Conozcamos al logos
Y desde el recreemos los procesos
0 Paraíso ingenuos-El logos se mueve en nosotros pero no nos
damos cuenta
1 Salimos del paraíso Nos hacemos los tontos no pasó nada no hay bien ni Mal
2 Hay bien sigamos la ley seamos positivos, positivos… que
infelices somos
3 Hay mal trasgredamos todo y a todos hasta que nos
destruyan
4 Hay Bien y mal seamos políticos usémoslos a nuestra
conveniencia
5 Las palabras no se corresponden con las cosas
-Los espejos si
¿Podemos hacer de nuestras mentes espejos?
-Si tienes fe y transformas la realidad
Si reflexionas y llegas al pensamiento más alto
-Entonces las palabras estarán en las cosas
Y las cosas en las palabras
6- Dios y el mundo. La unidad de los contrarios
La más
inmediata y primaria de todas las cuestiones filosóficas, que se presentan al
espíritu humano, para no enmudecer nunca, es la de la oculta unidad del ser,
que se nos muestra múltiple y dividido, envuelto en la abigarrada diversidad de
las experiencias. Y este primer problema de la metafísica alcanza toda su
gravedad con la percepción de los contrarios en la realidad y con la singular
vivacidad con que estos se nos imponen, como últimos rasgos de la existencia
espiritual.
La más
sencilla observación de la naturaleza ha puesto siempre de relieve la polaridad
del calor y el frío, de la luz y la oscuridad, en la masa abigarrada de lo
perceptible; y el pensamiento ha perseguido, en la medida de su madurez, la
misma ley de contrariedad en los estratos más profundos. Ya en los comienzos de
la filosofía natural griega preguntaba Anaximandro por el origen y principio
uno, no de lo múltiple y diverso tan solo, sino de los contrarios. Pero la
reflexión sobre los contrarios no llega a su plenitud y extrema agudeza hasta
el momento en que el problema de la vida se plantea y se une con la visión del
mundo. La vida se divide en bella y fea, santa y pecadora, buena y mala. Aquí
parece abrirse una última dualidad insuperable, que desgarra toda la unidad de
la existencia. El fuego y el agua, puestos en la coyuntura del mismo espacio,
uniríanse antes que estos poderes, de los cuales siempre el uno significa la
anulación del otro, siendo el uno objeto de entusiasta afirmación, y el otro de
apasionada negación. Si ambos son por igual reales y a la vez influyentes en el
mundo, no debieran serlo... A los contrastes del universo se añade, pues, esta
absoluta división y conflicto del valor y contravalor.
Toda
consideración del mundo, si piensa los valores, implica inexorablemente, por
tanto, la tendencia al dualismo, a desembocar en una última dualidad
irreconciliable. Todo lo demás que se llame dualismo —como da doctrina de la
irreductible diferencia entre dos modos del ser recíprocamente autónomos (como
en Descartes el espacio, ser de los cuerpos, y el ser de los seres
conscientes), o la polaridad de las últimas fuerzas de la naturaleza— es solo
una pálida contrafigura de la verdadera separación abismal, que reside en la
hostilidad de los valores y los contravalores, y que nace ante todo por las
experiencias de la vida moral y religiosa. Si los contrastes que se perciben o
descubren en la naturaleza conducen a un riguroso dualismo, es las más veces
porque, abierta o subrepticiamente, son referidos a esta primordial dualidad,
que solo se produce en la vida del espíritu; porque se han emparentado las
tinieblas y el frío, por ejemplo, con el mal, el polo negativo con el
contravalor. Cuanto más profundamente extraiga una filosofía sus doctrinas de
estas experiencias valorativas, tanto más fuertes serán en ella el germen del
dualismo y la propensión al dualismo.
Pero a la
vez la razón exige la unidad, la conexión entre todo lo que existe. Una
dualidad última deja abiertas las últimas cuestiones. El espíritu investigador
no consigue aquietarse mientras no encuentra la unidad de los contrarios. Y no
solo la razón; también el sentimiento aspira a la conciliación y última
solución. El pensamiento moral y religioso se resiste siempre a admitir que el
mal sea invencible y constituya una ley original de todo ser, en idéntico
sentido que su polo opuesto, el bien, Y así sucede que el dualismo absoluto,
con definitiva renuncia a toda unidad conciliadora, el triunfo del contraste
sobre la unidad, no aminorado por ningún giro final, ha sido pensado muy
raramente y en el fondo no ha llegado nunca a constituirse en sistema
filosófico. Las doctrinas religiosas de Zoroastro, las especulaciones
mitológicas de los maniqueos y otros gnósticos de su tiempo, desembocaban en el
dualismo radical del bien y el mal, de Dios y el diablo; pero todo esto
permaneció siempre aislado, como sentimiento y como pensamiento, sin que se
levantase nunca un edificio metafísico sobre tan dividida base.
Siempre y en
todas partes enlázanse con los motivos dualistas los hilos que la voluntad de
unidad descubre y teje. Pero los sistemas de metafísica, los pensamientos sobre
el mundo y los conceptos de la existencia se diferencian por lo que determina
en definitiva la estructura y el color del tejido en su conjunto, por lo que
conserva la supremacía: la unidad o el contraste. Y lo mismo que los distintos
sistemas, diferéncianse por esto también las épocas de su historia.
La filosofía
griega, orientada hacia la unidad, desde su origen, como ninguna otra, no ha
vuelto a abandonar el dualismo desde que los pitagóricos asentaron el
antagonismo de la vida en el centro del pensamiento metafísico, haciendo en su
tabla de los contrarios un primer ensayo para comprender los principios del
mundo en una básica y radical dualidad y división de valores. Ciertamente lo
que Heráclito quiso fue otra cosa; el «oscuro» de Efeso concibió la grandiosa
idea de una unidad que no se cierne sobre los contrarios, reconciliándolos y
poniendo término a su lucha, sino que vive y se realiza en el propio conflicto.
Lo mismo que en el arco y la lira, es la armonía antagónica ley de las cosas y
unidad del mundo. Unidad no por encima o por debajo de los contrarios, sino en
los contrarios mismos. Pero todo esto permaneció incomprendido y sin justas
consecuencias durante largo tiempo; este conato no ha influido en las ideas
metafísicas de los sistemas clásicos sobre el mundo. Y cuando por otra parte
Parménides quiso, mediante un golpe violento de la razón, acabar con todos los
contrastes e incluso con toda diversidad y pluralidad, descubriendo la absoluta
e imperturbable unidad del ser perfectamente redondo e indiviso, brotó
justamente la dualidad con renovada agudeza. Pues si la pluralidad de las cosas
solo es ilusión, existen por lo menos estas dos cosas: la esencia y la ilusión,
negando la una lo que afirma la otra. No era posible convencer a hombres, que
viven en la pluralidad y la división, de que esta ilusión no es algo, significa
un oux dv, una absoluta nada.
Así, del
motivo fundamental nunca enmudecido, que Anaximandro y los pitagóricos habían iniciado
y de las pretensiones de los eleáticos surgió el dualismo de los grandes
sistemas griegos que nunca se dejo reducir
a segundo término por la idea de la unidad, a la que sin embargo aspiraban
todos. La ilusión ve reconocidos sus derechos en Platón; se convierte en
apariencia. Es un medio entre dos polos: lo que en la apariencia se trasluce y
resuena como verdadero ser es la idea; pero aquello en que esta se revela,
aquello que trae la idea a la apariencia, es el espacio, materia para toda la
existencia material, sensible y contingente. Alimentado por divisiones de origen
religioso, desarróllase un rotundo antagonismo en el concepto del universo. Las
formas eternas Erillan en el fondo de nuestra existencia; mas pavorosamente
enturbiadas, desfiguradas, disfrazadas por lo sensible, presas en la mudanza y
la muerte. El bien es el sol de todo ser, el padre de las ideas; pero la luz de
este sol lucha en nuestra realidad con el tenebroso poder del espaciomateria,
que es lo óxevavtiov tu: tp" dyabip ', del que brota cuanto de
indeterminado, inconsciente, mecánico, sin sentido e informe hay en nosotros y
en los seres todos y del que nace toda decadencia e incitación al mal. Esta
vida pide purificación, esto es, liberación de la materia, que eternamente tira
hacia abajo y nunca se ajusta por completo a la forma. Todo el gran trabajo
dialéctico de Platón, en su última época, no logra deshacer el dualismo que
culmina en esta doctrina de la vida: fuga del mundo sensible, de la vida en el
tiempo, y tránsito a lo que existe y vale eternamente. Y la influencia de
Platón en las épocas posteriores, hasta fines de la Edad Media y aun dentro de
la Edad Moderna, ha estado determinada siempre de un modo muy preferente por
esta doctrina del antagonismo universal. No destruye el dualismo el hecho de
que Platón niegue verdadero ser al principio de lo material informe. Pues
aunque este sea un ¡3 dv, este no ser es la nada (oóx óv). Y si bien las ideas
son llamadas el ser que es a diferencia de nuestra realidad— este pleonasmo
revela que solo se busca un camino para unir lo bueno y perfecto más honda e
Íntimamente con el ser que lo malo e impuro. Ni siquiera el hecho de que al
cabo la idea del bien venga a estar por encima y más allá de todo ser, trae
consigo para Platón la consecuencia de que también resida en ella la fuente del
ente negativo, y sin embargo, activo en la resistencia, que es el espacio
materia. Lo sensible, malo por naturaleza, viene de lo 1» dv; esto da de nuevo
la esperanza de vencer en la lucha moral, en el anhelo religioso; pero este
mundo y esta vida no serían, como son, mixtos e impuros, esclavos de la muerte
y de la angustia de lo sensible, si el no ser fuese la nada y únicamente existiese
el bien.
Aristóteles,
mucho menos sensible al contraste en la cuestión moral, mucho más atento a este
mundo, formula sin embargo la dualidad metafísica con no menos rigor que
Platón. No hay nada real que no sea mezcla de estas dos cosas, forma y materia,
cuya oposición es absoluta. Ninguna de las dos se reduce a la otra; la forma no
crea la materia, la a no saca de sí la forma. Solo donde ambas interfieren
surge lo real.
También aquí
se revela el primado del bien. Solo la forma, comparable en su expresión
suprema al mus divino (al ser uno de Parménides, o a la idea del bien), tiene
en sí misma el ser perfecto que se basta a sí mismo. En el curso ordinario de
las cosas solo puede haber una mezcla de ambos principios; por sí, la forma
pura, lo mismo que la materia pura, son productos de la abstracción. Y así, la
materia pura no tiene verdadero ser, realidad concreta; es mera posibilidad
indeterminada, sin fin ni fuerza, anterior a toda realidad; es lo uy óv. Pero
con la forma ocurre cosa distinta: en el límite superior, por decirlo así, de
lo existente (cuyo límite inferior representa la materia) está la forma, está
un ser perfecto y abstracto, exento de toda confusión con la materia, una forma
de sí misma, el Dios uno, ajeno a todo lo del mundo. A él, al nus que se piensa
a sí mismo —no al mundo— y que permanece en sí mismo y no sabe nada de la
materia, ni necesita de ella, a €l aspira todo, como al ser supremo. Una vez
más, el contraste es último. Y sin embargo hay un miembro preferido, superior
en «ser»; el mus uno es ser en un sentido más acabado que todo lo demás; la
materia, por el contrario, mo es ser, no es todavía realidad, precede solo como
posibilidad indeterminada al ser, entrando en su sustancia, determinada por la
forma. Y sin embargo, el mus divino no es todo el ser por sí, ni el origen
único de todas las cosas; sino que en estas hay siempre materia junto a lo
formal. La forma se imprime en la materia, como en algo que resiste pasivamente
y que se sustrae en definitiva a la forma. Todo lo que nace y vive presenta las
señales de este doble origen.
Aristóteles
quiso mostrar, sin embargo, la gran armonía del edificio universal, dentro de
la dualidad de los principios fundamentales, con su ordenación gradual, con la
idea de la evolución ascendente. Platón no se había preguntado cómo se
relacionan la idea y el espacio sensible. Su gran discípulo instaura la
armonía, considerando la forma a la vez como el fin. Lo inferior no tiene
simplemente parte en lo superior, sino que tiende a lo superior; en ello
consiste su vida y todo el curso del universo. Un impulso hacia lo alto recorre
toda la realidad. Mas este era un antiguo motivo, siempre renovado, ya desde
los primeros días de la filosofía natural griega: conciliar la unidad del mundo
con la pluralidad y los contrastes, en la idea de la evolución. Dicha filosofía
pensaba esta conciliación en el tiempo: quiere enseñar cómo surgió el mundo de
su origen. Ya en todos los poemas míticos el mundo de las cosas y los seres,
ordenado en la pompa de la rica diversidad, se forma naciendo de un caos. Pero
en este advenimiento uniforme hállase siempre encerrado el principio de la
contrariedad: el proceso del ser, el sistema del ser, asciende desde lo informe
y oscuro hasta lo alto y puro, hasta la forma y el orden eternos. Y no
significa en este caso gran diferencia el hecho de pensar esta evolución
ascendente como un devenir en el tiempo o como una serie de estratos eternos,
ni el hecho de que resulte espontáneamente de las propias fuerzas y elementos
del caos, o sea, incitada, digámoslo así, por un supremo principio de
finalidad, flotante sobre todo lo real, como prototipo de toda perfección
(semejante al nus de Aristóteles); que, por decirlo así, el efecto contenga más
que la causa desde la cual se eleva, o que todo valor, toda perfección formal
esté fundada de antemano en una suprema «causa final», a la cual tienden los
«efectos». El dualismo existe tanto en una como en otra concepción.
A pesar de
la reacción de Epicuro y de los estoicos, este dualismo siguió siendo un motivo
imperante en la filosofía del mundo antiguo. Solo que al final el concepto de
la evolución, con que se buscaba la solución, se unió con otro motivo que
pretendió explicar la unidad, pero que estaba también profundamente enlazado
con el dualismo y era incapaz de borrarlo: la emanación, motivo también muy
antiguo y arraigado en la mitología y en toda la especulación Oriental sobre el
universo. Si el cosmos nace de lo desordenado e indiviso, ¿no será menester que
todo esté contenido ya de alguna manera en el ser primordial? ¿No será preciso
que la unidad indivisa tenga más poder y valor de lo que se cree en la imagen
del caos? Ya en la antigua evolución griega había hablado Anaximandro de la
«separación» de los contrarios, en el seno de lo indeterminado sin límites. Los
contrarios están,
es, ya
contenidos en este, aunque ocultos. Y cuando llega a decir que los seres
separados deben pagar la pena por su crimen, desapareciendo de nuevo, ¿no
implica esto la idea de que lo indiviso es lo superior, a pesar de su
indeterminación y desorden, mientras que los contrarios separados han caído del
ser primitivo en una franca nulidad? Hacia abajo va entonces el camino del
devenir universal, no hacia arriba.
Esta fue la
doctrina de Plotino y sus discípulos. El antiguo motivo oriental y los
conceptos elásicos de los sistemas griegos se reúnen en él.
La unidad
indivisa es lo primero y lo más profundo en todo ser; es la perfección suprema,
la Divinidad misma. Está sustraída a toda pluralidad y diversidad. El éxtasis
místico, que hace de todas las cosas una (como ya había dicho Jenófanes, de
quien se afirma que llevó a Parménides a su ser uno), es lo único que la toca,
aprehende y penetra. De ella irradia el mundo rico y vacío, como del sol la luz
y dos : el sus primeramente, la multitud de las ideas y formas, y luego las
almas y las cosas todas. Un desbordamiento por superabundancia, que no debilita
el principio supremo, el cual sigue en sí y siendo pura duz. El brillo
primordial de lo uno irradia a través de todo lo real, que procede
exclusivamente de él. Todo lo que vive en este mundo de la pluralidad está
preformado en la unidad indivisa, emana de la unidad, primero como ser ideal, y
de este luego como realidad. Con esto parece dado un gran paso hacia la
concepción unitaria de todo ser; y hay muchos rasgos que señalan realmente este
camino. Sin embargo, el contraste, el antagonismo, atraviesan todo este mundo
de la irradiación. El dualismo de Oriente, con su hondo horror a toda
contaminación con la materia, lo sensible, lo corpóreo, y con su viva tendencia
a huir del mundo y refugiarse en el ascetismo, únese aquí a aquellos contrastes
del concepto clásico del mundo entre los griegos. La misma imagen de la
irradiación lo revela. Cuanto más lejos están de la fuente luminosa, tanto más
pálidos se hacen los rayos y más apagados los colores y más amenazadoras las
tinieblas. No solo surge la abigarrada riqueza de dos colores en eterna
emanación, sino que con esta se da también la eterna lucha con la oscuridad.
Las tinieblas existen, aunque por sí solas no puedan existir; en ellas se
amortigua la luz irradiada. Para estos alejandrinos y neoplatónicos, el ser se
degrada igualmente hasta la materia, hasta todo lo sensible y malo. De grado en
grado desciende de aquella unidad primitiva y se separa de aquella pura fuerza,
que permanece intacta y que ignora lo separado y emanado, como el »us de
Aristóteles ignora el mundo mixto de materia y forma. Cuanto mayor sea la
distancia a la luz, tanto menos luminoso, tanto más tenebroso finalmente se
hace lo real, hasta convertirse en el contrario absoluto de la luz. De suerte
que el pecador, si no quiere perderse totalmente, necesita dar una vuelta en
redondo, emprender el «regreso», huir de la materia, renunciar al mundo y
entregarse rendidamente a lo Uno, sustraído a toda mundanidad. Todos los
motivos ascéticos que hay en Pitágoras y Platón retornan acrecentados en este
mundo de la emanación, que es un mundo del descenso, de la caída. En
definitiva, tampoco aquí queda ninguna propiedad positiva para la materia, cuyo
principio, polo opuesto del principio positivo, no llega a tener verdadera
existencia. Y sin embargo, existe y actúa; determina el destino; este uh óv no
es la nada. Pese a toda la voluntad de unidad que anima el comienzo y origen místico,
sale victorioso el dualismo; el contraste no desaparece nunca en este mundo
considerado como ser total. Tan solo el alma aislada se eleva en el éxtasis
santo por encima de esta existencia, que
es una mezcla de materia sensible y mala con formas puras, enteramente como en
Aristóteles y Platón. Entre los planos de lo absolutamente perfecto y de las
tinieblas profundas, desenvuélvense, aquí como allí, el destino terrenal y el
curso del universo. El camino asciende o desciende entre el valor y el contravalor,
entre la materia y la forma, entre la unidad y la división.
Frente a la
evolución y la emanación, aparece con el cristianismo la doctrina de da creatio
ex nibilo. En ella hay una significativa tendencia a la abolición del dualismo;
la unidad quiere triunfar sobre el contraste. Lo que habitualmente se subraya
más en el concepto de la creación es que el mundo no surge de la unidad o del
caos, espontáneamente y por necesidades inmanentes, sino que es creado por la
actividad inteligente de un Dios consciente y espiritual. Este es ciertamente
un motivo importante; ya Platón había buscado un intermediario entre las ideas
eternas y el universo mudable, hallándolo en el demiurgo, que edifica el mundo
en el espacio, según el modelo de aquellas. Desde los padres de la Iglesia, los
teólogos y filósofos de la cristiandad han apelado siempre gustosos a este
precedente del sistema platónico. Pero lo que nos importa ahora a nosotros es
el otro aspecto por el cual el demiurgo de Platón se distingue rigurosamente
del creador de todas las cosas: la creación de la nada. Arquitecto y creador
del universo son conceptos fundamentalmente distintos, como, por ejemplo, Kant
explica incansablemente de las pruebas de la existencia de Dios. Pues creatio
ex nibilo quiere decir que no se imprime una forma a una materia dada (aunque
esta se califique de no ser y se considere como no independiente) sino que
fuera de Dios no hay nada, en sentido absoluto, nada previo con que crear. La
materia del mundo tiene aquí su origen puramente en Dios, lo mismo que toda
forma. Y si todavía se pregunta por el sustrato del cual la voluntad del
Creador ha formado el mundo, debería la respuesta aludir a la propia esencia de
Dios; son los contenidos del espíritu divino los que con la creación se traducen
inmediatamente en la realidad. De este modo, con la idea se da a la vez la
materia y ambas salen del mismo fondo. Ya no puede servir de modelo al concepto
de la creación el artista humano, que da forma a una materia exterior, ni el
demiurgo sujeto a los materiales eternos. Dios crea de la nada, produce por su
mero y propio poder la realidad entera, realiza sus fines sin luchar con una
materia dura, con una inerte indeterminación. Su luz no desciende hasta
perderse, en la oscuridad. Ya no hay descenso, ya no existen los dos planos
entre los cuales lo real fluctúa, subiendo o bajando. El mundo es solamente la
obra y la revelación del Dios uno. Tal como Dios lo ha querido, así se ha
hecho, íntegramente; pues fuera de su absoluto poder no hay nada; ni tampoco la
oscuridad. ¿De dónde saldría la dualidad, el conflicto implacable? ¿De dónde lo
degradante frente a lo sublime? El mundo es unidad de valor, en plena
concordancia con el principio del bien, de que nació. El mundo admite incluso
lo perfecto (cosa que resultaba inconcebible para la intuición griega). Por
mucho que los hombres experimentemos y padezcamos la oposición, por mucho que
el pecado nos aleje de la proximidad de Dios y desgarre nuestra vida, el mundo,
como creación de Dios, tiene que ser perfecta unidad, por encima de toda
división en bien y mal, en espíritu y carne. Puesto que el plano inferior, el
de la materia, ha desaparecido, el concepto del mundo debe elevarse —por
paradójico que parezca— al plano de la perfección. En su solo plano se mueve lo
que impulsa a Dios hacia el mundo y al mundo hacia Dios. Un definitivo sí
abraza el ser en todas sus partes y grados (en cuanto estos subsisten) con un
único amor indiviso.
Debemos
prescindir aquí de las íntimas dificultades que el mantenimiento sin restricciones
de esta afirmación del mundo se oponen necesariamente desde el punto de vista
de la misma vida religiosa. Nuestra tesis no es que la doctrina cristiana tenga
por consecuencia filosófica la total abolición del contraste, en la unidad. Se
trata solo de seguir en sus repercusiones históricas este motivo, que se inicia
con la idea de la creación. Las doctrinas del pecado y de la caída del hombre,
como no fundados en la esencia misma de la creación, sino emanados del acto de
la voluntad libre y esta voluntad libre comprendida a su vez en el plan de la
creación, todo esto debe quedar a un lado ahora. Los caminos del espíritu no
son tan rectos como se piensa, simplificando las cosas. Solo puede abrigar la
esperanza de comprender la trama incomparablemente rica de su tela, quien siga
primero los distintos hilos en sus vías particulares.
Se ha
reconocido hace largo tiempo lo mucho que el estado de los ánimos y la forma de
la vida en la Antiguedad moribunda (principalmente lo que hay de oriental en
ella) han influido sobre la formación de Ia glesia cristiana y de sus doctrinas, en el
sentido del ascetismo, del horror al contacto impurificador de la materia y de
la sensualidad. Esta es la causa de que la lucha entre el principio que afirma
el mundo, proclamando la unidad de valor de todo lo real, y el de las antiguas
doctrinas del contraste, no dure solo los primeros tiempos, sino toda la Edad
Media y más todavía. La división de la existencia, que lleva a cabo el antiguo
dualismo, pervive en las doctrinas de los padres de la Iglesia y en las
construcciones de la filosofía escolástica, alimentándose también continuamente
con los contrastes de las viviendas religiosas. Y sin embargo, vibra por todas
partes, sin dejarse ahogar, aquella intensa y profunda nota que hace resonar la
nueva idea del mundo. El intento —con tanta vehemencia realizado en los
primeros siglos por los gnósticos— de injertar su dualismo en la concepción
cristiana del universo, llegando hasta las más extremadas consecuencias, como
los maniqueos, ha favorecido más que ha perjudicado al motivo unitario. Pues
forzando a los padres de la Iglesia a la
réplica y la lucha, les hizo fijarse en aquella tendencia afirmativa del mundo,
acaso con más fuerza de que lo hubiesen hecho sin ello. Clemente de Alejandría,
Orígenes, San Gregorio de Nyssa, San Agustín, han llegado en esta lucha a
concebir la idea de la unidad en formas que los eleva considerablemente sobre
el dualismo predominante de la época. En esta dirección se mueven también las
discusiones sobre la eternidad del mal y de las penas infernales; en estas
cuestiones se aclara la idea del universo implicada en la doctrina de la
creación y se consolida la de que el Creador no está sujeto por ninguna materia
preexistente, sino que su obra está libre de toda necesidad de descenso, como
la que aparece en la doctrina de la emanación. La religión de la conciliación
busca el fin congruente con el principio de la creatio ex nibilo, en la idea de
la epokatástasis, en la doctrina del final retorno y reunión de todas las cosas
—incluso el diablo— con Dios en la salvación universal.
Y sin
embargo, el dualismo retoña de continuo. La convicción del necesario descenso
de todo cuanto no es lo Uno Primordial mismo, influye en las luchas en torno al
dogma de la Trinidad; pues ya el Hijo, aunque es enjendro del Padre en la eternidad
y está eseraido a la realidad temporal, parece ser menos perfecto, por ser
irradiación de la primera luz, y en la antigua manera de pensar
(«subordinacionismo»). Así concluyen Clemente y Orígenes, griegos educados en
el ambiente espiritual del pensamiento emanantista; así también el latino
Tertuliano. La lucha de San Atanasio contra los arrianos es la que limpia la
doctrina de la Trinidad de esta repercusión de ideas extrañas.
Pero el
concepto del universo sigue penetrado de motivos dualistas. San Agustín
abandona de nuevo la doctrina de la salvación universal. En su honda lucha con
el problema del mal, contrae alianza con el dualismo, Hay dos reinos
infranqueablemente separados; el reino del diablo es también eterno, como la
ciudad de Dios. La evolución universal corre hacia una separación absolutamente
irrevocable de ambos reinos. La «nada», de la cual el Creador hizo surgir su
mundo, conserva secretas afinidades con el antiguo no ser de la materia. San
Agustín niega expresamente que la respuesta positiva a la cuestión del sustrato
de donde ha nacido el mundo, se encuentre en la apelación a la misma esencia
divina; Dios no ha engendrado el mundo de su propia esencia; pues el mundo
sería igual a Dios. Es menester que el mundo lleve en sí el no ser, puesto que
lleva en sí, durante toda la eternidad, el mal, lo que se aparta de Dios.
La Edad
Media ha estado muy penetrada siempre de dualismo, tanto en la forma de la vida
como en las doctrinas. Esto ha sido subrayado con harta frecuencia; y no
necesitamos insistir en ello. Es indiferente que el influjo más intenso sobre
los sistemas de la escolástica haya partido de San Agustín o de Aristóteles; en
ambos casos está el contraste en primer término. Y también cuando prepondera el
influjo de Plotino (como sucede en la mística singularmente) decide el carácter
dualista de su doctrina. Y siempre vienen en corroboración la experiencia moral
y el conflicto religioso entre la mala acción y la purificación, entre el
pecado y la gracia.
El primer
paso decisivo hacia la afirmación del mundo que implica la idea de la creación,
lo da la mística del maestro Eckehart. También él vive en la tradición de las
ideas antiguas, en la tradición del plotinismo y sus continuadores cristianos.
Pero de la idea unitaria del mundo, Virrooos por Dios, a el motivo antagónicos
P$ y riélitante, y prepara el terreno para una nueva solución, que a la Edad
Moderna.
En las obras
latinas del maestro, la doctrina del ser uno tiene ya un acento completamente
distinto al de las definiciones de la escolástica clásica, Nada puede ser común
a Dios y a las criaturas, enseñaban Alberto Magno y Santo Tomás. Reina aquí una
radical discrepancia; la diferencia, el contraste es absoluto. Pero Duns Scoto
expuso luego lo que ya en el primer periodo de la Edad Media habían osado
expresar Scoto Erígena y en el siglo xIII algunas sectas heréticas que el
concepto del ser es válido para Dios y para el mundo y está por encima de su
oposición, Este predicado, el ser, conviene a ambos totalmente en el mismo
sentido. Por eso lucha Duns también contra la convicción de la escolástica
clásica (profundamente arraigada en el pensamiento emanatista), según la cual
la actividad divina en la creación del mundo solo puede tener Lugar en una
forma descendente, porque en general todo efecto debe ser inferior a la causa.
Duns sostiene, por el contrario, que este antiguo axioma solo es aplicable a
las cosas del mundo, pues Dios puede producir obras perfectas. En este sentido
se inspiran las enseñanzas con que el Eckehart escolástico expone
didácticamente el sistema. Contra todo lo que los príncipes de la escolástica
habían dicho del mero esse participatum las criaturas, enseña Eckehart que el
ser que Dios da a las cosas, en la creación, no es en definitiva otro que el
que Él mismo tiene. Dios y ser son idénticos. Lo que Dios crea, lo crea, pues,
en sí mismo; es su propio ser el que se dilata en las cosas. Ens y esse, la
cosa existente y el ser divino, no están separados por una oposición; antes
bien, «no hay tan uno e indiviso como Dios y todo lo creado». Los seres están
con Dios en la misma relación «que lo hecho (cornstitutun) con el principio del
cual y por el cual y en el cual está hecho (o constituido)».
Los sermones
y las obras del místico alemán desarrollan esta idea y le dan una significación
intuitiva. Su sentimiento básico, como el de toda mística, es una última unidad
e identidad, el término de toda separación. En el «fondo del alma» se siente el
místico unido con Dios; ya no hay nada separado, nada de la «lejanía y
distinción» del mundo en el espacio y en el tiempo. Esto significa no solamente
la muerte de toda desigualdad, sino incluso de toda igualdad; porque igualdad
no es identidad, sino tan solo coincidencia entre cosas que por lo demás son
diversas.
Por ende todo ser significa necesariamente en su fondo indivisibilidad, unidad
absoluta de lo divino, ajena a toda distinción. Lo Uno de Plotino reaparece en
Eckehart, pero más claramente que en aquel, pues Plotino permanece apegado en
muchas cosas al Oriente y a la fuga hacia la nada. Esta divinidad una no está
meramente exenta de toda oposición, sino que toda división es en ella
«suprimida», recogida, unida en su fuerza y plenitud indivisa. No la miseria e
inquietud de la existencia despedazada empujan a este místico a huir de la
multiplicidad, hacia el mar sin fondo, hacia el tranquilo desierto de la
Divinidad, sino que su ternura, su amor por todo lo que existe no encuentran
satisfacción mientras reinen la multiplicidad y el contraste. Donde hay dos,
hay dolencia. ¿Por qué? Porque el uno no es el otro; y ese «no» es lo que hace
diferencia y amargura. Debe, pues, desaparecer el «no»; mas no la abundancia,
la riqueza, en la multiplicidad. El mundo del ancho espacio es abandonado
porque en Él hay «estrechez» y cerrazón opresiva. En la unidad divina y su «más
íntima interioridad» hos anchura sin anchura. La unidad divina es «más ancha
que la anchura, es una anchura incomprendida, como un abrazo». Igualmente, en
el eterno ahora de esta unidad, se halla encerrada la «plenitud del tiempo», un
eterno verdear y florecer, en que nada nunca «se cansa ni envejece» ni pasa.
«Quitad el mo de todas las criaturas y todas las criaturas son una sola cosa.»
«En Dios, no hay no.» En Él están «todas las cosas unidas con todas las cosas».
Lo Uno no es, por lo tanto, el vacío abstracto de la nada, sino a lenitud
concreta, en la abolición de todas las diferencias. Dios no contrario del
mundo, sino la unidad de los contrarios del mundo. En Él están todas las
criaturas, todas las cosas, de un modo eminente e indiviso. «Los contrarios, el
amor y el dolor, lo blanco y lo negro» se penetran mutuamente, pierden la
extrañeza mutua, se confunden en la plenitud de la esencia una. Antes de toda
pluralidad está la unidad omnicomprensiva, lo absoluto.
Pero ¿cómo
se produce el mundo? ¿Es la pluralidad un descenso, una pregunta que conduce a
la oscuridad e impone la lucha a la luz? ¿Aléjase lo separado, aléjase la
criatura, por esencia, del torrente divino, que es y sigue siendo
indivisibllidad, de tal forma que surja de nuevo un contraste, insuperable
entre Dios y el mundo extraño a Dios? Eckehart acude a las antiguas doctrinas
sobre la Trinidad da De habían superado por primera vez la idea del descenso.
En la Trinidad hay, en cierto sentido, una pluralidad anterior al mundo,
anterior a toda creación, una coexistencia de personas que, sin embargo, son un
solo ser. Aquí es evidente que la «emanación» de la unidad primitiva no es alejamiento
de Dios, no es descenso a otro plano. Antes bien (y a esto habían aludido
muchos pensadores desde los padres de la Iglesia), solo en esta separación, que
no es realmente una separación, vuelve la divinidad una sobre sí misma,
reconociendo en el Hija al Padre y revelándose. Así para Eckehart es este ahora
un proceso divino íntimo, un fluir eterno, que refluye hacia sí mismo. «El
devenir de Dios es su esencia.» La divinidad una, la todavía «desconocida para
sí misma» en su tranquilo desierto, vuelve a sí misma, se conoce e «irradia con
revelaciones» en el Hijo, que es la imagen del Padre. Tal es el elevado sentido
de este eterno devenir de la Trinidad, de esta Trinidad que no significa
pérdida, descenso, debilitación, sino que es la expresión más completa de la
esencia de Dios. La evolución y la emanación coinciden aquí, por decirlo así.
Hay un devenir sin ascensión desde lo inferior. Hay una irradiación desde la
plenitud de la unidad, sin ningún descenso.
Ahora bien,
el gran cambio en el concepto del mundo es este: que esta idea se traslada
íntegra a las «criaturas», al mundo. La evolución y la emanación coinciden
además con la creación. En ningún punto es la lucha de Eckehart con el concepto
y la palabra tan difícil ni la ruptura con la tradición (de la cual no quería
sentirse separado) tan trabajosa, ni por ende las expresiones tan multívocas,
como en este cambio de gravísimas consecuencias. El peligro panteísta,
anulación de toda diferencia entre Dios y el mundo, es inminente en la nueva
vía. Y sin embargo, la expresión resulta a veces clara y precisa: «el Padre se
expresa, y todas las criaturas, en el Hijo». «El Hijo y el Espíritu Santo y
todas las criaturas son tan solo uma sentencia en Dios.» Según esto, también el
ser de las cosas tiene sentido para la vida de Dios, al estar implícito en la
revelación que Dios hace de sí mismo. «El Padre mira hacia sí mismo y ve
formadas a todas las criaturas.» «Dios no se reconocería nunca, si no
reconociese a todas las criaturas.» El mundo y todas las criaturas pertenecen
al devenir en que Dios se revela a sí mismo. Conocida es la sentencia de Ángel
Silesio, el último gran retoño de esa especulación mística en el siglo xvIt:
«Yo sé que sin mí Dios no puede vivir un momento; si yo me anonado, Él
entregará el espíritu de dolor.» El mismo sentido se encuentra ya con toda
claridad en Eckehart. «Dios no puede devenir sin el alma.» «Dios no puede
entenderse a sí mismo sin el alma. Y con toda rudeza: «Yo soy una causa de que
Dios exista.» Sin la criatura, sin el mundo, que son una cosa con el Hijo, la
«Divinidad» permanecería muda en la soledad inmóvil; «Dios» no llegará a ser el
revelado, el que se penetra con su luz a sí mismo.
No es, pues,
simplemente que la fuerza divina resida en todas las criaturas. Esto lo habían
enseñado también Plotino y el mismo Aristóteles. Se trata de algo más. La
fuerza divina reside íntegra en las criaturas y en estas no reside nada más que
ella; pues el traslucirse en ellas es lo que las crea, es la existencia. La
imagen de lo Uno que se desborda en su superabundancia —imagen usada también
por Plotino—, es aquí aprovechada plenamente por vez primera con el motivo que
enaltece el mundo y en el sentido de que el mundo emanado de la superabundancia
debe ser la misma naturaleza esencial que su origen, debe ser de una sustancia
perfecta. Con esto pierde la creación el rasgo de la arbitrariedad y resulta
como un proceso y producción necesarios. Tal implica la emanación. Pero no hay
descenso ni ascenso, sino el despliegue de una oculta plenitud en el
autoconocimiento de este Uno. La unidad de valor, implícita en el concepto de
la creación, está aquí perfectamente omccendida en un nuevo concepto del mundo.
Como imagen eternamente necesaria de lo divino emana el mundo de la unidad.
¿Cómo podría participar de lo hostil a Dios de lo contrario a Dios? ¿De dónde
saldría esto? El reflejo que emana del ser uno no puede ser un reflejo turbio.
No se necesitan grandes reflexiones, para ver las hondas dificultades que
habían de presentarse con esta idea del universo. Si el otro aspecto de la idea
de la creación, el momento del acto libre, desaparece, ¿qué separa del
panteísmo esta íntima unión del ser de Dios y del ser del universo? El mundo es
eterno como Dios; las almas son momentos de la Divinidad misma... ¿Dónde quedan
los contrastes de la vida?, ¿dónde el pecado? ¿Qué hace a los hombres olvidar
que no son puros individuos autónomos, sino imágenes de Dios? ¿Qué es lo que les
hace caer en el egoísmo, sentirse centros? Si esta división, metafísicamente
considerada, está solo en su ceguera, es solo una ilusión, esta ilusión obra
realmente en la vida, determina la vida ético-religiosa profundamente, es la
fuente de toda angustia última. ¿Brilla realmente en todo lo malo la gloria de
Dios, del mismo modo que en lo más santo? Por otra parte, ya no debemos llamar
«buena» a la A que está por encima de los contrastes; ni decir que es la bondad
misma; como tampoco podríamos llamarla blanca ni negra.
Con todas
estas dificultades ha luchado Eckehart; y con tanto mayor esfuerzo, cuanto que
la Iglesia se las reprochaba amenazadora como otras tantas acusaciones. (La
aproximación al panteísmo se ha convertido en el sino fatal de casi todos los
que intentaron desarrollar esta nueva afirmación del Todo. Aquellos pensadores
de la Edad Moderna que más calurosamente se han sentido impulsados por el
conocimiento religioso de la grandeza divina a proclamar el mundo-Dios,
hubieron de padecer gravemente bajo las acusaciones de los creyentes exaltados;
como Eckehart, también Bruno, Spinoza, Fichte.) Nunca se logrará fijar la
doctrina de estos sermones y escritos en un sistema rigurosamente definido. No
hay duda de que Eckehart trató de eludir las penosas consecuencias y evitar la
contradicción entre el mundo glorificado como Dios y el conflicto
ético-religioso de la vida (que él sentía tan fuertemente como solo puede
sentirlo y lo siente todo gran espíritu religioso). Hay bastantes pasajes en
los cuales se esfuerza por poner límites a aquella idea del universo, y aun por
revocarla. Esta gran naturaleza carece de equilibrio, lo mismo que la época a
que pertenece, época de la escolástica declinante orientada a la vez hacia algo
enteramente nuevo.
Aunque el
efecto de esta nueva doctrina en la historia de los sistemas escolásticos no se
destaca ni es apreciado por los posteriores heraldos de la nueva edad, ha sido,
sin embargo, en un curso, por decirlo así, subterráneo, de extraordinaria
importancia para la historia de la metafísica. La fuerza expansiva de esta idea
llega hasta Fichte, Schelling, Hegel y el «panteísmo evolucionista» de sus
sistemas. Aquí, en el umbral del siglo xIx, encuentra su última coronación. Se
ha todavía harto poco para sacar a la luz esta conexión, con frecuencia
hondamente escondida, que ya Dilthey vio con toda claridad, la unidad de esta
gran tradición, que es ante todo una tradición de la vida espiritual alemana.
La tendencia
a glorificar el mundo encontró en su época un terreno bien preparado. Había
surgido una nueva posición con respecto a la naturaleza, que empezó a hacerse
dominante en todos los países. El nuevo amor Íntimo a lo existente, que profesa
un San Francisco de Asís, llamando a la tierra madre y hermana, y al viento hermano,
no se perdió ya, Entre los franciscanos, sobre todo, el interés por la
naturaleza exterior, que se había despertado en el siglo xIII con la irrupción
de la filosofía natural y la ciencia arábigo-aristotélica, ES a conducir al
restablecimiento de una verdadera investigación de la naturaleza. La expresión
«el libro de la naturaleza», en que el Creador no se revela menos que en los
libros de la Sagrada Escritura, adquiere ahora un nuevo valor. Todos habían
hablado de él, desde que San: Pablo entretejiera los motivos de la Antiguedad
en las doctrinas del cristianismo; los padres de Ja Iglesia, San Ireneo, por
ejemplo, Tertuliano, y especialmente San Gregorio de Nissa, habían aludido a él
con insistencia. Y sin embargo, el pensamiento había permanecido en aquella
supremacía absoluta del interés por el alma y por Dios, en aquella desviación
de la naturaleza exterior, que es característica de toda la Edad Media hasta el
siglo xttt. Aunque se habla mucho de la naturaleza y de su maravillosa
hermosura; aunque se trata de encontrar siempre pruebas de la existencia de
Dios en la sabiduría de sus disposiciones, el conocimiento de la naturaleza no
es nunca considerado en grande como expresión ni medio de la investigación
religiosa. Donde se presenta un programa de esta índole, como por ejemplo, en
San Gregorio de Nissa, se trata más bien de una interpretación alegÓrica de los
fenómenos, por su valor como signos del bien y del mal, E los fines y vías de
la experiencia moral, que de una entrega sin prevenciones a los procesos
naturales mismos, como procesos en que el creador se refleja de modo singular.
Es peculiar la dualidad de opiniones de San Agustín en este punto. Por mucho
que insista ocasionalmente en que lo temporal no nos separa de Dios, si es
entendido y usado rectamente, y en que Dios se revela en este mundo, siendo el
mundo en su orden una copia de la grandeza y perfección de Dios, según «medida,
número y peso» (como la expresión antigua ya dice), sin embargo, por otra
parte, y singularmente en su última época, considera el santo la investigación
detallada de la naturaleza exterior como una vana curiosidad, no solo inútil,
sino inéluso perjudicial para la salud de nuestra alma. En nosotros hemos de
buscar a Dios y no mediante da física. La Edad Media ha seguido esta
indicación.
El
franciscano Roger Bacon (mucho más importante para la historia de los orígenes
de la moderna ciencia natural que su homónimo de la época del «Renacimiento
inglés», Bacon de Verulam, hábil heraldo de la gran nueva) volvió a hablar del
libro de la naturaleza en un nuevo y más pleno sentido. La nueva entrega de los
investigadores al mundo exterior de los fenómenos, no buscando en él meros
símbolos y signos de algo totalmente heterogéneo, sino indagando su propia
estructura y leyes, se eleva ya con Roger a un grandioso programa científico.
Roger Bacon exige ya, como factor decisivo, el nuevo método —<que sigue
siendo desconocido para el canciller Bacon, tres siglos después— el mismo
método que Galileo expresa posteriormente en la fórmula de que el libro de %
naturaleza está escrito en letras matemáticas. La autonomía de la ciencia de la
naturaleza, en la cual se ha visto siempre un decisivo aspecto de la Edad
Moderna, tiene su comienzo en Roger Bacon. Sin embargo, tras el impulso
intelectual se halla siempre la preocupación religiosa. La reforma de la
teología es el objetivo de Roger; para ella debe servir de medio el nuevo
conocimiento del libro de la naturaleza tan poco atendido y utilizado. Y este
es también el más profundo resorte en todos los que después de él se orientan
hacia la naturaleza, para investigarla; descubrir las huellas de Dios en el
mundo exterior y su orden, aprehender la idea divina en las leyes ocultas del
curso de las cosas y en la muchedumbre de las formas, leer en este gran libro
la palabra del Eterno, he aquí el afán, no solo de aquellos filósofos místicos
de la naturaleza, en la época de transición, sino de los grandes caudillos de
la ciencia moderna, hasta Leibnitz, Newton y Kant. Una época de indiferencia
religiosa se ha inclinado más tarde a ver en las innumerables e inequívocas
declaraciones de aquellos investigadores, simples modos de expresión, mera
adaptación al estilo de la época, resonancias de un oscuro tránsito y de la
esclavitud teológica. Bacon de Verulam, a quien la evolución real y positiva de
la ciencia moderna ha dejado ya de lado, pareció a esta época posterior más
profeta y precursor que el monje del siglo x111, del cual, sin embargo, como
hoy sabemos, arrancan los hilos de la investigación moderna que pasan sin
interrupción por los occamistas parisienses, hasta llegar a Leonardo v Galileo.
La cuestión se plantea de un modo totalmente falso, al identificar la libertad
de la ciencia, frente a la tutela teológica, con la separación entre el interés
por la naturaleza y los motivos religiosos. Lo que entonces hace que la
investigación de la naturaleza se convierta en fin autónomo, es justamente la
convicción del valor de revelación que posee todo lo natural, conforme a la
idea de la creación. Ya no puede bastar lo que Aristóteles dice sobre el
universo. Quien busque la esencia de Dios únicamente en las honduras del alma o
en los libros de la Escritura, no necesita de una investigación y experiencia
propias sobre el ser exterior. Pero ahora se trata de abrir una nueva fuente de
revelación.
Eckehart, el
místico de las almas, permaneció alejado de esta nueva manera de buscar a Dios,
aunque encontró, como ningún otro en su tiempo, la expresión especulativa para
la nueva interpretación del mundo. En esto le había precedido su maestro,
Diterico de Freiberg, que también ha ejercido un importante influjo sobre
Eckehart en lo referente a la unión de la idea de la emanación con la de la
creación. Pero cuando más tarde Enrique Susón, que es el poeta entre los
discípulos de Eckehart, canta las criaturas todas «que Dios creó en el cielo,
en la tierra y en todos los elementos..., los pájaros del aire, los animales
del bosque, los peces del agua, las frondas y el césped de la tierra, y las
innúmeras arenas del mar, y todo el finísimo polvo que brilla al sol, y todas
las gotitas de agua que caen y caen con el rocío, o la nieve, o la lluvia...» y
describe cómo todas estas cosas, el indecible número de todas las criaturas,
afinan cada una su instrumento y cantan todas las alabanzas del Señor,
presentimos ya «que esta mística del alma ha de transportar su sentimiento a
toda la vida de la naturaleza, a toda criatura, hasta el polvo de la materia,
hasta lo más pequeño e insignificante. Casi vemos ya a Paratelso y toda la rica
oleada de filosofía natural del siglo xvI nacer de la corriente mística, que
había brotado en Eckehart. Y hay también ya un perfecto preludio de la visión
de la naturaleza y de la monadología leibnitzianas, en aquella poesía, en que
realmente lo más pequeño de lo pequeño, las criaturas todas, hasta lo
infinitamente pequeño de la materia, reflejan y revelan la riqueza de Dios.
De fuentes
religiosas proceden el nuevo amor a la naturaleza y el celo por la
investigación, que conducen a la filosofía natural de la transición y a la
ciencia natural de la Edad Moderna. El entusiasmo estético del Renacimiento por
la naturaleza —entusiasmo que con tanta frecuencia se pondera como elemento
central al estudiar el origen de la ciencia y de la visión moderna del
universo— solo es una fase particular de aquel gran movimiento. En nadie se
percibe esto más fácilmente que en Keplero, para quien el nuevo conocimiento
matemático de la naturaleza brota con palpable claridad de la filosofía natural
místico-estética de la tradición alemana.
La expresión
del «libro de la naturaleza» es continuo tema de nuevas variaciones, desde
Roger Bacon hasta la teología natural de Raymundo de Sabunde (que expone la
idea extensamente) hasta Campanella, hasta Galileo, cuya famosa carta a la gran
duquesa madre Cristina defiende tan magníficamente la propia libertad de
investigación contra la limitación eclesiástico-teológica, justamente bajo este
aspecto. Y también los filósofos alemanes de la naturaleza, desde Agripa y
Paracelso, hasta van Helmont el joven: censuran todos a los que buscaban a Dios
en la época precedente, por ignorar la revelación de Dios en las obras de la
naturaleza; las cuales no son remplazables por los libros sagrados.
Conocido es
también el hermoso pasaje de Lutero, cuya posición frente a la ciencia temporal
es por lo demás más apartada y negativa que la de cualquier escolástico:
«Estamos al presente en la aurora de la vida futura, pues comenzamos de nuevo a
alcanzar el conocimiento de las criaturas, que habíamos perdido... ahora consideramos
a la criatura rectamente, más que en tiempos del papado. hai so a conocer por
la gracia de Dios las magníficas obras y maravillas divinas, hasta en las
florecillas... en las criaturas conocemos el poder de su palabra y su
grandeza.» La voz de Susón resuena en estas expresiones.
El
nominalismo del siglo xtv toma una peculiar posición doble en esta evolución.
Un profundo esceptismo con respecto a la suficiencia de todo el saber temporal
es rasgo fundamental en la personalidad de Guillermo de Occam. Por virtud de
ese escepticismo, la gloria de la fe, de la gracia y de la revelación
sobrenatural, brillan tanto más radiantes. En el nominalismo pudo Lutero
robustecer su hostilidad contra la «bestia razón». Y sin embargo, se ha
subrayado siempre muy justamente la relación entre la ciencia moderna y la
tendencia empírico-nominalista de la Edad Media. Aquí fue roto por primera vez
el esquema antiguo-escolástico, el sistema de las formas sustanciales. Negóse
la pretensión de los conceptos fijos a ser considerados como realidad, a la vez
que se concedía el valor de signo inmediato a la experiencia sensible. Por eso
en la declaración de guerra que hace la experiencia a la ciencia superviviente,
los caudillos de la ciencia moderna se han sentido siempre próximos a los
nominalistas. Y en realidad, en el círculo de los discípulos de Guillermo de
Occam es donde se han establecido las bases de lo que desde Galileo y Descartes
define esencialmente la imagen de la naturaleza en la Edad Moderna.
El filósofo
que desarrolló realmente la idea especulativa del universo del maestro
Eckehart, atacando de nuevo el problema de la relación de esencia y de valor
entre Dios y el mundo, fue Nicolás de Cusa. Los dos pilares fundamentales de su
doctrina se basan con nuevo rigor sistemático en aquellas intuiciones místicas,
la coincidertia oppositorum en Dios, y el mundo como explicatio Dei.
La unidad de
los contrarios, su completa coincidencia en lo Uno originario, no constituía
ciertamente en sí misma un motivo filosófico nuevo. Una experiencia fundamental
en la mística de todos los tiempos impulsa a él. Plotino, sobre todo, había
tratado grandiosamente el tema; y de Plotino pasa (por medio de los padres de
la Iglesia formados en el neoplatonismo, como Sinesio y especialmente el Pseudo
Dionisio, y también San Agustín) a la Edad Media, en donde sobre todo el gran
Escoto Erígena lo desarrolla en su teología. Eckehart y Nicolás se hallan en
esta tradición. Pero con Nicolás empieza una nueva fase en la historia del
problema.
En la vida
del hombre, tal como Eckehart la concibe, coexisten immediatamente y sin ningún
puente que las una, estas dos experiencias: la
experiencia cotidiana de lo real, en que nos hallamos y obramos, con su
pluralidad, diversidad y contrastes, y la rara y nunca duradera iluminación del
que busca a Dios, con la cual el místico entra en la unidad para Ja que ya no
hay contrastes. Ninguna facultad de alma, ninguna «potencia» es capaz de
sobreponer esas experiencias por encima de la patente división. Todas las
facultades permanecen esencialmente ligadas a la insuficiencia. No solo las
fuerzas inferiores, las sensibles, cuya actuación consiste justamente en
disiparnos por entero en lo disperso, sino también las superiores, las
supremas, permanecen perdidas en las oposiciones. Pues aun la pura razón,
fundadora de unidad, permanece en la dualidad, en el contraste de un
cognoscente y de un conocido; y aun la más noble voluntad, el supremo amor, por
íntimo que se sienta aquí el contacto, por ardiente que sea la unión anhelada,
permanece en la división ineluctable del yo y el tú, del hombre y Dios, del
sujeto y el ser. Con sus «potencias» jamás llega el alma a lo verdaderamente
único. Solo cuando el hombre separa de sí todo esto, no solo el apetito, la
percepción, la sensualidad, sino también toda volición, amor y conocimiento
espiritual; solo cuando se retira a lo más íntimo, al fondo del alma y,
separado profundamente del mundo, muerto para las propias fuerzas, deja que la
«centellita» brille y que su yo sea consumido por ella, solo entonces tiene
lugar la mística unión con Dios y surge una unidad sin contraste: el hombre y
la Divinidad son una cosa indivisa, Todo lo que las potencias percibían en
pluralidad, lo que debía ser abandonado y despreciado, vuelve a existir en la
plenitud de la unidad; confundido, total y plenamente unido con esta alma
«separada», que ha desaparecido en la Divinidad. ¡Perder el mundo, para
ganarlo; No se pueden oponer más rudamente que lo ha hecho Eckehart los dos
caminos que se señalan y cuya desconocida unidad se presupone sin embargo.
Una
dificultad insoluble surge empero aquí, tanto en la vida como en el
pensamiento. El hombre permanece sujeto a la pluralidad aun cuando se abrace a
lo más noble y más profundo. Necesita apartarse de ello, no menos que de todo
lo dividido y sensible, si quiere alcanzar la unidad. De este modo parece
pronunciada también la sentencia de muerte sobre el pensamiento. Si toda
ciencia solo alcanza por esencia lo dividido y aparente, no de otro modo en
conclusión que la percepción sensible y la experiencia cotidiana; si incluso la
filosofía, el conocimiento racional por los últimos principios, permanece
sujeto a la dualidad y nunca puede rastrear nada de una verdadera unidad,
entonces toda investigación carece de valor, el concepto y el término, el
fundamento y la prueba son nulos y deben enmudecer, para dejar paso solamente
al éxtasis místico.
Aquí tiende
el puente Nicolás de Cusa —el filósofo entre los continuadores de Eckehart-—
con su doctrina de la docta ignoramtia. La ratio, ciertamente, cuando compara
las realidades de la experiencia, saca de ellas conceptos y mide las cosas unas
con otras y permanece sujeta a lo dado
por los sentidos y, por ende, insensiblemente sumida en la pluralidad y el
contraste. La ciencia racional por sí sola no es, pues, un saber del verdadero
ser, que es Uno. La ciencia es ignorancia. Pero esto no significa que en último
término todo conocimiento carezca de valor y que se deba renunciar al
conocimiento, «perder» el mundo, volviéndole la espalda, cerrando los sentidos
y la razón y despreciando sus funciones. Entre esta razón y la inefable unión
divina actúa una fuerza del espíritu que sirve de intermediario entre ellas y
es causa de que también el conocimiento de lo diverso tenga sentido y valor para
toda última búsqueda del ser uno, de Dios. La razón, que Nicolás llama
insellectus, sabe que el saber particularizado es ignorancia. Cierto que
tampoco ella alcanza nunca la totalidad; Eckehart vio justamente que la «máxima
igualdad», inconfundible con la nada, la identidad total sobrepuja todo
concepto. Sin embargo, la razón se eleva sobre el conocimiento pluralizado,
mediante su saber de la ignorancia, que es este, y tiende a lo exento de toda
pluralidad. Y esto no es solamente una advertencia para que no se considere la
razón y sus declaraciones como lo último; no es mera alusión a la mística unión
divina, por lo demás inefable, sino que en todos los contenidos del saber
particularizado pueden mostrarse, con todo el rigor del concepto, necesidades
intel les que conducen por encima de la pluralidad a la unidad y van de los
contrarios a su coincidencia, La recta y la circunferencia coinciden, cuando se
piensa el radio de la última infinitamente grande. Lo mismo pasa con el reposo
y el movimiento, y con todos los contrarios que existen en la realidad. Solo en
lo finito se excluyen los miembros recíprocamente; en la perfecta infinitud
todo viene a parar a una sola cosa. Ahora bien, toda investigación impulsa por
necesidad hacia lo infinito, pues refiere lo desconocido a lo conocido, compara
lo buscado con lo dado, lo problemático con lo cierto, sin que la razón alcance
nunca nada absoluto, nada absolutamente coincidente, sino que la busca no tiene
fin. La razón, por su parte, tampoco aprehende en el concepto lo absoluto y la
verdad pura y plena; pero lo sabe, y sabe por tanto la radical insuficiencia de
todo saber condicionado que por lo mismo es para él ignorancia. La razón puede
pensar lo incondicionado; puede sacar las consecuencias que resultan de pensar
lo finito elevado hasta lo infinito.
De este modo
hay un camino y un vínculo continuos que desde los sentidos, y pasando por la
ciencia racional y la evidencia intelectual, llegan hasta cl límite de lo Uno
inconcebible. El conocimiento humano extiende sus líneas desde todos los
contenidos particulares de la realidad, desde todas sus divisiones y contrastes
(las cuales ya no necesita evitar, por tanto, el que busca a Dios). Y estas
líneas convergen todas y revelan claramente su unión en un punto más allá de
todo lo visible, en la coincidencia de los contrarios, en la unidad concreta y
plena de lo infinito, donde ya no hay negación que divida ni enemiste. Con su
docta ignorancia, con su intuición de la ley de infinitud, conduce la razón
todo nuestro conocimiento, que en sí
debe permanecer siempre finito y fragmentario, por el camino de lo Uno
absoluto, por el camino de Dios. El libro de la naturaleza no permanece mudo
sino para quien se detiene en las letras y frases finitas, Mas para quien
ensancha las ideas y prolonga las líneas, desde lo comprendido hasta lo
suprafinito, habla Dios en todo ser real, en toda criatura. De esta suerte, el
trabajo de la ciencia y de la filosofía sirve realmente, en definitiva, al fin
supremo. El conocimiento de la naturaleza no consiste en hacerse esclavo de lo
que desune; esto no haría sino desviar del verdadero fin del alma. La
especulación es algo más que moverse en lo finito y dividido. En todo
conocimiento del universo, con solo que esté bien dirigido y bien entendido por
el intelecto, se encuentra el camino hacia Dios.
En este
nuevo giro positivo, el motivo de la coincidencia de los contrarios se extiende
a través de la historia de la metafísica moderna. Ya nunca se deja de afirmar
el contraste ni de meditarlo en la vida y en la investigación. La concepción de
la naturaleza y la filosofía natural de los siglos siguientes, vive animada por
este sentimiento, y combate bajo su enseña contra las tendencias dualistas. El
Renacimiento emplea gustoso (como Plotino y San Agustín) la Ce de la armonía:
Ja belleza es la unidad de lo diverso, la concordia en los antagonismos. En sus
contradicciones justamente hace el rico y eterno libro de la naturaleza
presentir el espíritu unitario del Creador. Todos escriben variaciones sobre
este motivo: los humanistas y los teósofos, los italianos y dos manes, desde
Pico della Mirandola y Reuchlin. Y no solo el himno a la naturaleza de Giordano
Bruno, en el cual la idea de Nicolás reviste las formas más grandiosas del
entusiasmo estético, sino también la imagen del universo de Keplero se halla
determinada de esta suerte. Keplero insiste en que su descubrimiento de la
forma elíptica de la trayectoria de los planetas (en lugar de los antiguos
círculos) brotó para él de la convicción de que la gran armonía del mundo
sideral no llega a la riqueza de su acorde en lo igual y uniforme, sino en lo
diverso y antagónico. La idea se impone más tarde, con nueva fuerza, contra la
división que la experiencia religiosa de Lutero, sellada por el contraste,
amenaza introducir en la imagen del mundo. Los epígonos de la antigua mística
convierten también aquí los contrastes en algo positivo y universalmente
afirmativo. Ya Paracelso insiste en que las diferencias son necesarias
justamente para que presintamos a Dios; en que no puede conocer el bien quien
no conozca también el mal; y en que, sin embargo, todas las distintas y
antagónicas cosas del mundo consuenan en una gran armonía, revelando su sentido
en su relación y penetración recíproca. De este modo los místicos alemanes de
la naturaleza, hasta van Helmont el joven, han pedido lo que más tarde Hegel
enseñó con tanta insistencia: no temer el «dolor de la separación», no rehuir
el trabajo en lo negativo, porque solo en la contradicción de lo real se abre
el camino hacia la unidad plena y concreta de lo absoluto, hacia la unidad de
los contrarios. Todos enseñan que debemos sumirnos profundamente en este mundo,
incluso en su maldad y sus contrastes, para llegar a la verdadera riqueza de la
unidad divina. Donde la lucha de este motivo con la tendencia dualista se halla
más honda es en Jacobo Búhme, que, preso íntimamente en la angustia del pecado
y en la creencia en el diablo —dos aspectos luteranos— quiere, sin embargo,
alcanzar la victoria para la idea eckehartiana de la insustitutible importancia
del mundo en el autoconocimiento de Dios. Incluso el contraste primordial, el
del bien y el mal, y aun el exceso del mal en el mundo le parecen necesarios
para la autorrevelación de Dios, a que sirve la creación.
No hemos de
exponer aquí cómo todo esto resuena en la teodicea de Leibnitz, y en general en
la evolución de la teodicea, de la idea de la significación y el valor del mal
físico y moral en el universo creado por Dios. También nos limitaremos a aludir
a la nueva gran fase en la historia del motivo de la coincidencia, que inician
las intuiciones aforísticas de Juan Jorge Hamann y culmina en la doctrina
hegeliana de lo «universal concreto». Es sabido que Schelling buscó la solución
del enigma, basándose en Búhme y admitiendo que el ser dividido puede surgir de
la indiferencia de los contrarios; la última filosofía de Schelling lucha con
la idea de la creación en nuestro sentido, relegando totalmente el origen de la
negación, del mal, a lo absoluto mismo, al «abismo sin fondo» de Dios. Pero en
nadie se halla todo esto tan p: te trabado en una especulación conceptual como
en Hegel; el cual hace de la «contradicción» el principio fundamental del mundo
y de toda vida, tratando de mostrar en su dialéctica (completamente en el
sentido de aquella doctrina de Nicolás, sobre cómo el intelecto señala a la
coincidencia), que justamente en los contraste tiende lo finito a superarse y
conduce inevitablemente a lo Uno infinito. «Mostrar en todo lo finito la
infinitud y promover por medio de la razón el perfeccionamiento de esta» ¿no es
el propósito de la dialéctica de Hegel, obra del mismo espíritu que impulsara
un día a Nicolás de Cusa? Por cada una de las «infinitas gotas» de la realidad
(¿no resuenan en esto Susón y Leibnitz?) es conducida la razón por necesidad a
lo absoluto. Por eso el hombre que quiere llegar a Dios necesita vivir en este
mundo de los contrastes, obrar en él, aprender a conocerlo y entenderlo en sus
divisiones. La filosofía que busta a Dios debe tender siempre a .no descuidar
la diferencia, sino a hacerla brotar eternamente de la sustancia, sin
petrificarse en el dualismo» ',
La doctrina
de la coincidentia oppositorum y de los caminos de la razón hacia ella se
prolonga en Nicolás con su concepto del mundo como explicatio Dei. Lo que ha
dado siempre motivo para concebir el mundo en contraste con Dios es la
circunstancia de que en él operan los con» trarios, el bien y el mal, la luz y
la oscuridad, el ser y el no ser. Pero si la superabundancia de Dios encierra
en sí todos los contrastes; si Dios, como explica Nicolás, es a la vez lo más
grande y lo más pequeño, centro y periferia, pasado y porvenir, e incluso
coincidencia del ser y el no ser, del todo y la nada, de la luz y las
tinieblas, el mundo en que los contrastes se destacan ya no debe serle extraño
y opuesto, sino que puede considerarse como un despliegue de lo que Dios en su
abundantia tiene ya en sí. El mundo con sus contrastes ya no puede considerarse
como lo contrario de Dios, que es la unidad de todos los contrarios. Por eso el
mundo es, según Nicolás, el despliegue, la explicación de lo que Dios contiene
«complicite», en su pristina unidad. En Dios reside lo plural, pero sin
pluralidad; el contraste, pero como identidad. Deus ergo est omnia complicans
in hoc quod omnia in eo; est omnia explicans in hoc quia ipse in omnibus".
Siendo Dios la unidad originaria de todo lo múltiple, vive en todo lo
individual del universo lo que en la plenitud divina solo existe como unidad,
«desplegado como criatura, como mundo», se extiende en el espacio y el tiempo, en
la división y a Oct En este sentido es el mundo la imagen, la plena j e Dios,
Ahora sale a
plena luz el motivo de la doctrina de la creación, que afirma el mundo y es
hostil al dualismo. Si Dios crea el mundo, no lo hace como «forma» que se halla
frente a la materia, que debe ser informada, sino como «causa y principio».
Dios es el «único principio» del universo, Si las criaturas se llaman con razón
imágenes de Dios, no se debe olvidar en esta metáfora —subraya Nicolás—— que
aquí no hay, como en nuestras imágenes, algo exterior y existente por sí, en
que imagen se forma, se recoge, sino que la existencia de lo creado no es nada
más que abigarrado reflejo de lo Uno. No hay ningún medio en que la imagen
flote, ni tinieblas desde las cuales se eleve. El mundo no es nada más que una
manifestación visible de Dios, una multiplicación, por decirlo así, del ser uno
—así en la epístola de San Pablo a los Romanos es disignado Dios como la
invisibilidad de lo visible. Las palabras de Lessing: «Dios concibió su
perfección dividida, esto es, creó seres», sucnan aquí perceptiblemente. El
camino conduce desde Nicolás, pasando por Leibnitz, directamente a Lessing.
En el mundo
no hay nada que no sea expresión de Dios. Lo compuesto y lo simple, la materia
y la forma, lo perecedero y lo indestructible, todo es igualmente necesario al
despliegue de Dios.
* Dios lo
implica todo porque t0do reside en Él y lo explica todo porque Él reside en
todo, ramos de imperfecto y negativo no puede tener ninguna causa fuera de
Dios; no se debe a la resistencia y oscuridad de la materia, sino que es mera
consecuencia de la finitud, modo propio del despliegue. El mundo «es, por
decirlo así, una perfecta obra de arte que depende totalmente de la idea del
artista y no tiene otro ser que la dependencia de aquello de que recibe el ser
y por cuyo influjo se conserva». Esta creación artística es la obra, no de un
arquitecto del universo, sujeto a la materia, sino del creador del universo.
Por eso no teme Nicolás la audaz expresión: el mundo es, «por decirlo , una
infinidad finita o un Dios creado». Esto da por resultado una suprema
glorificación del mundo, Este universo es el mejor de todos los posibles. Es
sabido cómo Leibnitz ha hecho de esta suprema afirmación de la realidad (a la
que, por lo demás, tendía la metafísica cristiana desde Sam Agustín hasta Santo
Tomás) el principio fundamental de su sistema y de la doctrina de la creación
contenida en él. La «razón suficiente» para que las posibilidades ilimitadas de
formación de mundos se condensen en nuestro mundo, solo puede ser el «principio
de lo mejor», la tendencia, por decirlo así, a un máximum de realidad y
perfección. La creación se descrita en Leibnitz, unas veces conforme a la
imagen de la acción consciente y personal, otras como un irradiar
(fúlgurations, effluere), o como una tendencia de las innumerables esencias a
la existencia. Pero lo que permanece siempre igual en su doctrina, su núcleo,
es que las ideas y esencias que constituyen nuestro mundo son precisamente
aquellas que dan por resultado una máxima perfección universal en la coexistencia
(la composibilidad), una suprema armonía. Este principio del optimismo, que
desde Leibnitz (y Shaftesbury) ha representado un papel tan importante en la
metafísica y la visión del universo del siglo xvi, es el resultado de aquella
doctrina del despliegue de Dios. Entre Nicolás y Leibnitz forman el tránsito
los filósofos del Renacimiento, ante todo la doctrina de la creación de Ficino
y Bruno, y simultáneamente la filosofía natural alemana, en particular la
doctrina de Valentín Weigel sobre la perfección universal de lo real. Ya en el
cardenal alemán del siglo xv, no solo en Leibnitz, está perfectamente claro
cómo esta expresión del mejor de todos los mundos posibles se diferencia del
pensamiento de Platón, por ejemplo, que suena enteramente igual. En Platón es
este mundo el mejor que era posible en el supuesto del espacio-materia, por su
indeterminación, imposible de dominar por completo con su inconsistente más y
menos, por su carácter mecánico y contingente. De esta forma del pensamiento no
hay mucha distancia a la del mundo, al
pesimismo. Pero en Nicolás (y en Leibnitz) el sentido de la expresión es este:
que el mundo, como despliegue de Dios, no puede ser la unidad divina misma, lo
no desplegado; y solo en este sentido hay limitación en las palabras «todos los
posibles». Es como si el creador hubiese dicho: sea. Mas como Dios, que es la
eternidad misma, no podía llegar a ser, se ha hecho lo más análogo a Dios que
podía hacerse. El mundo se acerca y se parece lo más posible al origen y
principio por el cual es lo que es; es «la copia más fiel posible de lo
absoluto».
Por eso,
aunque también aquí se habla de las deficiencias, imperfecciones y males en el
mundo de la «casualidad», de la fugacidad y de la decadencia, de las tinieblas
y del no ser, siempre resulta que todo esto procede también del Dios uno, como
expresión y despliegue de su esencia. El no ser que todo lo creado tiene en sí
(distinción, exterioridad, fugacidad), coincide con el ser. También el mundo
es, como todo, unidad; no coincidencia, pero sí armonía de los contrarios. En
ella se realiza su sentido de despliegue. «Todos los seres claman unísonos y
declaran uno y lo mismo; y este clamor unísono... es la plena y rica expresión
de lo uno y lo mismo.»
«Como lo Uno
se manifiesta en el máximo contraste de fuerzas, surge... una lucha de las
fuerzas y de esta una nueva creación y destrucción.»
El mundo es
distinto de Dios; y en cuanto debe ser un despliegue, ha de recoger en sí la división,
la destrucción, el contraste y todo lo que a nosotros nos pe imperfección. En
este sentido resulta siempre inferior a Dios, «El universo no alcanza nunca la
altura de lo máximo y lo absoluto.» La naturaleza no puede unir realmente los
contrarios. Por eso el mundo es solo el mejor de todos los posibles y no el
mejor pura y simplemente, Pero esta limitación es necesaria; y no porque se
imponga aquí inevitable y ciego un destino extraño, una materia inerte, sino
que es racionalmente necesaria; es efecto de la gran misión misma que realiza:
hacer patente la riqueza de Dios. «El universo tiene una causa racional y
necesaria de su naturaleza concreta (esto es, de la dispersión en la
multiplicidad y el contraste)». «Toda envidia está muy lejos de aquel que es la
bondad suma y cuyo obrar no puede tener tacha: sino que, así como Él es lo más
grande que existe, así también su obra se aproxima a lo más grande todo lo
posible.» Toda criatura está creada, por tanto, «de tal suerte que existe del
modo mejor posible»; por consiguiente, dentro de toda la diversidad de valor de
lo existente, «toda criatura es como tal perfecta». Hay una gradación en este
mundo, perfecto de un extremo a otro; pero la significación de estos grados no
es la de un paulatino ascender desde una materia extraña a Dios y una
indeterminación hasta la forma pura; sino que todos los grados son en su puesto
necesarios al despliegue y por tanto perfectos en sí. Ninguna cosa puede ser el
todo, pues fuera Dios mismo; si había de expansionarse la plenitud de Dios, como
podía ser todo uno e igual; «por ende lo creó Dios todo en diversos grados».
También aquí es cierto que «Dios comunica el ser sin diferencias ni celos» y
que «todo ser creado descansa en la perfección que ha recibido liberalmente del
Ser divino, y no apetece ser ninguna otra criatura, como si él fuese más
perfecto». Ningún grado podría ser lo que es, ni cumplir su fin en el gran
orden del despliegue, sin los demás; todo se sostiene mutuamente. Por eso,
según Nicolás, tampoco ha surgido
primero la inteligencia, luego las almas y por último la naturaleza (como en un
paulatino descenso), sino que de una vez brotó de Dios todo aquello sin lo cual
no podría existir un universo perfecto. Lo mismo bajando que subiendo por la
escala infinita de todas las cosas, llegamos al origen de todas ellas. En todos
los grados, diferencias y contrastes se despliega Dios. Lo grande y lo pequeño,
lo noble y lo mezquino, el espíritu y la materia, reflejan a aquel en quien los
contrarios son una sola cosa.
Con esta
abolición de los contrastes, en cuanto quieren «petrificarse en el dualismo»
(como Hegel dice), va unido un cambio completo en el concepto de la materia. La
creación de la nada no conoce una materia dada de antemano y en perdurable
resistencia, que habría de ser puesta en movimiento desde fuera, por decirlo
así, y recibir lo espiritual y divino desde arriba. Tampoco conoce un último
límite luminoso de la irradiación divina, en el cual lo real caería
esencialmente en la oscuridad. Sino que la materia y el espacio surgen del plan
perfecto del universo y de la mano del Creador, lo mismo que lo animado por las
formas y lo vivo, Pero entonces deben desaparecer todos esos predicados
desvaloradores que afectan a la materia desde la Antiguedad. En el fondo también
la doctrina cristiana de la resurrección de la carne debía conducir a esto;
pues presupone que también lo corporal es susceptible de glorificación e
incorporación al reino supremo. El pecado no puede residir, según esto, en la
sensibilidad, en el cuerpo, en las potencias materiales; se le define, pues,
como cierta conducta espiritual, como una desviación de la voluntad libre, que
se aparta de Dios. El cuerpo mismo no es malo, como tampoco el animal
irracional es llamado malo, dice especialmente San Agustín, después de Orígenes
y Metodio. En el orden natural de las cosas son necesarios y buenos. Mientras
lo sensible obedece al espíritu, como lo inferior a lo superior, tiene su valor
en su puesto. Lo que trae al mundo el peligro de la «carne», del apetito
vicioso, de la sensualidad seductora y enemiga del cuerpo, es el orgullo del
hombre, su soberbia frente a Dios. El alma prefiere su propio yo al amor de
Dios. Este acto original del pecado es un acto voluntario, de orden espiritual;
no una «caída» natural y físicamente necesaria, que llevara a cabo lo emanado,
separándose de su fuente.
De este
modo, todos los padres de la Iglesia, Teófilo de Antioquía, Ireneo y
Tertuliano, Orígenes y San Agustín, tratan de incluir la existencia y la
especial función de la materia en el plan de la creación. Los padres griegos,
en los cuales está más arraigada la tradición antigua, son los que encuentran
más difícil este paso. La resurrección de la carne halla en Orígenes obstinada
resistencia. Solo en acerba lucha contra Platón y los platónicos, que le rodean,
rechaza Metodio la representación según la cual el alma, dotada originariamente
de una preexistencia inmaterial, desciende, por su caída, al cuerpo, como a una
cárcel, de la que debe tratar de escapar, representación según la cual a la vez
el pecado y el mal se inician ya con el cuerpo como tal.
Sin embargo,
a través de toda la Edad Media, queda siempre impreso en la materia aquel sello
de negatividad, de deficiencia e insuficiencia, que tenía su particular
expresión en el concepto aristotélico de su no ser, como mera posibilidad
indeterminada de todo lo real. Cierto que San Agustín insiste en que también la
materia es necesaria para que Dios forme el universo; en que también la
posibilidad es necesario requisito de un mundo que tiene el sentido de una
creación, esto es, de un mundo que debe llegar de la posibilidad a la realidad;
en que, por tanto, también la materia es racionalmente un bien, No obstante,
subsiste la tacha. En Santo Tomás de Aquino es la materia, de un modo por
completo aristotélico, solamente el principio del padecer y de la privacó de la
mera tolerancia de la forma, e incapaz de existir por su propia virtud.
Pero el
cambio se anuncia ya en el gran maestro de Santo Tomás, Alberto. El influjo del
naturalismo árabe sobre la filosofía de su época ha colaborado aquí, como en la
moderna orientación hacia la naturaleza exterior; pero también en esta cuestión
se trata menos de una apropiación de las ideas árabes que de un solícito
aprovechamiento de lo que podía servir a la tendencia propia, lentamente
madurada hacia la sublimación y realce del concepto del universo y de la
materia. Todos hasta Bruno apelan a la doctrina de Averroes, según la cual las
formas yacen ya en la materia y solo necesitan ser destacadas. Pero no es una
tendencia naturalista ía que conduce a esto en los pensadores cristianos.
Alberto Magno enseña contra Aristóteles que la materia es en todo caso el
«comienzo» de las formas y tiene en sí la iniciación del devenir, de suerte que
la forma solo representa el complemento de lo que ya existía allí como
comienzo. relaciona esto directamente con la doctrina de la creación. Dios, que
no necesita ninguna materia previa para la creación del mundo, creó también lo
inferior de que surge lo superior. De este modo, se halla presente no solo en
el alma sino también en toda cosa material.
En la «época
de la decadencia» Enrique de Gante (y le sigue Duns Scoto, combatiendo contra
Santo Tomás), intenta quitar a la materia la tacha de lo meramente posible y no
existente por sí. La materia es para él un sustrato de formaciones con existencia
real, un tanquam per ser creabiles el Creador podría producirla separada de
toda forma. La materia no logra la existencia al mezclarse con la forma, sino
que debe su «primer ser» a su participación en Dios, como obra de Este, En el
espíritu del Creador hay también una idea propia de la materia. La aptitud para
la recepción de las formas significa ya su «segundo ser», y en la formación
misma adquiere un tercero, la realidad de Aristóteles. Roger Bacon y los
investigadores de la naturaleza libran a la materia también de la otra imperfección, de la inercia y
pasividad. Las formas no le son impuestas exteriormente —enseñan—, sino que la
actividad reside ya en la materia misma; las influencias exteriores se limitan
a excitarla, a transformarse por sus fuerzas íntimas, a tender a las formas.
En el
concepto del mundo de Nicolás de Cusa exprésase claramente este cambio. También
para él es lo característico de la materia, como para Aristóteles, el rasgo de
la posibilidad para el ser. Pero la posibilidad no debe —dice, combatiendo
expresamente contra los «antiguos» y sus «falsos pensamientos», «su ignorancia»
en este asunto— considerarse como algo imperfecto, deficiente y meramente
pasivo. Si hay una posibilidad absoluta, es... Dios mismo, del cual procede y
llega al ser todo lo real. En Dios se halla el fundamento de toda materia y de
toda realidad. Él es la posibilidad de todo, como el ser. En Él, el possest,
coinciden la posibilidad como potencia y la realidad de la forma como ser. Dios
ya no es mera forma, que excluye de sí la materia sin saber nada de ella, como
en el dualismo aristotélico. La posibilidad, como potencia absoluta, es incluso
el momento fundamental en la esencia divina, significado por el Padre; de Él
procede la materia de lo real. Dios no necesita de una materia dada, como el
artista humano; la materia y la forma, separadas en lo finito, coinciden en
Dios. También el cuerpo y el alma, la «posibilidad» y el «principio vital»,
aunque se separan por completo en la muerte, descendiendo aquel al centro,
ascendiendo esta a la periferia, coinciden en lo infinito como el triángulo y
el círculo.
El
Renacimiento prosigue por esta vía. Telesio, apelando expresamente a la
producción de la materia por la mano del Creador, ve algo positivo y revelador
de fuerzas en la propiedad misma de la inercia: esta es la tendencia a la
propia conservación. Por eso los cu actúan unos sobre otros, se tocan y se
limitan en el espacio. No hay, pues, materia sin fuerza. Lo que la pone en
movimiento no es la atracción de la forma, sino las fuerzas internas. De este
modo ya no es necesaria una cooperación de Dios (como forma de las formas) en
la naturaleza; sino que, después de haber creado la materia, Dios la abandona a
su tendencia a la propia conservación, en la cual las partes, luchando por su
existencia, se traban en las formaciones del mundo corpóreo. Análogamente
defiende Campanella, siguiendo la dirección intelectual de Nicolás, el elemento
dinámico de la materia, como un poder ser o facultad de ser y obrar. Y se
intenta cada vez más claramente concebir estas fuerzas como puras fuerzas
físicas, en lugar de las espirituales e inmateriales, sobrevenidas
exteriormente. Una imagen causal de la naturaleza, una imagen de pura índole
material-inmanente, empieza a desprenderse de la antigua teología dualista.
En esta
serie de pensadores es Giordano Bruno quien desarrolla más ampliamente el
motivo. Con Nicolás reduce la materia, como posibilidad, al poder de Dios. Pero
va más allá que aquel; para él la materia y la forma no solo coinciden en Dios,
sino que también en el universo están
originariamente unidas. La materia no es nunca muerta y absolutamente inerte;
en ella hay siempre una disposición positiva a la forma. La materia y la forma
representan solamente distintos aspectos del mismo ser y devenir unitarios,
ninguno de los cuales tiene preferencia absoluta sobre el otro. La materia no
puede ser un prope rnibil, como en los antiguos. Para Bruno, en conclusión, la
materia no es solo de procedencia divina, sino también de naturaleza divina.
Bruno no teme apelar a panteistas, como David de Dinant, contra cuya
identificación de la materia y la divinidad habían luchado Alberto y Santo
Tomás. La materia es una fuerza divina, y por ende la fuente de todo devenir,
de la inagotable fuerza generativa y de toda la magnificencia de la naturaleza,
No es
necesario indicar especialmente cómo este cambio en el concepto de la materia
había de favorecer la génesis de una nueva visión e investigación de la
naturaleza, que en lugar de la antigua doctrina de las «formas sustanciales»
(que procedente de la física aristotélica había determinado el concepto de la
naturaleza en la Edad Media, obstaculizando gravemente todos los conatos de una
investigación sin prevenciones) tiende a un estudio de las fuerzas y leyes
realmente inmanentes a la naturaleza y demostrables en ella por la experiencia.
La moderna visión mecanicista de la naturaleza, en la Edad Moderna, no ha
nacido, como su precursora, la antigua atomística, del fondo y con la tendencia
de una filosofía materialista. Ha llevado ciertamente muchas veces al
materialismo; especialmente en Flobbes, en la Francia del siglo xvit1, y en la
Alemania del xrx. Pero los grandes caudillos de la nueva ciencia han sido
siempre desafectos al materialismo. En ellos la autonomía de la materia no
significa la negación del fondo divino del universo, sino solo la abolición del
dualismo en su concepto de la naturaleza, el abandono de toda acción natural
que no proceda del mundo creado, cerrado en sí mismo y autosuficiente. Las fuerzas
no vienen de fuera, no son la expresión del anhelo hacia la forma suprema,
hacia una forma que trasciende del mundo, no se oponen a la materia como un
sistema de formas sustanciales; sino que su acción, y con ella todo el arden de
la naturaleza, manan de la materia misma.
Así surge el
concepto mecanicista de la naturaleza en Galileo y Descartes. Los
descubrimientos de Galileo habían roto el conjuro que el principio de las
formas sustanciales había impuesto a la libre investigación. Lo que la ciencia
busca ahora no son formas inmateriales, principios explicativos a la vez de las
formas corpóreas y de lo espiritual, impresos en el ser natural desde arriba,
por decirlo así, sino las fuerzas y leyes observables de lo material; no
principios formales, de índole cualitativa, valorativa e ideal, sino leyes
estructurales de lo cuantitativo y tempo-espacial. El libro de la naturaleza
está escrito en letras matemáticas; y justamente en esta autonomía del
mecanicismo, en la rotundidad homogénea de este orden material matemático, se
revela la fuerza divina, una, de la que procede la materia, así como su forma,
la ley matemática. Mientras para Platón el espacio-materia era el dominio de lo
mecánico-natural, por ende de lo meramente contingente y rebelde a la necesidad
inteligible de las formas, aquí cl curso mecánico de la naturaleza se convierte
justamente en la expresión de una íntima legalidad.
Descartes
extiende estas ideas por primera vez hasta hacer de ellas una imagen entera del
universo. La materia y el ser todo de la naturaleza exterior se separa de todas
las fuerzas inmateriales y espirituales; el mundo se articula en el espacio,
con arreglo a sus propias leyes, hasta llegar al organismo. El desarrollo de la
tendencia pura llega a separar por completo lo psíquico de lo material y
espacial. Pero es manifiesto que este famoso «dualismo» de Descartes no es un
dualismo en el sentido de nuestro problema de los contrarios; pues en él no se
expresa ninguna diferencia de valor. La res cogitantes y la res extensae
proceden a la vez de la sustancia divina. Ambas forman en conjunción el mundo
entero natural y humano; pero no con la subordinación existente entre las
formas sustanciales y la materia-posibilidad, sino con una perfecta
coordinación, que se expresa ante todo en el hecho de llamarse ambas igualmente
sustancias y en que según esto la materia no necesita del alma, lo material no
necesita de lo espiritual, para existir, moverse y desarrollarse; exactamente
lo mismo que, a la inversa, el alma tampoco necesita de lo corporal, La
tendencia cada vez más clara de los siglos anteriores, a concebir la materia
como algo autónomo, con existencia « fuerzas propias, a separarla
conceptualmente, como lo material-espacial de lo inmaterial psíquico (una
tendencia que se entrecruza de un modo peculiar con la necesidad imaginativa de
animar el universo y crear una magia natural), llega en Descartes a su perfecta
expresión. Entre los griegos el tránsito al motivo de la creación empezó con la
doctrina de Anaxágoras sobre el mus, que, añadido a la materia, introduce en
ella el movimiento y el orden, Las doctrinas de la materia semoviente
Íntimamente animada, fueron reemplazadas por una nueva idea del mundo. En la
Edad Moderna, a la inversa, es el concepto de la creación, en el nuevo sentido
de la creatio ex nibilo, el que devuelve a la materia su autonomía y fuerzas
propias. Y sin embargo, no se abandona el sentido racional, el orden
«inteligible» (esto es, cognoscible de un modo pura: mente conceptual) del
universo por un curso de la naturaleza contingente y ciego; pues la materia
misma, con sus fuerzas, con las leyes y acciones, matemáticamente cognoscibles,
que conducen a la edificación de todo el cosmos externo, ha salido del espíritu
del Creador. El us motor y ordenador ya no está junto a la materia o sobre
ella, interviniendo en ella, imponiéndole lo que debe ser, o atrayéndola hacia
ello, sino que la materia, con sus fuerzas ordenadoras, es en sí misma una
expresión propia, concluyente y total del nus del Creador, una explicatio Dei, una acen según las ideas eternas.
Descartes
concibe también la idea de una evolución universal según leyes propias,
puramente mecánicas. Como es sabido, Kant joven, en la Historia natural del
universo y teoría del cielo, es el primero que ha hecho de esta idea una teoría
científica de significación duradera (la llamada hipótesis cosmogónica de Kant-Laplace).
Pues bien, es de singular incentivo ver en la obra de Kant cómo su convicción
de la posibilidad de esta teoría de una evolución mecánica crece en la
discusión metafísica del motivo de la creación, en la lucha con Newton, que no
abarcó Íntegramente sus consecuencias. Ya San Agustín y Alberto Magno habían
insistido en el pensamiento de que el universo ordenado, como imagen y obra de
Dios, no admite los milagros que contrarían el orden natural; una acción de
Dios, contraria a la naturaleza que Él mismo ha dado a las cosas, significaría
un ataque contra sí mismo. Desarrollando rigurosamente esta idea dice, pues,
Kant: es desconocer la esencia de la creación creer necesario admitir una
intervención sobrematerial para explicar el gran orden del cosmos material.
Newton, el gran sistemático del universo, el primero que redujo el curso entero
del universo a un principio material único, la ley mecánica de la atracción, ha
fallado sin embargo a su propia tendencia, cuando creyó deber explicar el
triunfal orden de la bóveda celeste, por una intervención inmediata de Dios, no
por la acción de fuerzas naturales materiales. El mismo Newton tan fuertemente
arraigado en la tradición del nuevo motivo de la creación, que llamaba al
espacio (al mismo espacio que Platón y los demás consideraban como lo
esencialmente alejado de Dios y meramente mecánico material) el sensorio de
Dios, cree sin embargo que el orden de los astros en el espacio nace de un modo
extraordinario, por la intervención superior y externa de un principio de
acción teleológico. Aquí mismo, en el momento de su triunfo supremo, desde
Galileo y Descartes, los principios mecánicos y la materia siguen conservando
algo de la antigua decisión; parece como si ellos por sí solos no pudiesen
conducir a la belleza y al orden.
Esto es
precisamente lo que Kant combate. Kant muestra que semejante representación de
la materia no corresponde al concepto del Creador del mundo, sino solo al
concepto de un arquitecto cósmico, que ha de atenerse a la materia dada e
imprimir el orden en lo rebelde a él. Esto es «un prejuicio casi universal de
la mayoría de los filósofos contra la capacidad de la naturaleza para producir,
por sus leyes generales, algo ordenado... como si significase discutir a Dios
el gobierno del universo buscar su origen en las fuerzas naturales, y como si
estas fuesen un principio i diente de Dios y un destino eternamente ciego». Sin
embargo, no confundirse la tendencia a explicar la formación del universo, en
su totalidad, por principios puramente mecánicos, con la concepción de los
antiguos atomistas, desde Leucipo
hasta
Lucrecio, en la cual salía del acaso ciego el orden cósmico, de lo irracional
lo racionalmente ordenado. Se trata de saber si puede tener un sentido
aceptable y ser adecuado a la grandeza divina el suponer que el Creador de la
materia y de sus fuerzas y leyes mecánicas no haya podido sacar de ella la
forma del universo sino mediante una nueva intervención. No se hace más que
eternizar la lucha con los naturalistas y ofrecerles sin necesidad un lado
flaco, cuando de este modo se quiere entender la alusión a Dios que reside en
la naturaleza (la prueba físicoteológica). «Si la naturaleza de las cosas no
puede producir mediante las leyes eternas de su esencia nada más que el
desorden y el absurdo, demuestra con ello el carácter de su independencia
respecto de Dios. ¿Y qué concepto cabrá hacerse de una divinidad a la que las
leyes universales de la naturaleza solo obedecen mediante una especie de
compulsión y se oponen en sí y por sí a sus planes más sabios?» Con el
prejuicio de que las fuerzas materiales no pueden «producir en sí y por sí
mismas nada más que el desorden... nos vemos obligados a convertir la
naturaleza entera en un milagro»; y así se pierde el concepto mismo de la
naturaleza. «Solo un Dios produce en la máquina las transformaciones del
mundo.» El sentido de la idea de la creación se convierte con esto en un
absurdo. El verdadero concepto de la naturaleza (la cual, como mundo creado,
«tiene una relación general y armónica con la complacencia de la divinidad») e
igualmente el verdadero concepto de su Creador, lo posee tan solo quien piensa
que toda la magnificencia y orden del sistema del mundo ha surgido de la
materia, según las leyes dadas a ella desde un principio y constitutivas de su
misma esencia. ¿Cómo podría la mecánica de los movimientos naturales tener en
su origen «tendencias aberráticas y a una desatada dispersión, cuando debe di
las propiedades de que se derivarían estas consecuencias a la idea eterna del
entendimiento divino, en el cual todo ha de relacionarse con todo y cooperar al
mismo fin necesariamente? La trabazón de la naturaleza entera, sujeta a
evolución puramente mecánica, en un sistema tan singular, es justamente la
señal más clara de la unidad de su origen; señal que no supera la referencia a
ninguna intervención ni evolución teleológica. La verdadera prueba
físico-teológica no es la que neúesita completar el acto divino creador de la
materia, con un segundo acto en el cual le imponga el orden y la forma, como si
ella en sí misma propendiese a lo informe y fuese imperfecta desde su origen.
«Si las leyes universales de acción de la materia son una consecuencia del plan
supremo, no pueden tener verosímilmente otro destino que el de tender a
realizar por sí mismas el plan que la suma sabiduría se ha propuesto.» Solo así
se comprende propiamente la obra de la creación en su total simplicidad,
sabiduría y grandeza; solo así se comprende al Creador, no meramente como
«grande y poderoso», sino como «infinito y universalmente suficiente».
Por ende, si
la formación del mundo debe concebirse como una evolución desde el caos al
cosmos, el concepto de la creación exige que «ya en las propiedades esenciales
de los elementos, que constituyen el caos, se adviertan señales de la
perfección que tienen desde su origen... Las propiedades más simples y más
generales, que parecen esbozadas sin plan; la materia, que parece meramente
pasiva y menesterosa de forma y orden, tiene en su estado simple una tendencia
a adquirir por evolución natural una constitución más perfecta», La materia,
que es el sustrato primitivo de todas las cosas, está sujeta a ciertas leyes,
libremente abandonada a las cuales produce por necesidad hermosas
combinaciones. No tiene libertad para separarse de este plan de perfección... y
Dios existe precisamente porque la naturaleza ni siquiera en el caos puede
proceder de otro modo que regular y ordenadamente. De esta suerte, para Kant,
la autonomía de la naturaleza, de la evolución material y, por consiguiente, la
necesidad de una explicación de la naturaleza puramente mecanicista, sin
auxilio de intervenciones teleológicas, se sigue inmediatamente de la doctrina
de la creación, del concepto del mundo como expresión de Dios y no como
contrario a Dios. Una constitución del universo (como la de Newton en aquella
hipótesis de una intervención y ordenación divina) «que no se conserva sin
milagro, no tiene ese carácter de inteligibilidad, que es la señal de la
elección divina».
Todos estos
son desarrollos, cuya importancia histórica ha sido demasiado poco apreciada
hasta ahora y ante los cuales no se debería pasar de-laiso, como si fueién,
¡odie de hablar al gano de la época, Estos desarrollos son con toda evidencia
algo más que un ajuste posterior de direcciones espirituales que se han formado
y acercado con independencia unas de otras. Más atención se ha concedido
siempre, en cambio, a la influencia de aquella vuelta hacia la naturaleza y
hacia el mundo, que se inicia en los comienzos de la Edad Moderna y conduce a
la total transformación de la imagen astronómica del universo. Para el problema
que nos ocupa en este momento importa solo el punto capital: la unidad de valor
que se opone también al dualismo en la concepción del sistema astronómico del
mundo como tal. Toda la Edad Media se atuvo, justamente por eso, a las
doctrinas de la tradición antigua. En esta, con el dominio inicial del motivo
del contraste, en la metafísica de los pitagóricos, su valoración astronómica
se había convertido en la idea directriz de la investigación. La dualidad y el
contraste de valores dominan desde entonces la imagen del mundo en la ciencia
griega, la cual, singularmente en la exposición de la física aristotélica, fue
decisiva para el cuadro medieval del cosmos. El mundo visible está dividido. El
cielo estrellado, con sus astros girando eternamente en ordenadas trayectorias,
alude, como reino del éter y de la armonía de las esferas, a los dioses y al
bien. En el «mundo sublunar», por el contrario, en el reino de los cuatro
elementos materiales, imperan el
desorden, lo meramente mecánico, el acaso y la caducidad. Podemos pasar aquí
por alto la referencia de cómo todo esto creció en la imagen medieval del
universo, con aquella gradación que el neoplatonismo había descrito cual
descenso paulatino desde lo Uno divino hasta las cosas materiales y cómo aquí
se coordinó la jerarquía de los seres a la organización cósmica, ordenándose
las esferas de los astros según la gradaciones de los seres espirituales,
siendo considerados los ángeles como los motores de los astros, etc. Para
nuetro fin basta señalar de un modo general el entrecruzamiento del dualismo
metafísico-espiritual con el cósmico-astronómico. Este dualismo
físico-metafísico se ha resistido después acérrima y encarnizadamente a todos
los intentos de una nueva investigación y ordenación del edificio del universo,
como los que se aventuraban cada vez con más importancia desde fines de la Edad
Media. Todavía Keplero, a quien la astronomía de la Edad Moderna debe el paso
decisivo, no supo representarse el origen del movimiento de los planetas y de
sus leyes matemáticas, por él mismo descubiertas, como causas mecánicas (como en
los movimientos de nuestra tierra) sino tan solo como actividad final de unos seres
inteligentes. No supo concebir la unidad de la ley natural en la caída de los
cuerpos, de Galileo, y en el curso de los planetas. La gravedad era para él
todavía una fuerza puramente terrestre y específicamente distinta de las
ordenadas fuerzas de la «armonía universal», lo mismo que la «tierra» y el
«cielos son contrarios.
Solo con
Huyghens y Newton triunfa plenamente en la ciencia la idea de una mecánica
celeste, aunque ya la habían concebido claramente los occamistas parisienses
del siglo x1v. Solo Newton piensa la gravedad tomo la atracción mutua y general
de todas las partes de la materia por
ende erigir un sistema del universo sobre la base de una sola ley universal.
Solo ahora (y en rigor, de un modo completo, solo, como hemos visto, en Kant)
pierde lo «mecánico» el último resto de cosa extraña al «cielo». Ahora
confluyen por vez primera los caminos de Keplero y Galileo. Ya no pueden
identificarse lo mecánico y lo contingente. La ley mecánica de la piedra que
cae está determinada por un orden matemático, tan exactamente como la
uniformidad de la revolución de las estrellas, admirada desde los tiempos
primitivos. Por todas partes, «arriba lo mismo que abajo», en el ancho cielo
igual que en el mundo sublunar, está el libro de la naturaleza escrito en
letras matemáticas.
Para que
esta evolución científica llegase a plena madurez era menester la convicción de
la homogeneidad del universo en todas sus partes, rudamente opuesta a aquel
dualismo. Dios lo ha creado todo «según medida, número y peso», decía el
antiguo lema de la creación y de igual modo Leibnitz y Kant en su primera
época, cuando luchan con los materialistas y naturalistas, y respondiendo a las
indicaciones de Galileo y es, enseñan a entender el mecanicismo como un medio y
una expresión concluyente de la causa final espiritual del universo. Tout comeci
la fórmula de Leibnitz para la homogeneidad del universo infinito, no significa
que la celestial armonía de las esferas deba descender a lo terrestre y
mecánico, sino que lo terrestre debe ascender a la plena expresión de Dios;
también en el caos de los procesos moleculares y del curso cotidiano de las
cosas se encuentra la completa maravilla de un orden y unas leyes absolutas.
Encontrar en el grano de polvo y en la mínima partícula de la materia un mundo
de una perfecta sujeción a leyes y de movimiento regular, como los antiguos lo
habían conocido solamente en las esferas celestes, es la perspectiva,
hondamente venturosa, que para Leibnitz resulta de la nueva ciencia.
No es
maravilla, pues, que Nicolás de Cusa, el metafísico que concibe el mundo como
explicatio Dei, tenga también decisiva importancia para la transformación de la
imagen astronómica del universo. Giordano Bruno no recibió de Copérnico el
impulso que le llevó a su concepción del mundo, sino que tomó su idea capital
de Nicolás, limitándose a enlazarla con aquel descubrimiento astronómico. La
desvaloración de la tierra está ya completamente superada en el alemán. La
tierra ya no es para Nicolás el centro inmóvil, el «abajo», hacia el cual cae
todo, en contraste con la periferia y el «arriba» de las esferas celestes. El
universo no tiene periferia ni centro; no tiene abajo ni arriba. Dios es su
periferia y su centro. A El se llega lo mismo por el camino descendente que por
el ascendente. Ha de ser falso, pues, «que esta tierra sea la parte mínima e
Ínfima del universo». Las presuntas pruebas de esto son todas refutables. La
tierra es una «noble estrella» entre las demás y en acción recíproca con ellas;
pues el buen Dios «lo ha creado todo de tal suerte que todo ser, tendiendo a
conservar su ser, como una misión divina, realiza esta tendencia en comunión
con los demás seres». De aquí se sigue también que esta tierra, no
distinguiéndose de los astros que giran, no reposa, en contraste con ellos,
sino que en realidad la tierra no puede carecer de movimiento. Se sigue,
además, que los planetas tienen la vida y habitantes racionales, enteramente lo
mismo que nuestra tierra. La nueva posición frente al mundo visible, que se
expresa con pathos tan arrebatador en las obras de Bruno, o de Leibnitz, o de
la primera época de Kant, se funda, pues, exclusivamente en el pleno desarrollo
del tema iniciado con la doctrina de la creación y el abandono del dualismo
antiguo.
Es palmario
que con esta concepción del universo se siga una nueva valoración del cuerpo y
de la sensibilidad. La sensibilidad ya no puede considerarse como un mero
contrario de lo espiritual; ha de dignificarse como una función propia y no
despreciable de nuestra vida. No puede ser en sí mala ni errónea. También ella,
a su manera, conduce a la verdad y al bien. Del Creador de todas las cosas,
dice Keplero, procede lo sensible, lo mismo que lo espiritual. Precisamente por
esto puede el «instinto natural» y la experiencia sensible conducirnos al
descubrimiento de las leyes de la realidad y de los «principios» espirituales
del curso de las cosas. La sensibilidad aprehende ya, aunque solo de un modo
confuso, lo que el entendimiento penetra claramente. Es sabido cómo la teoría
del conocimiento del sistema leibnitziano ha y construido esta idea y la ha
impreso a todo el siglo xvir, hasta Kant. Lo mismo que la sensación y la
percepción sensibles, la afección sensible del placer y el dolor no es tampoco
accidental y sin valor, sino que proporciona en forma confusa un conocimiento
de lo existente, albergando así en el fondo las relaciones espirituales de lo
inteligible. Los elementos de la experiencia sensible son representaciones que
solo necesitan elevarse a la claridad y la apercepción, para convertirse en
intelecto y espíritu, lo mismo que «los elementos de los goces sensibles son
placeres espirituales, pero conocidos tan solo confusamente». Otro tanto sucede
con la vida apetitiva, Mientras en los antiguos la sensibilidad aparece como un
enturbiamiento de las ideas por la materia, aquí, en el nuevo terreno, la
sensibilidad es la expresión primera de lo espiritual, expresión pura, sin
mezcla de nada extraño.
Incluso en
el Kant del sistema crítico, que impugna esta teoría y traza una nueva línea
divisoria entre el fenómeno sensible y lo puramente inteligible, entre la
sensibilidad y el pensamiento, recibe la primera una nueva dignidad mediante el
valor de lo «puro», adjetivo que recae también sobre ella. Hay también un a
priori, esto es, leyes racionales en los principios de la sensibilidad. Si el
espacio y el tiempo son solamente formas del fenómeno, la matemática revela,
sin embargo, que ya aquí es posible un verdadero conocimiento espiritual. Y los
fenómenos mismos en el espacio y el tiempo, aunque no puedan dar ni significar
nunca lo último, ni deban aspirar a una realidad en sentido absoluto, son, sin
embargo, el terreno de la experiencia, en el cual puede desarrollarse y
necesita asegurarse nuestra vida, con lo que hay en ella de suprasensible, El
mundo fenoménico, el mundo de la «sensibilidad» es el lugar decisivo de nuestro
conocimiento y acción, que están llamados a lo espiritual. Esta convicción es
común al sistema de Kant y al de Leibnitz, de igual modo que la época entera de
Kant, con Hamann, Herder y los demás (en parte en lucha contra la separación de
Kant entre la razón y la sensibilidad) pelea por esta inmanencia de la vida. El
contraste profesado por la Antigiiedad había de culminar en la doctrina
ascética de la vida. En el mundo de la creación el camino de la salud espiritual
pasa por las etapas de un mundo sensible.
En una nueva
y magna ascención religiosa, Fichte ha puesto en primer término este designio
de «infundir en la tarea diaria y terrenal» lo suprasensible, considerándolo
como el motivo fundamental de la concepción moderna del mundo y de la moderna
doctrina religiosa de la vida. Con una dura tensión de la voluntad
ético-religiosa llegó así a una dignificación de la vida sensible y en
particular del trabajo material, que se distingue tanto de la Antiguedad, con
su menosprecio del trabajo manual, y de la ética del idealismo antiguo, como de
las direcciones medievales, apartadas del mundo. A la vez intenta con nueva
fuerza restablecer el puro sentido ideal del cuerpo. Él es el primero que trata
filosóficamente este problema, planteado por la vuelta de la religiosidad
moderna hacia el más acá, desde que Leibnitz lo incorporara por primera vez a
un sistema. Para Leibnitz el cuerpo, como fenómeno sensible, significa ante
todo la expresión exterior de la posición única que el alma individual en él
expresada tiene frente a la totalidad de las restantes almas y mónadas; el
cuerpo expresa, pues, bajo una apariencia espacial, un valor de ordenación
inteligible, espiritual. Para Fichte, que toma la idea exclusivamente en su
aspecto ético, el cuerpo es la expresión de la misión única que se halla
encomendada a este yo individual en el orden moral universal, siendo el medio y
el instrumento a la vez para llevar a cabo esta misión. También aquí, como en
el problema de la sensibilidad y de la acción material sensible, también aquí
la importancia de Fichte reside más en la comprensión profunda del nuevo
problema que en su solución. Mucho quedó y queda todavía por hacer en este
punto. No se lamentará nunca bastante que los muchos intentos hechos en este
sentido por el siglo xix, desde los románticos o Feuerbach hasta el sermón de
Nietzsche
sobre el «cuerpo creador» y el «sentido de la tierra», haya resbalado tan
fácilmente cayendo en el naturalismo y perdiendo su dirección primitiva.
La riqueza
de los motivos que evoca el tema de la creación, en el sentido aquí expuesto,
no queda agotada en estas indicaciones, Pero hemos de contentarnos con ellas.
Solo una última consecuencia : de exponer todavía, una paradoja. Hemos aludido
repetidas veces a los problemas internos que en definitiva empujan el optimismo
cósmico de la metafísica creacionista a entrar en lucha con la oposición vital
del pecado y la salvación, del bien y el mal, profundizado simultáneamente por
el cristianismo. Ahora bien: ya la Antiguedad en todos sus pensadores, desde
Platón hasta la última época, había intentado salvar la unidad del mundo,
considerando el mal solo como una «privación» del bien, como mero defecto y ser
relativo, y no como un ser y obrar positivos. La teodicea estoica y plotiniana
desarrollan esta idea ampliamente, y todas las teodiceas posteriores han tomado
de ellas sus argumentos. La Era Cristiana había de sentir que el problema
cargaba sobre ella con nuevo peso, precisamente por efecto de la idea de la
creación; y así ya los padres de la Iglesia, singularmente San Agustín, luchan
con la dificultad, que no cabía deshacer simplemente desplazando el pecado
desde la materia al acto voluntario, pues este acto voluntario es con toda
evidencia algo eminentemente positivo... ¿Cómo podría conciliarse el pecado con
la creación y la providencia divinas, con la idea del mejor mundo? Ya vimos
cómo se quería al menos alejar el mal del término de todas las cosas,
concediéndole solo una existencia limitada en el transcurso del tiempo. Pero a
pesar de todos estos intentos el problema central de la vida siguió sin
resolver ni conciliar con aquella idea del universo. Asi sucedió también en la
época final de la Edad Media, en que aparecieron de continuo nuevos ensayos para
explicar el mal como permitido y querido de algún modo por Dios. Estos ensayos
aparecieron como una consecuencia del determinismo teológico y de la doctrina
de la creación; pero también salieron del nuevo sentimiento de la vida.
Eckehart no hace más que seguir esta dirección, cuando en los maravillosos
«Discursos de las diferencias» dice que el hombre sometido a la voluntad de
Dios no debe desear no haber cometido el pecado en que ha incurrido y que ya
está perdonado, pues que tanto más íntimamente florece en él el amor de Dios
con el arrepentimiento y la gracia. Visto así, el pecado es un momento
transitorio en el proceso de la autorrevelación de Dios. Por eso ha enseñado
más tarde Valentín Weigel que también el diablo es bueno en su esencia y que
todos sus pecados solo le han hecho variar de accidentes temporales, no de
sustancia eterna. Pero justamente aquí, en los místicos, era el conflicto
religioso experimentado con si crudeza y empujaba a reconocer plenamente que el
mal es algo rea, una potencia positiva, contra lo que afirma la construcción
metafísica.
También se
debía llegar a tales reacciones partiendo del optimismo creacionista del
sistema leibnitziano, Es de singular interés el ver cómo estos problemas
internos acaban alejando a Kant (en su primera época) de la metafísica en que
se había educado y que había profesado largo tiempo, para llevarle a su sistema
definitivo. En aquella gradación del mejor de todos los mundos, que describen
sus legs obras, siguiendo el cauce de la metafísica de Leibnitz y Wolff, el mal
no consiste, en el fondo, sino en estar desplazado del justo lugar en dicho
orden, todos los grados del cual son en sí perfectos a su manera. «Las
perfecciones de Dios se revelan claramente en todos los grados y no son menos
magníficas en las clases ínfimas que en las más elevadas.» No puede
distinguirse, por tanto, entre valor y contravalor, inferior y superior, en el
sentido en que la Antigiiedad hablaba de ascenso y descenso en la gradación. El
pecado se define ahora diciendo que el hombre, creado como ser sensible y
racional, no hace imperar la razón sobre el apetito, o sea, lo superior sobre
lo subordinado, como está prescrito en aquella gradación, sino que a la
inversa, la razón se pone al servicio de las pasiones, lo claro y luminoso desciende
por debajo de lo confuso. Y la consecuencia necesaria es que la idea del pecado
palidece hasta desaparecer.
Kant no
hubiera estado penetrado de pietismo tan profundamente como lo estaba, si le
hubiese satisfecho esta concepción. Y este parece haber sido justamente un motivo decisivo,
acaso el motivo decisivo de su orientación hacia la crítica de la metafísica
racional y el primado de la razón práctica. La idea fundamental de su obra
sobre las «magnitudes negativas», tan importante la evolución kantiana, no
apunta últimamente a la «repugnancia real» del más y el menos en lo matemático
o de la atracción y la repulsión en la naturaleza, sino a la del bien y el mal
en la vida moral. El vicio, se dice aquí, no es una falta de virtud solamente,
sino una acción contra la ley. «Amar y no amar son términos contradictorios. No
amar es una verdadera negación; pero atendiendo a la obligación de amar a algo
y a la conciencia que se tiene de ella, esta negación solo es posible mediante
una real oposición. Y en este caso, entre amar y odiar solo hay una diferencia de
grado.» Aunque en este pasaje el pecado es designado todavía como una «privación»,
el sentido es ahora completamente distinto. El contraste, la repugnancia real,
es la ley de la vida ético-espiritual. En Dios no puede haber, es cierto, un
contraste semejante; más para el ser finito es constitutivo. Con esto Kant se
desvía definitivamente de la metafísica conciliadora de su época, renuncia a la
mera diferencia gradual, según el principio de la continuidad, a la
representación del mejor de todos los mundos, que se dilata en infinitos grados
y promueve con la luz la sombra misma mes se vuelve con nueva energía hacia el
contraste vital de que salen todas las dualidades del sistema: el fenómeno y lo
inteligible, la razón y la sensibilidad, la naturaleza y la libertad.
Pero otros
no solo han permanecido fieles a aquella conciliadora tendencia que afirma la
perfección universal, sino que han osado llegar hasta la última consecuencia
paradójica: la que niega en último término la existencia de la oposición
ético-religiosa. Dos grandes pensadores, que por lo demás parecen tener poco de
común, han seguido este camino. De un modo significativo, ambos se hallan
alejados de la tradición religiosa pura del cristianismo y son hostiles a la
crudeza del contraste que este afirma en la vida. Sin embargo, están lo
bastante sumidos en la gran evolución metafísica de la Edad Moderna, para ser
arrastrados por la tendencia afirmativa del universo (que es la consecuencia de
la doctrina de la creación): Spinoza y Nietzsche. La idea unitaria de la
perfección universal quiere triunfar tan completamente sobre los contrastes de
la vida, que estos son negados.
Un célebre
pasaje de Spinoza afirma que los afectos y las acciones humanas no deben
ridiculizarse, ni lamentarse, ni execrarse, sino que deben considerarse como si
se tratase de líneas, superficies y cuerpos; que las pasiones, como el amor, el
odio, la ira, la compasión, no deberían considerarse como yerros, sino como
propiedades de la naturaleza humana, inherentes a ella como a la naturaleza del
aire el calor, el frío y otros fenómenos, que son sin duda incómodos, pero
necesarios, y todos los cuales tienen sus causas seguras. Pues bien, suele con
demasiada complacencia interpretarse este pasaje de Spinoza como la expresión
de una fría imagen teórica del mundo, de
un perfecto naturalismo, que prescinde del mundo de los valores porque este no
corresponde a aquel. Y de hecho Spinoza en ese pasaje sigue diciendo: «la
verdadera consideración de estos objetos proporciona al espíritu la misma
alegría que el conocimiento de las cosas más agradables».
Desde luego,
podría decirse que se espera una singular alegría del conocimiento de las
naturalezas y sus propiedades y que la alegría se refiere siempre a algo
valioso. Si esta alegría mencionada aquí se diferencia de la de lo agradable,
es quizá porque se alude a un momento valorativo en el contemplador, bien que
independiente de la contingencia y subjetividad del individuo. También parece significativo
que se rechace la valoración de aquellas pasiones y afectos manifiestamente
solo en cuanto es una desvaloración. No parece, pues, decidido de antemano que
al lado de lo ridículo y lamentable, de los «yerros», no pueda surgir en el
espíritu humano y en el objeto de su sentimiento un valor positivo,
exclusivamente positivo.
Spinoza
insiste en que los contrastes de valor, el bien y el mal, el mérito y el
pecado, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, son meros prejuicios,
nacidos de la falsa idea del fin, que pretende contarlo todo a la medida del
hombre y de su interés subjetivo y arbitrario; son tan solo un producto del
apetito y de la ilusión del libre albedrío. Spinoza añade que los hombres no
hubiesen salido nunca de esta superstición, si la matemática no les hubiese
mostrado otra norma de la verdad; la matemática que no se ocupa de fines, sino
tan solo de la esencia y naturaleza de las figuras. Pues bien, cuando Spinoza
dice todo esto, pronto se advierte que este entusiasmo por el conocimiento
puro, hostil a las relaciones de valor, que nacen del concepto humano,
demasiado humano, del fin, no es en absoluto tan indiferente, tan enemigo"
de los valores. Spinoza dice solamente que si los hombres hubiesen conocido
realmente las esencias matemáticas, estas les hubiesen convencido, si no
atraído. Pero en este «convencer» hay manifiestamente algo más que una mera
evidencia teórica. Sería introducir una imperfección en el concepto de Dios, en
la sustancia infinita, el representársele obrando según fines, el representarse
la naturaleza persiguiendo el fin del hombre. El mundo de las cosas finitas es
una expresión y consecuencia inmediatas de la esencia de la sustancia. Y todas
las cosas lo son en la misma medida; ningún modo está más próximo que otro a la
esencia infinita. Nada es mero medio para otra cosa. Hay que entender y estimar
las cosas, no con arreglo a su utilidad para la concupiscencia humana, sino con
arreglo a su naturaleza y su propia potencia. Pero en este respecto hay que
considerarlas todas como las consecuencias y los modos necesarios de la
sustancia una € infinita, de la sustancia divina, que para Spinoza significa
justamente la perfección total. La Ética de este místico panteísta culmina en
apreciar sobre todas las cosas el «amor intelectual» a lo infinito, encontrando
en él el vencimiento de todos los afectos limitados y subjetivos y por ende la fuente de la más
honda y verdadera felicidad. De este modo se niegan los contrastes, para poder
honrar al ser íntegro e indiviso, como una emanación de la perfección suprema.
El placer que el sujeto cognoscente experimenta en las razones del conocimiento
matemático, lo mismo que en las relaciones puestas de manifiesto por el
conocimiento del universo, sub especie aeternitatis, es la suprema fruición de
un valor y atestigua como tal un amor intelectual. El amor y el odio, en el
sentido demasiado humano, son ridículos; deben ser conocidos y sometidos a la
cadena del curso necesario de las cosas. Pero el amor en este sentido eterno y
objetivo, que no tolera contrario y lo une todo, es la verdadera médula de la
vida, es conocimiento y verdad.
Por eso no
falta aquí un giro que entra plenamente en la esfera de los ensayos de
teodicea. A la pregunta capciosa de por qué hay la ilusión de la representación
de un fin, si todo es perfecto; de por qué Dios no ha creado el mundo de tal
suerte que todos los hombres se dejen guiar exclusivamente por motivos
racionales, por el conocimiento objetivo del ser, como los matemáticos, replica
Spinoza: «porque tenía materia para crearlo todo, desde el grado supremo de la
perfección hasta el ínfimo; o, para expresarme más propiamente, porque las
leyes de su naturaleza son tan amplias que alcanzan a producir cuanto puede ser
concebido por un entendimiento infinito». Lo mismo que en tantos glorificadores
modernos del universo, también aquí la plenitud del ser infinito justifica la
exigencia de la mayor riqueza en la armonía del mundo, la existencia de lo
defectuoso y lo irracional. Elevado a la perfección total. Dios no es para
Spinoza una «mera» naturaleza, más allá del valor y el contravalor, sino que lo
acentuado es lo inverso: la naturaleza es íntegramente divina, es Dios, es la
infinita y suma plenitud, sin división ni contrario, Lo mismo que no hay en lo
real nada opuesto a la perfección de la naturaleza-dios, tampoco lo hay al amor
Dei intellectualis, como se dice al final de la Ética. El aparente inmoralismo
de Spinoza termina en una doctrina de la virtud suprema, que hace de esta el
amor con que el ser absolutamente perfecto se ama a sí mismo, a través del
individuo.
Muy
semejante es la tendencia fundamental de Nietzsche. No se comprende la médula
de este pensador contradictorio, si se entiende el inmoralismo, que
preconizaba, como una simple protesta contra la moral del cristianismo y de
todas las «antiguas tablas». Pero aún entiende menos su verdadera voluntad,
quien se atenga a temporales manifestaciones de un naturalismo positivista y
librepensador («réealismo» dice Nietzsche, por haber seguido en él a P. Rée).
El supremo optimismo metafísico universal, la glorificación de todo y la
teodicea son ya el objetivo de Nietzsche, joven, a pesar de hallarse bajo la
influencia de Shopenhauer. El autor del «Origen de la tragedia» se propuso
«justificar el mundo como fenómeno estético». De aquí procede su odio contra el
cristianismo y pronto su desviación de Schopenhauer y su lucha contra todos los
metafísicos que calumnian el mundo y ponen otro mundo detrás. En todos ve la
misma tendencia que rechaza la vida y no cree en el más acá; todos acuden a los
contrastes del pecado y la salvación, del bien y el mal, y dividen lo existente
en un más acá y un más allá, en este mundo y un trasmundo, correspondiendo
siempre a nuestra realidad la sombra, la negación. A todos les falta el coraje
del último y total sí, el sentido pleno y rico de la santidad de la tierra. Por
eso el Nietzsche posterior opone al pesimismo cósmico
cristiano-schopenhaueriano, oriundo de la debilidad, su pesimismo de la fuerza,
que encuentra también su incentivo en el mar y en el pecado. «También este
pesimismo de la fuerza termina en una teodicea, esto es, en una absoluta
afirmación del mundo... y por tanto de la concepción de este mundo, como el
sumo ideal posible, efectivamente alcanzado.» «Alcanzar en la contemplación una
altura y vista de pájaro, desde la cual se comprenda que todo sucede realmente
tal como debiera suceder, que toda clase de imperfección, y el dolor incluido
en ella, entra en la suprema deseabilidad.» «Para esto es menester concebir los
aspectos de la existencia, hasta aquí negados, no solo como necesarios» (resuena
Spinoza), «sino como fiables, y no solo como deseables en atención a los
aspectos hasta aquí afirmados (como los complementos o las condiciones previas
de éstos), sino por ellos mismos, como aspectos más poderosos, terribles y
verdaderos de la existencia, en los cuales la voluntad de esta se expresa más
claramente». «Tipo de un espíritu que toma en su seno y salva las
contradicciones y dudas de la existencia... la afirmación religiosa de la vida,
de la vida entera, no renegada ni demediada... Dionysos frente al crucificado:
he aquí la oposición.»
«Mi designio
es mostrar la absoluta homogeneidad de todo el curso de las cosas y que el
empleo de la distinción moral depende solamente de la perspectiva...» «El
concepto de acción recusable nos causa una dificultad. Nada de cuanto sucede
puede ser en sí recusable; no se podría pretender suprimirlo; pues todo está
enlazado con todo de tal suerte que pretender suprimir algo significaría
suprimirlo todo. Una acción recusable significa un mundo recusable... Si el
curso de las cosas es un gran círculo, todo es igualmente valioso, eterno,
necesario. En todas las correlaciones del sí y el no, el preferir y el
rechazar, el amar y el odiar, se expresa tan solo una perspectiva, un interés
de determinados tipos de la vida: en sí, todo lo que existe pronuncia un sí.»
«Gran liberación la que esta evidencia trae; el contraste se aleja de las
cosas, la uniformidad de todo un curso se salva...»
De este modo
corre en Nietzsche, hasta llegar al «inmoralismo», una última consecuencia de
la tendencia moderna a la glorificación del universo, tendencia que se
desprende de la doctrina de la creación. Hay un afán de liberar al ser de todo
lo negativo, de toda división; afán que es sentido y sublimado religiosamente
incluso en este «ateo». Y como tantas veces, es aquí una vez más que la
plenitud y el poderío del universo el
motivo teológico por el cual hasta lo más dudoso y pésimo entra en la
bienaventuranza y afirmación universal. Partiendo del sentimiento de esta
riqueza desbordante, que hace sonar venturosamente incluso los aspectos más
terribles y dolorosos de la vida, llega Nietzsche a la expresión suprema para
su afirmación del mundo: al misterio del «eterno retorno».
https://archive.org/details/heimsoeth-h.-los-seis-grandes-temas-de-la-metafisica-occidental-ocr-1974
7-Deambular
libre y fácil
En la
oscuridad septentrional hay un pez y su nombre es K’un (1). K’un es tan enorme
que mide no sé cuántos “li”. Cambia y se convierte en un pájaro cuyo nombre es
P’eng. El lomo de P’eng mide no sé cuántos miles de “li” de ancho y, cuando se
eleva y se aleja volando, sus alas son como nubes que cubren todo el cielo.
Cuando el mar comienza a agitarse (2), este pájaro parte hacia la oscuridad del
sur, que es el Lago del Cielo. La Armonía Universal (3) da cuenta de varias
maravillas y dice: “Cuando el P’eng viaja a la oscuridad meridional, las aguas
se enturbian por tres mil li. Arma un torbellino y se eleva noventa mil li,
partiendo en el temporal del sexto mes”. Fluctuante es el calor, las partículas
de polvo, las cosas vivas soplándose unas a otras, y el cielo siempre azul. ¿Es
ése su verdadero color, o es porque está tan lejos y no tiene fin? Cuando el
pájaro baja la mirada, todo lo que ve también es azul. Si el agua no se acopia
con la suficiente profundidad, no tendrá la fuerza para sostener un gran barco.
Vierte una copa de agua en un hueco del piso y las basuritas navegarán en ella
como barcos. Pero pon la copa allí y se le pegará rápidamente, porque el agua
es demasiado escasa y el barco demasiado grande. Si el viento no se acopia con
la suficiente profundidad, no tendrá la fuerza para sostener grandes alas. Por
lo tanto, cuando el P’eng se eleva noventa mil li, debe tener al viento debajo
de él de este modo. Sólo así puede montarse a la espalda del viento y hombrear
el cielo azul, para que nada lo obstaculice ni entorpezca. Sólo entonces podrá
fijar sus ojos en el sur. La cigarra y la palomita se ríen de esto y dicen:
—Cuando nos esforzamos y volamos, podemos llegar hasta el álamo o el sapán,
pero a veces no lo logramos y nos caemos al suelo. ¿Cómo va a ser posible
entonces que alguien vaya noventa mil li al sur?! Si partes a los verdes
bosques vecinos, puedes llevarte alimentos para tres comidas y regresar con el
estómago repleto. Si te alejas cien li, debes moler tu grano la noche anterior;
y si te alejas mil li, debes comenzar a aprovisionarte con tres meses de
anticipación. ¿Qué pueden comprender estas criaturas? Una comprensión limitada
no puede compararse con una gran comprensión; los que tienen vidas cortas no
pueden compararse con los longevos. ¿Cómo sé que esto es así? El hongo de la
mañana no sabe nada del alba y del amanecer; la cigarra estival no sabe nada de
primaveras y otoños. Tienen vidas cortas. Al sur de Ch’u hay un ciempiés que
contabiliza quinientos años como una primavera y quinientos años como un otoño.
Hace muchos, muchos años había una gran rosa de Sharon que contabilizaba ocho
mil años como una primavera y ocho mil años como un otoño. Son longevos. Sin
embargo, Peng-tsu (4) sólo es famoso hoy en día por haber vivido mucho tiempo,
y todos tratan de mofarse de él. ¿No es acaso lamentable? Entre las preguntas
de T’ang a Ch’i encontramos lo mismo (5). En el norte yermo y desnudo hay un
mar oscuro, el Lago del Cielo. En él hay un pez que mide varios miles de li de
ancho, y nadie sabe cuánto de largo. Su nombre es K’un. También hay un pájaro
allí, llamado P’eng, con un lomo como el Monte T’ai y alas como nubes que
llenan el cielo. Arma un torbellino, salta en el aire, y se eleva noventa mil
li, atravesando las nubes y la niebla, hombreando el cielo azul, luego vuelve
sus ojos al sur y se prepara para viajar a la oscuridad meridional. La pequeña
codorniz se ríe de él, diciendo: —¿Adónde se cree que va? Yo doy un gran salto
y remonto vuelo, pero nunca me desplazo más de diez o doce yardas antes de
bajar aleteando entre yuyos y zarzas. Y además ése es el mejor tipo de vuelo! ¿Adónde se cree que va
ése?—. Tal es la diferencia entre lo grande y lo pequeño. Por lo tanto, un
hombre con la sabiduría suficiente como para ocupar un cargo efectivamente, con
la buena conducta suficiente para impresionar a una comunidad, con la virtud
suficiente para satisfacer a un soberano, o con el talento suficiente para ser
convocado al servicio de un estado, tiene el mismo tipo de orgullo de sí mismo
que estas pequeñas criaturas. Sung Jung-tzu (6) se moriría de risa ante un
hombre así. El mundo entero podía alabar a Sung Jung-Tzu y ello no lo haría
sobre exigirse; el mundo entero podía condenarlo y él no se mosquearía. Trazaba
una línea clara entre lo interno y lo externo, y reconocía las fronteras de la
gloria verdadera y de la desgracia. Pero eso era todo. Así como iba el mundo,
él ni se agitaba ni se preocupaba, pero había tierra que aún dejaba sin
remover. Lieh Tzu podía cabalgar el viento y planear hábilmente entre la brisa
fresca, pero después de quince días retornaba a la tierra. Mientras proseguía
la búsqueda de la buena fortuna, no se agitaba ni se preocupaba. Había superado
el escollo de caminar, pero aún tenía que depender de algo para movilizarse. Si
sólo hubiera montado en la verdad del Cielo y de la Tierra, si hubiese
cabalgado los cambios de las seis respiraciones, y vagado así a través de lo
ilimitado, entonces ¿de qué habría tenido que depender? Por lo tanto, digo, el
Hombre Perfecto no tiene un sí mismo; el Hombre Santo no tiene mérito; el Sabio
no tiene fama.(8) Yao quería cederle el imperio a Hsü Yu. —Cuando ya han salido
el sol y la luna —dijo— es un desperdicio de luz seguir quemando antorchas, ¿no
es verdad? Cuando las lluvias estacionales caen, es un desperdicio de agua
seguir irrigando los campos. Si subieras al trono, el mundo estaría bien
ordenado. Yo sigo ocupándolo, pero lo único que puedo ver son mis errores.
Ruego poder pasarte el mundo a ti. Hsü Yu dijo: —Gobiernas el mundo y el mundo
ya está bien gobernado. Ahora, si tomo tu lugar, ¿lo haría por renombre? Pero
el renombre no es más que el huésped de la realidad- ¿lo haría para poder
actuar el rol del huésped? Cuando el pájaro sastre construye su nido en la
profundidad del bosque , no usa más que una rama. Cuando el topo bebe en el
río, no toma más de lo que entra en su vientre. Ve a casa y olvídate del
asunto, señor mío. ¡No sirvo para el liderazgo del mundo! Aunque el cocinero no
ordene bien su cocina, el sacerdote y el representante del muerto en el
sacrificio no saltan sobre los cascos de vino y los altares sacrificiales para
ir a ocupar su lugar.(9) Chien Wu le dijo a Lien Shu: — Estaba escuchando a
Chieh Yü. Sus palabras no dicen nada que lo respalde, sigue y sigue sin
siquiera darse vuelta. ¡Sus palabras me han dejado mudo, sin más fin que la Vía
Láctea, salvaje y anchurosa, sin acercarse jamás a los asuntos humanos!. —¿Cómo
eran sus palabras? —preguntó Lien Shu. —Dijo que hay un Hombre Santo que vive
en la lejana Montaña Ku-she, con una piel como el hielo o la nieve, suave y
tímido como una doncella. No se alimenta de los cinco granos, pero mama del
viento, bebe el rocío, trepa sobre las nubes y la niebla, monta un dragón
alado, y deambula más allá de los cuatro mares. Concentrando su espíritu, puede
proteger a las criaturas de la enfermedad y de la plaga y lograr que la cosecha
sea abundante. Pensé que todo esto era una locura y me negué a creerlo. — ¡No
me quedan dudas! —dijo Lien Shu—. No podemos esperar que un ciego aprecie los
bellos diseños ni que un sordo escuche las campanas y los tambores. Y la
ceguera o la sordera no están confinadas sólo al cuerpo, la comprensión también
las tiene, como acaban de demostrar tus palabras. Este hombre, con su virtud,
está por abrazar los diez mil seres y arrollarlos en uno. Aunque los tiempos piden
una reforma, ¿por qué habría de agotarse con los asuntos del mundo? No hay nada
que pueda dañar a este
hombre. Aunque se apilen las aguas hasta el cielo, no se ahogará. Aunque una
gran sequía derrita el metal y la piedra y abrase la tierra y las colinas, él
no se quemará. ¡Sólo con sus cenizas y sus restos podrías modelar un Yao o un
Shun! ¿Por qué habría de consentir en preocuparse por meras cosas? Un hombre de
Sung que vendía sombreros ceremoniales viajó a Yüeh, pero la gente de Yüeh
lleva el cabello corto, se tatúa el cuerpo y no usa tales cosas. Yao trajo
orden a las gentes del mundo y dirigió el gobierno de todo lo que se halla
entre los mares. Pero fue a ver a los Cuatro Maestros del la lejana Montaña
Ku-she, y al regresar al norte del Río Fen, estaba tan obnubilado que había
olvidado su propio reino allí. Hui Tzu (10) le dijo a Chuang-Tzu: —El Rey de
Wei me ha dado algunas semillas en una gran saca. Las he plantado, y cuando
crecieron, el fruto era tan grande que podía contener cinco pículas (11) He
tratado de usarlo como recipiente para agua pero era tan pesado que no podía
levantarlo. Lo he cortado al medio para hacer vasijas, pero eran tan enormes e
incómodas que no podía meterlas en lugar alguno. No porque las calabazas no
fueran fantásticamente grandes, pero he decidido que no servían para nada y las
he destrozado. Chuang-tzu dijo: — ¡Ciertamente eres un estúpido cuando se trata
de utilizar grandes cosas! En Sung había un hombre hábil para fabricar un
ungüento que evitaba la sequedad de las manos, y generación tras generación su
familia se ganó la vida blanqueando seda en el agua. Un viajero escuchó acerca
del ungüento y le ofreció comprarle la fórmula por cien medidas de oro. El
hombre reunió a toda su familia: —Durante generaciones hemos blanqueado seda, y
nunca hemos obtenido más que unas pocas medidas de oro, dijo. —Ahora, si
vendemos nuestro secreto, podemos ganar cien medidas en una mañana.
Entreguémoselo!. El viajero obtuvo el ungüento y se lo presentó al rey de Wu,
quien tenía conflictos con el estado de Yüeh. El rey puso al hombre a cargo de
sus tropas, , y ese invierno libraron una batalla naval con los hombres Yüeh y
les dieron flor de paliza (12). Se le adjudicó al hombre una porción del
territorio conquistado como feudo. El ungüento había tenido el poder de evitar
que se cuartearan las manos en ambos casos, pero un hombre lo usó para obtener
un feudo mientras que el otro nunca llegó más allá de blanquear seda- porque lo
utilizaron de maneras distintas. Ahora bien, tu tenías una calabaza tan grande
que podía contener cinco pículas. ¿Por qué no pensaste en convertirla en una
gran tina para que pudieras flotar por los ríos y lagos, en lugar de
preocuparte porque era demasiado grande e incómoda para meterla en lugar
alguno? Obviamente tienes aún muchos yuyos en la cabeza! Hui Tzu le dijo a
Chuang Tzu: —Tengo un árbol grande del tipo denominado shu. Su tronco es
demasiado retorcido y nudoso para medirlo con una cinta de medición y sus ramas
demasiado vencidas y deformadas para aplicarles una escuadra. Podrías pararte
al costado del camino y ni un solo carpintero lo miraría dos veces. ¡Tus
palabras también son grandes e inútiles, y entonces todos las rechazan por
igual! Chuang Tzu dijo: —Quizás nunca hayas visto un gato montés o una
comadreja. Se agazapa y se esconde, esperando que algo se acerque. Salta y
corre al este y al oeste, sin dudar en subir o bajar, hasta que cae en la
trampa y muere en la red. Luego tienes también el yak, grande como una nube que
cubre el cielo. No hay duda de que sabe cómo ser grande, aunque no sabe cazar
ratas. Ahora tienes este gran árbol y te acongojas porque es inútil. ¿Por qué
no lo plantas en la Villa de Ni Un Poquito o en el Campo de lo Ancho y lo
Ilimitado, te relajas y no haces nada a su lado, o bien te acuestas y duermes libre
y fácilmente? Las hachas jamás acortarán su vida, nada podrá jamás dañarlo. Si
carece de uso, ¿cómo podría sufrir o sentir dolor?
1) K’un significa “hueva de pez”, o sea lo más pequeño, el
origen del pez. Empieza así Ch’T con una paradoja: el pez más grande es el más
pequeño. 2) Probable referencia a un cambio estacional en las mareas o en las
corrientes. 3) Identificado como el nombre de un hombre o el nombre de un
libro. Probablemente Chuang-tzu lo menciona como libro y se burla de los
filósofos de otras escuelas que citan textos antiguos para probar sus
aseveraciones. 4) Una especie de Matusalén chino que se dice vivió desde el
siglo XXVII al VII a.c. 5) El texto quizás esté corrupto aquí. El Pei-shan lu,
una obra escrita hacia el 800 d.c. por el monje Shen-ch’ing, contiene el
siguiente pasaje: “Chuang-tzu: ‘ T’ang le preguntó a Ch’I: Arriba, abajo, y las
cuatro direcciones tienen un límite?. Y Ch’I respondió: Más allá de lo
ilimitado hay otra instancia de falta de límites’”. Pero no sabemos si ete
pasaje se encontraba en el Chuang-tzu original ni si aún perteneciendo al
mismo, se encontraba en este lugar del texto. 6) Mencionado en otros textos del
periodo como Sung Chien o Sung K’eng. Según el capítulo 33, enseñó una doctrina
de armonía social, frugalidad, pacifismo y rechazo de los convencionalismos del
honor y la desgracia. 7) Lieh Yü-k´ou, un filósofo taoísta mencionado
frecuentemente en el Chuang tzu. El Lieh tzu, una obra que se le atribuye, es
de fecha incierta y no adoptó su forma acual hasta el siglo III o IV d.C. 8) No
tres categorías distintas sino tres nombres para la misma cosa. 9) O bien,
siguiendo otra interpretación: “el sacerdote y el representante del muerto no
le arrebatan los cascos de vino y su tabla de picar para ocupar su lugar.” 10)
El lógico Hui Shih quien, tal como señaló Waley, en el Chuang tzu “representa
la intelectualidad como opuesta a la imaginación”. 11) SHIH: antigua medida de
peso utilizada en China, equivalente a unos 70 kilos. 12) Porque el ungüento,
al evitar que se cuartearan las manos de los soldados, les ayudó en el manejo
de las armas.
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