viernes, 21 de febrero de 2025

Conozcamos al logos

 

Conozcamos al logos

Y desde el recreemos los procesos

0 Paraíso ingenuos-El logos se mueve en nosotros pero no nos damos cuenta

1 Salimos del paraíso Nos hacemos los tontos no pasó  nada no hay bien ni Mal

2 Hay bien sigamos la ley seamos positivos, positivos… que infelices somos

3 Hay mal trasgredamos todo y a todos hasta que nos destruyan

4 Hay Bien y mal seamos políticos usémoslos a nuestra conveniencia   

5 Las palabras no se corresponden con las cosas

   -Los espejos si

¿Podemos hacer de nuestras mentes espejos?

-Si tienes fe y transformas la realidad   

Si reflexionas y llegas al pensamiento más alto

-Entonces las palabras estarán en las cosas

Y las cosas en las palabras

 

6- Dios y el mundo. La unidad de los contrarios

 

La más inmediata y primaria de todas las cuestiones filosóficas, que se presentan al espíritu humano, para no enmudecer nunca, es la de la oculta unidad del ser, que se nos muestra múltiple y dividido, envuelto en la abigarrada diversidad de las experiencias. Y este primer problema de la metafísica alcanza toda su gravedad con la percepción de los contrarios en la realidad y con la singular vivacidad con que estos se nos imponen, como últimos rasgos de la existencia espiritual.

 

La más sencilla observación de la naturaleza ha puesto siempre de relieve la polaridad del calor y el frío, de la luz y la oscuridad, en la masa abigarrada de lo perceptible; y el pensamiento ha perseguido, en la medida de su madurez, la misma ley de contrariedad en los estratos más profundos. Ya en los comienzos de la filosofía natural griega preguntaba Anaximandro por el origen y principio uno, no de lo múltiple y diverso tan solo, sino de los contrarios. Pero la reflexión sobre los contrarios no llega a su plenitud y extrema agudeza hasta el momento en que el problema de la vida se plantea y se une con la visión del mundo. La vida se divide en bella y fea, santa y pecadora, buena y mala. Aquí parece abrirse una última dualidad insuperable, que desgarra toda la unidad de la existencia. El fuego y el agua, puestos en la coyuntura del mismo espacio, uniríanse antes que estos poderes, de los cuales siempre el uno significa la anulación del otro, siendo el uno objeto de entusiasta afirmación, y el otro de apasionada negación. Si ambos son por igual reales y a la vez influyentes en el mundo, no debieran serlo... A los contrastes del universo se añade, pues, esta absoluta división y conflicto del valor y contravalor.

 

Toda consideración del mundo, si piensa los valores, implica inexorablemente, por tanto, la tendencia al dualismo, a desembocar en una última dualidad irreconciliable. Todo lo demás que se llame dualismo —como da doctrina de la irreductible diferencia entre dos modos del ser recíprocamente autónomos (como en Descartes el espacio, ser de los cuerpos, y el ser de los seres conscientes), o la polaridad de las últimas fuerzas de la naturaleza— es solo una pálida contrafigura de la verdadera separación abismal, que reside en la hostilidad de los valores y los contravalores, y que nace ante todo por las experiencias de la vida moral y religiosa. Si los contrastes que se perciben o descubren en la naturaleza conducen a un riguroso dualismo, es las más veces porque, abierta o subrepticiamente, son referidos a esta primordial dualidad, que solo se produce en la vida del espíritu; porque se han emparentado las tinieblas y el frío, por ejemplo, con el mal, el polo negativo con el contravalor. Cuanto más profundamente extraiga una filosofía sus doctrinas de estas experiencias valorativas, tanto más fuertes serán en ella el germen del dualismo y la propensión al dualismo.

 

Pero a la vez la razón exige la unidad, la conexión entre todo lo que existe. Una dualidad última deja abiertas las últimas cuestiones. El espíritu investigador no consigue aquietarse mientras no encuentra la unidad de los contrarios. Y no solo la razón; también el sentimiento aspira a la conciliación y última solución. El pensamiento moral y religioso se resiste siempre a admitir que el mal sea invencible y constituya una ley original de todo ser, en idéntico sentido que su polo opuesto, el bien, Y así sucede que el dualismo absoluto, con definitiva renuncia a toda unidad conciliadora, el triunfo del contraste sobre la unidad, no aminorado por ningún giro final, ha sido pensado muy raramente y en el fondo no ha llegado nunca a constituirse en sistema filosófico. Las doctrinas religiosas de Zoroastro, las especulaciones mitológicas de los maniqueos y otros gnósticos de su tiempo, desembocaban en el dualismo radical del bien y el mal, de Dios y el diablo; pero todo esto permaneció siempre aislado, como sentimiento y como pensamiento, sin que se levantase nunca un edificio metafísico sobre tan dividida base.

 

Siempre y en todas partes enlázanse con los motivos dualistas los hilos que la voluntad de unidad descubre y teje. Pero los sistemas de metafísica, los pensamientos sobre el mundo y los conceptos de la existencia se diferencian por lo que determina en definitiva la estructura y el color del tejido en su conjunto, por lo que conserva la supremacía: la unidad o el contraste. Y lo mismo que los distintos sistemas, diferéncianse por esto también las épocas de su historia.

 

La filosofía griega, orientada hacia la unidad, desde su origen, como ninguna otra, no ha vuelto a abandonar el dualismo desde que los pitagóricos asentaron el antagonismo de la vida en el centro del pensamiento metafísico, haciendo en su tabla de los contrarios un primer ensayo para comprender los principios del mundo en una básica y radical dualidad y división de valores. Ciertamente lo que Heráclito quiso fue otra cosa; el «oscuro» de Efeso concibió la grandiosa idea de una unidad que no se cierne sobre los contrarios, reconciliándolos y poniendo término a su lucha, sino que vive y se realiza en el propio conflicto. Lo mismo que en el arco y la lira, es la armonía antagónica ley de las cosas y unidad del mundo. Unidad no por encima o por debajo de los contrarios, sino en los contrarios mismos. Pero todo esto permaneció incomprendido y sin justas consecuencias durante largo tiempo; este conato no ha influido en las ideas metafísicas de los sistemas clásicos sobre el mundo. Y cuando por otra parte Parménides quiso, mediante un golpe violento de la razón, acabar con todos los contrastes e incluso con toda diversidad y pluralidad, descubriendo la absoluta e imperturbable unidad del ser perfectamente redondo e indiviso, brotó justamente la dualidad con renovada agudeza. Pues si la pluralidad de las cosas solo es ilusión, existen por lo menos estas dos cosas: la esencia y la ilusión, negando la una lo que afirma la otra. No era posible convencer a hombres, que viven en la pluralidad y la división, de que esta ilusión no es algo, significa un oux dv, una absoluta nada.

 

 

Así, del motivo fundamental nunca enmudecido, que Anaximandro y los pitagóricos habían iniciado y de las pretensiones de los eleáticos surgió el dualismo de los grandes sistemas griegos que nunca se dejo  reducir a segundo término por la idea de la unidad, a la que sin embargo aspiraban todos. La ilusión ve reconocidos sus derechos en Platón; se convierte en apariencia. Es un medio entre dos polos: lo que en la apariencia se trasluce y resuena como verdadero ser es la idea; pero aquello en que esta se revela, aquello que trae la idea a la apariencia, es el espacio, materia para toda la existencia material, sensible y contingente. Alimentado por divisiones de origen religioso, desarróllase un rotundo antagonismo en el concepto del universo. Las formas eternas Erillan en el fondo de nuestra existencia; mas pavorosamente enturbiadas, desfiguradas, disfrazadas por lo sensible, presas en la mudanza y la muerte. El bien es el sol de todo ser, el padre de las ideas; pero la luz de este sol lucha en nuestra realidad con el tenebroso poder del espaciomateria, que es lo óxevavtiov tu: tp" dyabip ', del que brota cuanto de indeterminado, inconsciente, mecánico, sin sentido e informe hay en nosotros y en los seres todos y del que nace toda decadencia e incitación al mal. Esta vida pide purificación, esto es, liberación de la materia, que eternamente tira hacia abajo y nunca se ajusta por completo a la forma. Todo el gran trabajo dialéctico de Platón, en su última época, no logra deshacer el dualismo que culmina en esta doctrina de la vida: fuga del mundo sensible, de la vida en el tiempo, y tránsito a lo que existe y vale eternamente. Y la influencia de Platón en las épocas posteriores, hasta fines de la Edad Media y aun dentro de la Edad Moderna, ha estado determinada siempre de un modo muy preferente por esta doctrina del antagonismo universal. No destruye el dualismo el hecho de que Platón niegue verdadero ser al principio de lo material informe. Pues aunque este sea un ¡3 dv, este no ser es la nada (oóx óv). Y si bien las ideas son llamadas el ser que es a diferencia de nuestra realidad— este pleonasmo revela que solo se busca un camino para unir lo bueno y perfecto más honda e Íntimamente con el ser que lo malo e impuro. Ni siquiera el hecho de que al cabo la idea del bien venga a estar por encima y más allá de todo ser, trae consigo para Platón la consecuencia de que también resida en ella la fuente del ente negativo, y sin embargo, activo en la resistencia, que es el espacio materia. Lo sensible, malo por naturaleza, viene de lo 1» dv; esto da de nuevo la esperanza de vencer en la lucha moral, en el anhelo religioso; pero este mundo y esta vida no serían, como son, mixtos e impuros, esclavos de la muerte y de la angustia de lo sensible, si el no ser fuese la nada y únicamente existiese el bien.

 

Aristóteles, mucho menos sensible al contraste en la cuestión moral, mucho más atento a este mundo, formula sin embargo la dualidad metafísica con no menos rigor que Platón. No hay nada real que no sea mezcla de estas dos cosas, forma y materia, cuya oposición es absoluta. Ninguna de las dos se reduce a la otra; la forma no crea la materia, la a no saca de sí la forma. Solo donde ambas interfieren surge lo real.

 

También aquí se revela el primado del bien. Solo la forma, comparable en su expresión suprema al mus divino (al ser uno de Parménides, o a la idea del bien), tiene en sí misma el ser perfecto que se basta a sí mismo. En el curso ordinario de las cosas solo puede haber una mezcla de ambos principios; por sí, la forma pura, lo mismo que la materia pura, son productos de la abstracción. Y así, la materia pura no tiene verdadero ser, realidad concreta; es mera posibilidad indeterminada, sin fin ni fuerza, anterior a toda realidad; es lo uy óv. Pero con la forma ocurre cosa distinta: en el límite superior, por decirlo así, de lo existente (cuyo límite inferior representa la materia) está la forma, está un ser perfecto y abstracto, exento de toda confusión con la materia, una forma de sí misma, el Dios uno, ajeno a todo lo del mundo. A él, al nus que se piensa a sí mismo —no al mundo— y que permanece en sí mismo y no sabe nada de la materia, ni necesita de ella, a €l aspira todo, como al ser supremo. Una vez más, el contraste es último. Y sin embargo hay un miembro preferido, superior en «ser»; el mus uno es ser en un sentido más acabado que todo lo demás; la materia, por el contrario, mo es ser, no es todavía realidad, precede solo como posibilidad indeterminada al ser, entrando en su sustancia, determinada por la forma. Y sin embargo, el mus divino no es todo el ser por sí, ni el origen único de todas las cosas; sino que en estas hay siempre materia junto a lo formal. La forma se imprime en la materia, como en algo que resiste pasivamente y que se sustrae en definitiva a la forma. Todo lo que nace y vive presenta las señales de este doble origen.

 

Aristóteles quiso mostrar, sin embargo, la gran armonía del edificio universal, dentro de la dualidad de los principios fundamentales, con su ordenación gradual, con la idea de la evolución ascendente. Platón no se había preguntado cómo se relacionan la idea y el espacio sensible. Su gran discípulo instaura la armonía, considerando la forma a la vez como el fin. Lo inferior no tiene simplemente parte en lo superior, sino que tiende a lo superior; en ello consiste su vida y todo el curso del universo. Un impulso hacia lo alto recorre toda la realidad. Mas este era un antiguo motivo, siempre renovado, ya desde los primeros días de la filosofía natural griega: conciliar la unidad del mundo con la pluralidad y los contrastes, en la idea de la evolución. Dicha filosofía pensaba esta conciliación en el tiempo: quiere enseñar cómo surgió el mundo de su origen. Ya en todos los poemas míticos el mundo de las cosas y los seres, ordenado en la pompa de la rica diversidad, se forma naciendo de un caos. Pero en este advenimiento uniforme hállase siempre encerrado el principio de la contrariedad: el proceso del ser, el sistema del ser, asciende desde lo informe y oscuro hasta lo alto y puro, hasta la forma y el orden eternos. Y no significa en este caso gran diferencia el hecho de pensar esta evolución ascendente como un devenir en el tiempo o como una serie de estratos eternos, ni el hecho de que resulte espontáneamente de las propias fuerzas y elementos del caos, o sea, incitada, digámoslo así, por un supremo principio de finalidad, flotante sobre todo lo real, como prototipo de toda perfección (semejante al nus de Aristóteles); que, por decirlo así, el efecto contenga más que la causa desde la cual se eleva, o que todo valor, toda perfección formal esté fundada de antemano en una suprema «causa final», a la cual tienden los «efectos». El dualismo existe tanto en una como en otra concepción.

 

A pesar de la reacción de Epicuro y de los estoicos, este dualismo siguió siendo un motivo imperante en la filosofía del mundo antiguo. Solo que al final el concepto de la evolución, con que se buscaba la solución, se unió con otro motivo que pretendió explicar la unidad, pero que estaba también profundamente enlazado con el dualismo y era incapaz de borrarlo: la emanación, motivo también muy antiguo y arraigado en la mitología y en toda la especulación Oriental sobre el universo. Si el cosmos nace de lo desordenado e indiviso, ¿no será menester que todo esté contenido ya de alguna manera en el ser primordial? ¿No será preciso que la unidad indivisa tenga más poder y valor de lo que se cree en la imagen del caos? Ya en la antigua evolución griega había hablado Anaximandro de la «separación» de los contrarios, en el seno de lo indeterminado sin límites. Los contrarios están,

 

es, ya contenidos en este, aunque ocultos. Y cuando llega a decir que los seres separados deben pagar la pena por su crimen, desapareciendo de nuevo, ¿no implica esto la idea de que lo indiviso es lo superior, a pesar de su indeterminación y desorden, mientras que los contrarios separados han caído del ser primitivo en una franca nulidad? Hacia abajo va entonces el camino del devenir universal, no hacia arriba.

 

Esta fue la doctrina de Plotino y sus discípulos. El antiguo motivo oriental y los conceptos elásicos de los sistemas griegos se reúnen en él. 

 

La unidad indivisa es lo primero y lo más profundo en todo ser; es la perfección suprema, la Divinidad misma. Está sustraída a toda pluralidad y diversidad. El éxtasis místico, que hace de todas las cosas una (como ya había dicho Jenófanes, de quien se afirma que llevó a Parménides a su ser uno), es lo único que la toca, aprehende y penetra. De ella irradia el mundo rico y vacío, como del sol la luz y dos : el sus primeramente, la multitud de las ideas y formas, y luego las almas y las cosas todas. Un desbordamiento por superabundancia, que no debilita el principio supremo, el cual sigue en sí y siendo pura duz. El brillo primordial de lo uno irradia a través de todo lo real, que procede exclusivamente de él. Todo lo que vive en este mundo de la pluralidad está preformado en la unidad indivisa, emana de la unidad, primero como ser ideal, y de este luego como realidad. Con esto parece dado un gran paso hacia la concepción unitaria de todo ser; y hay muchos rasgos que señalan realmente este camino. Sin embargo, el contraste, el antagonismo, atraviesan todo este mundo de la irradiación. El dualismo de Oriente, con su hondo horror a toda contaminación con la materia, lo sensible, lo corpóreo, y con su viva tendencia a huir del mundo y refugiarse en el ascetismo, únese aquí a aquellos contrastes del concepto clásico del mundo entre los griegos. La misma imagen de la irradiación lo revela. Cuanto más lejos están de la fuente luminosa, tanto más pálidos se hacen los rayos y más apagados los colores y más amenazadoras las tinieblas. No solo surge la abigarrada riqueza de dos colores en eterna emanación, sino que con esta se da también la eterna lucha con la oscuridad. Las tinieblas existen, aunque por sí solas no puedan existir; en ellas se amortigua la luz irradiada. Para estos alejandrinos y neoplatónicos, el ser se degrada igualmente hasta la materia, hasta todo lo sensible y malo. De grado en grado desciende de aquella unidad primitiva y se separa de aquella pura fuerza, que permanece intacta y que ignora lo separado y emanado, como el »us de Aristóteles ignora el mundo mixto de materia y forma. Cuanto mayor sea la distancia a la luz, tanto menos luminoso, tanto más tenebroso finalmente se hace lo real, hasta convertirse en el contrario absoluto de la luz. De suerte que el pecador, si no quiere perderse totalmente, necesita dar una vuelta en redondo, emprender el «regreso», huir de la materia, renunciar al mundo y entregarse rendidamente a lo Uno, sustraído a toda mundanidad. Todos los motivos ascéticos que hay en Pitágoras y Platón retornan acrecentados en este mundo de la emanación, que es un mundo del descenso, de la caída. En definitiva, tampoco aquí queda ninguna propiedad positiva para la materia, cuyo principio, polo opuesto del principio positivo, no llega a tener verdadera existencia. Y sin embargo, existe y actúa; determina el destino; este uh óv no es la nada. Pese a toda la voluntad de unidad que anima el comienzo y origen místico, sale victorioso el dualismo; el contraste no desaparece nunca en este mundo considerado como ser total. Tan solo el alma aislada se eleva en el éxtasis santo por encima de  esta existencia, que es una mezcla de materia sensible y mala con formas puras, enteramente como en Aristóteles y Platón. Entre los planos de lo absolutamente perfecto y de las tinieblas profundas, desenvuélvense, aquí como allí, el destino terrenal y el curso del universo. El camino asciende o desciende entre el valor y el contravalor, entre la materia y la forma, entre la unidad y la división. 

 

Frente a la evolución y la emanación, aparece con el cristianismo la doctrina de da creatio ex nibilo. En ella hay una significativa tendencia a la abolición del dualismo; la unidad quiere triunfar sobre el contraste. Lo que habitualmente se subraya más en el concepto de la creación es que el mundo no surge de la unidad o del caos, espontáneamente y por necesidades inmanentes, sino que es creado por la actividad inteligente de un Dios consciente y espiritual. Este es ciertamente un motivo importante; ya Platón había buscado un intermediario entre las ideas eternas y el universo mudable, hallándolo en el demiurgo, que edifica el mundo en el espacio, según el modelo de aquellas. Desde los padres de la Iglesia, los teólogos y filósofos de la cristiandad han apelado siempre gustosos a este precedente del sistema platónico. Pero lo que nos importa ahora a nosotros es el otro aspecto por el cual el demiurgo de Platón se distingue rigurosamente del creador de todas las cosas: la creación de la nada. Arquitecto y creador del universo son conceptos fundamentalmente distintos, como, por ejemplo, Kant explica incansablemente de las pruebas de la existencia de Dios. Pues creatio ex nibilo quiere decir que no se imprime una forma a una materia dada (aunque esta se califique de no ser y se considere como no independiente) sino que fuera de Dios no hay nada, en sentido absoluto, nada previo con que crear. La materia del mundo tiene aquí su origen puramente en Dios, lo mismo que toda forma. Y si todavía se pregunta por el sustrato del cual la voluntad del Creador ha formado el mundo, debería la respuesta aludir a la propia esencia de Dios; son los contenidos del espíritu divino los que con la creación se traducen inmediatamente en la realidad. De este modo, con la idea se da a la vez la materia y ambas salen del mismo fondo. Ya no puede servir de modelo al concepto de la creación el artista humano, que da forma a una materia exterior, ni el demiurgo sujeto a los materiales eternos. Dios crea de la nada, produce por su mero y propio poder la realidad entera, realiza sus fines sin luchar con una materia dura, con una inerte indeterminación. Su luz no desciende hasta perderse, en la oscuridad. Ya no hay descenso, ya no existen los dos planos entre los cuales lo real fluctúa, subiendo o bajando. El mundo es solamente la obra y la revelación del Dios uno. Tal como Dios lo ha querido, así se ha hecho, íntegramente; pues fuera de su absoluto poder no hay nada; ni tampoco la oscuridad. ¿De dónde saldría la dualidad, el conflicto implacable? ¿De dónde lo degradante frente a lo sublime? El mundo es unidad de valor, en plena concordancia con el principio del bien, de que nació. El mundo admite incluso lo perfecto (cosa que resultaba inconcebible para la intuición griega). Por mucho que los hombres experimentemos y padezcamos la oposición, por mucho que el pecado nos aleje de la proximidad de Dios y desgarre nuestra vida, el mundo, como creación de Dios, tiene que ser perfecta unidad, por encima de toda división en bien y mal, en espíritu y carne. Puesto que el plano inferior, el de la materia, ha desaparecido, el concepto del mundo debe elevarse —por paradójico que parezca— al plano de la perfección. En su solo plano se mueve lo que impulsa a Dios hacia el mundo y al mundo hacia Dios. Un definitivo sí abraza el ser en todas sus partes y grados (en cuanto estos subsisten) con un único amor indiviso.

 

Debemos prescindir aquí de las íntimas dificultades que el mantenimiento sin restricciones de esta afirmación del mundo se oponen necesariamente desde el punto de vista de la misma vida religiosa. Nuestra tesis no es que la doctrina cristiana tenga por consecuencia filosófica la total abolición del contraste, en la unidad. Se trata solo de seguir en sus repercusiones históricas este motivo, que se inicia con la idea de la creación. Las doctrinas del pecado y de la caída del hombre, como no fundados en la esencia misma de la creación, sino emanados del acto de la voluntad libre y esta voluntad libre comprendida a su vez en el plan de la creación, todo esto debe quedar a un lado ahora. Los caminos del espíritu no son tan rectos como se piensa, simplificando las cosas. Solo puede abrigar la esperanza de comprender la trama incomparablemente rica de su tela, quien siga primero los distintos hilos en sus vías particulares.

 

Se ha reconocido hace largo tiempo lo mucho que el estado de los ánimos y la forma de la vida en la Antiguedad moribunda (principalmente lo que hay de oriental en ella) han influido sobre la formación de  Ia glesia cristiana y de sus doctrinas, en el sentido del ascetismo, del horror al contacto impurificador de la materia y de la sensualidad. Esta es la causa de que la lucha entre el principio que afirma el mundo, proclamando la unidad de valor de todo lo real, y el de las antiguas doctrinas del contraste, no dure solo los primeros tiempos, sino toda la Edad Media y más todavía. La división de la existencia, que lleva a cabo el antiguo dualismo, pervive en las doctrinas de los padres de la Iglesia y en las construcciones de la filosofía escolástica, alimentándose también continuamente con los contrastes de las viviendas religiosas. Y sin embargo, vibra por todas partes, sin dejarse ahogar, aquella intensa y profunda nota que hace resonar la nueva idea del mundo. El intento —con tanta vehemencia realizado en los primeros siglos por los gnósticos— de injertar su dualismo en la concepción cristiana del universo, llegando hasta las más extremadas consecuencias, como los maniqueos, ha favorecido más que ha perjudicado al motivo unitario. Pues forzando a los  padres de la Iglesia a la réplica y la lucha, les hizo fijarse en aquella tendencia afirmativa del mundo, acaso con más fuerza de que lo hubiesen hecho sin ello. Clemente de Alejandría, Orígenes, San Gregorio de Nyssa, San Agustín, han llegado en esta lucha a concebir la idea de la unidad en formas que los eleva considerablemente sobre el dualismo predominante de la época. En esta dirección se mueven también las discusiones sobre la eternidad del mal y de las penas infernales; en estas cuestiones se aclara la idea del universo implicada en la doctrina de la creación y se consolida la de que el Creador no está sujeto por ninguna materia preexistente, sino que su obra está libre de toda necesidad de descenso, como la que aparece en la doctrina de la emanación. La religión de la conciliación busca el fin congruente con el principio de la creatio ex nibilo, en la idea de la epokatástasis, en la doctrina del final retorno y reunión de todas las cosas —incluso el diablo— con Dios en la salvación universal.

 

Y sin embargo, el dualismo retoña de continuo. La convicción del necesario descenso de todo cuanto no es lo Uno Primordial mismo, influye en las luchas en torno al dogma de la Trinidad; pues ya el Hijo, aunque es enjendro del Padre en la eternidad y está eseraido a la realidad temporal, parece ser menos perfecto, por ser irradiación de la primera luz, y en la antigua manera de pensar («subordinacionismo»). Así concluyen Clemente y Orígenes, griegos educados en el ambiente espiritual del pensamiento emanantista; así también el latino Tertuliano. La lucha de San Atanasio contra los arrianos es la que limpia la doctrina de la Trinidad de esta repercusión de ideas extrañas.

 

Pero el concepto del universo sigue penetrado de motivos dualistas. San Agustín abandona de nuevo la doctrina de la salvación universal. En su honda lucha con el problema del mal, contrae alianza con el dualismo, Hay dos reinos infranqueablemente separados; el reino del diablo es también eterno, como la ciudad de Dios. La evolución universal corre hacia una separación absolutamente irrevocable de ambos reinos. La «nada», de la cual el Creador hizo surgir su mundo, conserva secretas afinidades con el antiguo no ser de la materia. San Agustín niega expresamente que la respuesta positiva a la cuestión del sustrato de donde ha nacido el mundo, se encuentre en la apelación a la misma esencia divina; Dios no ha engendrado el mundo de su propia esencia; pues el mundo sería igual a Dios. Es menester que el mundo lleve en sí el no ser, puesto que lleva en sí, durante toda la eternidad, el mal, lo que se aparta de Dios.

 

La Edad Media ha estado muy penetrada siempre de dualismo, tanto en la forma de la vida como en las doctrinas. Esto ha sido subrayado con harta frecuencia; y no necesitamos insistir en ello. Es indiferente que el influjo más intenso sobre los sistemas de la escolástica haya partido de San Agustín o de Aristóteles; en ambos casos está el contraste en primer término. Y también cuando prepondera el influjo de Plotino (como sucede en la mística singularmente) decide el carácter dualista de su doctrina. Y siempre vienen en corroboración la experiencia moral y el conflicto religioso entre la mala acción y la purificación, entre el pecado y la gracia.

 

El primer paso decisivo hacia la afirmación del mundo que implica la idea de la creación, lo da la mística del maestro Eckehart. También él vive en la tradición de las ideas antiguas, en la tradición del plotinismo y sus continuadores cristianos. Pero de la idea unitaria del mundo, Virrooos por Dios, a el motivo antagónicos P$ y riélitante, y prepara el terreno para una nueva solución, que a la Edad Moderna.

 

En las obras latinas del maestro, la doctrina del ser uno tiene ya un acento completamente distinto al de las definiciones de la escolástica clásica, Nada puede ser común a Dios y a las criaturas, enseñaban Alberto Magno y Santo Tomás. Reina aquí una radical discrepancia; la diferencia, el contraste es absoluto. Pero Duns Scoto expuso luego lo que ya en el primer periodo de la Edad Media habían osado expresar Scoto Erígena y en el siglo xIII algunas sectas heréticas que el concepto del ser es válido para Dios y para el mundo y está por encima de su oposición, Este predicado, el ser, conviene a ambos totalmente en el mismo sentido. Por eso lucha Duns también contra la convicción de la escolástica clásica (profundamente arraigada en el pensamiento emanatista), según la cual la actividad divina en la creación del mundo solo puede tener Lugar en una forma descendente, porque en general todo efecto debe ser inferior a la causa. Duns sostiene, por el contrario, que este antiguo axioma solo es aplicable a las cosas del mundo, pues Dios puede producir obras perfectas. En este sentido se inspiran las enseñanzas con que el Eckehart escolástico expone didácticamente el sistema. Contra todo lo que los príncipes de la escolástica habían dicho del mero esse participatum las criaturas, enseña Eckehart que el ser que Dios da a las cosas, en la creación, no es en definitiva otro que el que Él mismo tiene. Dios y ser son idénticos. Lo que Dios crea, lo crea, pues, en sí mismo; es su propio ser el que se dilata en las cosas. Ens y esse, la cosa existente y el ser divino, no están separados por una oposición; antes bien, «no hay tan uno e indiviso como Dios y todo lo creado». Los seres están con Dios en la misma relación «que lo hecho (cornstitutun) con el principio del cual y por el cual y en el cual está hecho (o constituido)».

 

Los sermones y las obras del místico alemán desarrollan esta idea y le dan una significación intuitiva. Su sentimiento básico, como el de toda mística, es una última unidad e identidad, el término de toda separación. En el «fondo del alma» se siente el místico unido con Dios; ya no hay nada separado, nada de la «lejanía y distinción» del mundo en el espacio y en el tiempo. Esto significa no solamente la muerte de toda desigualdad, sino incluso de toda igualdad; porque igualdad no es identidad, sino tan solo coincidencia entre cosas que por lo demás son

diversas. Por ende todo ser significa necesariamente en su fondo indivisibilidad, unidad absoluta de lo divino, ajena a toda distinción. Lo Uno de Plotino reaparece en Eckehart, pero más claramente que en aquel, pues Plotino permanece apegado en muchas cosas al Oriente y a la fuga hacia la nada. Esta divinidad una no está meramente exenta de toda oposición, sino que toda división es en ella «suprimida», recogida, unida en su fuerza y plenitud indivisa. No la miseria e inquietud de la existencia despedazada empujan a este místico a huir de la multiplicidad, hacia el mar sin fondo, hacia el tranquilo desierto de la Divinidad, sino que su ternura, su amor por todo lo que existe no encuentran satisfacción mientras reinen la multiplicidad y el contraste. Donde hay dos, hay dolencia. ¿Por qué? Porque el uno no es el otro; y ese «no» es lo que hace diferencia y amargura. Debe, pues, desaparecer el «no»; mas no la abundancia, la riqueza, en la multiplicidad. El mundo del ancho espacio es abandonado porque en Él hay «estrechez» y cerrazón opresiva. En la unidad divina y su «más íntima interioridad» hos anchura sin anchura. La unidad divina es «más ancha que la anchura, es una anchura incomprendida, como un abrazo». Igualmente, en el eterno ahora de esta unidad, se halla encerrada la «plenitud del tiempo», un eterno verdear y florecer, en que nada nunca «se cansa ni envejece» ni pasa. «Quitad el mo de todas las criaturas y todas las criaturas son una sola cosa.» «En Dios, no hay no.» En Él están «todas las cosas unidas con todas las cosas». Lo Uno no es, por lo tanto, el vacío abstracto de la nada, sino a lenitud concreta, en la abolición de todas las diferencias. Dios no contrario del mundo, sino la unidad de los contrarios del mundo. En Él están todas las criaturas, todas las cosas, de un modo eminente e indiviso. «Los contrarios, el amor y el dolor, lo blanco y lo negro» se penetran mutuamente, pierden la extrañeza mutua, se confunden en la plenitud de la esencia una. Antes de toda pluralidad está la unidad omnicomprensiva, lo absoluto.

 

Pero ¿cómo se produce el mundo? ¿Es la pluralidad un descenso, una pregunta que conduce a la oscuridad e impone la lucha a la luz? ¿Aléjase lo separado, aléjase la criatura, por esencia, del torrente divino, que es y sigue siendo indivisibllidad, de tal forma que surja de nuevo un contraste, insuperable entre Dios y el mundo extraño a Dios? Eckehart acude a las antiguas doctrinas sobre la Trinidad da De habían superado por primera vez la idea del descenso. En la Trinidad hay, en cierto sentido, una pluralidad anterior al mundo, anterior a toda creación, una coexistencia de personas que, sin embargo, son un solo ser. Aquí es evidente que la «emanación» de la unidad primitiva no es alejamiento de Dios, no es descenso a otro plano. Antes bien (y a esto habían aludido muchos pensadores desde los padres de la Iglesia), solo en esta separación, que no es realmente una separación, vuelve la divinidad una sobre sí misma, reconociendo en el Hija al Padre y revelándose. Así para Eckehart es este ahora un proceso divino íntimo, un fluir eterno, que refluye hacia sí mismo. «El devenir de Dios es su esencia.» La divinidad una, la todavía «desconocida para sí misma» en su tranquilo desierto, vuelve a sí misma, se conoce e «irradia con revelaciones» en el Hijo, que es la imagen del Padre. Tal es el elevado sentido de este eterno devenir de la Trinidad, de esta Trinidad que no significa pérdida, descenso, debilitación, sino que es la expresión más completa de la esencia de Dios. La evolución y la emanación coinciden aquí, por decirlo así. Hay un devenir sin ascensión desde lo inferior. Hay una irradiación desde la plenitud de la unidad, sin ningún descenso.

 

Ahora bien, el gran cambio en el concepto del mundo es este: que esta idea se traslada íntegra a las «criaturas», al mundo. La evolución y la emanación coinciden además con la creación. En ningún punto es la lucha de Eckehart con el concepto y la palabra tan difícil ni la ruptura con la tradición (de la cual no quería sentirse separado) tan trabajosa, ni por ende las expresiones tan multívocas, como en este cambio de gravísimas consecuencias. El peligro panteísta, anulación de toda diferencia entre Dios y el mundo, es inminente en la nueva vía. Y sin embargo, la expresión resulta a veces clara y precisa: «el Padre se expresa, y todas las criaturas, en el Hijo». «El Hijo y el Espíritu Santo y todas las criaturas son tan solo uma sentencia en Dios.» Según esto, también el ser de las cosas tiene sentido para la vida de Dios, al estar implícito en la revelación que Dios hace de sí mismo. «El Padre mira hacia sí mismo y ve formadas a todas las criaturas.» «Dios no se reconocería nunca, si no reconociese a todas las criaturas.» El mundo y todas las criaturas pertenecen al devenir en que Dios se revela a sí mismo. Conocida es la sentencia de Ángel Silesio, el último gran retoño de esa especulación mística en el siglo xvIt: «Yo sé que sin mí Dios no puede vivir un momento; si yo me anonado, Él entregará el espíritu de dolor.» El mismo sentido se encuentra ya con toda claridad en Eckehart. «Dios no puede devenir sin el alma.» «Dios no puede entenderse a sí mismo sin el alma. Y con toda rudeza: «Yo soy una causa de que Dios exista.» Sin la criatura, sin el mundo, que son una cosa con el Hijo, la «Divinidad» permanecería muda en la soledad inmóvil; «Dios» no llegará a ser el revelado, el que se penetra con su luz a sí mismo.

 

No es, pues, simplemente que la fuerza divina resida en todas las criaturas. Esto lo habían enseñado también Plotino y el mismo Aristóteles. Se trata de algo más. La fuerza divina reside íntegra en las criaturas y en estas no reside nada más que ella; pues el traslucirse en ellas es lo que las crea, es la existencia. La imagen de lo Uno que se desborda en su superabundancia —imagen usada también por Plotino—, es aquí aprovechada plenamente por vez primera con el motivo que enaltece el mundo y en el sentido de que el mundo emanado de la superabundancia debe ser la misma naturaleza esencial que su origen, debe ser de una sustancia perfecta. Con esto pierde la creación el rasgo de la arbitrariedad y resulta como un proceso y producción necesarios. Tal implica la emanación. Pero no hay descenso ni ascenso, sino el despliegue de una oculta plenitud en el autoconocimiento de este Uno. La unidad de valor, implícita en el concepto de la creación, está aquí perfectamente omccendida en un nuevo concepto del mundo. Como imagen eternamente necesaria de lo divino emana el mundo de la unidad. ¿Cómo podría participar de lo hostil a Dios de lo contrario a Dios? ¿De dónde saldría esto? El reflejo que emana del ser uno no puede ser un reflejo turbio. No se necesitan grandes reflexiones, para ver las hondas dificultades que habían de presentarse con esta idea del universo. Si el otro aspecto de la idea de la creación, el momento del acto libre, desaparece, ¿qué separa del panteísmo esta íntima unión del ser de Dios y del ser del universo? El mundo es eterno como Dios; las almas son momentos de la Divinidad misma... ¿Dónde quedan los contrastes de la vida?, ¿dónde el pecado? ¿Qué hace a los hombres olvidar que no son puros individuos autónomos, sino imágenes de Dios? ¿Qué es lo que les hace caer en el egoísmo, sentirse centros? Si esta división, metafísicamente considerada, está solo en su ceguera, es solo una ilusión, esta ilusión obra realmente en la vida, determina la vida ético-religiosa profundamente, es la fuente de toda angustia última. ¿Brilla realmente en todo lo malo la gloria de Dios, del mismo modo que en lo más santo? Por otra parte, ya no debemos llamar «buena» a la A que está por encima de los contrastes; ni decir que es la bondad misma; como tampoco podríamos llamarla blanca ni negra.

 

Con todas estas dificultades ha luchado Eckehart; y con tanto mayor esfuerzo, cuanto que la Iglesia se las reprochaba amenazadora como otras tantas acusaciones. (La aproximación al panteísmo se ha convertido en el sino fatal de casi todos los que intentaron desarrollar esta nueva afirmación del Todo. Aquellos pensadores de la Edad Moderna que más calurosamente se han sentido impulsados por el conocimiento religioso de la grandeza divina a proclamar el mundo-Dios, hubieron de padecer gravemente bajo las acusaciones de los creyentes exaltados; como Eckehart, también Bruno, Spinoza, Fichte.) Nunca se logrará fijar la doctrina de estos sermones y escritos en un sistema rigurosamente definido. No hay duda de que Eckehart trató de eludir las penosas consecuencias y evitar la contradicción entre el mundo glorificado como Dios y el conflicto ético-religioso de la vida (que él sentía tan fuertemente como solo puede sentirlo y lo siente todo gran espíritu religioso). Hay bastantes pasajes en los cuales se esfuerza por poner límites a aquella idea del universo, y aun por revocarla. Esta gran naturaleza carece de equilibrio, lo mismo que la época a que pertenece, época de la escolástica declinante orientada a la vez hacia algo enteramente nuevo.

 

Aunque el efecto de esta nueva doctrina en la historia de los sistemas escolásticos no se destaca ni es apreciado por los posteriores heraldos de la nueva edad, ha sido, sin embargo, en un curso, por decirlo así, subterráneo, de extraordinaria importancia para la historia de la metafísica. La fuerza expansiva de esta idea llega hasta Fichte, Schelling, Hegel y el «panteísmo evolucionista» de sus sistemas. Aquí, en el umbral del siglo xIx, encuentra su última coronación. Se ha todavía harto poco para sacar a la luz esta conexión, con frecuencia hondamente escondida, que ya Dilthey vio con toda claridad, la unidad de esta gran tradición, que es ante todo una tradición de la vida espiritual alemana. 

 

La tendencia a glorificar el mundo encontró en su época un terreno bien preparado. Había surgido una nueva posición con respecto a la naturaleza, que empezó a hacerse dominante en todos los países. El nuevo amor Íntimo a lo existente, que profesa un San Francisco de Asís, llamando a la tierra madre y hermana, y al viento hermano, no se perdió ya, Entre los franciscanos, sobre todo, el interés por la naturaleza exterior, que se había despertado en el siglo xIII con la irrupción de la filosofía natural y la ciencia arábigo-aristotélica, ES a conducir al restablecimiento de una verdadera investigación de la naturaleza. La expresión «el libro de la naturaleza», en que el Creador no se revela menos que en los libros de la Sagrada Escritura, adquiere ahora un nuevo valor. Todos habían hablado de él, desde que San: Pablo entretejiera los motivos de la Antiguedad en las doctrinas del cristianismo; los padres de Ja Iglesia, San Ireneo, por ejemplo, Tertuliano, y especialmente San Gregorio de Nissa, habían aludido a él con insistencia. Y sin embargo, el pensamiento había permanecido en aquella supremacía absoluta del interés por el alma y por Dios, en aquella desviación de la naturaleza exterior, que es característica de toda la Edad Media hasta el siglo xttt. Aunque se habla mucho de la naturaleza y de su maravillosa hermosura; aunque se trata de encontrar siempre pruebas de la existencia de Dios en la sabiduría de sus disposiciones, el conocimiento de la naturaleza no es nunca considerado en grande como expresión ni medio de la investigación religiosa. Donde se presenta un programa de esta índole, como por ejemplo, en San Gregorio de Nissa, se trata más bien de una interpretación alegÓrica de los fenómenos, por su valor como signos del bien y del mal, E los fines y vías de la experiencia moral, que de una entrega sin prevenciones a los procesos naturales mismos, como procesos en que el creador se refleja de modo singular. Es peculiar la dualidad de opiniones de San Agustín en este punto. Por mucho que insista ocasionalmente en que lo temporal no nos separa de Dios, si es entendido y usado rectamente, y en que Dios se revela en este mundo, siendo el mundo en su orden una copia de la grandeza y perfección de Dios, según «medida, número y peso» (como la expresión antigua ya dice), sin embargo, por otra parte, y singularmente en su última época, considera el santo la investigación detallada de la naturaleza exterior como una vana curiosidad, no solo inútil, sino inéluso perjudicial para la salud de nuestra alma. En nosotros hemos de buscar a Dios y no mediante da física. La Edad Media ha seguido esta indicación.

 

El franciscano Roger Bacon (mucho más importante para la historia de los orígenes de la moderna ciencia natural que su homónimo de la época del «Renacimiento inglés», Bacon de Verulam, hábil heraldo de la gran nueva) volvió a hablar del libro de la naturaleza en un nuevo y más pleno sentido. La nueva entrega de los investigadores al mundo exterior de los fenómenos, no buscando en él meros símbolos y signos de algo totalmente heterogéneo, sino indagando su propia estructura y leyes, se eleva ya con Roger a un grandioso programa científico. Roger Bacon exige ya, como factor decisivo, el nuevo método —<que sigue siendo desconocido para el canciller Bacon, tres siglos después— el mismo método que Galileo expresa posteriormente en la fórmula de que el libro de % naturaleza está escrito en letras matemáticas. La autonomía de la ciencia de la naturaleza, en la cual se ha visto siempre un decisivo aspecto de la Edad Moderna, tiene su comienzo en Roger Bacon. Sin embargo, tras el impulso intelectual se halla siempre la preocupación religiosa. La reforma de la teología es el objetivo de Roger; para ella debe servir de medio el nuevo conocimiento del libro de la naturaleza tan poco atendido y utilizado. Y este es también el más profundo resorte en todos los que después de él se orientan hacia la naturaleza, para investigarla; descubrir las huellas de Dios en el mundo exterior y su orden, aprehender la idea divina en las leyes ocultas del curso de las cosas y en la muchedumbre de las formas, leer en este gran libro la palabra del Eterno, he aquí el afán, no solo de aquellos filósofos místicos de la naturaleza, en la época de transición, sino de los grandes caudillos de la ciencia moderna, hasta Leibnitz, Newton y Kant. Una época de indiferencia religiosa se ha inclinado más tarde a ver en las innumerables e inequívocas declaraciones de aquellos investigadores, simples modos de expresión, mera adaptación al estilo de la época, resonancias de un oscuro tránsito y de la esclavitud teológica. Bacon de Verulam, a quien la evolución real y positiva de la ciencia moderna ha dejado ya de lado, pareció a esta época posterior más profeta y precursor que el monje del siglo x111, del cual, sin embargo, como hoy sabemos, arrancan los hilos de la investigación moderna que pasan sin interrupción por los occamistas parisienses, hasta llegar a Leonardo v Galileo. La cuestión se plantea de un modo totalmente falso, al identificar la libertad de la ciencia, frente a la tutela teológica, con la separación entre el interés por la naturaleza y los motivos religiosos. Lo que entonces hace que la investigación de la naturaleza se convierta en fin autónomo, es justamente la convicción del valor de revelación que posee todo lo natural, conforme a la idea de la creación. Ya no puede bastar lo que Aristóteles dice sobre el universo. Quien busque la esencia de Dios únicamente en las honduras del alma o en los libros de la Escritura, no necesita de una investigación y experiencia propias sobre el ser exterior. Pero ahora se trata de abrir una nueva fuente de revelación.

 

Eckehart, el místico de las almas, permaneció alejado de esta nueva manera de buscar a Dios, aunque encontró, como ningún otro en su tiempo, la expresión especulativa para la nueva interpretación del mundo. En esto le había precedido su maestro, Diterico de Freiberg, que también ha ejercido un importante influjo sobre Eckehart en lo referente a la unión de la idea de la emanación con la de la creación. Pero cuando más tarde Enrique Susón, que es el poeta entre los discípulos de Eckehart, canta las criaturas todas «que Dios creó en el cielo, en la tierra y en todos los elementos..., los pájaros del aire, los animales del bosque, los peces del agua, las frondas y el césped de la tierra, y las innúmeras arenas del mar, y todo el finísimo polvo que brilla al sol, y todas las gotitas de agua que caen y caen con el rocío, o la nieve, o la lluvia...» y describe cómo todas estas cosas, el indecible número de todas las criaturas, afinan cada una su instrumento y cantan todas las alabanzas del Señor, presentimos ya «que esta mística del alma ha de transportar su sentimiento a toda la vida de la naturaleza, a toda criatura, hasta el polvo de la materia, hasta lo más pequeño e insignificante. Casi vemos ya a Paratelso y toda la rica oleada de filosofía natural del siglo xvI nacer de la corriente mística, que había brotado en Eckehart. Y hay también ya un perfecto preludio de la visión de la naturaleza y de la monadología leibnitzianas, en aquella poesía, en que realmente lo más pequeño de lo pequeño, las criaturas todas, hasta lo infinitamente pequeño de la materia, reflejan y revelan la riqueza de Dios.

 

De fuentes religiosas proceden el nuevo amor a la naturaleza y el celo por la investigación, que conducen a la filosofía natural de la transición y a la ciencia natural de la Edad Moderna. El entusiasmo estético del Renacimiento por la naturaleza —entusiasmo que con tanta frecuencia se pondera como elemento central al estudiar el origen de la ciencia y de la visión moderna del universo— solo es una fase particular de aquel gran movimiento. En nadie se percibe esto más fácilmente que en Keplero, para quien el nuevo conocimiento matemático de la naturaleza brota con palpable claridad de la filosofía natural místico-estética de la tradición alemana.

 

La expresión del «libro de la naturaleza» es continuo tema de nuevas variaciones, desde Roger Bacon hasta la teología natural de Raymundo de Sabunde (que expone la idea extensamente) hasta Campanella, hasta Galileo, cuya famosa carta a la gran duquesa madre Cristina defiende tan magníficamente la propia libertad de investigación contra la limitación eclesiástico-teológica, justamente bajo este aspecto. Y también los filósofos alemanes de la naturaleza, desde Agripa y Paracelso, hasta van Helmont el joven: censuran todos a los que buscaban a Dios en la época precedente, por ignorar la revelación de Dios en las obras de la naturaleza; las cuales no son remplazables por los libros sagrados.

 

Conocido es también el hermoso pasaje de Lutero, cuya posición frente a la ciencia temporal es por lo demás más apartada y negativa que la de cualquier escolástico: «Estamos al presente en la aurora de la vida futura, pues comenzamos de nuevo a alcanzar el conocimiento de las criaturas, que habíamos perdido... ahora consideramos a la criatura rectamente, más que en tiempos del papado. hai so a conocer por la gracia de Dios las magníficas obras y maravillas divinas, hasta en las florecillas... en las criaturas conocemos el poder de su palabra y su grandeza.» La voz de Susón resuena en estas expresiones.

 

El nominalismo del siglo xtv toma una peculiar posición doble en esta evolución. Un profundo esceptismo con respecto a la suficiencia de todo el saber temporal es rasgo fundamental en la personalidad de Guillermo de Occam. Por virtud de ese escepticismo, la gloria de la fe, de la gracia y de la revelación sobrenatural, brillan tanto más radiantes. En el nominalismo pudo Lutero robustecer su hostilidad contra la «bestia razón». Y sin embargo, se ha subrayado siempre muy justamente la relación entre la ciencia moderna y la tendencia empírico-nominalista de la Edad Media. Aquí fue roto por primera vez el esquema antiguo-escolástico, el sistema de las formas sustanciales. Negóse la pretensión de los conceptos fijos a ser considerados como realidad, a la vez que se concedía el valor de signo inmediato a la experiencia sensible. Por eso en la declaración de guerra que hace la experiencia a la ciencia superviviente, los caudillos de la ciencia moderna se han sentido siempre próximos a los nominalistas. Y en realidad, en el círculo de los discípulos de Guillermo de Occam es donde se han establecido las bases de lo que desde Galileo y Descartes define esencialmente la imagen de la naturaleza en la Edad Moderna.

 

El filósofo que desarrolló realmente la idea especulativa del universo del maestro Eckehart, atacando de nuevo el problema de la relación de esencia y de valor entre Dios y el mundo, fue Nicolás de Cusa. Los dos pilares fundamentales de su doctrina se basan con nuevo rigor sistemático en aquellas intuiciones místicas, la coincidertia oppositorum en Dios, y el mundo como explicatio Dei.

 

La unidad de los contrarios, su completa coincidencia en lo Uno originario, no constituía ciertamente en sí misma un motivo filosófico nuevo. Una experiencia fundamental en la mística de todos los tiempos impulsa a él. Plotino, sobre todo, había tratado grandiosamente el tema; y de Plotino pasa (por medio de los padres de la Iglesia formados en el neoplatonismo, como Sinesio y especialmente el Pseudo Dionisio, y también San Agustín) a la Edad Media, en donde sobre todo el gran Escoto Erígena lo desarrolla en su teología. Eckehart y Nicolás se hallan en esta tradición. Pero con Nicolás empieza una nueva fase en la historia del problema.

 

En la vida del hombre, tal como Eckehart la concibe, coexisten immediatamente y sin ningún puente que las una, estas dos experiencias: la  experiencia cotidiana de lo real, en que nos hallamos y obramos, con su pluralidad, diversidad y contrastes, y la rara y nunca duradera iluminación del que busca a Dios, con la cual el místico entra en la unidad para Ja que ya no hay contrastes. Ninguna facultad de alma, ninguna «potencia» es capaz de sobreponer esas experiencias por encima de la patente división. Todas las facultades permanecen esencialmente ligadas a la insuficiencia. No solo las fuerzas inferiores, las sensibles, cuya actuación consiste justamente en disiparnos por entero en lo disperso, sino también las superiores, las supremas, permanecen perdidas en las oposiciones. Pues aun la pura razón, fundadora de unidad, permanece en la dualidad, en el contraste de un cognoscente y de un conocido; y aun la más noble voluntad, el supremo amor, por íntimo que se sienta aquí el contacto, por ardiente que sea la unión anhelada, permanece en la división ineluctable del yo y el tú, del hombre y Dios, del sujeto y el ser. Con sus «potencias» jamás llega el alma a lo verdaderamente único. Solo cuando el hombre separa de sí todo esto, no solo el apetito, la percepción, la sensualidad, sino también toda volición, amor y conocimiento espiritual; solo cuando se retira a lo más íntimo, al fondo del alma y, separado profundamente del mundo, muerto para las propias fuerzas, deja que la «centellita» brille y que su yo sea consumido por ella, solo entonces tiene lugar la mística unión con Dios y surge una unidad sin contraste: el hombre y la Divinidad son una cosa indivisa, Todo lo que las potencias percibían en pluralidad, lo que debía ser abandonado y despreciado, vuelve a existir en la plenitud de la unidad; confundido, total y plenamente unido con esta alma «separada», que ha desaparecido en la Divinidad. ¡Perder el mundo, para ganarlo; No se pueden oponer más rudamente que lo ha hecho Eckehart los dos caminos que se señalan y cuya desconocida unidad se presupone sin embargo.

 

Una dificultad insoluble surge empero aquí, tanto en la vida como en el pensamiento. El hombre permanece sujeto a la pluralidad aun cuando se abrace a lo más noble y más profundo. Necesita apartarse de ello, no menos que de todo lo dividido y sensible, si quiere alcanzar la unidad. De este modo parece pronunciada también la sentencia de muerte sobre el pensamiento. Si toda ciencia solo alcanza por esencia lo dividido y aparente, no de otro modo en conclusión que la percepción sensible y la experiencia cotidiana; si incluso la filosofía, el conocimiento racional por los últimos principios, permanece sujeto a la dualidad y nunca puede rastrear nada de una verdadera unidad, entonces toda investigación carece de valor, el concepto y el término, el fundamento y la prueba son nulos y deben enmudecer, para dejar paso solamente al éxtasis místico.

 

Aquí tiende el puente Nicolás de Cusa —el filósofo entre los continuadores de Eckehart-— con su doctrina de la docta ignoramtia. La ratio, ciertamente, cuando compara las realidades de la experiencia, saca de ellas conceptos y mide las cosas unas con otras y permanece sujeta a  lo dado por los sentidos y, por ende, insensiblemente sumida en la pluralidad y el contraste. La ciencia racional por sí sola no es, pues, un saber del verdadero ser, que es Uno. La ciencia es ignorancia. Pero esto no significa que en último término todo conocimiento carezca de valor y que se deba renunciar al conocimiento, «perder» el mundo, volviéndole la espalda, cerrando los sentidos y la razón y despreciando sus funciones. Entre esta razón y la inefable unión divina actúa una fuerza del espíritu que sirve de intermediario entre ellas y es causa de que también el conocimiento de lo diverso tenga sentido y valor para toda última búsqueda del ser uno, de Dios. La razón, que Nicolás llama insellectus, sabe que el saber particularizado es ignorancia. Cierto que tampoco ella alcanza nunca la totalidad; Eckehart vio justamente que la «máxima igualdad», inconfundible con la nada, la identidad total sobrepuja todo concepto. Sin embargo, la razón se eleva sobre el conocimiento pluralizado, mediante su saber de la ignorancia, que es este, y tiende a lo exento de toda pluralidad. Y esto no es solamente una advertencia para que no se considere la razón y sus declaraciones como lo último; no es mera alusión a la mística unión divina, por lo demás inefable, sino que en todos los contenidos del saber particularizado pueden mostrarse, con todo el rigor del concepto, necesidades intel les que conducen por encima de la pluralidad a la unidad y van de los contrarios a su coincidencia, La recta y la circunferencia coinciden, cuando se piensa el radio de la última infinitamente grande. Lo mismo pasa con el reposo y el movimiento, y con todos los contrarios que existen en la realidad. Solo en lo finito se excluyen los miembros recíprocamente; en la perfecta infinitud todo viene a parar a una sola cosa. Ahora bien, toda investigación impulsa por necesidad hacia lo infinito, pues refiere lo desconocido a lo conocido, compara lo buscado con lo dado, lo problemático con lo cierto, sin que la razón alcance nunca nada absoluto, nada absolutamente coincidente, sino que la busca no tiene fin. La razón, por su parte, tampoco aprehende en el concepto lo absoluto y la verdad pura y plena; pero lo sabe, y sabe por tanto la radical insuficiencia de todo saber condicionado que por lo mismo es para él ignorancia. La razón puede pensar lo incondicionado; puede sacar las consecuencias que resultan de pensar lo finito elevado hasta lo infinito.

 

De este modo hay un camino y un vínculo continuos que desde los sentidos, y pasando por la ciencia racional y la evidencia intelectual, llegan hasta cl límite de lo Uno inconcebible. El conocimiento humano extiende sus líneas desde todos los contenidos particulares de la realidad, desde todas sus divisiones y contrastes (las cuales ya no necesita evitar, por tanto, el que busca a Dios). Y estas líneas convergen todas y revelan claramente su unión en un punto más allá de todo lo visible, en la coincidencia de los contrarios, en la unidad concreta y plena de lo infinito, donde ya no hay negación que divida ni enemiste. Con su docta ignorancia, con su intuición de la ley de infinitud, conduce la razón todo  nuestro conocimiento, que en sí debe permanecer siempre finito y fragmentario, por el camino de lo Uno absoluto, por el camino de Dios. El libro de la naturaleza no permanece mudo sino para quien se detiene en las letras y frases finitas, Mas para quien ensancha las ideas y prolonga las líneas, desde lo comprendido hasta lo suprafinito, habla Dios en todo ser real, en toda criatura. De esta suerte, el trabajo de la ciencia y de la filosofía sirve realmente, en definitiva, al fin supremo. El conocimiento de la naturaleza no consiste en hacerse esclavo de lo que desune; esto no haría sino desviar del verdadero fin del alma. La especulación es algo más que moverse en lo finito y dividido. En todo conocimiento del universo, con solo que esté bien dirigido y bien entendido por el intelecto, se encuentra el camino hacia Dios.

 

En este nuevo giro positivo, el motivo de la coincidencia de los contrarios se extiende a través de la historia de la metafísica moderna. Ya nunca se deja de afirmar el contraste ni de meditarlo en la vida y en la investigación. La concepción de la naturaleza y la filosofía natural de los siglos siguientes, vive animada por este sentimiento, y combate bajo su enseña contra las tendencias dualistas. El Renacimiento emplea gustoso (como Plotino y San Agustín) la Ce de la armonía: Ja belleza es la unidad de lo diverso, la concordia en los antagonismos. En sus contradicciones justamente hace el rico y eterno libro de la naturaleza presentir el espíritu unitario del Creador. Todos escriben variaciones sobre este motivo: los humanistas y los teósofos, los italianos y dos manes, desde Pico della Mirandola y Reuchlin. Y no solo el himno a la naturaleza de Giordano Bruno, en el cual la idea de Nicolás reviste las formas más grandiosas del entusiasmo estético, sino también la imagen del universo de Keplero se halla determinada de esta suerte. Keplero insiste en que su descubrimiento de la forma elíptica de la trayectoria de los planetas (en lugar de los antiguos círculos) brotó para él de la convicción de que la gran armonía del mundo sideral no llega a la riqueza de su acorde en lo igual y uniforme, sino en lo diverso y antagónico. La idea se impone más tarde, con nueva fuerza, contra la división que la experiencia religiosa de Lutero, sellada por el contraste, amenaza introducir en la imagen del mundo. Los epígonos de la antigua mística convierten también aquí los contrastes en algo positivo y universalmente afirmativo. Ya Paracelso insiste en que las diferencias son necesarias justamente para que presintamos a Dios; en que no puede conocer el bien quien no conozca también el mal; y en que, sin embargo, todas las distintas y antagónicas cosas del mundo consuenan en una gran armonía, revelando su sentido en su relación y penetración recíproca. De este modo los místicos alemanes de la naturaleza, hasta van Helmont el joven, han pedido lo que más tarde Hegel enseñó con tanta insistencia: no temer el «dolor de la separación», no rehuir el trabajo en lo negativo, porque solo en la contradicción de lo real se abre el camino hacia la unidad plena y concreta de lo absoluto, hacia la unidad de los contrarios. Todos enseñan que debemos sumirnos profundamente en este mundo, incluso en su maldad y sus contrastes, para llegar a la verdadera riqueza de la unidad divina. Donde la lucha de este motivo con la tendencia dualista se halla más honda es en Jacobo Búhme, que, preso íntimamente en la angustia del pecado y en la creencia en el diablo —dos aspectos luteranos— quiere, sin embargo, alcanzar la victoria para la idea eckehartiana de la insustitutible importancia del mundo en el autoconocimiento de Dios. Incluso el contraste primordial, el del bien y el mal, y aun el exceso del mal en el mundo le parecen necesarios para la autorrevelación de Dios, a que sirve la creación.

 

No hemos de exponer aquí cómo todo esto resuena en la teodicea de Leibnitz, y en general en la evolución de la teodicea, de la idea de la significación y el valor del mal físico y moral en el universo creado por Dios. También nos limitaremos a aludir a la nueva gran fase en la historia del motivo de la coincidencia, que inician las intuiciones aforísticas de Juan Jorge Hamann y culmina en la doctrina hegeliana de lo «universal concreto». Es sabido que Schelling buscó la solución del enigma, basándose en Búhme y admitiendo que el ser dividido puede surgir de la indiferencia de los contrarios; la última filosofía de Schelling lucha con la idea de la creación en nuestro sentido, relegando totalmente el origen de la negación, del mal, a lo absoluto mismo, al «abismo sin fondo» de Dios. Pero en nadie se halla todo esto tan p: te trabado en una especulación conceptual como en Hegel; el cual hace de la «contradicción» el principio fundamental del mundo y de toda vida, tratando de mostrar en su dialéctica (completamente en el sentido de aquella doctrina de Nicolás, sobre cómo el intelecto señala a la coincidencia), que justamente en los contraste tiende lo finito a superarse y conduce inevitablemente a lo Uno infinito. «Mostrar en todo lo finito la infinitud y promover por medio de la razón el perfeccionamiento de esta» ¿no es el propósito de la dialéctica de Hegel, obra del mismo espíritu que impulsara un día a Nicolás de Cusa? Por cada una de las «infinitas gotas» de la realidad (¿no resuenan en esto Susón y Leibnitz?) es conducida la razón por necesidad a lo absoluto. Por eso el hombre que quiere llegar a Dios necesita vivir en este mundo de los contrastes, obrar en él, aprender a conocerlo y entenderlo en sus divisiones. La filosofía que busta a Dios debe tender siempre a .no descuidar la diferencia, sino a hacerla brotar eternamente de la sustancia, sin petrificarse en el dualismo» ',

 

 

La doctrina de la coincidentia oppositorum y de los caminos de la razón hacia ella se prolonga en Nicolás con su concepto del mundo como explicatio Dei. Lo que ha dado siempre motivo para concebir el mundo en contraste con Dios es la circunstancia de que en él operan los con» trarios, el bien y el mal, la luz y la oscuridad, el ser y el no ser. Pero si la superabundancia de Dios encierra en sí todos los contrastes; si Dios, como explica Nicolás, es a la vez lo más grande y lo más pequeño, centro y periferia, pasado y porvenir, e incluso coincidencia del ser y el no ser, del todo y la nada, de la luz y las tinieblas, el mundo en que los contrastes se destacan ya no debe serle extraño y opuesto, sino que puede considerarse como un despliegue de lo que Dios en su abundantia tiene ya en sí. El mundo con sus contrastes ya no puede considerarse como lo contrario de Dios, que es la unidad de todos los contrarios. Por eso el mundo es, según Nicolás, el despliegue, la explicación de lo que Dios contiene «complicite», en su pristina unidad. En Dios reside lo plural, pero sin pluralidad; el contraste, pero como identidad. Deus ergo est omnia complicans in hoc quod omnia in eo; est omnia explicans in hoc quia ipse in omnibus". Siendo Dios la unidad originaria de todo lo múltiple, vive en todo lo individual del universo lo que en la plenitud divina solo existe como unidad, «desplegado como criatura, como mundo», se extiende en el espacio y el tiempo, en la división y a Oct En este sentido es el mundo la imagen, la plena j e Dios,

 

Ahora sale a plena luz el motivo de la doctrina de la creación, que afirma el mundo y es hostil al dualismo. Si Dios crea el mundo, no lo hace como «forma» que se halla frente a la materia, que debe ser informada, sino como «causa y principio». Dios es el «único principio» del universo, Si las criaturas se llaman con razón imágenes de Dios, no se debe olvidar en esta metáfora —subraya Nicolás—— que aquí no hay, como en nuestras imágenes, algo exterior y existente por sí, en que imagen se forma, se recoge, sino que la existencia de lo creado no es nada más que abigarrado reflejo de lo Uno. No hay ningún medio en que la imagen flote, ni tinieblas desde las cuales se eleve. El mundo no es nada más que una manifestación visible de Dios, una multiplicación, por decirlo así, del ser uno —así en la epístola de San Pablo a los Romanos es disignado Dios como la invisibilidad de lo visible. Las palabras de Lessing: «Dios concibió su perfección dividida, esto es, creó seres», sucnan aquí perceptiblemente. El camino conduce desde Nicolás, pasando por Leibnitz, directamente a Lessing.

 

En el mundo no hay nada que no sea expresión de Dios. Lo compuesto y lo simple, la materia y la forma, lo perecedero y lo indestructible, todo es igualmente necesario al despliegue de Dios.

 

* Dios lo implica todo porque t0do reside en Él y lo explica todo porque Él reside en todo, ramos de imperfecto y negativo no puede tener ninguna causa fuera de Dios; no se debe a la resistencia y oscuridad de la materia, sino que es mera consecuencia de la finitud, modo propio del despliegue. El mundo «es, por decirlo así, una perfecta obra de arte que depende totalmente de la idea del artista y no tiene otro ser que la dependencia de aquello de que recibe el ser y por cuyo influjo se conserva». Esta creación artística es la obra, no de un arquitecto del universo, sujeto a la materia, sino del creador del universo. Por eso no teme Nicolás la audaz expresión: el mundo es, «por decirlo , una infinidad finita o un Dios creado». Esto da por resultado una suprema glorificación del mundo, Este universo es el mejor de todos los posibles. Es sabido cómo Leibnitz ha hecho de esta suprema afirmación de la realidad (a la que, por lo demás, tendía la metafísica cristiana desde Sam Agustín hasta Santo Tomás) el principio fundamental de su sistema y de la doctrina de la creación contenida en él. La «razón suficiente» para que las posibilidades ilimitadas de formación de mundos se condensen en nuestro mundo, solo puede ser el «principio de lo mejor», la tendencia, por decirlo así, a un máximum de realidad y perfección. La creación se descrita en Leibnitz, unas veces conforme a la imagen de la acción consciente y personal, otras como un irradiar (fúlgurations, effluere), o como una tendencia de las innumerables esencias a la existencia. Pero lo que permanece siempre igual en su doctrina, su núcleo, es que las ideas y esencias que constituyen nuestro mundo son precisamente aquellas que dan por resultado una máxima perfección universal en la coexistencia (la composibilidad), una suprema armonía. Este principio del optimismo, que desde Leibnitz (y Shaftesbury) ha representado un papel tan importante en la metafísica y la visión del universo del siglo xvi, es el resultado de aquella doctrina del despliegue de Dios. Entre Nicolás y Leibnitz forman el tránsito los filósofos del Renacimiento, ante todo la doctrina de la creación de Ficino y Bruno, y simultáneamente la filosofía natural alemana, en particular la doctrina de Valentín Weigel sobre la perfección universal de lo real. Ya en el cardenal alemán del siglo xv, no solo en Leibnitz, está perfectamente claro cómo esta expresión del mejor de todos los mundos posibles se diferencia del pensamiento de Platón, por ejemplo, que suena enteramente igual. En Platón es este mundo el mejor que era posible en el supuesto del espacio-materia, por su indeterminación, imposible de dominar por completo con su inconsistente más y menos, por su carácter mecánico y contingente. De esta forma del pensamiento no hay mucha distancia a la  del mundo, al pesimismo. Pero en Nicolás (y en Leibnitz) el sentido de la expresión es este: que el mundo, como despliegue de Dios, no puede ser la unidad divina misma, lo no desplegado; y solo en este sentido hay limitación en las palabras «todos los posibles». Es como si el creador hubiese dicho: sea. Mas como Dios, que es la eternidad misma, no podía llegar a ser, se ha hecho lo más análogo a Dios que podía hacerse. El mundo se acerca y se parece lo más posible al origen y principio por el cual es lo que es; es «la copia más fiel posible de lo absoluto».

 

Por eso, aunque también aquí se habla de las deficiencias, imperfecciones y males en el mundo de la «casualidad», de la fugacidad y de la decadencia, de las tinieblas y del no ser, siempre resulta que todo esto procede también del Dios uno, como expresión y despliegue de su esencia. El no ser que todo lo creado tiene en sí (distinción, exterioridad, fugacidad), coincide con el ser. También el mundo es, como todo, unidad; no coincidencia, pero sí armonía de los contrarios. En ella se realiza su sentido de despliegue. «Todos los seres claman unísonos y declaran uno y lo mismo; y este clamor unísono... es la plena y rica expresión de lo uno y lo mismo.»

 

«Como lo Uno se manifiesta en el máximo contraste de fuerzas, surge... una lucha de las fuerzas y de esta una nueva creación y destrucción.»

 

El mundo es distinto de Dios; y en cuanto debe ser un despliegue, ha de recoger en sí la división, la destrucción, el contraste y todo lo que a nosotros nos pe imperfección. En este sentido resulta siempre inferior a Dios, «El universo no alcanza nunca la altura de lo máximo y lo absoluto.» La naturaleza no puede unir realmente los contrarios. Por eso el mundo es solo el mejor de todos los posibles y no el mejor pura y simplemente, Pero esta limitación es necesaria; y no porque se imponga aquí inevitable y ciego un destino extraño, una materia inerte, sino que es racionalmente necesaria; es efecto de la gran misión misma que realiza: hacer patente la riqueza de Dios. «El universo tiene una causa racional y necesaria de su naturaleza concreta (esto es, de la dispersión en la multiplicidad y el contraste)». «Toda envidia está muy lejos de aquel que es la bondad suma y cuyo obrar no puede tener tacha: sino que, así como Él es lo más grande que existe, así también su obra se aproxima a lo más grande todo lo posible.» Toda criatura está creada, por tanto, «de tal suerte que existe del modo mejor posible»; por consiguiente, dentro de toda la diversidad de valor de lo existente, «toda criatura es como tal perfecta». Hay una gradación en este mundo, perfecto de un extremo a otro; pero la significación de estos grados no es la de un paulatino ascender desde una materia extraña a Dios y una indeterminación hasta la forma pura; sino que todos los grados son en su puesto necesarios al despliegue y por tanto perfectos en sí. Ninguna cosa puede ser el todo, pues fuera Dios mismo; si había de expansionarse la plenitud de Dios, como podía ser todo uno e igual; «por ende lo creó Dios todo en diversos grados». También aquí es cierto que «Dios comunica el ser sin diferencias ni celos» y que «todo ser creado descansa en la perfección que ha recibido liberalmente del Ser divino, y no apetece ser ninguna otra criatura, como si él fuese más perfecto». Ningún grado podría ser lo que es, ni cumplir su fin en el gran orden del despliegue, sin los demás; todo se sostiene mutuamente. Por eso, según  Nicolás, tampoco ha surgido primero la inteligencia, luego las almas y por último la naturaleza (como en un paulatino descenso), sino que de una vez brotó de Dios todo aquello sin lo cual no podría existir un universo perfecto. Lo mismo bajando que subiendo por la escala infinita de todas las cosas, llegamos al origen de todas ellas. En todos los grados, diferencias y contrastes se despliega Dios. Lo grande y lo pequeño, lo noble y lo mezquino, el espíritu y la materia, reflejan a aquel en quien los contrarios son una sola cosa. 

 

 

Con esta abolición de los contrastes, en cuanto quieren «petrificarse en el dualismo» (como Hegel dice), va unido un cambio completo en el concepto de la materia. La creación de la nada no conoce una materia dada de antemano y en perdurable resistencia, que habría de ser puesta en movimiento desde fuera, por decirlo así, y recibir lo espiritual y divino desde arriba. Tampoco conoce un último límite luminoso de la irradiación divina, en el cual lo real caería esencialmente en la oscuridad. Sino que la materia y el espacio surgen del plan perfecto del universo y de la mano del Creador, lo mismo que lo animado por las formas y lo vivo, Pero entonces deben desaparecer todos esos predicados desvaloradores que afectan a la materia desde la Antiguedad. En el fondo también la doctrina cristiana de la resurrección de la carne debía conducir a esto; pues presupone que también lo corporal es susceptible de glorificación e incorporación al reino supremo. El pecado no puede residir, según esto, en la sensibilidad, en el cuerpo, en las potencias materiales; se le define, pues, como cierta conducta espiritual, como una desviación de la voluntad libre, que se aparta de Dios. El cuerpo mismo no es malo, como tampoco el animal irracional es llamado malo, dice especialmente San Agustín, después de Orígenes y Metodio. En el orden natural de las cosas son necesarios y buenos. Mientras lo sensible obedece al espíritu, como lo inferior a lo superior, tiene su valor en su puesto. Lo que trae al mundo el peligro de la «carne», del apetito vicioso, de la sensualidad seductora y enemiga del cuerpo, es el orgullo del hombre, su soberbia frente a Dios. El alma prefiere su propio yo al amor de Dios. Este acto original del pecado es un acto voluntario, de orden espiritual; no una «caída» natural y físicamente necesaria, que llevara a cabo lo emanado, separándose de su fuente.

 

De este modo, todos los padres de la Iglesia, Teófilo de Antioquía, Ireneo y Tertuliano, Orígenes y San Agustín, tratan de incluir la existencia y la especial función de la materia en el plan de la creación. Los padres griegos, en los cuales está más arraigada la tradición antigua, son los que encuentran más difícil este paso. La resurrección de la carne halla en Orígenes obstinada resistencia. Solo en acerba lucha contra Platón y los platónicos, que le rodean, rechaza Metodio la representación según la cual el alma, dotada originariamente de una preexistencia inmaterial, desciende, por su caída, al cuerpo, como a una cárcel, de la que debe tratar de escapar, representación según la cual a la vez el pecado y el mal se inician ya con el cuerpo como tal.

 

Sin embargo, a través de toda la Edad Media, queda siempre impreso en la materia aquel sello de negatividad, de deficiencia e insuficiencia, que tenía su particular expresión en el concepto aristotélico de su no ser, como mera posibilidad indeterminada de todo lo real. Cierto que San Agustín insiste en que también la materia es necesaria para que Dios forme el universo; en que también la posibilidad es necesario requisito de un mundo que tiene el sentido de una creación, esto es, de un mundo que debe llegar de la posibilidad a la realidad; en que, por tanto, también la materia es racionalmente un bien, No obstante, subsiste la tacha. En Santo Tomás de Aquino es la materia, de un modo por completo aristotélico, solamente el principio del padecer y de la privacó de la mera tolerancia de la forma, e incapaz de existir por su propia virtud.

 

Pero el cambio se anuncia ya en el gran maestro de Santo Tomás, Alberto. El influjo del naturalismo árabe sobre la filosofía de su época ha colaborado aquí, como en la moderna orientación hacia la naturaleza exterior; pero también en esta cuestión se trata menos de una apropiación de las ideas árabes que de un solícito aprovechamiento de lo que podía servir a la tendencia propia, lentamente madurada hacia la sublimación y realce del concepto del universo y de la materia. Todos hasta Bruno apelan a la doctrina de Averroes, según la cual las formas yacen ya en la materia y solo necesitan ser destacadas. Pero no es una tendencia naturalista ía que conduce a esto en los pensadores cristianos. Alberto Magno enseña contra Aristóteles que la materia es en todo caso el «comienzo» de las formas y tiene en sí la iniciación del devenir, de suerte que la forma solo representa el complemento de lo que ya existía allí como comienzo. relaciona esto directamente con la doctrina de la creación. Dios, que no necesita ninguna materia previa para la creación del mundo, creó también lo inferior de que surge lo superior. De este modo, se halla presente no solo en el alma sino también en toda cosa material.

 

En la «época de la decadencia» Enrique de Gante (y le sigue Duns Scoto, combatiendo contra Santo Tomás), intenta quitar a la materia la tacha de lo meramente posible y no existente por sí. La materia es para él un sustrato de formaciones con existencia real, un tanquam per ser creabiles el Creador podría producirla separada de toda forma. La materia no logra la existencia al mezclarse con la forma, sino que debe su «primer ser» a su participación en Dios, como obra de Este, En el espíritu del Creador hay también una idea propia de la materia. La aptitud para la recepción de las formas significa ya su «segundo ser», y en la formación misma adquiere un tercero, la realidad de Aristóteles. Roger Bacon y los investigadores de la naturaleza libran a la materia también  de la otra imperfección, de la inercia y pasividad. Las formas no le son impuestas exteriormente —enseñan—, sino que la actividad reside ya en la materia misma; las influencias exteriores se limitan a excitarla, a transformarse por sus fuerzas íntimas, a tender a las formas.

 

En el concepto del mundo de Nicolás de Cusa exprésase claramente este cambio. También para él es lo característico de la materia, como para Aristóteles, el rasgo de la posibilidad para el ser. Pero la posibilidad no debe —dice, combatiendo expresamente contra los «antiguos» y sus «falsos pensamientos», «su ignorancia» en este asunto— considerarse como algo imperfecto, deficiente y meramente pasivo. Si hay una posibilidad absoluta, es... Dios mismo, del cual procede y llega al ser todo lo real. En Dios se halla el fundamento de toda materia y de toda realidad. Él es la posibilidad de todo, como el ser. En Él, el possest, coinciden la posibilidad como potencia y la realidad de la forma como ser. Dios ya no es mera forma, que excluye de sí la materia sin saber nada de ella, como en el dualismo aristotélico. La posibilidad, como potencia absoluta, es incluso el momento fundamental en la esencia divina, significado por el Padre; de Él procede la materia de lo real. Dios no necesita de una materia dada, como el artista humano; la materia y la forma, separadas en lo finito, coinciden en Dios. También el cuerpo y el alma, la «posibilidad» y el «principio vital», aunque se separan por completo en la muerte, descendiendo aquel al centro, ascendiendo esta a la periferia, coinciden en lo infinito como el triángulo y el círculo.

 

El Renacimiento prosigue por esta vía. Telesio, apelando expresamente a la producción de la materia por la mano del Creador, ve algo positivo y revelador de fuerzas en la propiedad misma de la inercia: esta es la tendencia a la propia conservación. Por eso los cu actúan unos sobre otros, se tocan y se limitan en el espacio. No hay, pues, materia sin fuerza. Lo que la pone en movimiento no es la atracción de la forma, sino las fuerzas internas. De este modo ya no es necesaria una cooperación de Dios (como forma de las formas) en la naturaleza; sino que, después de haber creado la materia, Dios la abandona a su tendencia a la propia conservación, en la cual las partes, luchando por su existencia, se traban en las formaciones del mundo corpóreo. Análogamente defiende Campanella, siguiendo la dirección intelectual de Nicolás, el elemento dinámico de la materia, como un poder ser o facultad de ser y obrar. Y se intenta cada vez más claramente concebir estas fuerzas como puras fuerzas físicas, en lugar de las espirituales e inmateriales, sobrevenidas exteriormente. Una imagen causal de la naturaleza, una imagen de pura índole material-inmanente, empieza a desprenderse de la antigua teología dualista.

 

En esta serie de pensadores es Giordano Bruno quien desarrolla más ampliamente el motivo. Con Nicolás reduce la materia, como posibilidad, al poder de Dios. Pero va más allá que aquel; para él la materia y la forma no solo coinciden en Dios, sino que también en el universo  están originariamente unidas. La materia no es nunca muerta y absolutamente inerte; en ella hay siempre una disposición positiva a la forma. La materia y la forma representan solamente distintos aspectos del mismo ser y devenir unitarios, ninguno de los cuales tiene preferencia absoluta sobre el otro. La materia no puede ser un prope rnibil, como en los antiguos. Para Bruno, en conclusión, la materia no es solo de procedencia divina, sino también de naturaleza divina. Bruno no teme apelar a panteistas, como David de Dinant, contra cuya identificación de la materia y la divinidad habían luchado Alberto y Santo Tomás. La materia es una fuerza divina, y por ende la fuente de todo devenir, de la inagotable fuerza generativa y de toda la magnificencia de la naturaleza,

 

 

No es necesario indicar especialmente cómo este cambio en el concepto de la materia había de favorecer la génesis de una nueva visión e investigación de la naturaleza, que en lugar de la antigua doctrina de las «formas sustanciales» (que procedente de la física aristotélica había determinado el concepto de la naturaleza en la Edad Media, obstaculizando gravemente todos los conatos de una investigación sin prevenciones) tiende a un estudio de las fuerzas y leyes realmente inmanentes a la naturaleza y demostrables en ella por la experiencia. La moderna visión mecanicista de la naturaleza, en la Edad Moderna, no ha nacido, como su precursora, la antigua atomística, del fondo y con la tendencia de una filosofía materialista. Ha llevado ciertamente muchas veces al materialismo; especialmente en Flobbes, en la Francia del siglo xvit1, y en la Alemania del xrx. Pero los grandes caudillos de la nueva ciencia han sido siempre desafectos al materialismo. En ellos la autonomía de la materia no significa la negación del fondo divino del universo, sino solo la abolición del dualismo en su concepto de la naturaleza, el abandono de toda acción natural que no proceda del mundo creado, cerrado en sí mismo y autosuficiente. Las fuerzas no vienen de fuera, no son la expresión del anhelo hacia la forma suprema, hacia una forma que trasciende del mundo, no se oponen a la materia como un sistema de formas sustanciales; sino que su acción, y con ella todo el arden de la naturaleza, manan de la materia misma.

 

Así surge el concepto mecanicista de la naturaleza en Galileo y Descartes. Los descubrimientos de Galileo habían roto el conjuro que el principio de las formas sustanciales había impuesto a la libre investigación. Lo que la ciencia busca ahora no son formas inmateriales, principios explicativos a la vez de las formas corpóreas y de lo espiritual, impresos en el ser natural desde arriba, por decirlo así, sino las fuerzas y leyes observables de lo material; no principios formales, de índole cualitativa, valorativa e ideal, sino leyes estructurales de lo cuantitativo y tempo-espacial. El libro de la naturaleza está escrito en letras matemáticas; y justamente en esta autonomía del mecanicismo, en la rotundidad homogénea de este orden material matemático, se revela la fuerza divina, una, de la que procede la materia, así como su forma, la ley matemática. Mientras para Platón el espacio-materia era el dominio de lo mecánico-natural, por ende de lo meramente contingente y rebelde a la necesidad inteligible de las formas, aquí cl curso mecánico de la naturaleza se convierte justamente en la expresión de una íntima legalidad.

 

Descartes extiende estas ideas por primera vez hasta hacer de ellas una imagen entera del universo. La materia y el ser todo de la naturaleza exterior se separa de todas las fuerzas inmateriales y espirituales; el mundo se articula en el espacio, con arreglo a sus propias leyes, hasta llegar al organismo. El desarrollo de la tendencia pura llega a separar por completo lo psíquico de lo material y espacial. Pero es manifiesto que este famoso «dualismo» de Descartes no es un dualismo en el sentido de nuestro problema de los contrarios; pues en él no se expresa ninguna diferencia de valor. La res cogitantes y la res extensae proceden a la vez de la sustancia divina. Ambas forman en conjunción el mundo entero natural y humano; pero no con la subordinación existente entre las formas sustanciales y la materia-posibilidad, sino con una perfecta coordinación, que se expresa ante todo en el hecho de llamarse ambas igualmente sustancias y en que según esto la materia no necesita del alma, lo material no necesita de lo espiritual, para existir, moverse y desarrollarse; exactamente lo mismo que, a la inversa, el alma tampoco necesita de lo corporal, La tendencia cada vez más clara de los siglos anteriores, a concebir la materia como algo autónomo, con existencia « fuerzas propias, a separarla conceptualmente, como lo material-espacial de lo inmaterial psíquico (una tendencia que se entrecruza de un modo peculiar con la necesidad imaginativa de animar el universo y crear una magia natural), llega en Descartes a su perfecta expresión. Entre los griegos el tránsito al motivo de la creación empezó con la doctrina de Anaxágoras sobre el mus, que, añadido a la materia, introduce en ella el movimiento y el orden, Las doctrinas de la materia semoviente Íntimamente animada, fueron reemplazadas por una nueva idea del mundo. En la Edad Moderna, a la inversa, es el concepto de la creación, en el nuevo sentido de la creatio ex nibilo, el que devuelve a la materia su autonomía y fuerzas propias. Y sin embargo, no se abandona el sentido racional, el orden «inteligible» (esto es, cognoscible de un modo pura: mente conceptual) del universo por un curso de la naturaleza contingente y ciego; pues la materia misma, con sus fuerzas, con las leyes y acciones, matemáticamente cognoscibles, que conducen a la edificación de todo el cosmos externo, ha salido del espíritu del Creador. El us motor y ordenador ya no está junto a la materia o sobre ella, interviniendo en ella, imponiéndole lo que debe ser, o atrayéndola hacia ello, sino que la materia, con sus fuerzas ordenadoras, es en sí misma una expresión propia, concluyente y total del nus del Creador, una explicatio Dei,  una  acen según las ideas eternas.

 

Descartes concibe también la idea de una evolución universal según leyes propias, puramente mecánicas. Como es sabido, Kant joven, en la Historia natural del universo y teoría del cielo, es el primero que ha hecho de esta idea una teoría científica de significación duradera (la llamada hipótesis cosmogónica de Kant-Laplace). Pues bien, es de singular incentivo ver en la obra de Kant cómo su convicción de la posibilidad de esta teoría de una evolución mecánica crece en la discusión metafísica del motivo de la creación, en la lucha con Newton, que no abarcó Íntegramente sus consecuencias. Ya San Agustín y Alberto Magno habían insistido en el pensamiento de que el universo ordenado, como imagen y obra de Dios, no admite los milagros que contrarían el orden natural; una acción de Dios, contraria a la naturaleza que Él mismo ha dado a las cosas, significaría un ataque contra sí mismo. Desarrollando rigurosamente esta idea dice, pues, Kant: es desconocer la esencia de la creación creer necesario admitir una intervención sobrematerial para explicar el gran orden del cosmos material. Newton, el gran sistemático del universo, el primero que redujo el curso entero del universo a un principio material único, la ley mecánica de la atracción, ha fallado sin embargo a su propia tendencia, cuando creyó deber explicar el triunfal orden de la bóveda celeste, por una intervención inmediata de Dios, no por la acción de fuerzas naturales materiales. El mismo Newton tan fuertemente arraigado en la tradición del nuevo motivo de la creación, que llamaba al espacio (al mismo espacio que Platón y los demás consideraban como lo esencialmente alejado de Dios y meramente mecánico material) el sensorio de Dios, cree sin embargo que el orden de los astros en el espacio nace de un modo extraordinario, por la intervención superior y externa de un principio de acción teleológico. Aquí mismo, en el momento de su triunfo supremo, desde Galileo y Descartes, los principios mecánicos y la materia siguen conservando algo de la antigua decisión; parece como si ellos por sí solos no pudiesen conducir a la belleza y al orden.

 

Esto es precisamente lo que Kant combate. Kant muestra que semejante representación de la materia no corresponde al concepto del Creador del mundo, sino solo al concepto de un arquitecto cósmico, que ha de atenerse a la materia dada e imprimir el orden en lo rebelde a él. Esto es «un prejuicio casi universal de la mayoría de los filósofos contra la capacidad de la naturaleza para producir, por sus leyes generales, algo ordenado... como si significase discutir a Dios el gobierno del universo buscar su origen en las fuerzas naturales, y como si estas fuesen un principio i diente de Dios y un destino eternamente ciego». Sin embargo, no confundirse la tendencia a explicar la formación del universo, en su totalidad, por principios puramente mecánicos, con la concepción de los antiguos atomistas, desde Leucipo

hasta Lucrecio, en la cual salía del acaso ciego el orden cósmico, de lo irracional lo racionalmente ordenado. Se trata de saber si puede tener un sentido aceptable y ser adecuado a la grandeza divina el suponer que el Creador de la materia y de sus fuerzas y leyes mecánicas no haya podido sacar de ella la forma del universo sino mediante una nueva intervención. No se hace más que eternizar la lucha con los naturalistas y ofrecerles sin necesidad un lado flaco, cuando de este modo se quiere entender la alusión a Dios que reside en la naturaleza (la prueba físicoteológica). «Si la naturaleza de las cosas no puede producir mediante las leyes eternas de su esencia nada más que el desorden y el absurdo, demuestra con ello el carácter de su independencia respecto de Dios. ¿Y qué concepto cabrá hacerse de una divinidad a la que las leyes universales de la naturaleza solo obedecen mediante una especie de compulsión y se oponen en sí y por sí a sus planes más sabios?» Con el prejuicio de que las fuerzas materiales no pueden «producir en sí y por sí mismas nada más que el desorden... nos vemos obligados a convertir la naturaleza entera en un milagro»; y así se pierde el concepto mismo de la naturaleza. «Solo un Dios produce en la máquina las transformaciones del mundo.» El sentido de la idea de la creación se convierte con esto en un absurdo. El verdadero concepto de la naturaleza (la cual, como mundo creado, «tiene una relación general y armónica con la complacencia de la divinidad») e igualmente el verdadero concepto de su Creador, lo posee tan solo quien piensa que toda la magnificencia y orden del sistema del mundo ha surgido de la materia, según las leyes dadas a ella desde un principio y constitutivas de su misma esencia. ¿Cómo podría la mecánica de los movimientos naturales tener en su origen «tendencias aberráticas y a una desatada dispersión, cuando debe di las propiedades de que se derivarían estas consecuencias a la idea eterna del entendimiento divino, en el cual todo ha de relacionarse con todo y cooperar al mismo fin necesariamente? La trabazón de la naturaleza entera, sujeta a evolución puramente mecánica, en un sistema tan singular, es justamente la señal más clara de la unidad de su origen; señal que no supera la referencia a ninguna intervención ni evolución teleológica. La verdadera prueba físico-teológica no es la que neúesita completar el acto divino creador de la materia, con un segundo acto en el cual le imponga el orden y la forma, como si ella en sí misma propendiese a lo informe y fuese imperfecta desde su origen. «Si las leyes universales de acción de la materia son una consecuencia del plan supremo, no pueden tener verosímilmente otro destino que el de tender a realizar por sí mismas el plan que la suma sabiduría se ha propuesto.» Solo así se comprende propiamente la obra de la creación en su total simplicidad, sabiduría y grandeza; solo así se comprende al Creador, no meramente como «grande y poderoso», sino como «infinito y universalmente suficiente».

 

Por ende, si la formación del mundo debe concebirse como una evolución desde el caos al cosmos, el concepto de la creación exige que «ya en las propiedades esenciales de los elementos, que constituyen el caos, se adviertan señales de la perfección que tienen desde su origen... Las propiedades más simples y más generales, que parecen esbozadas sin plan; la materia, que parece meramente pasiva y menesterosa de forma y orden, tiene en su estado simple una tendencia a adquirir por evolución natural una constitución más perfecta», La materia, que es el sustrato primitivo de todas las cosas, está sujeta a ciertas leyes, libremente abandonada a las cuales produce por necesidad hermosas combinaciones. No tiene libertad para separarse de este plan de perfección... y Dios existe precisamente porque la naturaleza ni siquiera en el caos puede proceder de otro modo que regular y ordenadamente. De esta suerte, para Kant, la autonomía de la naturaleza, de la evolución material y, por consiguiente, la necesidad de una explicación de la naturaleza puramente mecanicista, sin auxilio de intervenciones teleológicas, se sigue inmediatamente de la doctrina de la creación, del concepto del mundo como expresión de Dios y no como contrario a Dios. Una constitución del universo (como la de Newton en aquella hipótesis de una intervención y ordenación divina) «que no se conserva sin milagro, no tiene ese carácter de inteligibilidad, que es la señal de la elección divina». 

 

 

 

Todos estos son desarrollos, cuya importancia histórica ha sido demasiado poco apreciada hasta ahora y ante los cuales no se debería pasar de-laiso, como si fueién, ¡odie de hablar al gano de la época, Estos desarrollos son con toda evidencia algo más que un ajuste posterior de direcciones espirituales que se han formado y acercado con independencia unas de otras. Más atención se ha concedido siempre, en cambio, a la influencia de aquella vuelta hacia la naturaleza y hacia el mundo, que se inicia en los comienzos de la Edad Moderna y conduce a la total transformación de la imagen astronómica del universo. Para el problema que nos ocupa en este momento importa solo el punto capital: la unidad de valor que se opone también al dualismo en la concepción del sistema astronómico del mundo como tal. Toda la Edad Media se atuvo, justamente por eso, a las doctrinas de la tradición antigua. En esta, con el dominio inicial del motivo del contraste, en la metafísica de los pitagóricos, su valoración astronómica se había convertido en la idea directriz de la investigación. La dualidad y el contraste de valores dominan desde entonces la imagen del mundo en la ciencia griega, la cual, singularmente en la exposición de la física aristotélica, fue decisiva para el cuadro medieval del cosmos. El mundo visible está dividido. El cielo estrellado, con sus astros girando eternamente en ordenadas trayectorias, alude, como reino del éter y de la armonía de las esferas, a los dioses y al bien. En el «mundo sublunar», por el contrario, en el reino de los cuatro elementos  materiales, imperan el desorden, lo meramente mecánico, el acaso y la caducidad. Podemos pasar aquí por alto la referencia de cómo todo esto creció en la imagen medieval del universo, con aquella gradación que el neoplatonismo había descrito cual descenso paulatino desde lo Uno divino hasta las cosas materiales y cómo aquí se coordinó la jerarquía de los seres a la organización cósmica, ordenándose las esferas de los astros según la gradaciones de los seres espirituales, siendo considerados los ángeles como los motores de los astros, etc. Para nuetro fin basta señalar de un modo general el entrecruzamiento del dualismo metafísico-espiritual con el cósmico-astronómico. Este dualismo físico-metafísico se ha resistido después acérrima y encarnizadamente a todos los intentos de una nueva investigación y ordenación del edificio del universo, como los que se aventuraban cada vez con más importancia desde fines de la Edad Media. Todavía Keplero, a quien la astronomía de la Edad Moderna debe el paso decisivo, no supo representarse el origen del movimiento de los planetas y de sus leyes matemáticas, por él mismo descubiertas, como causas mecánicas (como en los movimientos de nuestra tierra) sino tan solo como actividad final de unos seres inteligentes. No supo concebir la unidad de la ley natural en la caída de los cuerpos, de Galileo, y en el curso de los planetas. La gravedad era para él todavía una fuerza puramente terrestre y específicamente distinta de las ordenadas fuerzas de la «armonía universal», lo mismo que la «tierra» y el «cielos son contrarios.

 

Solo con Huyghens y Newton triunfa plenamente en la ciencia la idea de una mecánica celeste, aunque ya la habían concebido claramente los occamistas parisienses del siglo x1v. Solo Newton piensa la gravedad tomo la atracción mutua y general de todas las partes de la materia  por ende erigir un sistema del universo sobre la base de una sola ley universal. Solo ahora (y en rigor, de un modo completo, solo, como hemos visto, en Kant) pierde lo «mecánico» el último resto de cosa extraña al «cielo». Ahora confluyen por vez primera los caminos de Keplero y Galileo. Ya no pueden identificarse lo mecánico y lo contingente. La ley mecánica de la piedra que cae está determinada por un orden matemático, tan exactamente como la uniformidad de la revolución de las estrellas, admirada desde los tiempos primitivos. Por todas partes, «arriba lo mismo que abajo», en el ancho cielo igual que en el mundo sublunar, está el libro de la naturaleza escrito en letras matemáticas.

 

Para que esta evolución científica llegase a plena madurez era menester la convicción de la homogeneidad del universo en todas sus partes, rudamente opuesta a aquel dualismo. Dios lo ha creado todo «según medida, número y peso», decía el antiguo lema de la creación y de igual modo Leibnitz y Kant en su primera época, cuando luchan con los materialistas y naturalistas, y respondiendo a las indicaciones de Galileo y es, enseñan a entender el mecanicismo como un medio y una expresión concluyente de la causa final espiritual del universo. Tout comeci la fórmula de Leibnitz para la homogeneidad del universo infinito, no significa que la celestial armonía de las esferas deba descender a lo terrestre y mecánico, sino que lo terrestre debe ascender a la plena expresión de Dios; también en el caos de los procesos moleculares y del curso cotidiano de las cosas se encuentra la completa maravilla de un orden y unas leyes absolutas. Encontrar en el grano de polvo y en la mínima partícula de la materia un mundo de una perfecta sujeción a leyes y de movimiento regular, como los antiguos lo habían conocido solamente en las esferas celestes, es la perspectiva, hondamente venturosa, que para Leibnitz resulta de la nueva ciencia.

 

No es maravilla, pues, que Nicolás de Cusa, el metafísico que concibe el mundo como explicatio Dei, tenga también decisiva importancia para la transformación de la imagen astronómica del universo. Giordano Bruno no recibió de Copérnico el impulso que le llevó a su concepción del mundo, sino que tomó su idea capital de Nicolás, limitándose a enlazarla con aquel descubrimiento astronómico. La desvaloración de la tierra está ya completamente superada en el alemán. La tierra ya no es para Nicolás el centro inmóvil, el «abajo», hacia el cual cae todo, en contraste con la periferia y el «arriba» de las esferas celestes. El universo no tiene periferia ni centro; no tiene abajo ni arriba. Dios es su periferia y su centro. A El se llega lo mismo por el camino descendente que por el ascendente. Ha de ser falso, pues, «que esta tierra sea la parte mínima e Ínfima del universo». Las presuntas pruebas de esto son todas refutables. La tierra es una «noble estrella» entre las demás y en acción recíproca con ellas; pues el buen Dios «lo ha creado todo de tal suerte que todo ser, tendiendo a conservar su ser, como una misión divina, realiza esta tendencia en comunión con los demás seres». De aquí se sigue también que esta tierra, no distinguiéndose de los astros que giran, no reposa, en contraste con ellos, sino que en realidad la tierra no puede carecer de movimiento. Se sigue, además, que los planetas tienen la vida y habitantes racionales, enteramente lo mismo que nuestra tierra. La nueva posición frente al mundo visible, que se expresa con pathos tan arrebatador en las obras de Bruno, o de Leibnitz, o de la primera época de Kant, se funda, pues, exclusivamente en el pleno desarrollo del tema iniciado con la doctrina de la creación y el abandono del dualismo antiguo. 

 

 

 

Es palmario que con esta concepción del universo se siga una nueva valoración del cuerpo y de la sensibilidad. La sensibilidad ya no puede considerarse como un mero contrario de lo espiritual; ha de dignificarse como una función propia y no despreciable de nuestra vida. No puede ser en sí mala ni errónea. También ella, a su manera, conduce a la verdad y al bien. Del Creador de todas las cosas, dice Keplero, procede lo sensible, lo mismo que lo espiritual. Precisamente por esto puede el «instinto natural» y la experiencia sensible conducirnos al descubrimiento de las leyes de la realidad y de los «principios» espirituales del curso de las cosas. La sensibilidad aprehende ya, aunque solo de un modo confuso, lo que el entendimiento penetra claramente. Es sabido cómo la teoría del conocimiento del sistema leibnitziano ha y construido esta idea y la ha impreso a todo el siglo xvir, hasta Kant. Lo mismo que la sensación y la percepción sensibles, la afección sensible del placer y el dolor no es tampoco accidental y sin valor, sino que proporciona en forma confusa un conocimiento de lo existente, albergando así en el fondo las relaciones espirituales de lo inteligible. Los elementos de la experiencia sensible son representaciones que solo necesitan elevarse a la claridad y la apercepción, para convertirse en intelecto y espíritu, lo mismo que «los elementos de los goces sensibles son placeres espirituales, pero conocidos tan solo confusamente». Otro tanto sucede con la vida apetitiva, Mientras en los antiguos la sensibilidad aparece como un enturbiamiento de las ideas por la materia, aquí, en el nuevo terreno, la sensibilidad es la expresión primera de lo espiritual, expresión pura, sin mezcla de nada extraño.

 

Incluso en el Kant del sistema crítico, que impugna esta teoría y traza una nueva línea divisoria entre el fenómeno sensible y lo puramente inteligible, entre la sensibilidad y el pensamiento, recibe la primera una nueva dignidad mediante el valor de lo «puro», adjetivo que recae también sobre ella. Hay también un a priori, esto es, leyes racionales en los principios de la sensibilidad. Si el espacio y el tiempo son solamente formas del fenómeno, la matemática revela, sin embargo, que ya aquí es posible un verdadero conocimiento espiritual. Y los fenómenos mismos en el espacio y el tiempo, aunque no puedan dar ni significar nunca lo último, ni deban aspirar a una realidad en sentido absoluto, son, sin embargo, el terreno de la experiencia, en el cual puede desarrollarse y necesita asegurarse nuestra vida, con lo que hay en ella de suprasensible, El mundo fenoménico, el mundo de la «sensibilidad» es el lugar decisivo de nuestro conocimiento y acción, que están llamados a lo espiritual. Esta convicción es común al sistema de Kant y al de Leibnitz, de igual modo que la época entera de Kant, con Hamann, Herder y los demás (en parte en lucha contra la separación de Kant entre la razón y la sensibilidad) pelea por esta inmanencia de la vida. El contraste profesado por la Antigiiedad había de culminar en la doctrina ascética de la vida. En el mundo de la creación el camino de la salud espiritual pasa por las etapas de un mundo sensible.

 

En una nueva y magna ascención religiosa, Fichte ha puesto en primer término este designio de «infundir en la tarea diaria y terrenal» lo suprasensible, considerándolo como el motivo fundamental de la concepción moderna del mundo y de la moderna doctrina religiosa de la vida. Con una dura tensión de la voluntad ético-religiosa llegó así a una dignificación de la vida sensible y en particular del trabajo material, que se distingue tanto de la Antiguedad, con su menosprecio del trabajo manual, y de la ética del idealismo antiguo, como de las direcciones medievales, apartadas del mundo. A la vez intenta con nueva fuerza restablecer el puro sentido ideal del cuerpo. Él es el primero que trata filosóficamente este problema, planteado por la vuelta de la religiosidad moderna hacia el más acá, desde que Leibnitz lo incorporara por primera vez a un sistema. Para Leibnitz el cuerpo, como fenómeno sensible, significa ante todo la expresión exterior de la posición única que el alma individual en él expresada tiene frente a la totalidad de las restantes almas y mónadas; el cuerpo expresa, pues, bajo una apariencia espacial, un valor de ordenación inteligible, espiritual. Para Fichte, que toma la idea exclusivamente en su aspecto ético, el cuerpo es la expresión de la misión única que se halla encomendada a este yo individual en el orden moral universal, siendo el medio y el instrumento a la vez para llevar a cabo esta misión. También aquí, como en el problema de la sensibilidad y de la acción material sensible, también aquí la importancia de Fichte reside más en la comprensión profunda del nuevo problema que en su solución. Mucho quedó y queda todavía por hacer en este punto. No se lamentará nunca bastante que los muchos intentos hechos en este sentido por el siglo xix, desde los románticos o Feuerbach hasta el sermón de

Nietzsche sobre el «cuerpo creador» y el «sentido de la tierra», haya resbalado tan fácilmente cayendo en el naturalismo y perdiendo su dirección primitiva.   

 

La riqueza de los motivos que evoca el tema de la creación, en el sentido aquí expuesto, no queda agotada en estas indicaciones, Pero hemos de contentarnos con ellas. Solo una última consecuencia : de exponer todavía, una paradoja. Hemos aludido repetidas veces a los problemas internos que en definitiva empujan el optimismo cósmico de la metafísica creacionista a entrar en lucha con la oposición vital del pecado y la salvación, del bien y el mal, profundizado simultáneamente por el cristianismo. Ahora bien: ya la Antiguedad en todos sus pensadores, desde Platón hasta la última época, había intentado salvar la unidad del mundo, considerando el mal solo como una «privación» del bien, como mero defecto y ser relativo, y no como un ser y obrar positivos. La teodicea estoica y plotiniana desarrollan esta idea ampliamente, y todas las teodiceas posteriores han tomado de ellas sus argumentos. La Era Cristiana había de sentir que el problema cargaba sobre ella con nuevo peso, precisamente por efecto de la idea de la creación; y así ya los padres de la Iglesia, singularmente San Agustín, luchan con la dificultad, que no cabía deshacer simplemente desplazando el pecado desde la materia al acto voluntario, pues este acto voluntario es con toda evidencia algo eminentemente positivo... ¿Cómo podría conciliarse el pecado con la creación y la providencia divinas, con la idea del mejor mundo? Ya vimos cómo se quería al menos alejar el mal del término de todas las cosas, concediéndole solo una existencia limitada en el transcurso del tiempo. Pero a pesar de todos estos intentos el problema central de la vida siguió sin resolver ni conciliar con aquella idea del universo. Asi sucedió también en la época final de la Edad Media, en que aparecieron de continuo nuevos ensayos para explicar el mal como permitido y querido de algún modo por Dios. Estos ensayos aparecieron como una consecuencia del determinismo teológico y de la doctrina de la creación; pero también salieron del nuevo sentimiento de la vida. Eckehart no hace más que seguir esta dirección, cuando en los maravillosos «Discursos de las diferencias» dice que el hombre sometido a la voluntad de Dios no debe desear no haber cometido el pecado en que ha incurrido y que ya está perdonado, pues que tanto más íntimamente florece en él el amor de Dios con el arrepentimiento y la gracia. Visto así, el pecado es un momento transitorio en el proceso de la autorrevelación de Dios. Por eso ha enseñado más tarde Valentín Weigel que también el diablo es bueno en su esencia y que todos sus pecados solo le han hecho variar de accidentes temporales, no de sustancia eterna. Pero justamente aquí, en los místicos, era el conflicto religioso experimentado con si crudeza y empujaba a reconocer plenamente que el mal es algo rea, una potencia positiva, contra lo que afirma la construcción metafísica.

 

También se debía llegar a tales reacciones partiendo del optimismo creacionista del sistema leibnitziano, Es de singular interés el ver cómo estos problemas internos acaban alejando a Kant (en su primera época) de la metafísica en que se había educado y que había profesado largo tiempo, para llevarle a su sistema definitivo. En aquella gradación del mejor de todos los mundos, que describen sus legs obras, siguiendo el cauce de la metafísica de Leibnitz y Wolff, el mal no consiste, en el fondo, sino en estar desplazado del justo lugar en dicho orden, todos los grados del cual son en sí perfectos a su manera. «Las perfecciones de Dios se revelan claramente en todos los grados y no son menos magníficas en las clases ínfimas que en las más elevadas.» No puede distinguirse, por tanto, entre valor y contravalor, inferior y superior, en el sentido en que la Antigiiedad hablaba de ascenso y descenso en la gradación. El pecado se define ahora diciendo que el hombre, creado como ser sensible y racional, no hace imperar la razón sobre el apetito, o sea, lo superior sobre lo subordinado, como está prescrito en aquella gradación, sino que a la inversa, la razón se pone al servicio de las pasiones, lo claro y luminoso desciende por debajo de lo confuso. Y la consecuencia necesaria es que la idea del pecado palidece hasta desaparecer.

 

Kant no hubiera estado penetrado de pietismo tan profundamente como lo estaba, si le hubiese satisfecho esta concepción. Y este parece  haber sido justamente un motivo decisivo, acaso el motivo decisivo de su orientación hacia la crítica de la metafísica racional y el primado de la razón práctica. La idea fundamental de su obra sobre las «magnitudes negativas», tan importante la evolución kantiana, no apunta últimamente a la «repugnancia real» del más y el menos en lo matemático o de la atracción y la repulsión en la naturaleza, sino a la del bien y el mal en la vida moral. El vicio, se dice aquí, no es una falta de virtud solamente, sino una acción contra la ley. «Amar y no amar son términos contradictorios. No amar es una verdadera negación; pero atendiendo a la obligación de amar a algo y a la conciencia que se tiene de ella, esta negación solo es posible mediante una real oposición. Y en este caso, entre  amar y odiar solo hay una diferencia de grado.» Aunque en este pasaje el pecado es designado todavía como una «privación», el sentido es ahora completamente distinto. El contraste, la repugnancia real, es la ley de la vida ético-espiritual. En Dios no puede haber, es cierto, un contraste semejante; más para el ser finito es constitutivo. Con esto Kant se desvía definitivamente de la metafísica conciliadora de su época, renuncia a la mera diferencia gradual, según el principio de la continuidad, a la representación del mejor de todos los mundos, que se dilata en infinitos grados y promueve con la luz la sombra misma mes se vuelve con nueva energía hacia el contraste vital de que salen todas las dualidades del sistema: el fenómeno y lo inteligible, la razón y la sensibilidad, la naturaleza y la libertad.

 

Pero otros no solo han permanecido fieles a aquella conciliadora tendencia que afirma la perfección universal, sino que han osado llegar hasta la última consecuencia paradójica: la que niega en último término la existencia de la oposición ético-religiosa. Dos grandes pensadores, que por lo demás parecen tener poco de común, han seguido este camino. De un modo significativo, ambos se hallan alejados de la tradición religiosa pura del cristianismo y son hostiles a la crudeza del contraste que este afirma en la vida. Sin embargo, están lo bastante sumidos en la gran evolución metafísica de la Edad Moderna, para ser arrastrados por la tendencia afirmativa del universo (que es la consecuencia de la doctrina de la creación): Spinoza y Nietzsche. La idea unitaria de la perfección universal quiere triunfar tan completamente sobre los contrastes de la vida, que estos son negados.

 

Un célebre pasaje de Spinoza afirma que los afectos y las acciones humanas no deben ridiculizarse, ni lamentarse, ni execrarse, sino que deben considerarse como si se tratase de líneas, superficies y cuerpos; que las pasiones, como el amor, el odio, la ira, la compasión, no deberían considerarse como yerros, sino como propiedades de la naturaleza humana, inherentes a ella como a la naturaleza del aire el calor, el frío y otros fenómenos, que son sin duda incómodos, pero necesarios, y todos los cuales tienen sus causas seguras. Pues bien, suele con demasiada complacencia interpretarse este pasaje de Spinoza como la expresión de  una fría imagen teórica del mundo, de un perfecto naturalismo, que prescinde del mundo de los valores porque este no corresponde a aquel. Y de hecho Spinoza en ese pasaje sigue diciendo: «la verdadera consideración de estos objetos proporciona al espíritu la misma alegría que el conocimiento de las cosas más agradables».

 

Desde luego, podría decirse que se espera una singular alegría del conocimiento de las naturalezas y sus propiedades y que la alegría se refiere siempre a algo valioso. Si esta alegría mencionada aquí se diferencia de la de lo agradable, es quizá porque se alude a un momento valorativo en el contemplador, bien que independiente de la contingencia y subjetividad del individuo. También parece significativo que se rechace la valoración de aquellas pasiones y afectos manifiestamente solo en cuanto es una desvaloración. No parece, pues, decidido de antemano que al lado de lo ridículo y lamentable, de los «yerros», no pueda surgir en el espíritu humano y en el objeto de su sentimiento un valor positivo, exclusivamente positivo.

 

Spinoza insiste en que los contrastes de valor, el bien y el mal, el mérito y el pecado, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, son meros prejuicios, nacidos de la falsa idea del fin, que pretende contarlo todo a la medida del hombre y de su interés subjetivo y arbitrario; son tan solo un producto del apetito y de la ilusión del libre albedrío. Spinoza añade que los hombres no hubiesen salido nunca de esta superstición, si la matemática no les hubiese mostrado otra norma de la verdad; la matemática que no se ocupa de fines, sino tan solo de la esencia y naturaleza de las figuras. Pues bien, cuando Spinoza dice todo esto, pronto se advierte que este entusiasmo por el conocimiento puro, hostil a las relaciones de valor, que nacen del concepto humano, demasiado humano, del fin, no es en absoluto tan indiferente, tan enemigo" de los valores. Spinoza dice solamente que si los hombres hubiesen conocido realmente las esencias matemáticas, estas les hubiesen convencido, si no atraído. Pero en este «convencer» hay manifiestamente algo más que una mera evidencia teórica. Sería introducir una imperfección en el concepto de Dios, en la sustancia infinita, el representársele obrando según fines, el representarse la naturaleza persiguiendo el fin del hombre. El mundo de las cosas finitas es una expresión y consecuencia inmediatas de la esencia de la sustancia. Y todas las cosas lo son en la misma medida; ningún modo está más próximo que otro a la esencia infinita. Nada es mero medio para otra cosa. Hay que entender y estimar las cosas, no con arreglo a su utilidad para la concupiscencia humana, sino con arreglo a su naturaleza y su propia potencia. Pero en este respecto hay que considerarlas todas como las consecuencias y los modos necesarios de la sustancia una € infinita, de la sustancia divina, que para Spinoza significa justamente la perfección total. La Ética de este místico panteísta culmina en apreciar sobre todas las cosas el «amor intelectual» a lo infinito, encontrando en él el vencimiento de todos los afectos limitados y  subjetivos y por ende la fuente de la más honda y verdadera felicidad. De este modo se niegan los contrastes, para poder honrar al ser íntegro e indiviso, como una emanación de la perfección suprema. El placer que el sujeto cognoscente experimenta en las razones del conocimiento matemático, lo mismo que en las relaciones puestas de manifiesto por el conocimiento del universo, sub especie aeternitatis, es la suprema fruición de un valor y atestigua como tal un amor intelectual. El amor y el odio, en el sentido demasiado humano, son ridículos; deben ser conocidos y sometidos a la cadena del curso necesario de las cosas. Pero el amor en este sentido eterno y objetivo, que no tolera contrario y lo une todo, es la verdadera médula de la vida, es conocimiento y verdad.

 

Por eso no falta aquí un giro que entra plenamente en la esfera de los ensayos de teodicea. A la pregunta capciosa de por qué hay la ilusión de la representación de un fin, si todo es perfecto; de por qué Dios no ha creado el mundo de tal suerte que todos los hombres se dejen guiar exclusivamente por motivos racionales, por el conocimiento objetivo del ser, como los matemáticos, replica Spinoza: «porque tenía materia para crearlo todo, desde el grado supremo de la perfección hasta el ínfimo; o, para expresarme más propiamente, porque las leyes de su naturaleza son tan amplias que alcanzan a producir cuanto puede ser concebido por un entendimiento infinito». Lo mismo que en tantos glorificadores modernos del universo, también aquí la plenitud del ser infinito justifica la exigencia de la mayor riqueza en la armonía del mundo, la existencia de lo defectuoso y lo irracional. Elevado a la perfección total. Dios no es para Spinoza una «mera» naturaleza, más allá del valor y el contravalor, sino que lo acentuado es lo inverso: la naturaleza es íntegramente divina, es Dios, es la infinita y suma plenitud, sin división ni contrario, Lo mismo que no hay en lo real nada opuesto a la perfección de la naturaleza-dios, tampoco lo hay al amor Dei intellectualis, como se dice al final de la Ética. El aparente inmoralismo de Spinoza termina en una doctrina de la virtud suprema, que hace de esta el amor con que el ser absolutamente perfecto se ama a sí mismo, a través del individuo.

 

Muy semejante es la tendencia fundamental de Nietzsche. No se comprende la médula de este pensador contradictorio, si se entiende el inmoralismo, que preconizaba, como una simple protesta contra la moral del cristianismo y de todas las «antiguas tablas». Pero aún entiende menos su verdadera voluntad, quien se atenga a temporales manifestaciones de un naturalismo positivista y librepensador («réealismo» dice Nietzsche, por haber seguido en él a P. Rée). El supremo optimismo metafísico universal, la glorificación de todo y la teodicea son ya el objetivo de Nietzsche, joven, a pesar de hallarse bajo la influencia de Shopenhauer. El autor del «Origen de la tragedia» se propuso «justificar el mundo como fenómeno estético». De aquí procede su odio contra el cristianismo y pronto su desviación de Schopenhauer y su lucha contra todos los metafísicos que calumnian el mundo y ponen otro mundo detrás. En todos ve la misma tendencia que rechaza la vida y no cree en el más acá; todos acuden a los contrastes del pecado y la salvación, del bien y el mal, y dividen lo existente en un más acá y un más allá, en este mundo y un trasmundo, correspondiendo siempre a nuestra realidad la sombra, la negación. A todos les falta el coraje del último y total sí, el sentido pleno y rico de la santidad de la tierra. Por eso el Nietzsche posterior opone al pesimismo cósmico cristiano-schopenhaueriano, oriundo de la debilidad, su pesimismo de la fuerza, que encuentra también su incentivo en el mar y en el pecado. «También este pesimismo de la fuerza termina en una teodicea, esto es, en una absoluta afirmación del mundo... y por tanto de la concepción de este mundo, como el sumo ideal posible, efectivamente alcanzado.» «Alcanzar en la contemplación una altura y vista de pájaro, desde la cual se comprenda que todo sucede realmente tal como debiera suceder, que toda clase de imperfección, y el dolor incluido en ella, entra en la suprema deseabilidad.» «Para esto es menester concebir los aspectos de la existencia, hasta aquí negados, no solo como necesarios» (resuena Spinoza), «sino como fiables, y no solo como deseables en atención a los aspectos hasta aquí afirmados (como los complementos o las condiciones previas de éstos), sino por ellos mismos, como aspectos más poderosos, terribles y verdaderos de la existencia, en los cuales la voluntad de esta se expresa más claramente». «Tipo de un espíritu que toma en su seno y salva las contradicciones y dudas de la existencia... la afirmación religiosa de la vida, de la vida entera, no renegada ni demediada... Dionysos frente al crucificado: he aquí la oposición.»

 

«Mi designio es mostrar la absoluta homogeneidad de todo el curso de las cosas y que el empleo de la distinción moral depende solamente de la perspectiva...» «El concepto de acción recusable nos causa una dificultad. Nada de cuanto sucede puede ser en sí recusable; no se podría pretender suprimirlo; pues todo está enlazado con todo de tal suerte que pretender suprimir algo significaría suprimirlo todo. Una acción recusable significa un mundo recusable... Si el curso de las cosas es un gran círculo, todo es igualmente valioso, eterno, necesario. En todas las correlaciones del sí y el no, el preferir y el rechazar, el amar y el odiar, se expresa tan solo una perspectiva, un interés de determinados tipos de la vida: en sí, todo lo que existe pronuncia un sí.» «Gran liberación la que esta evidencia trae; el contraste se aleja de las cosas, la uniformidad de todo un curso se salva...»

 

De este modo corre en Nietzsche, hasta llegar al «inmoralismo», una última consecuencia de la tendencia moderna a la glorificación del universo, tendencia que se desprende de la doctrina de la creación. Hay un afán de liberar al ser de todo lo negativo, de toda división; afán que es sentido y sublimado religiosamente incluso en este «ateo». Y como tantas veces, es aquí una vez más que la plenitud y el poderío del  universo el motivo teológico por el cual hasta lo más dudoso y pésimo entra en la bienaventuranza y afirmación universal. Partiendo del sentimiento de esta riqueza desbordante, que hace sonar venturosamente incluso los aspectos más terribles y dolorosos de la vida, llega Nietzsche a la expresión suprema para su afirmación del mundo: al misterio del «eterno retorno». 

 

 

 

 

 

https://archive.org/details/heimsoeth-h.-los-seis-grandes-temas-de-la-metafisica-occidental-ocr-1974

 

7-Deambular libre y fácil  

 

 

En la oscuridad septentrional hay un pez y su nombre es K’un (1). K’un es tan enorme que mide no sé cuántos “li”. Cambia y se convierte en un pájaro cuyo nombre es P’eng. El lomo de P’eng mide no sé cuántos miles de “li” de ancho y, cuando se eleva y se aleja volando, sus alas son como nubes que cubren todo el cielo. Cuando el mar comienza a agitarse (2), este pájaro parte hacia la oscuridad del sur, que es el Lago del Cielo. La Armonía Universal (3) da cuenta de varias maravillas y dice: “Cuando el P’eng viaja a la oscuridad meridional, las aguas se enturbian por tres mil li. Arma un torbellino y se eleva noventa mil li, partiendo en el temporal del sexto mes”. Fluctuante es el calor, las partículas de polvo, las cosas vivas soplándose unas a otras, y el cielo siempre azul. ¿Es ése su verdadero color, o es porque está tan lejos y no tiene fin? Cuando el pájaro baja la mirada, todo lo que ve también es azul. Si el agua no se acopia con la suficiente profundidad, no tendrá la fuerza para sostener un gran barco. Vierte una copa de agua en un hueco del piso y las basuritas navegarán en ella como barcos. Pero pon la copa allí y se le pegará rápidamente, porque el agua es demasiado escasa y el barco demasiado grande. Si el viento no se acopia con la suficiente profundidad, no tendrá la fuerza para sostener grandes alas. Por lo tanto, cuando el P’eng se eleva noventa mil li, debe tener al viento debajo de él de este modo. Sólo así puede montarse a la espalda del viento y hombrear el cielo azul, para que nada lo obstaculice ni entorpezca. Sólo entonces podrá fijar sus ojos en el sur. La cigarra y la palomita se ríen de esto y dicen: —Cuando nos esforzamos y volamos, podemos llegar hasta el álamo o el sapán, pero a veces no lo logramos y nos caemos al suelo. ¿Cómo va a ser posible entonces que alguien vaya noventa mil li al sur?! Si partes a los verdes bosques vecinos, puedes llevarte alimentos para tres comidas y regresar con el estómago repleto. Si te alejas cien li, debes moler tu grano la noche anterior; y si te alejas mil li, debes comenzar a aprovisionarte con tres meses de anticipación. ¿Qué pueden comprender estas criaturas? Una comprensión limitada no puede compararse con una gran comprensión; los que tienen vidas cortas no pueden compararse con los longevos. ¿Cómo sé que esto es así? El hongo de la mañana no sabe nada del alba y del amanecer; la cigarra estival no sabe nada de primaveras y otoños. Tienen vidas cortas. Al sur de Ch’u hay un ciempiés que contabiliza quinientos años como una primavera y quinientos años como un otoño. Hace muchos, muchos años había una gran rosa de Sharon que contabilizaba ocho mil años como una primavera y ocho mil años como un otoño. Son longevos. Sin embargo, Peng-tsu (4) sólo es famoso hoy en día por haber vivido mucho tiempo, y todos tratan de mofarse de él. ¿No es acaso lamentable? Entre las preguntas de T’ang a Ch’i encontramos lo mismo (5). En el norte yermo y desnudo hay un mar oscuro, el Lago del Cielo. En él hay un pez que mide varios miles de li de ancho, y nadie sabe cuánto de largo. Su nombre es K’un. También hay un pájaro allí, llamado P’eng, con un lomo como el Monte T’ai y alas como nubes que llenan el cielo. Arma un torbellino, salta en el aire, y se eleva noventa mil li, atravesando las nubes y la niebla, hombreando el cielo azul, luego vuelve sus ojos al sur y se prepara para viajar a la oscuridad meridional. La pequeña codorniz se ríe de él, diciendo: —¿Adónde se cree que va? Yo doy un gran salto y remonto vuelo, pero nunca me desplazo más de diez o doce yardas antes de bajar aleteando entre yuyos y zarzas. Y además ése es el mejor tipo de vuelo! ¿Adónde se cree que va ése?—. Tal es la diferencia entre lo grande y lo pequeño. Por lo tanto, un hombre con la sabiduría suficiente como para ocupar un cargo efectivamente, con la buena conducta suficiente para impresionar a una comunidad, con la virtud suficiente para satisfacer a un soberano, o con el talento suficiente para ser convocado al servicio de un estado, tiene el mismo tipo de orgullo de sí mismo que estas pequeñas criaturas. Sung Jung-tzu (6) se moriría de risa ante un hombre así. El mundo entero podía alabar a Sung Jung-Tzu y ello no lo haría sobre exigirse; el mundo entero podía condenarlo y él no se mosquearía. Trazaba una línea clara entre lo interno y lo externo, y reconocía las fronteras de la gloria verdadera y de la desgracia. Pero eso era todo. Así como iba el mundo, él ni se agitaba ni se preocupaba, pero había tierra que aún dejaba sin remover. Lieh Tzu podía cabalgar el viento y planear hábilmente entre la brisa fresca, pero después de quince días retornaba a la tierra. Mientras proseguía la búsqueda de la buena fortuna, no se agitaba ni se preocupaba. Había superado el escollo de caminar, pero aún tenía que depender de algo para movilizarse. Si sólo hubiera montado en la verdad del Cielo y de la Tierra, si hubiese cabalgado los cambios de las seis respiraciones, y vagado así a través de lo ilimitado, entonces ¿de qué habría tenido que depender? Por lo tanto, digo, el Hombre Perfecto no tiene un sí mismo; el Hombre Santo no tiene mérito; el Sabio no tiene fama.(8) Yao quería cederle el imperio a Hsü Yu. —Cuando ya han salido el sol y la luna —dijo— es un desperdicio de luz seguir quemando antorchas, ¿no es verdad? Cuando las lluvias estacionales caen, es un desperdicio de agua seguir irrigando los campos. Si subieras al trono, el mundo estaría bien ordenado. Yo sigo ocupándolo, pero lo único que puedo ver son mis errores. Ruego poder pasarte el mundo a ti. Hsü Yu dijo: —Gobiernas el mundo y el mundo ya está bien gobernado. Ahora, si tomo tu lugar, ¿lo haría por renombre? Pero el renombre no es más que el huésped de la realidad- ¿lo haría para poder actuar el rol del huésped? Cuando el pájaro sastre construye su nido en la profundidad del bosque , no usa más que una rama. Cuando el topo bebe en el río, no toma más de lo que entra en su vientre. Ve a casa y olvídate del asunto, señor mío. ¡No sirvo para el liderazgo del mundo! Aunque el cocinero no ordene bien su cocina, el sacerdote y el representante del muerto en el sacrificio no saltan sobre los cascos de vino y los altares sacrificiales para ir a ocupar su lugar.(9) Chien Wu le dijo a Lien Shu: — Estaba escuchando a Chieh Yü. Sus palabras no dicen nada que lo respalde, sigue y sigue sin siquiera darse vuelta. ¡Sus palabras me han dejado mudo, sin más fin que la Vía Láctea, salvaje y anchurosa, sin acercarse jamás a los asuntos humanos!. —¿Cómo eran sus palabras? —preguntó Lien Shu. —Dijo que hay un Hombre Santo que vive en la lejana Montaña Ku-she, con una piel como el hielo o la nieve, suave y tímido como una doncella. No se alimenta de los cinco granos, pero mama del viento, bebe el rocío, trepa sobre las nubes y la niebla, monta un dragón alado, y deambula más allá de los cuatro mares. Concentrando su espíritu, puede proteger a las criaturas de la enfermedad y de la plaga y lograr que la cosecha sea abundante. Pensé que todo esto era una locura y me negué a creerlo. — ¡No me quedan dudas! —dijo Lien Shu—. No podemos esperar que un ciego aprecie los bellos diseños ni que un sordo escuche las campanas y los tambores. Y la ceguera o la sordera no están confinadas sólo al cuerpo, la comprensión también las tiene, como acaban de demostrar tus palabras. Este hombre, con su virtud, está por abrazar los diez mil seres y arrollarlos en uno. Aunque los tiempos piden una reforma, ¿por qué habría de agotarse con los asuntos del mundo? No hay nada que pueda dañar a este hombre. Aunque se apilen las aguas hasta el cielo, no se ahogará. Aunque una gran sequía derrita el metal y la piedra y abrase la tierra y las colinas, él no se quemará. ¡Sólo con sus cenizas y sus restos podrías modelar un Yao o un Shun! ¿Por qué habría de consentir en preocuparse por meras cosas? Un hombre de Sung que vendía sombreros ceremoniales viajó a Yüeh, pero la gente de Yüeh lleva el cabello corto, se tatúa el cuerpo y no usa tales cosas. Yao trajo orden a las gentes del mundo y dirigió el gobierno de todo lo que se halla entre los mares. Pero fue a ver a los Cuatro Maestros del la lejana Montaña Ku-she, y al regresar al norte del Río Fen, estaba tan obnubilado que había olvidado su propio reino allí. Hui Tzu (10) le dijo a Chuang-Tzu: —El Rey de Wei me ha dado algunas semillas en una gran saca. Las he plantado, y cuando crecieron, el fruto era tan grande que podía contener cinco pículas (11) He tratado de usarlo como recipiente para agua pero era tan pesado que no podía levantarlo. Lo he cortado al medio para hacer vasijas, pero eran tan enormes e incómodas que no podía meterlas en lugar alguno. No porque las calabazas no fueran fantásticamente grandes, pero he decidido que no servían para nada y las he destrozado. Chuang-tzu dijo: — ¡Ciertamente eres un estúpido cuando se trata de utilizar grandes cosas! En Sung había un hombre hábil para fabricar un ungüento que evitaba la sequedad de las manos, y generación tras generación su familia se ganó la vida blanqueando seda en el agua. Un viajero escuchó acerca del ungüento y le ofreció comprarle la fórmula por cien medidas de oro. El hombre reunió a toda su familia: —Durante generaciones hemos blanqueado seda, y nunca hemos obtenido más que unas pocas medidas de oro, dijo. —Ahora, si vendemos nuestro secreto, podemos ganar cien medidas en una mañana. Entreguémoselo!. El viajero obtuvo el ungüento y se lo presentó al rey de Wu, quien tenía conflictos con el estado de Yüeh. El rey puso al hombre a cargo de sus tropas, , y ese invierno libraron una batalla naval con los hombres Yüeh y les dieron flor de paliza (12). Se le adjudicó al hombre una porción del territorio conquistado como feudo. El ungüento había tenido el poder de evitar que se cuartearan las manos en ambos casos, pero un hombre lo usó para obtener un feudo mientras que el otro nunca llegó más allá de blanquear seda- porque lo utilizaron de maneras distintas. Ahora bien, tu tenías una calabaza tan grande que podía contener cinco pículas. ¿Por qué no pensaste en convertirla en una gran tina para que pudieras flotar por los ríos y lagos, en lugar de preocuparte porque era demasiado grande e incómoda para meterla en lugar alguno? Obviamente tienes aún muchos yuyos en la cabeza! Hui Tzu le dijo a Chuang Tzu: —Tengo un árbol grande del tipo denominado shu. Su tronco es demasiado retorcido y nudoso para medirlo con una cinta de medición y sus ramas demasiado vencidas y deformadas para aplicarles una escuadra. Podrías pararte al costado del camino y ni un solo carpintero lo miraría dos veces. ¡Tus palabras también son grandes e inútiles, y entonces todos las rechazan por igual! Chuang Tzu dijo: —Quizás nunca hayas visto un gato montés o una comadreja. Se agazapa y se esconde, esperando que algo se acerque. Salta y corre al este y al oeste, sin dudar en subir o bajar, hasta que cae en la trampa y muere en la red. Luego tienes también el yak, grande como una nube que cubre el cielo. No hay duda de que sabe cómo ser grande, aunque no sabe cazar ratas. Ahora tienes este gran árbol y te acongojas porque es inútil. ¿Por qué no lo plantas en la Villa de Ni Un Poquito o en el Campo de lo Ancho y lo Ilimitado, te relajas y no haces nada a su lado, o bien te acuestas y duermes libre y fácilmente? Las hachas jamás acortarán su vida, nada podrá jamás dañarlo. Si carece de uso, ¿cómo podría sufrir o sentir dolor? 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1) K’un significa “hueva de pez”, o sea lo más pequeño, el origen del pez. Empieza así Ch’T con una paradoja: el pez más grande es el más pequeño. 2) Probable referencia a un cambio estacional en las mareas o en las corrientes. 3) Identificado como el nombre de un hombre o el nombre de un libro. Probablemente Chuang-tzu lo menciona como libro y se burla de los filósofos de otras escuelas que citan textos antiguos para probar sus aseveraciones. 4) Una especie de Matusalén chino que se dice vivió desde el siglo XXVII al VII a.c. 5) El texto quizás esté corrupto aquí. El Pei-shan lu, una obra escrita hacia el 800 d.c. por el monje Shen-ch’ing, contiene el siguiente pasaje: “Chuang-tzu: ‘ T’ang le preguntó a Ch’I: Arriba, abajo, y las cuatro direcciones tienen un límite?. Y Ch’I respondió: Más allá de lo ilimitado hay otra instancia de falta de límites’”. Pero no sabemos si ete pasaje se encontraba en el Chuang-tzu original ni si aún perteneciendo al mismo, se encontraba en este lugar del texto. 6) Mencionado en otros textos del periodo como Sung Chien o Sung K’eng. Según el capítulo 33, enseñó una doctrina de armonía social, frugalidad, pacifismo y rechazo de los convencionalismos del honor y la desgracia. 7) Lieh Yü-k´ou, un filósofo taoísta mencionado frecuentemente en el Chuang tzu. El Lieh tzu, una obra que se le atribuye, es de fecha incierta y no adoptó su forma acual hasta el siglo III o IV d.C. 8) No tres categorías distintas sino tres nombres para la misma cosa. 9) O bien, siguiendo otra interpretación: “el sacerdote y el representante del muerto no le arrebatan los cascos de vino y su tabla de picar para ocupar su lugar.” 10) El lógico Hui Shih quien, tal como señaló Waley, en el Chuang tzu “representa la intelectualidad como opuesta a la imaginación”. 11) SHIH: antigua medida de peso utilizada en China, equivalente a unos 70 kilos. 12) Porque el ungüento, al evitar que se cuartearan las manos de los soldados, les ayudó en el manejo de las armas.  





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