Martin Heidegger
Carta sobre el humanismo
Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte (Alianza Editorial, Madrid 2000)
La Carta sobre el humanismo tiene su origen en una carta dirigida a Jean Beaufret (París) en el año 1946. Revisada y aumentada para
su edición, fue publicada por primera vez en 1947 por la editorial Francke (Berna 1947) en forma de apéndice a la obra Platons
Lehre von der Wahrheit. Actualmente la obra, con el título Brief über den Humanismus, forma parte del volumen noveno
(Wegmarken, ed. F.-W. von Herrmann, Vittorio Klostermann, Frankfurt am Main 1976, pp. 313-364) de la edición de las obras
completas de Heidegger (Heidegger Gesamtausgabe).
Estamos muy lejos de pensar la esencia del actuar de modo suficientemente decisivo. Sólo se conoce el
actuar como la producción de un efecto, cuya realidad se estima en función de su utilidad. Pero la esencia del
actuar es el llevar a cabo. Llevar a cabo significa desplegar algo en la plenitud de su esencia, guiar hacia ella,
producere. Por eso, en realidad sólo se puede llevar a cabo lo que ya es. Ahora bien, lo que ante todo «es» es
el ser. El pensar lleva a cabo la relación del ser con la esencia del hombre. No hace ni produce esta relación.
El pensar se limita a ofrecérsela al ser como aquello que a él mismo le ha sido dado por el ser. Este ofrecer
consiste en que en el pensar el ser llega al lenguaje. El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el
hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes de esa morada. Su guarda consiste en llevar a cabo la
manifestación del ser, en la medida en que, mediante su decir, ellos la llevan al lenguaje y allí la custodian.
El pensar no se convierte en acción porque salga de él un efecto o porque pueda ser utilizado. El pensar sólo
actúa en la medida en que piensa. Este actuar es, seguramente, el más simple, pero también el más elevado,
porque atañe a la relación del ser con el hombre. Pero todo obrar reside en el ser y se orienta a lo ente. Por
contra, el pensar se deja reclamar por el ser para decir la verdad del ser. El pensar lleva a cabo ese dejar.
Pensar es l'engagement par l'Étre pour l'Étre. No sé si lingüísticamente es posible decir esas dos cosas
(«par» y «pour») en una sola, concretamente de la manera siguiente: penser, c'est l'engagement de l'Étre.
Aquí, la forma del genitivo, «de l'...» pretende expresar que el genitivo es al mismo tiempo subjetivo y
objetivo. Efectivamente, «sujeto» y «objeto» son títulos inadecuados de la metafísica, la cual se adueñó
desde tiempos muy tempranos de la interpretación del lenguaje bajo la forma de la «lógica» y la «gramática»
occidentales. Lo que se esconde en tal suceso es algo que hoy sólo podemos adivinar. Liberar al lenguaje de
la gramática para ganar un orden esencial más originario es algo reservado al pensar y poetizar. El pensar no
es sólo l’engagement dans l'action para y mediante lo ente, en el sentido de lo real de la situación presente.
El pensar es l'engagement mediante y para la verdad del ser. Su historia nunca es ya pasado, sino que está
siempre por venir. La historia del ser sostiene y determina toda condition et situation humaine. Para que
aprendamos a experimentar puramente la citada esencia del pensar, lo que equivale a llevarla a cabo, nos
tenemos que liberar de la interpretación técnica del pensar. Los inicios de esa interpretación se remontan a
Platón y Aristóteles. En ellos, el pensar mismo vale como una τέκνη, esto es, como el procedimiento de la
reflexión al servicio del hacer y fabricar. Pero aquí, la reflexión ya está vista desde la perspectiva de la
πραξις y la ποίησις. Por eso, tomado en sí mismo, el pensar no es «práctico». La caracterización del pensar
como θεωρία y la determinación del conocer como procedimiento «teórico» suceden ya dentro de la
interpretación «técnica» del pensar. Es un intento de reacción que trata de salvar todavía cierta autonomía del
pensar respecto al actuar y el hacer. Desde entonces, la «filosofía» se encuentra en la permanente necesidad
de justificar su existencia frente a las «ciencias». Y cree que la mejor manera de lograrlo es elevarse a sí
misma al rango de ciencia. Pero este esfuerzo equivale al abandono de la esencia del pensar. La filosofía se
siente atenazada por el temor a perder su prestigio y valor si no es una ciencia. En efecto, esto se considera
una deficiencia y supone el carácter no científico del asunto. En la interpretación técnica del pensar se
abandona el ser como elemento del pensar. Desde la Sofística y Platón es la «lógica» la que empieza a
sancionar dicha interpretación. Se juzga al pensar conforme a un criterio inadecuado. Este juicio es
comparable al procedimiento que intenta valorar la esencia y facultades de los peces en función de su
capacidad para vivir en la tierra seca. Hace mucho tiempo, demasiado, que el pensar se encuentra en dique
seco. Así las cosas, ¿se puede llamar «irracionalismo» al esfuerzo por reconducir al pensar a su elemento?
Las preguntas de su carta, probablemente, se aclararían mucho mejor en una conversación cara a cara.
Frecuentemente, al ponerlo por escrito, el pensar pierde su dinamismo y, sobre todo, es muy difícil que
mantenga la característica pluridimensionalidad de su ámbito. A diferencia de lo que ocurre en las ciencias,
el rigor del pensar no consiste sólo en la exactitud artificial -es decir, teórico-técnica- de los conceptos.
Consiste en que el decir permanece puro en el elemento de la verdad del ser y deja que reine lo simple de sus
múltiples dimensiones. Pero, por otro lado, lo escrito nos aporta el saludable imperativo de una redacción
lingüística meditada y cuidada. Hoy sólo quiero rescatar una de sus preguntas. Tal vez al tratar de aclararla
se arroje también algo de luz sobre el resto.
Usted pregunta: Comment redonner un sens au mot «Humanisme»? Esta pregunta nace de la intención
de seguir manteniendo la palabra «humanismo». Pero yo me pregunto si es necesario. ¿O acaso no es
evidente el daño que provocan todos esos títulos? Es verdad que ya hace tiempo que se desconfía de los
«ismos». Pero el mercado de la opinión pública reclama siempre otros nuevos y por lo visto siempre se está
dispuesto a cubrir esa demanda. También nombres como «lógica», «ética», «física» surgen por primera vez
en escena tan pronto como el pensar originario toca a su fin. En su época más grande, los griegos pensaron
sin necesidad de todos esos títulos. Ni siquiera llamaron «filosofía» al pensar. Ese pensar se termina cuando
sale fuera de su elemento. El elemento es aquello desde donde el pensar es capaz de ser un pensar. El
elemento es lo que permite y capacita de verdad: la capacidad. Ésta hace suyo el pensar y lo lleva a su
esencia. El pensar, dicho sin más, es el pensar del ser. El genitivo dice dos cosas. El pensar es del ser, en la
medida en que, como acontecimiento propio del ser, pertenece al ser. El pensar es al mismo tiempo pensar
del ser, en la medida en que, al pertenecer al ser, está a la escucha del ser. Como aquello que pertenece al ser,
estando a su escucha, el pensar es aquello que es según su procedencia esencial. Que el pensar es significa
que el ser se ha adueñado destinalmente de su esencia. Adueñarse de una «cosa» o de una «persona» en su
esencia quiere decir amarla, quererla. Pensado de modo más originario, este querer significa regalar la
esencia. Semejante querer es la auténtica esencia del ser capaz, que no sólo logra esto o aquello, sino que
logra que algo «se presente» mostrando su origen, es decir, hace que algo sea. La capacidad del querer es
propiamente aquello «en virtud» de lo cual algo puede llegar a ser. Esta capacidad es lo auténticamente
«posible», aquello cuya esencia reside en el querer. A partir de dicho querer, el ser es capaz del pensar.
Aquél hace posible éste. El ser, como aquello que quiere y que hace capaz, es lo posible. En cuanto
elemento, el ser es la «fuerza callada» de esa capacidad que quiere, es decir, de lo posible. Claro que,
sometidas al dominio de la «lógica» y la «metafísica», nuestras palabras «posible» y «posibilidad» sólo están
pensadas por diferencia con la palabra «realidad», esto es, desde una determinada interpretación del ser -la
metafísica- como actus y potentia, una diferenciación que se identifica con la de existentia y essentia.
Cuando hablo de la «callada fuerza de lo posible» no me refiero a lo possibile de una possibilitas sólo
representada, ni a la potentia como essentia de un actus de la existentia, sino al ser mismo, que, queriendo,
está capacitado sobre el pensar, y por lo tanto sobre la esencia del ser humano, lo que significa sobre su
relación con el ser. Aquí, ser capaz de algo significa preservarlo en su esencia, mantenerlo en su elemento.
Cuando el pensar se encamina a su fin por haberse alejado de su elemento, reemplaza esa pérdida
procurándose una validez en calidad de τέκνη, esto es, en cuanto instrumento de formación y por ende como
asunto de escuela y posteriormente empresa cultural. Paulatinamente, la filosofía se convierte en una técnica
de explicación a partir de las causas supremas. Ya no se piensa, sino que uno se ocupa con la «filosofía». En
mutua confrontación, esas ocupaciones se presentan después públicamente como una serie de... ismos e
intentan superarse entre sí. El dominio que ejercen estos títulos no es fruto del azar. Especialmente en la
Edad Moderna, se basa en la peculiar dictadura de la opinión pública. Sin embargo, la que se suele llamar
«existencia privada» no es en absoluto el ser-hombre esencial o, lo que es lo mismo, el hombre libre. Lo
único que hace es insistir en ser una negación de lo público. Sigue siendo un apéndice suyo y se alimenta
solamente de su retirada fuera de lo público. Así, y contra su propia voluntad, dicha existencia da fe de la
rendición ante los dictados de la opinión pública. A su vez, dicha opinión es la institución y autorización de
la apertura de lo ente en la objetivación incondicionada de todo, y éstas, como procedentes del dominio de la
subjetividad, están condicionadas metafísicamente. Por eso, el lenguaje cae al servicio de la mediación de las
vías de comunicación por las que se extiende la objetivación a modo de acceso uniforme de todos a todo,
pasando por encima de cualquier límite. Así es como cae el lenguaje bajo la dictadura de la opinión pública.
Ésta decide de antemano qué es comprensible y qué es desechable por incomprensible. Lo que se dice en Ser y tiempo (1927), §§ 27 y 35, sobre el «uno» impersonal no debe tomarse de ningún modo como una
contribución incidental a la sociología. Pero dicho «uno» tampoco pretende ser únicamente la imagen
opuesta, entendida de modo ético-existencial, del ser uno mismo de la persona. Antes bien, lo dicho encierra
la indicación que remite a la pertenencia inicial de la palabra al ser, pensada desde la pregunta por la verdad
del ser. Bajo el dominio de la subjetividad, que se presenta como opinión pública, esta relación queda oculta.
Pero cuando la verdad del ser alcanza por fin el rango que la hace digna de ser pensada por el pensar,
también la reflexión sobre la esencia del lenguaje debe alcanzar otra altura. Ya no puede seguir siendo mera
filosofía del lenguaje. Éste es el único motivo por el que Ser y tiempo (§ 34) hace una referencia a la
dimensión esencial del lenguaje y toca la simple pregunta que se interroga en qué modo del ser el lenguaje es
siempre como lenguaje. La devastación del lenguaje, que se extiende velozmente por todas partes, no sólo se
nutre de la responsabilidad estética y moral de todo uso del lenguaje. Nace de una amenaza contra la esencia
del hombre. Cuidar el uso del lenguaje no demuestra que ya hayamos esquivado ese peligro esencial. Por el
contrario, más bien me inclino a pensar que actualmente ni siquiera vemos ni podemos ver todavía el peligro
porque aún no nos hemos situado en su horizonte. Pero la decadencia actual del lenguaje, de la que, un poco
tarde, tanto se habla últimamente, no es el fundamento, sino la consecuencia del proceso por el que el
lenguaje, bajo el dominio de la metafísica moderna de la subjetividad, va cayendo de modo casi irrefrenable
fuera de su elemento. El lenguaje también nos hurta su esencia: ser la casa de la verdad del ser. El lenguaje
se abandona a nuestro mero querer y hacer a modo de instrumento de dominación sobre lo ente. Y, a su vez,
éste aparece en cuanto lo real en el entramado de causas y efectos. Nos topamos con lo ente como lo real,
tanto al calcular y actuar como cuando recurrimos a las explicaciones y fundamentaciones de la ciencia y la
filosofía. Y de éstas también forma parte la aseveración de que algo es inexplicable. Con este tipo de
afirmaciones creemos hallarnos ante el misterio, como si de este modo fuera cosa asentada que la verdad del
ser pudiera basarse sobre causas y explicaciones o, lo que es lo mismo, sobre su inaprehensibilidad.
Pero si el hombre quiere volver a encontrarse alguna vez en la vecindad al ser, tiene que aprender
previamente a existir prescindiendo de nombres. Tiene que reconocer en la misma medida tanto la seducción
de la opinión pública como la impotencia de lo privado. Antes de hablar, el hombre debe dejarse interpelar
de nuevo por el ser, con el peligro de que, bajo este reclamo, él tenga poco o raras veces algo que decir. Sólo
así se le vuelve a regalar a la palabra el valor precioso de su esencia y al hombre la morada donde habitar en
la verdad del ser.
Pero ¿acaso en esta interpelación al hombre, acaso en el intento de disponer al hombre para este
reclamo no se encierra una preocupación por el hombre? ¿Y hacia dónde se dirige ese «cuidado» si no es en
la dirección que trata de reconducir nuevamente al hombre a su esencia? ¿Qué otra cosa significa esto, sino
que el hombre (homo) se torna humano (humanus)? Pero en este caso, la humanitas sigue siendo la meta de
un pensar de este tipo, porque eso es el humanismo: meditar y cuidarse de que el hombre sea humano en
lugar de no-humano, «inhumano», esto es, ajeno a su esencia. Pero ¿en qué consiste la humanidad del
hombre? Reside en su esencia.
Ahora bien, ¿desde dónde y cómo se determina la esencia del hombre? Marx exige que se conozca y
reconozca al «ser humano». Y él lo encuentra en la «sociedad». Para él, el hombre «social» es el hombre
«natural». En la «sociedad» la «naturaleza» del hombre, esto es, el conjunto de sus «necesidades naturales»
(alimento, vestido, reproducción, sustento económico), se asegura de modo regular y homogéneo. El
cristiano ve la humanidad del ser humano, la humanitas del homo, en la delimitación frente a la deitas. Desde
la perspectiva de la historia de la redención, el hombre es hombre en cuanto «hijo de Dios» que oye en Cristo
el reclamo del Padre y lo asume. El hombre no es de este mundo desde el momento en que el «mundo»,
pensado de modo teórico-platónico, es solamente un tránsito pasajero hacia el más allá.
La humanitas es pensada por vez primera bajo este nombre expreso y se convierte en una aspiración en
la época de la república romana. El homo humanus se opone al homo barbarus. El homo humanus es ahora el
romano, que eleva y ennoblece la virtus romana al «incorporarle» la παιδεία tomada en préstamo de los
griegos. Estos griegos son los de la Grecia tardía, cuya cultura era enseñada en las escuelas filosóficas y
consistía en la eruditio e institutio in bonas artes. La παιδεία así entendida se traduce mediante el término
humanitas. La auténtica romanitas del homo romanus consiste precisamente en semejante humanitas. En
Roma nos encontramos con el primer humanismo. Y, por eso, se trata en su esencia de un fenómeno
específicamente romano que nace del encuentro de la romanidad con la cultura de la Grecia tardía. El que se conoce como Renacimiento de los siglos XIV y XV en Italia es una renascentia romanitatis. Desde el
momento en que lo que le importa es la romanitas, de lo que trata es de la humanitas y, por ende, de la
παιδεία griega. Y es que lo griego siempre se contempla bajo su forma tardía, y ésta, a su vez, bajo el prisma
romano. También el homo romanus del Renacimiento se contrapone al homo barbarus. Pero lo in-humano es
ahora la supuesta barbarie de la Escolástica gótica del Medioevo. De esta suerte, al humanismo
históricamente entendido siempre le corresponde un studium humanitatis que remite de un modo
determinado a la Antigüedad y a su vez se convierte también de esta manera en una revivificación de lo
griego. Es lo que se muestra en nuestro humanismo del siglo XVIII, representado por Winckelmann, Goethe
y Schiller. Por contra, Hölderlin no forma parte de este «humanismo» por la sencilla razón de que piensa el
destino de la esencia del hombre de modo mucho más inicial de lo que pudiera hacerlo dicho «humanismo».
Pero si se entiende bajo el término general de humanismo el esfuerzo por que el hombre se torne libre
para su humanidad y encuentre en ella su dignidad, en ese caso el humanismo variará en función del
concepto que se tenga de «libertad» y «naturaleza» del hombre. Asimismo, también variarán los caminos que
conducen a su realización. El humanismo de Marx no precisa de ningún retorno a la Antigüedad, y lo mismo
se puede decir de ese humanismo que Sartre concibe como existencialismo. En el sentido amplio que ya se
ha citado, también el cristianismo es un humanismo, desde el momento en que según su doctrina todo se
orienta a la salvación del alma del hombre (salus aeterna) y la historia de la humanidad se inscribe en el
marco de dicha historia de redención. Por muy diferentes que puedan ser estos distintos tipos de humanismo
en función de su meta y fundamento, del modo y los medios empleados para su realización y de la forma de
su doctrina, en cualquier caso, siempre coinciden en el hecho de que la humanitas del homo humanus se
determina desde la perspectiva previamente establecida de una interpretación de la naturaleza, la historia, el
mundo y el fundamento del mundo, esto es, de lo ente en su totalidad.
Todo humanismo se basa en una metafísica, excepto cuando se convierte él mismo en el fundamento
de tal metafísica. Toda determinación de la esencia del hombre, que, sabiéndolo o no, presupone ya la
interpretación de lo ente sin plantear la pregunta por la verdad del ser es metafísica. Por eso, y en concreto
desde la perspectiva del modo en que se determina la esencia del hombre, lo particular y propio de toda
metafísica se revela en el hecho de que es «humanista». En consecuencia, todo humanismo sigue siendo
metafísico. A la hora de determinar la humanidad del ser humano, el humanismo no sólo no pregunta por la
relación del ser con el ser humano, sino que hasta impide esa pregunta, puesto que no la conoce ni la
entiende en razón de su origen metafísico. A la inversa, la necesidad y la forma propia de la pregunta por la
verdad del ser, olvidada en la metafísica precisamente por causa de la misma metafísica, sólo pueden salir a
la luz cuando en pleno medio del dominio de la metafísica se plantea la pregunta: «qué es metafísica?». En
principio hasta se puede afirmar que toda pregunta por el «ser», incluida la pregunta por la verdad del ser,
debe introducirse como pregunta «metafísica».
El primer humanismo, esto es, el romano, y todas las clases de humanismo que han ido apareciendo
desde entonces hasta la actualidad presuponen y dan por sobreentendida la «esencia» más universal del ser
humano. El hombre se entiende como animal rationale. Esta determinación no es sólo la traducción latina
del griego ζωον λόγον εχον, sino una interpretación metafísica. En efecto, esta determinación esencial del ser
humano no es falsa, pero sí está condicionada por la metafísica. Pero es su origen esencial y no sólo sus
límites lo que se ha considerado digno de ser puesto en cuestión en Ser y tiempo. Aquello que es digno de ser
cuestionado no es en absoluto arrojado a la voracidad de un escepticismo vacío, sino que es confiado al
pensar como eso que es propiamente suyo y tiene que pensar.
Ciertamente, la metafísica representa a lo ente en su ser y, por ende, también piensa el ser de lo ente.
Pero no piensa el ser como tal, no piensa la diferencia entre ambos (vid. Vom Wesen des Grundes, 1929, p. 8;
también Kant und das Problem der Metaphysik, 1929, p. 225, y Sein und Zeit, p. 230). La metafísica no
pregunta por la verdad del ser mismo. Por tanto, tampoco pregunta nunca de qué modo la esencia del hombre
pertenece a la verdad del ser. Pero no se trata sólo de que la metafísica no haya planteado nunca hasta ahora
esa pregunta, sino de que dicha pregunta es inaccesible para la metafísica en cuanto metafísica. El ser todavía
está aguardando el momento en que él mismo llegue a ser digno de ser pensado por el hombre. Desde la
perspectiva de una determinación esencial del hombre, da igual cómo definamos la ratio del animal y la
razón del ser vivo, bien sea como «facultad de los principios», como «facultad de las categorías» o de
cualquier otro modo, pues, en cualquier caso, siempre y en cada ocasión, nos encontraremos con que la esencia de la razón se funda en el hecho de que para toda aprehensión de lo ente en su ser, el ser mismo se
halla ya siempre aclarado como aquello que acontece en su verdad. Del mismo modo, con el término
«animal», ζωον, ya se plantea una interpretación de la «vida» que necesariamente reposa sobre una
interpretación de lo ente como ζωή y φύσις dentro de la que aparece lo vivo. Pero, aparte de esto, lo que
finalmente nos queda por preguntar por encima de todo es si acaso la esencia del hombre reside de una
manera inicial que decide todo por anticipado en la dimensión de la animalitas. ¿De verdad estamos en el
buen camino para llegar a la esencia del hombre cuando y mientras lo definimos como un ser vivo entre
otros, diferente de las plantas, los animales y dios? Sin duda, se puede proceder así, se puede disponer de ese
modo al hombre dentro de lo ente entendiéndolo como un ente en medio de los otros. De esta suerte, siempre
se podrán afirmar cosas correctas sobre el ser humano. Pero también debe quedarnos muy claro que,
procediendo así, el hombre queda definitivamente relegado al ámbito esencial de la animalitas, aun cuando
no lo pongamos al mismo nivel que el animal, sino que le concedamos una diferencia específica. Porque, en
principio, siempre se piensa en el homo animalis, por mucho que se ponga al animal a modo de animus sive
mens y en consecuencia como sujeto, como persona, como espíritu. Esta manera de poner es, sin duda, la
propia de la metafísica. Pero, con ello, la esencia del hombre recibe una consideración bien menguada, y no
es pensada en su origen, un origen esencial que sigue siendo siempre el futuro esencial para la humanidad
histórica. La metafísica piensa al hombre a partir de la animalitas y no lo piensa en función de su humanitas.
La metafísica se cierra al sencillo hecho esencial de que el hombre sólo se presenta en su esencia en la
medida en que es interpelado por el ser. Sólo por esa llamada «ha» encontrado el hombre dónde habita su
esencia. Sólo por ese habitar «tiene» el «lenguaje» a modo de morada que preserva el carácter extático de su
esencia. A estar en el claro del ser es a lo que yo llamo la ex-sistencia del hombre. Sólo el hombre tiene ese
modo de ser, sólo de él es propio. La ex-sistencia así entendida no es sólo el fundamento de la posibilidad de
la razón, ratio, sino aquello en donde la esencia del hombre preserva el origen de su determinación.
La ex-sistencia es algo que sólo se puede decir de la esencia del hombre, esto es, sólo del modo
humano de «ser». Porque, en efecto, hasta donde alcanza nuestra experiencia, sólo el hombre está implicado
en el destino de la ex-sistencia. Por eso, si admitimos que el hombre está destinado a pensar la esencia de su
ser y no sólo a narrar historias naturales e históricas sobre su constitución y su actividad, tampoco se puede
pensar la ex-sistencia como una especie específica en medio de las otras especies de seres vivos. Y, por eso,
también se funda en la esencia de la ex-sistencia la parte de animalitas que le atribuimos al hombre cuando lo
comparamos con el «animal». El cuerpo del hombre es algo esencialmente distinto de un organismo animal.
La confusión del biologismo no se supera por añadirle a la parte corporal del hombre el alma, al alma el
espíritu y al espíritu lo existencial y, además, predicar más alto que nunca la elevada estima en que se debe
tener al espíritu, si después se vuelve a caer en la vivencia de la vida, advirtiendo y asegurando que los
rígidos conceptos del pensar destruyen la corriente de la vida y que el pensar del ser desfigura la existencia.
Que la fisiología y la química fisiológica puedan investigar al ser humano en su calidad de organismo, desde
la perspectiva de las ciencias naturales, no prueba en modo alguno que en eso «orgánico», es decir, en el
cuerpo científicamente explicado, resida la esencia del hombre. Esa opinión tiene tan poco valor como la que
sostiene que la esencia de la naturaleza está encerrada en la energía atómica. Después de todo, bien podría
ser que la naturaleza ocultase su esencia precisamente en la cara que presenta al dominio técnico del hombre.
Así como la esencia del hombre no consiste en ser un organismo animal, así tampoco esa insuficiente
definición esencial del hombre se puede desechar o remediar con el argumento de que el hombre está dotado
de un alma inmortal o una facultad de raciocinio o del carácter de persona. En todos los casos estamos
pasando por encima de la esencia, basándonos precisamente en el fundamento del propio proyecto
metafísico.
Aquello que sea el hombre, esto es, lo que en el lenguaje tradicional de la metafísica se llama la
«esencia» del hombre, reside en su ex-sistencia. Pero, así pensada, la ex-sistencia no es idéntica al concepto
tradicional de existentia, que significa realidad efectiva, a diferencia de la essentia, que significa posibilidad.
En Ser y tiempo (p. 42) hemos subrayado la frase: «La ‘esencia’ del Dasein reside en su existencia». Pero
aquí no se trata de una oposición entre existentia y essentia, porque aún no se han puesto para nada en
cuestión ambas determinaciones metafísicas del ser y mucho menos su mutua relación. Dicha frase encierra
todavía menos algo parecido a una afirmación general sobre el Dasein entendido en el sentido de la
existencia, en la medida en que esa denominación, que fue adoptada en el siglo XVIII para la palabra «objeto», quiere expresar el concepto metafísico de realidad efectiva de lo real. Antes bien, lo que dice la
frase es que el hombre se presenta de tal modo que es el «aquí», es decir, el claro del ser. Este «ser» del aquí,
y sólo él, tiene el rasgo fundamental de la ex-sistencia, es decir, del extático estar dentro de la verdad del ser.
La esencia extática del hombre reside en la ex-sistencia, que sigue siendo distinta de la existentia
metafísicamente pensada. La filosofía medieval concibe a esta última como actualitas. Kant presenta la
existentia como la realidad efectiva, en el sentido de la objetividad de la experiencia. Hegel define la
existentia como la idea de la subjetividad absoluta que se sabe a sí misma. Nietzsche concibe la existentia
como el eterno retorno de lo igual. Desde luego, queda abierta la cuestión de si a través de estas
interpretaciones de la existentia como realidad efectiva, que sólo a primera vista parecen tan diversas, queda
ya suficientemente pensado el ser de la piedra, o incluso la vida en cuanto ser de los vegetales y los animales.
En cualquier caso, los seres vivos son como son, sin que por ser como tal estén en la verdad del ser y sin que
preserven en dicho estar lo que se presenta de su ser. De entre todos los entes, presumiblemente el que más
difícil nos resulta de ser pensado es el ser vivo, porque, aunque hasta cierto punto es el más afín a nosotros,
por otro lado está separado de nuestra esencia ex-sistente por un abismo. Por contra, podría parecer que la
esencia de lo divino está más próxima a nosotros que la sensación de extrañeza que nos causan los seres
vivos, entendiendo dicha proximidad desde una lejanía esencial que, sin embargo, en cuanto tal lejanía, le
resulta más familiar a nuestra esencia existente que ese parentesco corporal con el animal que nos sume en
un abismo apenas pensable. Semejantes reflexiones arrojan una extraña luz sobre la caracterización habitual,
y por eso mismo todavía demasiado prematura, del ser humano como animal rationale. Si a las plantas y a
los animales les falta el lenguaje es porque están siempre atados a su entorno, porque nunca se hallan
libremente dispuestos en el claro del ser, el único que es «mundo». Pero no es que permanezcan carentes de
mundo en su entorno porque se les haya privado de lenguaje. En la palabra «entorno» se agolpa pujante todo
lo enigmático del ser vivo. El lenguaje no es en su esencia la expresión de un organismo ni tampoco la
expresión de un ser vivo. Por eso no lo podemos pensar a partir de su carácter de signo y tal vez ni siquiera a
partir de su carácter de significado. Lenguaje es advenimiento del ser mismo, que aclara y oculta.
Pensada extáticamente, la ex-sistencia no coincide ni en contenido ni en forma con la existentia. Desde
el punto de vista del contenido, ex-sistencia significa estar fuera en la verdad del ser. Por contra, existentia
(existente) significa actualitas, realidad efectiva a diferencia de la mera posibilidad como idea. Ex-sistencia
designa la determinación de aquello que es el hombre en el destino de la verdad. Existentia sigue siendo el
nombre para la realización de lo que algo es cuando se manifiesta en su idea. La frase que dice «el hombre
ex-siste» no responde a la pregunta de si el hombre es o no real, sino a la pregunta por la «esencia» del
hombre. Esta pregunta la solemos plantear siempre de manera inadecuada, ya sea cuando preguntamos qué
es el hombre, ya sea cuando preguntamos quién es el hombre, porque con ese ¿quién? o ¿qué? Nos ponemos
en el punto de vista que trata de ver ya una persona o un objeto. Pero sucede que tanto el carácter personal
como el carácter de objeto no sólo no aciertan con lo esencial de la ex-sistencia de la historia del ser, sino
que impiden verlo. Por eso, en la citada frase de Ser y tiempo se escribe con muchas reservas y entre comillas
la palabra «esencia» (p. 42). Esto indica que, ahora, la «esencia» no se determina ni desde el esse essentiae ni
desde el esse existentiae, sino desde lo ex-stático del Dasein. En cuanto ex-sistente, el hombre soporta el seraquí, en la medida en que toma a su «cuidado» el aquí en cuanto claro del ser. Pero el propio ser-aquí se
presenta en cuanto «arrojado». Se presenta en el arrojo del ser, en lo destinal que arroja a un destino.
Ahora bien, la última y peor de las confusiones consistiría en querer explicar la frase sobre la esencia
exsistente del hombre como si fuera la aplicación secularizada y trasladada al hombre de una idea sobre dios
expresada por la teología cristiana (Deus est ipsum esse); en efecto, la ex-sistencia no es la realización de una
esencia ni mucho menos produce o pone ella lo esencial. Si se entiende el «proyecto» mencionado en Ser y
tiempo como un poner representador, entonces lo estaremos tomando como un producto de la subjetividad,
esto es, estaremos dejando de pensar la «comprensión del ser» de la única manera que puede ser pensada en
el ámbito de la «analítica existencial» del «ser-en-el-mundo», esto es, como referencia extática al claro del
ser. Pero también es verdad que concebir y compartir de modo suficiente ese otro pensar que abandona la
subjetividad se ha vuelto más difícil por el hecho de que a la hora de publicar Ser y tiempo no se dio a la
imprenta la tercera sección de la primera parte, «Tiempo y ser» (vid. Ser y tiempo, p. 39). Allí se produce un
giro que lo cambia todo. Dicha sección no se dio a la imprenta porque el pensar no fue capaz de expresar ese
giro con un decir de suficiente alcance ni tampoco consiguió superar esa dificultad con ayuda del lenguaje de la metafísica. La conferencia «De la esencia de la verdad», que fue pensada y pronunciada en 1930 pero no
se publicó hasta 1943, permite obtener una cierta visión del pensar del giro que se produce de Ser y tiempo a
«Tiempo y ser». Dicho giro no consiste en un cambio del punto de vista de Ser y tiempo, sino que en él es
donde ese pensar que se trataba de obtener llega por vez primera a la dimensión desde la que se ha
experimentado Ser y tiempo, concretamente como experiencia fundamental del olvido del ser.
Por contra, Sartre expresa de la siguiente manera el principio del existencialismo: la existencia precede
a la esencia. Está adoptando los términos existentia y essentia en el sentido de la metafísica que, desde
Platón, formula lo siguiente: la essentia precede a la existentia. Sartre invierte esa frase. Lo que pasa es que
la inversión de una frase metafísica sigue siendo una frase metafísica. Con esta frase se queda detenido, junto
con la metafísica, en el olvido de la verdad del ser. Porque por mucho que la filosofía determine la relación
entre essentia y existentia en el sentido de las controversias de la Edad Media o en el sentido de Leibniz o de
cualquier otro modo, el hecho es que habría que empezar por preguntarse primero desde qué destino del ser
llega al pensar dicha diferencia en el ser entre esse essentiae y esse existentiae. Queda por pensar la razón
por la que la pregunta por este destino del ser nunca fue preguntada y la razón por la que nunca pudo ser
pensada. ¿O acaso el hecho de que las cosas sean de este modo en lo relativo a la distinción entre essentia y
existentia no es una señal del olvido del ser? Podemos suponer que este destino no reside en un mero
descuido del pensar humano y mucho menos en una menor capacidad del pensamiento occidental temprano.
La distinción entre essentia (esencialidad) y existentia (realidad efectiva), que se encuentra oculta en su
origen esencial, domina y atraviesa todo el destino de la historia occidental y de la historia en su conjunto
bajo su definición europea.
Pues bien, la proposición principal de Sartre a propósito de la primacía de la existentia sobre la
essentia sin duda justifica el nombre de «existencialismo» como título adecuado a esa filosofía. Pero la tesis
principal del «existencialismo» no tiene ni lo más mínimo en común con la frase de Ser y tiempo; aparte de
que en Ser y tiempo no puede expresarse todavía en absoluto una tesis sobre la relación de essentia y
existentia, porque de lo que allí se trata es de preparar algo pre-cursor. Y eso ocurre, según lo que se ha
dicho, de modo bastante torpe y limitado. Aquello que todavía hoy y por vez primera queda por decir tal vez
pudiera convertirse en el estímulo necesario para guiar a la esencia del hombre y lograr que piense
atentamente la dimensión de la verdad del ser que reina en ella. Pero también esto ocurriría únicamente en
beneficio de una mayor dignidad del ser y en pro del ser-aquí que soporta al ser humano exsistente y no en
pro del hombre ni para que mediante su quehacer la civilización y la cultura acaben siendo un valor.
Pero para que nosotros, los que vivimos ahora, podamos llegar a la dimensión de la verdad del ser y
podamos meditarla, no nos queda más remedio que empezar por poner en claro cómo atañe el ser al hombre
y cómo lo reclama. Este tipo de experiencia esencial nos ocurre en el momento en que nos damos cuenta de
que el hombre es en la medida en que exsiste. Si empezamos por decir esto en el lenguaje de la tradición
diremos que la ex-sistencia del hombre es su substancia. Es por eso por lo que en Ser y tiempo vuelve a
aparecer a menudo la frase: «La ‘substancia’ del hombre es la existencia» (pp. 117, 212 y 314). Lo que pasa
es que, pensado desde el punto de vista de la historia del ser, «substancia» ya es la traducción encubridora
del griego ουσια, una palabra que nombra la presencia de lo que se presenta y que normalmente, y debido a
una enigmática ambigüedad, alude también a eso mismo que se presenta. Si pensamos el nombre metafísico
de «substancia» en este sentido (un sentido que en Ser y tiempo, de acuerdo con la «destrucción
fenomenológica» que allí se lleva a cabo, ya está en el ambiente), entonces la frase «la ‘substancia’ del
hombre es la ex-sistencia» no dice sino que el modo en que el hombre se presenta al ser en su propia esencia
es el extático estar dentro de la verdad del ser. Mediante esta determinación esencial del hombre ni se
desechan ni se tildan de falsas las interpretaciones humanísticas del ser humano como animal racional,
«persona», o ser dotado de espíritu, alma y cuerpo. Por el contrario, se puede afirmar que el único
pensamiento es el de que las supremas determinaciones humanistas de la esencia del hombre todavía no
llegan a experimentar la auténtica dignidad del hombre. En este sentido, el pensamiento de Ser y tiempo está
contra el humanismo. Pero esta oposición no significa que semejante pensar choque contra lo humano y
favorezca a lo inhumano, que defienda la inhumanidad y rebaje la dignidad del hombre. Sencillamente,
piensa contra el humanismo porque éste no pone la humanitas del hombre a suficiente altura. Es claro que la
altura esencial del hombre no consiste en que él sea la substancia de lo ente en cuanto su «sujeto» para luego, y puesto que él es el que tiene en sus manos el poder del ser, dejar que desaparezca el ser ente de lo ente en
esa tan excesivamente celebrada «objetividad». //
Lo que ocurre es, más bien, que el hombre se encuentra «arrojado» por el ser mismo a la verdad del
ser, a fin de que, ex-sistiendo de ese modo, preserve la verdad del ser para que lo ente aparezca en la luz del
ser como eso ente que es. Si acaso y cómo aparece, si acaso y de qué modo el dios y los dioses, la historia y
la naturaleza entran o no en el claro del ser, se presentan y se ausentan, eso es algo que no lo decide el
hombre. El advenimiento de lo ente reside en el destino del ser. Pero al hombre le queda abierta la pregunta
de si encontrará lo destinal y adecuado a su esencia, aquello que responde a dicho destino. Pues, en efecto, de
acuerdo con ese destino, lo que tiene que hacer el hombre en cuanto ex-sistente es guardar la verdad del ser.
El hombre es el pastor del ser. Esto es lo único que pretende pensar Ser y tiempo cuando experimenta la
existencia extática como «cuidado» (vid. § 44a, pp. 226 ss.).
Pero el ser, ¿qué es el ser? El ser «es» él mismo. Esto es lo que tiene que aprender a experimentar y a
decir el pensar futuro. El «ser» no es ni dios ni un fundamento del mundo. El ser está esencialmente más
lejos que todo ente y, al mismo tiempo, está más próximo al hombre que todo ente, ya sea éste una roca, un
animal, una obra de arte, una máquina, un ángel o dios. El ser es lo más próximo. Pero la proximidad es lo
que más lejos le queda al hombre. El hombre se atiene siempre en primer lugar y solamente a lo ente.
Cuando el pensar representa a lo ente como ente, a lo que se refiere es al ser. Pero lo que está pensando de
verdad y en todo momento es sólo lo ente como tal y jamás el ser como tal. La «pregunta por el ser» sigue
siendo siempre la pregunta por lo ente. La pregunta por el ser no es en absoluto todavía lo que designa ese
título capcioso: la pregunta por el ser. Incluso cuando con Descartes y Kant se torna «crítica», la filosofía
también sigue siempre los pasos del representar metafísico. Piensa desde lo ente y hacia lo ente, pasando a
través de cierta mirada al ser. Pues, efectivamente, toda salida desde lo ente y todo retorno a lo ente se
encuentran ya a la luz del ser.
Pero la metafísica conoce el claro del ser ya sea sólo como eso que se ve cuando se presenta el
«aspecto» (ιδέα), ya sea de modo crítico como aquello avistado por la mirada del representar categorial de la
subjetividad. Esto quiere decir que la verdad del ser, en cuanto el claro mismo, permanece oculta para la
metafísica. Sin embargo, este ocultamiento no es un defecto de la metafísica, sino el tesoro de su propia
riqueza, que le ha sido retenido y al mismo tiempo mantenido. Pero el claro mismo es el ser. Es el claro lo
único que dentro del destino del ser de la metafísica permite tener un horizonte desde el cual eso que se
presenta toca e impresiona al hombre que asiste a su presencia de tal manera que el hombre mismo sólo
puede tocar el ser (θιγειν, Aristóteles, Met.Y 10) en la aprehensión (νοειν). Ese horizonte es lo único que
atrae hacia sí la mirada. Es el que se abandona a dicha mirada cuando la aprehensión se ha convertido en el
producir representaciones en la perceptio de la res cogitans comprendida como subjectum de la certitudo.
Pero, suponiendo que podamos preguntar de esta manera, ¿cómo se relaciona el ser con la exsistencia? El propio ser es la relación, en cuanto él es el que mantiene junto a sí a la ex-sistencia en su
esencia existencial, es decir, extática, y la recoge junto a sí como el lugar de la verdad del ser en medio de lo
ente. Es precisamente porque el hombre, en cuanto exsistente, llega a estar en esa relación a la que el ser se
destina a sí mismo y llega a estar en la medida en que lo soporta extáticamente o, lo que es lo mismo, lo
asume bajo su cuidado, por lo que al principio no reconoce a lo más próximo de todo, ateniéndose sólo a lo
siguiente más próximo. Llega a pensar que eso es lo más próximo de todo. Y sin embargo, más próximo que
lo que está más próximo de todo, lo ente, y al mismo tiempo, para el pensar corriente, más lejano que lo que
resulta más lejano de todo se encuentra la proximidad misma: la verdad del ser.
El olvido de la verdad del ser en favor de la irrupción de eso ente no pensado en la esencia es el
sentido de lo que en Ser y tiempo se llamó «caída». La palabra no alude a un pecado original del hombre
entendido desde la perspectiva de la «filosofía moral» y a la vez secularizado, sino que se refiere a la
vinculación esencial del hombre con el ser inscrita dentro de la relación del ser con el ser humano. De
acuerdo con esto, los títulos utilizados a modo de preludio, «propiedad» e «impropiedad», no significan una
diferencia de tipo moral-existencial ni de tipo «antropológico», sino la relación «extática» del ser humano
con la verdad del ser, que debe ser pensada alguna vez antes que ninguna otra, puesto que hasta ahora se le
ha ocultado a la filosofía. Pero dicha relación no es como es basándose en el fundamento de la ex-sistencia,
sino que es la esencia de la ex-sistencia la que es destinalmente extático-existencial a partir de la esencia de
la verdad del ser. Lo único que pretende conseguir el pensar que intenta expresarse por vez primera en Ser y tiempo es
algo simple. Y como algo simple, el ser permanece lleno de misterio: la simple proximidad de un reinar que
no resulta apremiante. Esta proximidad se presenta como el propio lenguaje. Ahora bien, el lenguaje no es
mero lenguaje, si por éste nos representamos como mucho la mera unidad de una forma fonética (signo
escrito), una melodía y ritmo y un significado (sentido). Pensamos la forma fonética y el signo escrito como
el cuerpo de la palabra, la melodía y el ritmo como su alma y la parte significativa como el espíritu del
lenguaje. Habitualmente pensamos el lenguaje partiendo de su correspondencia con la esencia del hombre, y
nos representamos al hombre como animal racional, esto es, como la unidad de cuerpo-alma-espíritu. Pero
así como en la humanitas del homo animalis permanece velada la ex-sistencia y, por medio de ella, la
relación de la verdad del ser con el hombre, así también la interpretación metafísica y animal del lenguaje
oculta su esencia, propiciada por la historia del ser. De acuerdo con esta esencia, el lenguaje es la casa del
ser, que ha acontecido y ha sido establecida por el ser mismo. Por eso se debe pensar la esencia del lenguaje
a partir de la correspondencia con el ser, concretamente como tal correspondencia misma, esto es, como
morada del ser humano.
Pero el hombre no es sólo un ser vivo que junto a otras facultades posea también la del lenguaje. Por el
contrario, el lenguaje es la casa del ser: al habitarla el hombre ex-siste, desde el momento en que, guardando
la verdad del ser, pertenece a ella.
Y así, a la hora de definir la humanidad del hombre como ex-sistencia, lo que interesa es que lo
esencial no sea el hombre, sino el ser como dimensión de lo extático de la ex-sistencia. Sin embargo, la
dimensión no es eso que conocemos como espacio. Por el contrario, todo lo que es espacial y todo espaciotiempo se presentan en eso dimensional que es el ser mismo.
El pensar atiende a estas relaciones simples. Les busca la palabra adecuada en el seno del lenguaje de
la metafísica y de su gramática, transmitido durante largo tiempo. Pero, suponiendo que un título tenga
alguna importancia, ¿se puede seguir llamando humanismo a ese pensamiento? Está claro que no, puesto que
el humanismo piensa metafísicamente. Está claro que no, si es que es existencialismo y defiende la tesis
expresada por Sartre: précisément nous sommes sur un plan où il y a seulement des hommes
(L'Existencialisme est un humanisme, p. 36). Pensando esto desde la perspectiva de Ser y tiempo habría que
decir: précisément nous sommes sur un plan où il y a principalement l'Être. Pero ¿de dónde viene y qué es le
plan? L' Être et le plan son lo mismo. En Ser y tiempo (p. 212) se dice precavidamente y con toda la
intención: il y a l' Être, esto es, «se da» el ser. El francés il y a traduce de modo impreciso el alemán es gibt,
«se da». Porque el «es» impersonal alemán que «se da» aquí es el propio ser. El «da» nombra sin embargo la
esencia del ser que da, y de ese modo otorga, su verdad. El darse en lo abierto, con lo abierto mismo, es el
propio ser.
Al mismo tiempo el «se da» también se usa con la intención de evitar provisionalmente el giro
idiomático «el ser es». Porque, efectivamente, por lo general se dice ese «es» de algo que es. Y a eso es a lo
que llamamos lo ente. Pero resulta que precisamente el ser no «es» lo «ente». Si nos limitamos a decir del ser
este «es», sin una interpretación más precisa, será muy fácil que nos representemos el ser como un «ente» del
tipo de lo ente conocido, el cual, en cuanto causa, produce efectos y, en cuanto efecto, es causado. Y, sin
embargo, el propio Parménides ya dice en los primeros tiempos del pensamiento: εστιν γαρ ειναι, «es en
efecto ser». En estas palabras se oculta el misterio inicial de todo pensar. Tal vez lo que ocurre es que el «es»
sólo se puede decir con propiedad del ser, de tal modo que ningún ente «es» nunca verdaderamente. Pero
como el pensar tiene que llegar a decir el ser en su verdad, en lugar de explicarlo como un ente a partir de lo
ente, tendrá que quedar abierta y al cuidado del pensar la cuestión de si acaso y cómo es el ser.
El εστιν γαρ ειναι de Parménides sigue estando impensado todavía. Y eso nos da la medida del
progreso de la filosofía. Si atiende a su esencia, en realidad la filosofía no progresa nada. Se pone en su lugar
para pensar siempre lo mismo. Progresar, es decir, marchar más allá de ese lugar, es un error que sigue al
pensar como esa sombra que él mismo arroja. Es precisamente porque el ser sigue impensado todavía por lo
que también en Ser y tiempo se dice del ser que: «se da». Pero no podemos permitirnos especular
directamente y sin apoyarnos en algo a propósito del il y a. Este «se da» reina como destino del ser. Su
historia llega al lenguaje a través de la palabra de los pensadores esenciales. Por eso, el pensar que piensa en
la verdad del ser es histórico en cuanto tal pensar. No existe un pensar «sistemático» y, a su lado, a modo de
ilustración, una historia de las opiniones pretéritas. Pero tampoco existe, como piensa Hegel, una sistemática que pueda convertir a la ley de su pensamiento en ley de la historia y que pueda asumir simultáneamente tal
historia en el sistema. Pensando de modo más inicial, lo que hay es la historia del ser, de la que forma parte
el pensar como memoria de esa historia, un pensar acontecido por ella misma. La memoria se diferencia
esencialmente de la actualización a posteriori de la historia comprendida como un transcurrir pasado. La
historia nunca ocurre de entrada como suceso, y el suceso no es un transcurrir. El suceder de la historia se
presenta como destino de la verdad del ser a partir de dicho ser (vid. la conferencia sobre el himno de
Hölderlin «Wie wenn am Feiertage...», 1941, p. 31). El ser llega a ser destino en la medida en que él mismo,
el ser, se da. Pero, pensado como destino, esto quiere decir que se da y al mismo tiempo se niega a sí mismo.
Sin embargo, la definición de Hegel de la historia como desarrollo del «espíritu» no carece de verdad.
Tampoco es que sea en parte falsa y en parte verdadera. Es tan verdadera como es verdadera esa metafísica,
que, gracias a Hegel, deja que tome voz por vez primera en un sistema su esencia pensada de modo absoluto.
La metafísica absoluta, junto con las inversiones que llevaron a cabo Marx y Nietzsche, pertenece a la
historia de la verdad del ser. Lo que de ella sale no se puede atacar ni mucho menos eliminar por medio de
refutaciones. Sólo se puede asumir, siempre que su verdad se vuelva a albergar de manera más inicial en el
propio ser y se sustraiga al ámbito de la mera opinión humana. Toda refutación en el campo del pensar
esencial es absurda. La disputa entre pensadores es la «disputa amorosa» de la cosa misma. Es la que les
ayuda alternantemente a entrar a formar parte de la sencilla pertenencia a la cosa misma, a partir de la cual
encuentran en el destino del ser el destino adecuado.
Suponiendo que el hombre pueda pensar en el futuro la verdad del ser, pensará desde la ex-sistencia.
Ex-sintiendo, el hombre se encuentra ya en el destino del ser. La ex-sistencia del hombre es, en cuanto tal,
histórica, pero no en primer lugar o incluso no únicamente por lo que les pueda suceder al hombre y a las
cosas humanas en el transcurso del tiempo. Es precisamente porque se trata de pensar la ex-sistencia del seraquí por lo que en Ser y tiempo le importa de modo tan esencial al pensar que se experimente la historicidad
del Dasein.
Pero ¿no es en Ser y tiempo (p. 212) -donde el «se da» toma voz- en donde se dice «sólo mientras el
Dasein es, se da el ser»? Es verdad. Esto significa que sólo se traspasará ser al hombre mientras acontezca el
claro del ser. Pero que acontezca el «aquí», esto es, el claro como verdad del ser mismo, es precisamente lo
destinado al propio ser. El ser es el destino del claro. Así, la citada frase no significa que el Dasein del
hombre, en el sentido tradicional de existentia o, pensado modernamente, como realidad efectiva del ego
cogito, sea aquel ente por medio del cual se llega a crear por vez primera el ser. La frase no dice que el ser
sea un producto del hombre. En la Introducción a Ser y tiempo (p. 38) se dice clara y sencillamente, y hasta
destacándolo con cursivas, que el «ser es lo trascendente por antonomasia». Así como la apertura de la
proximidad espacial sobrepasa cualquier cosa cercana o lejana, vista desde esa misma cosa, así el ser está
esencialmente más lejos que todo ente, porque es el claro mismo. Y, por esto, y conforme al principio que en
un primer momento es inevitable en la metafísica aún dominante, el ser es pensado desde lo ente. Sólo desde
este punto de vista se muestra el ser en un sobrepasamiento y en cuanto tal.
La definición de la Introducción, «el ser es lo transcendens por antonomasia», resume en una sencilla
frase el modo en que la esencia del ser se le ha mostrado hasta ahora al hombre en su claro. Esta definición
retrospectiva de la esencia del ser a partir del claro de lo ente como tal sigue siendo inevitable para ese
planteamiento, que piensa ya por anticipado, de la pregunta por la verdad del ser. Así, el pensar da fe de su
esencia destinal. Está muy lejos de él la pretensión de volver a empezar desde el principio tras declarar falsa
toda filosofía anterior. Ahora bien, la única pregunta que le importa a un pensar que intenta pensar la verdad
del ser es si la definición del ser en cuanto puro transcendens nombra o no la esencia simple de la verdad del
ser. Por eso, en la página 230 también se dice que sólo a partir del «sentido», es decir, sólo a partir de la
verdad del ser, se podrá entender cómo es el ser. El ser le abre su claro al hombre en el proyecto extático.
Pero este proyecto no crea el ser.
Por lo demás, el proyecto es esencialmente un proyecto arrojado. El que arroja en ese proyectar no es
el hombre, sino el ser mismo, que destina al hombre a la ex-sistencia del ser-aquí en cuanto su esencia. Este
destino acontece como claro del ser, y éste sólo es como tal. El claro garantiza y preserva la proximidad al
ser. En dicha proximidad, en el claro del «aquí», habita el hombre en cuanto ex-sistente, sin que sea ya hoy
capaz de experimentar propiamente ese habitar ni de asumirlo. La proximidad «del» ser, en que consiste el
«aquí» del ser-aquí o Dasein, ha sido pensada a partir de Ser y tiempo en el discurso sobre la elegía de continua:
No hay comentarios:
Publicar un comentario