ironía– es
el mejor testimonio de que Sócrates fue el más altanero
de sus contemporáneos). Nietzsche reprochaba a
Sócrates su optimismo ético, su falta del sentido de la
tragedia, su ausencia de sensibilidad
mística/dionisíaca,
su fealdad plebeya: «Sócrates fue el payaso que se hizo
tomar en serio».
En lo que respecta al recelo hacia la democracia,
la cosa resulta comprensible: el portentoso siglo de
Pericles estaba terminando bastante mal. Sócrates está
contra los Treinta Tiranos, pero también contra la
democracia del año 403. Tampoco hay que pensar que
los jueces de Sócrates fueran unos persojanes malvados,
sino más bien unos atenienses honrados, mediocres y
miopes, con motivaciones políticas que Platón,
naturalmente, silenció. Ya digo que no debe olvidarse
el contexto, el movimiento de reacción tras la debacle
de la Guerra del Peloponeso. A Sócrates se le condenó
por su connivencia con el grupo aristocrático. Figuras
como Critias y Alcibíades, discípulos de Sócrates, eran
el símbolo de un movimiento ateo y librepensador que
ahora se trataba de atajar. Aristófanes, en su comedia
Las nubes, había presentado a Sócrates como el
prototipo del sofista charlatán. Los atenienses le
acusaron de impiedad religiosa y relativismo moral. Lo
de la impiedad tenía cierta base, pues, como cualquier
sofista, Sócrates era un ateo práctico (ni siquiera Platón,
en la Apología, pretende ocultar esto). Lo del relativismo
moral era claramente injusto. Pero sí era cierto que la
influencia de Sócrates sobre ciertos estamentos de la
juventud resultaba paradójicamente subversiva. Al
desengañar a sus discípulos de las actitudes
convencionales, Sócrates destruía no pocos escrúpulos
y creaba el hábito de desafiar a la opinión pública.
¿Cuál es entonces la imagen más fiable de Sócrates? ¿La de Platón, la de Jenofonte, la
de
Aristófanes, la de Aristóteles? ¿La de Nietzsche, la de
Zeller, la de Burnet, la de Jaeger? Probablemente, lo
más atinado sea considerar a Sócrates en el marco de
referencia de los sofistas. Al fin y al cabo, así le vieron
sus propios contemporáneos.
Los sofistas, al centrar sus reflexiones en el
hombre, inauguran un período nuevo en la historia de
la filosofía griega e, incluso, en la historia de la
civilización occidental. Poco importa que el modo como
se han conservado algunas de sus ideas sea tosco.
Interesa el trasfondo. La sofística fue un movimiento
cultural (más que una corriente filosófica específica)
caracterizado por una radical actitud crítica que no se
detiene ante la autoridad de ninguna tradición, y
pretende liberar a los hombres de todo prejuicio. Por
esto se habla de Ilustración sofística, porque al igual
que en la Ilustración europea del siglo XVIII, subyace el
intento de criticar, a la luz de la pura razón humana, los
mitos, las creencias y las instituciones sociales.
En el siglo pasado discutían todavía los
especialistas sobre la relevancia o no de la sofística. Son
clásicas las interpretaciones opuestas de Grote y Zeller.
Hoy la cuestión parece zanjada: existe una unidad
cultural –más que doctrinaria– en la sofística. El
problema, para la época, estribaba en discernir entre lo
que era katá physin y lo que era katá nómon.
Vengamos al vislumbre inicial de la filosofía:
sólo existe Lo Único. La indefinida diversidad aparente
de las cosas se reduce a la diversificación de lo
Único, de la physis –llámese Agua,
ápeiron, Fuego, Ser, o como
fuere. Pues bien, los sofistas plantean exactamente la
hipótesis inversa. ¿Y si todo fuera diversidad y nada
más que diversidad? ¿Por qué postular un Uno/Ser si la
evidencia es que todo es multiplicidad, alte-ridad,
no-ser? Suprimida la física/metafísica, suprimida la
distinción entre saber y opinar, sólo queda un ámbito
de apariencias y opiniones (doxa), es decir, sólo queda
la retórica. Consecuencia de ello es que procede
organizar la convivencia humana sin recurrir a
principios trascendentes ni ídolos mentales. Lo cual
habrá de conducir a un cierto pragmatismo nihilista,
contra el cual vendrán a “reaccionar” Sócrates y Platón.
Pero vendrán a reaccionar admitiendo su presupuesto
fundamental, el giro antropocéntrico.
El giro antropocéntrico, el nacimiento del
humanismo, marca, ya digo, un momento esencial en la
historia de la cultura occidental. Había habido ya una
ruptura esencial, claro está, en el nacimiento de la
filosofía, cuando emerge la conciencia individual
emancipándose de las mitologías. Sólo que ahora la
ruptura se radicaliza. Como ocurre con los grandes
gestos innovadores, mucho es lo que se gana; también
lo que se pierde. Emerge la categoría filosófica, política
y social del individuo, la idea de una consistencia ética,
el rechazo de la opresión, la fe en el hombre –el hombre
que es la medida de todas las cosas–, el valor de la
libertad. Aislado el yo, surge la “distancia"; y ya se
sabe
que sin distancia no hay arte ni hay ciencia. (Arte y
ciencia, desde entonces, desde siempre, surgen así
como una “proyección” humana que pone remedio a la
fisura; como una construcción artificial que, de algún
modo, tiene que ver con la realidad; como una serie de
adaptaciones recíprocas entre organismo y medio.)
Sucede que se ha cobrado conciencia (más o menos
difusa) de que la realidad se ha perdido, y que es
preciso recuperarla. Es preciso; pero, ¿es posible? Ello
es que con el giro antropocéntrico comienza también la
pesadilla/aberración del narcisismo, la asfixia, el
solipsismo del ego separado. De pronto, el mundo se
hace “problema”. El Otro se hace extranjero. Serán
precisos los gestos casi sobrehumanos de Platón y de
Aristóteles para recuperar críticamente la realidad
perdida. Pero incluso en estos gestos se mantendrá el
vicio de origen, dando como resultado un cierto
inevitable idealismo filosófico. La fisura entre lo
pensante y lo pensado (por más que el acto de
conocimiento se interprete como una relación de
identidad) será ya permanente en la cultura occidental.
Es contra este idealismo y contra el predominio de la
conciencia separada que vendrán a reaccionar distintos
movimientos de la filosofía contemporánea. Ya he
mencionado la fenomenología de Husserl. Siguiendo su
huella, Merleau-Ponty intenta recuperar la corporeidad
humana como “comportamiento”, es decir, como
relación del sujeto con el mundo. La fenomenología se
interfecunda con la sociología en la obra de A. Schütz, y
aboca en la sociología del conocimiento de P. Berger y
T. Luckmann.1 Agoniza el ego trascendental. La
encuesta de las ciencias sociales se presenta como una
semiótica en Lévi-Strauss, Althusser, Foucault. En fin,
Heidegger delata el supuesto falaz del “sujeto sin
mundo”, puesto que el hombre es siempre un
“ser-en-el-mundo”, alguien que “está ahí”, un Dasein
donde el da indica ya la relación con el mundo.
En rigor, el fenómeno es mucho más amplio
todavía. Todo arranca de la constitución del sujeto
biológico autónomo. Trátese de una bacteria, trátese de
un homo sapiens, el sujeto biológico se constituye como
auto-referencia, auto-centrismo, exclusión de Lo Otro,
lo no-yo.2 Surge entonces el “problema” de la
convivencia de los individuos. De pronto, seres
unicelulares se asocian, cooperan y producen seres
policelulares. O se avanza hacia la complejidad
ecológica. Extraña trascendencia del exclusivismo
biológico de cada “individuo”. Traspuesto en términos
culturales, el proceso crítico/retroprogresivo y, en el
límite, místico, consiste en recuperar la identidad
yo/no-yo, la totalidad perdida. Es la dinámica que
subyace debajo de la llamada “filosofía perenne”. Pero
es también la dinámica de la autoorganización, la
retroevolución hacia sistemas cada vez más complejos
y no-duales.
En todo caso, el énfasis antropocéntrico, la
autonomía y el humanismo inaugural, el período ético,
más allá de los meandros de la historia, llega hasta
nuestros días. Sólo un pensamiento nuevamente
“místico”, como el ya citado de Heidegger, o un
pensamiento estructuralista y una nueva conciencia
ecológica están dejando de privilegiar al hombre para
recuperar –retroprogresivamente, críticamente– una
vieja sabiduría más centrada en el cosmos que en el
hombre.
Los sofistas eran del todo escépticos, Sócrates no
tanto. Pero todos tenían un objetivo común: resolver el
“problema” del hombre, enseñar la areté. La areté, antes
que virtud significaba eficacia. Enseñar la areté era algo
así como enseñar el arte de vivir. Este arte es necesario
porque ya no sirven los viejos mitos, los que
proporcionaban modelos para la conducta humana.
¿Hay reglas para el bien vivir? Sócrates dirá: «virtud es
conocimiento». Los sofistas son más pragmáticos. En
ambos casos, ha nacido la ética, el “carácter adquirido”,
la praxis de la convivencia, la virtud/eficacia de vivir.
Virtud/eficacia que ha de ser decidida desde el hombre,
por el hombre y para el hombre.
La crisis de la sofística representa la primera
ruptura radical en relación a la mística del Uno. Harán
falta siglos de empirismo crítico para que al fin pueda
alcanzarse un nuevo vislumbre también “místico”, a
saber, que es lo mismo la unidad que la diversidad; que
lo místico es precisamente la experiencia no
mediatizada por las teorías (ni por los mecanismos de
defensa del ego); en suma, que lo “místico” es también
la experiencia de esa infinita pluralidad descentrada,
donde no se detiene el juego de los signos bajo ninguna
coacción monoteísta; donde no se aboca a ningún
significado último, ya sea con el nombre de Dios,
Ciencia, Razón o Ley.
La sofística, digo, es la manifestación de una
gran crisis, y, por tanto, de un viraje crítico.
Ciertamente, ya Heráclito se había distanciado de los
filósofos indagadores de la naturaleza, y había buscado
la razón universal (logos) en el interior de sí mismo.
También el sofista desconfía de la indagación sobre la
naturaleza; pero lo que persigue no es un logos
universal sino un cierto consenso social. El sofista no es
un sabio solitario que busca el principio (arjé) común a
todas las cosas, sino un pensador-en-la-ciudad que se
ocupa, ante todo, de los asuntos humanos. El nomos se
ha divorciado de la physis. En el período arcaico, la
polis, el logos, el nomos, la physis, todo iba unido. Ahora,
diríamos, una cosa es la naturaleza y otra la historia. La
realidad ha quedado brillante y asfixiantemente
encerrada en el círculo de la condición humana.
Todo lo cual viene de la mano de una nueva
profesionalización de la enseñanza. Recordemos que en
Grecia la enseñanza era privada y libre. Los hijos (que
no las hijas) de las familias acomodadas recibían
educación entre los siete y los catorce años. Esta
educación constaba de dos partes: formación del
cuerpo (gymnastiké) y formación del alma (musiké). Pues
bien, los sofistas introducen algo así como la enseñanza
superior. Los sofistas pueden ser considerados como
los fundadores de la educación “liberal” tal y como
seguirá impartiéndose por milenios en Occidente. A
ellos se debe también la ampliación del concepto griego
de paideia, que de simple educación de los niños pasa a
significar cultura en general. Desde un punto de vista
filosófico, lo importante es la nueva actitud mental,
el
tránsito –según el esquema clásico de Win-delband– de
un período cosmológico a un período antropológico;
tránsito que arranca, como he dicho, de una nueva
opción metafísica: la negación, o al menos
incognoscibilidad, de lo Único, de lo real.
Platón, en el Protágoras, define al sofista como
maestro de cultura y de virtud (didáskolos paideias kai
aretés); o, si se prefiere, maestro de educación y de
excelencia. Por primera vez se analiza el lenguaje, se
habla de gramática, de retórica y de dialéctica. Hablar
correctamente (orthos légein) es el arte de la justa
denominación. Y de la eficaz persuasión. Se contrapone
naturaleza (physis) a convención (nomos). La
ley/convención es algo impuesto y relativo, que carece
de la universalidad de la physis. También en el
Protágoras platónico vemos al sofista Hipias constatar
que «la ley, que es el tirano de los hombres, a menudo
se opone violentamente a la natura». El Estado se basa
en un pacto social y nada más. El conocimiento se
reduce a la opinión, y el bien a la utilidad.
Definitivamente, el hombre se separa de la naturaleza.
A la vieja y vaga identidad hombre/natura, sucede la
era del antropocentrismo. «El hombre es la medida de
todas las cosas», proclama Protágoras, estableciendo la
carta fundacional del humanismo. La natura queda
“ahí fuera” como algo ajeno a nuestra identidad, como
un “objeto” opuesto al “sujeto” (que acabará siendo
sólo el sujeto parlante). Inevitablemente entonces se
hipertrofia el alcance y el valor de la palabra. La
consecuencia, ya digo, es que las normas morales y
políticas no proceden de ningún orden necesario (no
tienen raíz alguna fuera del sujeto parlante): sólo son
meras convenciones humanas. Más aún: los sofistas
conducen la primitiva dialéctica presocrática, la que
procede de la tensión entre logos y ser, hacia una
abismática fisura. En cuyo caso, la reconciliación ha de
ser meramente verbal: el ser consiste en no-ser, y
viceversa. La erística, el verbalismo sofista, cae en la
trampa de su propia opción antropocéntrica y se abre
paradójica, casi contradictoriamente, a lo transverbal.
He aquí una primera declaración de autonomía del
lenguaje que conduce a una paradójica desmitificación
del logos. Por un momento, en el alba del pensamiento
filosófico, el lenguaje vaga errante y errático, nómada y
ensimismado, con escasa referencia a las cosas. En
cierto modo, los sofistas se aproximan a un
determinado tipo de filosofía lingüística, la que subraya
el carácter heterogéneo entre las palabras (los signos) y
las cosas. Adviértase el parentesco con posturas
orientales (budismo, Tao) que se niegan a bloquear la
acción y la realidad con nombres y permanencias.
De las principales figuras de la sofística tenemos
noticia, sobre todo, por los diálogos de Platón, y
también por la tradición doxográfica. Sabemos que
fueron personajes muy populares y que llegaron a
ganar mucho dinero. Platón, en el Menón, le hace decir
a Sócrates: «yo conozco a un hombre, Protágoras, que él
solo ha ganado con su ciencia más dinero del que ha
ganado Fidias con sus bellas obras y otros diez
escultores juntos». Fue precisamente Protágoras, según
parece, el primero en afirmar que sobre cada cosa
pueden darse dos puntos de vista opuestos y
justificados a la vez. «Acerca de cualquier asunto
(pragma) hay dos discursos (logoi) que se contraponen»
(citado por D. Laercio.) Pero ese mismo relativismo
empuja a Protágoras a creer en la convivencia pacífica y
a considerar a la democracia como el régimen más
satisfactorio desde un punto de vista práctico.
Apogeo de la retórica. El contexto general es el
de la secularización del siglo de las luces griego, con el
posterior declive y fracaso de la Ciudad-estado.
Tucídides va a escribir su Guerra del Peloponeso sin
ningún recurso a los mitos ni a los dioses. El siglo de
Pericles ha desarrollado el gusto y el hábito de la
controversia teórica y práctica. El régimen democrático
necesita, por su propia naturaleza, un modo de
educación nuevo. Ya no basta con enseñar a los
hombres la piedad y el respeto a la tradiciones: hay que
saber hablar. Hay que ejercitarse en el logos autónomo
de la polis. En las plazas de Atenas, una casta de
expertos verbales discute sobre lo divino y lo humano;
ya más sobre lo humano que sobre lo divino. Sabemos
que el tratado de Protágoras Sobre los dioses empezaba
con estas palabras: «Respecto a los dioses, me resulta
imposible descubrir si existen o no». Pero si el hombre
«es la medida de todas las cosas», la consecuencia es
que los dioses existen para quienes creen en ellos, y no
existen para quienes no creen en ellos. Las normas
morales tampoco forman parte del orden necesario de
las cosas sino que son meras convenciones humanas.
Ahora bien, el hecho de que sean meras convenciones
no las relativiza por completo. Protágoras recomienda
tener en cuenta los derechos de los demás, no sólo los
propios, porque no vivimos en un estado primitivo
como los animales salvajes, sino en una sociedad
humana. La noción de lo justo se ha ido decantando
histórica y socialmente.
Los escritos de Protágoras fueron quemados
públicamente en Atenas si hemos de creer a Diógenes
Laercio. John Burnet impugnó esta tesis. Sobre si hubo
o no hubo caza de brujas en la antigua Atenas, las
opiniones de los estudiosos discrepan. I.F. Stone (El
juicio de Sócrates) estima que el equívoco arranca de
Plutarco. Personalmente, me inclino a pensar que
alguna persecución del libre pensamiento debió de
haber, y que Anaxágoras fue el gran precedente de
Sócrates.
De Gorgias de Leontini (hoy Lentini, provincia
de Siracusa) se sabe que escribió un tratado Sobre el
no-ser, destruyendo la ontología eleática y conduciendo
al hombre a un cierto nihilismo que le hacía consciente
de sus ilusionismos. Puede que las tres famosas tesis de
Gorgias en su tratado (1: nada existe; 2: si algo existiera,
no podría ser conocido; 3: caso de que fuera conocido,
no podría ser expresado) sólo fuesen una broma
dialéctica o un ejercicio retórico. Tampoco importa. El
discurso de Gorgias es sintomático y lo que nos interesa
es el trasfondo. Y el trasfondo es que más allá de las
apariencias no hay ninguna realidad única, inmutable y
eterna, como pensaban los filósofos, especialmente los
eleáticos. El trasfondo es una invitación a una nueva
lucidez. Latente toma de conciencia de lo escasamente
real que es el mundo vivido a través del logos. Pero ni
Gorgias ni Protágoras –ni Pródico ni Hipias–fueron
comprendidos en profundidad. Más aún: ni siquiera
ellos mismos condujeron su nihilismo hasta sus últimas
consecuencias. El lugar común consiste en deducir de
su relativismo una cierta charlatanería y una mera
moral del éxito. Si sobre cualquier cosa caben puntos de
vista diversos, el buen dialéctico podrá, con su arte,
«hacer más fuerte el argumento más débil»
(Protágoras). Moral del éxito porque cuando no hay
criterio absoluto se da la razón al que gana. También en
los regímenes democráticos de nuestra época, el criterio
supremo acaba siendo el del consenso mayoritario de
los ciudadanos, y por esto los gobernantes gobiernan a
base de encuestas de opinión. (Sólo en las democracias
más adultas la voluntad general, formada sobre la base
del principio mayoritario, deja de ser una decisión
dictatorial impuesta por la mayoría a la minoría
convirtiéndose en un juego complejo hecho de
antagonismos que se interfecundan.) Los grandes
sofistas fueron buenos demócratas; pero el camino
abierto hacia lo transverbal no se recorrió.
Vemos, en fin, que la sofística representa algo así
como la primera gran crisis de la filosofía, que hasta la
fecha era filosofía de la naturaleza. Lo que el hombre
encuentra ante sí no es tanto la naturaleza como la
propia realidad humana. Es un gesto de desconfianza
del cual nace una especie de filosofía lingüística que
ha
divorciado las palabras de las cosas. Pues bien, contra
este nominalismo de los significantes, contra esta teoría
inmanentista del lenguaje, reaccionarán Sócrates y
Platón, pero también, y con mayor alcance, Aristóteles.
Como han señalado Jaeger y Aubenque, Aristóteles
será el primero en romper de un modo moderno el
vínculo entre la palabra y la cosa, entre el logos y el on,
para, a partir de ello, elaborar una teoría de la
significación, es decir, de la separación y relación a un
tiempo entre el lenguaje como significante y el ser como
significado.
Pero comencemos con Sócrates. Se trata de un
sofista, es decir, de un sofista muy especial. Profesor
particular e itinerante, no cobra por sus servicios;
tampoco se empeña en darlos: «nunca he sido yo
maestro de nadie; pero si alguien tiene ganas de oírme,
no se lo prohíbo», leemos en la Apología platónica, que
es el documento que probablemente más nos acerca al
Sócrates real. En rigor, Sócrates enseña gratis porque lo
considera un acto cívico (por esto, como también leemos
en la Apología, tendría derecho a recibir recompensa
pública, nunca particular). Sócrates piensa en su ciudad
como si todavía fuese una comunidad de la época de
Pericles. Pero quiere enfrentarse con el meollo de la
crisis, y por esto se alza en contra del relativismo
epistemológico de los sofistas, en contra de la
disolución de la realidad. A su manera, Sócrates busca
el origen. Y lo encuentra en sí mismo. La verdad no está
en la opinión mayoritaria; la verdad ha de poder
encontrarse en uno mismo. «¿Qué nos importan las
opiniones de los otros, aunque sean la mayoría? Lo
importante es lo que tú y yo, en nuestro coloquio
razonado, concluyamos», leemos en un texto platónico.
En rigor, la crisis de la cual surgen Sócrates y los
sofistas es la crisis de la vida pública, la relajación de
los vínculos comunitarios entre los ciudadanos, la
paulatina aparición del hombre privado. En este contexto,
la diferencia entre Sócrates y los sofistas es tenue.
Comenta Hegel (Lecciones sobre la filosofía de la historia
universal) que no es extraño que el pueblo ateniense
condenara a Sócrates, pues el principio individualista
de la interioridad debilita la autoridad del Estado.
Crisis de la vida pública, nacimiento de nuevos
criterios para la bondad y la virtud. Recordemos la
visión de los antiguos. Lo “bueno” (agathón) y la
“excelencia” (areté) eran conceptos estrictamente
sociales (es bueno lo que es bueno para una comunidad
o grupo) cuya sanción era la fama. Esta fama o gloria
(kleós) implicaba una ideología épico-aristocrática: el
“héroe” (poemas homéricos) era el más excelente de los
mortales. La sofística sometió esta ideología a crítica,
pero no dio, a cambio, ningún criterio absoluto para
medir el Bien o la Verdad. Perdido el carácter
jerárquico de la teoría “aristocrática” del Bien, procedía
encontrar otra cosa de recambio, y ahí es donde
intervinieron Sócrates y Platón, constructores de otro
tipo de teoría “aristocrática": la que supedita la
realidad
fáctica a sus “modelos” mentales.3
Traspuesta a términos de nuestra época, la
polémica entre Sócrates y los sofistas equivaldría al
enfrentamiento entre un cierto realismo metafísico y un
cierto nominalismo lingüístico. Como lo ha señalado
Bertrand Russell (Historia de la filosofía occidental), la
pregunta “¿qué es la justicia?” es muy adecuada para
una tertulia griega: el método socrático permite ir
examinando el uso conveniente de dicha palabra; pero
cuando el examen ha terminado, hemos hecho
solamente un descubrimiento lingüístico, no ético.
En todo caso, para entender a Sócrates hay que
partir de la sofística, igual que para entender a
Descartes hay que partir del nominalismo medieval.
Los jonios habían filosofado sin sentir ninguna duda
sobre la capacidad de la razón humana para alcanzar la
verdad. No había fisura entre mundo y logos. La fisura
se produce con el relativismo sofista. El problema es
ahora: ¿cómo recuperar el contacto con lo real si no es
posible salirse del círculo de la condición humana?
¿Qué física, qué metafísica puede hacerse desde el
humanismo? El mundo va quedando desprovisto de
inteligibilidad. Para no renunciar a la inteligibilidad,
Sócrates –análogamente a cómo hará milenios más
tarde Descartes– se vuelve hacia el yo. El idealismo de
Platón completará el giro. Todo idealismo filosófico
suele ser una respuesta forzada frente a un clima de
nominalismo radical.
Pero el problema, para todo idealismo, es el de
cómo recuperar la realidad que está “enfrente”, como
captar “lo otro”, como abrirse al mundo y a los otros
yoes. Es una dificultad que arranca de la ruptura
antropocéntrica, atraviesa toda la historia de la
filosofía
occidental y llega hasta nuestros días. ¿Cómo abrir
realmente la conciencia? Kant separa la verdad de la
realidad: la existencia sin esencia es un puro fenómeno;
la esencia sin existencia es un puro pensamiento. Hegel
trata de superar la dicotomía kantiana: el conocimiento
no es representación por un sujeto de algo “externo";
la
conciencia es a la vez conciencia del objeto y conciencia
de sí. Ludwig Feuerbach viene a significar la
culminación del humanismo iniciado por Protágoras: la
teología (un fantasma que todavía recorre el
pensamiento hegeliano) se reduce a la antropología.
Cuando el hombre cree estar pensando la infinitud de
Dios, está pensando (sin saberlo) la infinitud de sí
mismo.
En cierto modo, Feuerbach plantea, aunque
invertida, la ecuación fundamental del hinduismo. “Tú
eres Esto, Esto eres Tú.” No dudamos que el concepto de
Dios sea una proyección del hombre. Pero eso no es el
final de la cuestión; eso es sólo el principio. Porque, ¿de
dónde esa proyección?
Por otra parte, el problema del Otro continúa. La
fenomenología de Husserl tendrá que debatirse todavía
contra la amenaza de solipsismo y esbozar una teoría
de la intersubjetividad para superar la radical
extranjería del otro y de lo otro. Son conocidos los
forcejeos (el histerismo fenomenológico, casi) de Sartre
en L’Être et le Néant: la existencia del otro es mi “caída
original"; la vergüenza (honte) es el reconocimiento
del
hecho que yo soy como el otro me ve; la mirada (regard)
es la presencia sin distancia que me mantiene a distancia;
etcétera. El propio Wittgenstein, encerrado en
un cierto solipsismo lingüístico, sufrirá el problema.
Todo lo cual nos hace patente, una vez más, la
exigencia de avanzar hacia una postura transpersonal
que supere definitivamente el círculo vicioso del
humanismo subjetivista.
Ciertamente, lo transpersonal, lo místico, es
incomunicable. Pero conviene asumir que lo real, en
primera instancia, es siempre incomunicable, y que tal
es, precisamente, el problema “filosófico” por
excelencia; un problema que se plantea siempre que
hay que dilucidar la relación entre lo individual
(incomunicable) y lo universal (intersubjetivo). Es el
problema que afrontó Aristóteles al distinguir entre
substancia primera y substancia segunda; Hegel al
distinguir entre Idea y Espíritu; Saussure al separar la
langue de la parole; los neopositivistas al tener que
relacionar los enunciados protocolarios (individuales e
incomunicables) con el lenguaje de la física (universal).
Es el ya citado problema de solipsismo. Es el problema
de la imposible traducción del lenguaje poético al
lenguaje ordinario. Etcétera. Porque hay que entender
que lo genuinamente individual es, a la vez,
trascendente, irreducible y no conceptualizable. Vivir
realmente comporta, de entrada, una insólita, aunque
fascinante, soledad. Soledad creativa que a veces
encuentra cómplices. Pero la mayoría de la gente opta
por la abdicación y, como ya se dijo al principio de este
libro, por la existencia trivial: refugiarse exclusivamente
en lo colectivo. Declinar la transgresión de ser. En el
caso que nos ocupa, se trata de invitar a cada
“individuo” a que realice la experiencia transpersonal
que es el fundamento, precisamente, de cualquier
comunicación. Pues si podemos comunicar es porque
estamos ya previamente comunicados. Y esa previa
comunicación es lo místico. (Lo místico que es, así, la
genuina contrapartida del pluralismo, lo que nos
permite comunicarnos en la incomunicación.)
En el Fedón platónico se explica que, en su
juventud, Sócrates se había interesado por las ciencias
de la naturaleza; pero que le decepcionaron las
explicaciones meramente mecanicistas sobre el origen
del mundo y de la vida. Se enteró más tarde del libro
compuesto por Anaxágoras, el filósofo amigo de
Pericles, en el que se afirmaba que el mundo había sido
ordenado por una Inteligencia. Pero también
Anaxágoras le decepcionó, porque esa suprema
Inteligencia se limitaba a comenzar el movimiento en el
espacio, y lo que Sócrates buscara era –en expresión
más actual– un “sentido de la vida”. No encontrando
este sentido de la vida en las ciencias de la naturaleza,
Sócrates se volvió hacia el interior del hombre.
Descubrió el alma humana. Lo cual significaba, a la vez,
un gran hallazgo y una gran pérdida. Hallazgo del
misterioso ámbito de la interioridad humana; pérdida
de la originaria no-dualidad entre el yo y el mundo;
pérdida también de aquel ímpetu inicial y
“desinteresado” de los jonios: la búsqueda del saber
por el saber, y no por el uso práctico al que éste pudiera
servir. La revolución socrática fue decisiva para el
desarrollo de la moral y la política; pero su efecto sobre
la ciencia fue negativo. Como ha señalado Cornford, a
partir de Sócrates la genuina ciencia se degrada. Ni
siquiera el genio de Aristóteles consigue liberar a la
investigación científica de ciertas connotaciones
antropocéntricas: la búsqueda de la felicidad o el culto
a la virtud. Con todo, es muy importante el nacimiento
de un nuevo criterio para la verdad.
La verdad está en la “voz de la conciencia” y en
la “ley natural”, glosarán, siglos más tarde, unos y
otros. Sempiterna discusión entre relativistas y
absolutistas que hoy intentamos salvar desde un nuevo
paradigma: la “verdad” no está ni en las leyes eternas
ni en el mero consenso de la mayoría; la
“verdad/realidad” la vamos construyendo
autopoiéticamente (Varela, Maturana) en la “espontánea”
autoorganización de las cosas dentro de un marco de
complejidad y pluralismo. Lo que llamamos, desde
Kant, formas a priori, es decir, nuestro aparato
neurosensorial, nuestras estructuras perceptuales, son
innatas y a priori respecto al individuo, pero son a
posteriori respecto a la especie, que las ha ido
adquiriendo en el curso de la evolución. Los etólogos
han explicado muy bien todo esto.
Sócrates intenta conciliar un cierto apriorismo
racionalista con el paradigma de la polis, la autonomía
del individuo con los vínculos cívicos. Experiencia de la
libertad interior y experiencia de la polis. Hannah
Arendt (Essai sur la révolution, 1967) ha explicado la
recurrencia de estos ideales en los casos de la
Revolución Francesa y la Americana, al menos en sus
inicios. La experiencia de la polis se traduciría en el
carácter público de la felicidad y de la libertad. Pero
este equilibrio es difícil e inestable. Algunos de los
discípulos de Sócrates renunciarán ya a los vínculos
cívicos y buscarán su realización humana en la
autosuficiencia del sabio, al margen de la política.
Oponiéndose a los sofistas, Sócrates piensa que
frente a las doxai variables y mutables de las cuestiones
humanas, tiene que haber algo así como una physis,
también en las cuestiones humanas, que será el orden
ético. Pero para encontrarlo ha de indagar previamente
en el orden lógico, y así descubre el concepto –lo que, en
cierto modo, es el descubrimiento filosófico
fundamental. (Aristóteles, en su Metafísica, rinde
homenaje a Sócrates por haber sido el primero en
rastrear “lo que es”, tó tí estin.) A partir de este
momento, y sobre todo en la escuela de Platón, el
pensamiento empieza a convertirse en “ciencia”. Lo
cual supondrá un gran adelanto. También una gran
pérdida. Los presocráticos no sabían nada de esa
“ciencia”, y, sin embargo, o precisamente por ello,
estaban más cerca del “origen” –lo que Heidegger ha
llamado “el ámbito no metafísico de la verdad del ser”.
Dicho de otro modo: en relación al empuje
preconceptual de los primeros “profetas” de la filosofía,
se consuma ahora la pérdida de virginidad del haber
“concebido”, del concepto.4
Nietzsche fue el primero (El origen de la tragedia,
1872) en manifestar su animosidad contra Sócrates por
haberse convertido en símbolo de toda “razón y
ciencia”. Como ha señalado Jaeger, la tendencia
antisocrática de Nietzsche se reforzaría luego con la
imagen que Zeller trazó de Sócrates en su Historia de la
filosofía griega, en parte de inspiración hegeliana.
Armado con su nuevo e incipiente instrumento,
Sócrates se enfrenta a los sofistas. Pero, ¿hasta qué
punto se produce el enfrentamiento? Al cabo de los
años, Platón comprenderá que el intento de dar un
fundamento absoluto a los códigos éticos y políticos
requiere volver a conectar al hombre con la natura,
retomar la vigorosa especulación presocrática, pergeñar
una ontología e incluso una metafísica. Sócrates, a
mitad de camino entre los sofistas y Platón, no
traspasará jamás el nivel de las definiciones verbales.
Incluso cuando forcejea con las definiciones, cuando
practica la mayéutica, Sócrates se mantiene dentro de
un cierto escepticismo “sofístico”. Se trata de un
escepticismo que equivale, como su propia etimología
indica, a búsqueda. La skepsis es aquí una búsqueda
crítica. Una búsqueda –nuevamente parangonable con
la de Descartes– que trata de deshacer todo
presupuesto gratuito. Una búsqueda impregnada de
lucidez.
Hay más que mera ironía en la dialéctica con que
Sócrates comienza a menudo sus interrogatorios: «Yo
no sé, pero tú sí sabes». Sócrates sabe que no sabe, y
desde la profundidad de este subsuelo (de este
no-saber) levanta un edificio más bien tambaleante de
definiciones (que no de ideas), un discurso que sólo se
tiene en pie a través de los modestos acuerdos del
lenguaje coloquial. ¿Pero se tiene en pie el discurso?
Tampoco es seguro. En cierto modo, Sócrates no busca
respuestas a sus preguntas. Lo que de verdad le
importa es preguntar. Cuando Sócrates interroga a los
poderosos sobre el bien, la justicia y la verdad, éstos se
ven obligados a reconocer que no saben de qué se trata
y, en consecuencia, a deslegitimizarse. Como ha escrito
Michel Meyer,5 «avec Socrate on assiste peut-être á la
première mise en évidence par un intellectuel des rapports
entre le savoir et le pouvoir, et surtout, á la
déconstruction de
leur soutien réciproque». (Desde este contexto podemos
volver a entender el carácter políticamente subversivo
de la figura de Sócrates, su profunda crítica a la cultura
institucionalizada.) Quiere decirse que Sócrates
renuncia voluntariamente a toda ontología y prefiere
quedarse en un pensamiento interrogativo. Quien
saltará del pensamiento interrogativo a la ontología
será Platón. Sócrates, en cambio, permanecerá fiel al
espíritu de la “sofística” quedándose en el ámbito de
las preguntas. Cualquier respuesta es siempre múltiple,
aporética y, en definitiva, doxa.
Son, pues, las interrogaciones las que
constituyen el meollo del discurso socrático.
Interrogaciones que conducen a aporías más allá del
juego lingüístico (examen del uso de las palabras).
Importan las buenas preguntas, y ése es un ejercicio
característico del hombre. Sócrates se centra en el
hombre, y en el discurso del hombre, porque (como
buen sofista) no cree en la filosofía natural ni en la
teología. La verdad socrática implica así la famosa
máxima délfica, “conócete a ti mismo”, de la cual
arranca la buena dirección de la mirada y del lenguaje.
El método interrogativo resulta, por otra parte,
la única manera de enseñar –indirectamente– lo que
cada cual tiene que descubrir por sí mismo.
Ciertamente (de acuerdo con la filosofía socrática), la
virtud, la rectitud moral es conocimiento (nadie obra el
mal a sabiendas), pero esa rectitud moral, ese
conocimiento, no puede, en sentido estricto, ser
enseñado. Sólo cabe ir induciendo al discípulo a que
examine sus propias creencias hasta que su
incoherencia y confusión le conduzcan a reconocer su
propia ignorancia. A partir de aquí, cada cual tiene que
ver por sí mismo, y por intuición directa, lo que en
verdad es bueno.
La auténtica originalidad de Sócrates está, pues,
en el método interrogativo. Ciertamente, el debate
verbal entre dos discutidores (dialektikoi) era una
práctica muy común entre los griegos de la época
sofística. Ya Protágoras había dicho que para cada
cuestión existen dos puntos de vista, y que todo puede
defenderse. Ahora bien, lo característico de Sócrates es
que, en cierto modo, no defiende nada: se limita a
deshacer los prejuicios. Con este método, Sócrates pone
en evidencia la falsa sabiduría de los que hablan sin
saber de qué hablan. A los hombres seguros de sí
mismos que tienen respuestas firmes, Sócrates les va
acorralando hasta hacerles cobrar conciencia de que no
saben de qué se trata. Las opiniones están vacías. Es
decir, las opiniones sólo son la expresión del interés, de
la pasión o del capricho.
François Châtelet ha glosado el diálogo Laques
por considerarlo, en su simplicidad, como el grado cero
del método socrático. Dos burgueses atenienses, Laques
y Nicias, se preocupan de la educación de sus hijos.
Sócrates está presente y, finalmente, es invitado a
participar en el debate. Un ejemplo lo centra: ¿hay que
dar o no lecciones de esgrima a los jóvenes? Los dos
padres de familia exponen sus argumentos sin ponerse
de acuerdo. Sócrates, cuando interviene, decide
plantear preguntas más críticas: definir rigurosamente
de qué se está hablando. ¿Qué esperamos del
aprendizaje de la esgrima? La cuestión aboca a otra:
¿cabe enseñar a ser valiente? Y finalmente, ¿qué es ser
valiente?, ¿qué es el valor? El diálogo va enfrentando
argumentos y la conclusión de los padres de familia es
que no saben qué es el valor. Le preguntan entonces a
Sócrates, y el filósofo viene a decir que él tampoco lo
sabe, pero que, al menos, nunca ha pretendido saberlo.
El Laques es un modelo. Se desenmascara que las
supuestas certidumbres de las “opiniones” no se basan
en nada. ¿Cómo entonces decidir rectamente? El
compromiso “democrático” cabe en las cuestiones
menores. Pero cuando se trata de asuntos graves,
¿cómo alcanzar la verdad? ¿Cabe un discurso que sea
ya una ciencia universal? Sócrates no da nunca este
paso. Platón lo hará.
Pero a partir de Platón el riesgo será todavía
mayor: al compromiso democrático sobre las cuestiones
menores sucederá la tiranía ideológica en las cuestiones
mayores. ¿Cómo salvar la democracia con un
planteamiento así? Habrán de discurrir más de dos mil
años para descubrir la esencial afinidad entre
democracia y empirismo. La solución está en que no
hayan “cuestiones mayores”. El trasfondo genuino de
la democracia está en la desdramatización de los
problemas.
Al negarse a dar el paso que dará su discípulo,
Sócrates se mantiene dentro del horizonte de la
sofística. El enfrentamiento entre Sócrates y los sofistas
es, pues, real; pero quizá menos contundente de lo que
suele decirse. Bien mirado, se trata de una pugna en el
seno de la ilustración griega: humanismo filosófico
frente a humanismo retórico. Una pugna que tendrá
por máximos representantes, una generación más tarde,
a las figuras de Platón e Isócrates. Platón (sobre todo en
el Protágoras y en el Gorgias) defiende la dialéctica
(filosófica) como un arte superior a la retórica. Isócrates
tenderá a involucrar la dialéctica con la erística. (En
última instancia, como ha señalado Jaeger, tanto la
filosofía como la retórica brotan de la entraña materna
de la poesía, que es la paideia más antigua de los
griegos.) Lo cierto es que la crítica de Isócrates no
carece de fundamento. A menudo es difícil decidir (al
menos en las versiones de Platón) quién incurre en
mayores equívocos y paradojas, si Sócrates o los
sofistas. En todo caso, ninguno advierte que las
paradojas son la apertura a la realidad “más allá del
lenguaje”. Sócrates quiere volver a la realidad, pero sin
salirse del lenguaje, es decir, de la polis, lugar de la
comunicación interhumana. A partir de Sócrates podrá
nacer la ontología del eidos, origen de todo el
pensamiento occidental. El lenguaje ha de poder
responder a la pregunta: “qué son las cosas”. Sócrates,
bajo la luz de la polis, esa organización racional que se
distingue del ordenamiento mágico propio de los
“bárbaros”, necesita que el lenguaje sea código, pero no
código convencional sino código anclado en la realidad.
¿Qué realidad? Si el hombre se ha escindido de la
Natura, la realidad hay que buscarla en el hombre
mismo. Pero el ámbito del hombre es lo social. El
hombre se proyecta en la ciudad; la ciudad se
interioriza en el hombre. El paradigma es la polis.
¿Y entonces es Sócrates un sofista?
Claro que sí, pero también es el primer filósofo
¿Sócrates se queda en la pregunta, en la doxa?
Si por supuesto pero provoca la ontología, la episteme desde
la filosofía y entonces gracias a él
toda ontología y con ella toda episteme toda ciencia será una estructura
abierta pero que busca la verdad, la única verdad y es que Sócrates esta
doblemente endemoniado, su demonio es
esa verdad única pero sus demonios son esas múltiples preguntas, sofista y
filosofo a la vez, exorcizando a aquellos que creen saber la verdad,
destruyendo su legitimidad y al mismo tiempo exorcizando a los sofistas que
creen que no pueden conocer la verdad, el morirá defendiendo su verdad. ¿Pero
cual es la verdad de Sócrates? ¿La
polis, el alma, el Dios desconocido y su justicia? Su verdad primera es clara saber que no sabe
su verdad segunda es que hay verdad y que dedicara su vida a buscarla, así que
toda la filosofía se trata de la búsqueda de este hombre.
¿Se separa Sócrates del origen al racionalizar la verdad?
Es claro en los presocrático en el en sí, en el giro
antropológico de Sócrates hay un para sí, el inicio de una autoconciencia, la
cual críticamente aceptara o no ese en
sí, pero también hay un en si para sí
como primera prefiguración del espíritu, Sócrates encarna la verdad que aún el mismo no ha podido conceptualizar,
pero en el la determinación de la polis es vencida por una polis mayor una
prefiguración del reino de Dios que tomara forma en la republica de Platón y
entonces no es cierto que la racionalidad Socrática se separe del origen más
bien el origen en él se hace carne y es cierto esa carne se hace polis, pero no
es la polis ateniense , hay una ley por encima que justifica toda ley , en
nombre de esa ley que no es otra que la del espíritu, la cual le exige la
búsqueda de la verdad, Sócrates muere.
En el todo lo dogmático queda exorcizado, ahora estos dogmáticos
tendrán que proceder reflexiva y críticamente y todo los sofista también ahora
oh siguen su ejemplo buscando la verdad o nadie los tomara en serio, he aquí un
hombre que pudo vencer a sus demonios.
Ningún filósofo después de él podrá vencerlos pero gracia a
él ni a Platón ni a Aristóteles el demonio los venció del todo, ellos se
supieron filósofos no sabios.
Más hoy que la legión ha vuelto que Nietzsche nos ha
exorcizado del Dios muerto y nos ha endemoniado con la multiplicidad del súper
hombre, es hora de invocar a Sócrates el endemoniado exorcista.
Y este Sócrates debe ser más Nietzscheano que Nietzsche y habitar en la multiplicidad y aún más
Cristiano que el propio Cristo, al punto
de que Cristo sea un demonio en él, un demonio que él debe de anudar y
desanudar.
Este es el pensar andino amazónico donde el quipu n o es un
registro ni una nemotecnia sino una anudad y desanudar la pacha, un anudar y
desanudar el espíritu pero comprendamos la cosmovisión andina y en especial los
quipus con este link:
Y estos videos
https://www.youtube.com/watch?v=swD1IQn7lmE
Yupana división
https://www.youtube.com/watch?v=gB1X3TrJ_Wo
Yupana suma
https://www.youtube.com/watch?v=fCw38gRvvo0
Lenguaje y simbología andina
https://www.youtube.com/watch?v=e3uHG4SVHIA
Cosmovisión andina
https://www.youtube.com/watch?v=LDOyhAcj5ZE
Sacralidad andina
Y entonces queda claro que la cosmovisión andina pasa por
una reinterpretación contemporánea, podemos ir por la interpretación de
ZeóndePaz con su multiplicidad sagrada o podemos ir por una interpretación de
la unidad como antes se interpretaba está cosmovisión, más nosotros proponemos
una recreación de esta cultura desde una integración de lo uno y lo múltiple
donde lo andino no es solo lo prehispánico sino también lo hispánico virreinal,
lo republicano criollo y lo cholo emergente.
En este chaupi quipu andino que es donde se anuda y en este
Koshi kene amazónico que es donde se desanuda veremos:
El quipu del espíritu absoluto con la ontoteología creativa
de la liberación dos nudos un Kene en el medio 1→0→1
El quipu del Espíritu revelado 1→0→1→0→1→0 Dos nudos un kene en el medio, con dos
kenes y un nudo en el medio Hermenéutica
de la revelación.
El quipu del espíritu subjetivo 1→0→1→0→1→0→1→0→10 Dos nudos un kene en el medio, con dos
kenes y un nudo en el medio finalizando
con un nudo con un kene en el medio y un doble nudo. Apología a la metafísica
de la violencia
El quipu del espíritu objetivo
1→0→1→0→1→0→1→0→10→←10←1←0←1←0←1←0←1←0
Dos nudos un kene en
el medio, con dos kenes y un nudo en el
medio finalizando con un nudo con un kene en el medio y un doble nudo en donde
la contra transferencia se representa con un enmarañado de nudos para luego
tener un kene anudado con un nudo y un
kene, luego un nudo, un kene y un nudo, terminando con dos kene y un nudo en el
medio. Dialéctica complementaria
El kene del anti espíritu subjetivo 01←1←0 ←1←0←1←0←1←0 un kene anudado con un nudo y un kene, luego un nudo, un kene
y un nudo, terminando con dos kene y un nudo en el medio gnoseologia de las 4
vías epistemología divergente, convergente sinconverdivergente.
El kene del anti espíritu revelado 1←0←1←0←1←0
un nudo, un kene y un nudo, terminando con dos kene y un nudo en el
medio. Estética religacional
El kene del anti espíritu absoluto 0←1←0
Dos kene con un nudo en el medio. Ética del compañero enemigo.
Espíritu desintegrado
1→←1→←1→←1→←1→←1→←1→←1→←1→←1→←00 0 00 0 0
0 0 0
Emarañamiento de nudos y kenes sueltos
Axiologia pascual
Espíritu integrado
1←0←1←0←1←0←1←0←10←10←1←0←1←0←1←0←1←0
Cibernética de tercer orden
El kene va hacia dentro
Espíritu infernal
1→0→1→0→1→0→1→0→10→10→1→0→1→0→1→0→1→0
Biodramaturgia el Kene va hacia fuera
10←1←0←1←0←1←0←1←0←→1→0→1→0→1→0→1→0→10
Sintransferencia comunión superación del comunismo complementario.
Y entonces mi filosofía es realistaanudando desanundado símbolos, artificios, conceptos, formulas,
sistemas, campos ontológicos para por fin anudar y desanudar la vida.
Se entiende muy mal cuando se piensa mi filosofía como
idealista https://www.youtube.com/watch?v=w2R6LL4lhXo
O como materialista
https://www.youtube.com/watch?v=meURFp6GjB8&t=992s
O entenderla como unitaria o como múltiple, aun entender mi filosofía
como cristiana o anti cristiana sería un error mi filosofía es complementaria lo cual no
significa que no hay conflicto al contrario en mi filosofía el Cristo y el anti Cristo se
sacan la mierda pero para lograr una comunión ¿Es difícil comprender esto? No
lo creo solo hace falta regresar a nuestra cosmovisión y liberarnos de todo
pecado para abrirnos al coito, es decir la tinkuy, al encuentro donde se dan
las bodas del cordero.
Beban pues la sangre aurea de estos dos ríos
Aquel que no está endemoniado
¿Comó puede acompañarme?
Aquel que no ha vencido a sus demonios exorcizándolos
¿Cómo puede descansar a mi lado?
Anécdota: Recuerdo que en el colegio,
la profesora de Literatura nos dijo, inventarse un cuento o una historia, Yo me
invente el explota cabezas era de un tipo que con el poder de la mente,
reventaba cabezas de sus enemigos, mi cuento fue censurado, porque a la
profesora lo pareció perturbador.
Me mandaron al psicólogo, lo cierto
es que yo, viviendo mi cuento, hice explosionar la cabeza al psicólogo, y me
reí fuerte, porque toda la sangre me derramo en la ropa. Luego me fui a casa y
leí un poema de amor de Rubén Darío. Cosas de adolescentes.
Ahora soy un adulto hipócrita, y
censuro todo
Joel Agón
Las mascaras
develan y revelan, quizás sea hora de cambiar de mascara, nunca dejamos de ser
hipo critas es decir nunca dejamos de hablar detrás de una máscara y entonces
el problema no está en la máscara sino en tu elección de mascara si esta te
la puso el psicólogo ese día con su sangre, es hora de hacer explotar otra
cabeza.
1 comentario:
Un Sócrates andino, los quipus, la justicia según Protágoras, infinidad de perspectivas en una reflexión poliédrica. Felicidades Maestro. Francisco
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